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41. Bajo la luz eterna


Me sentía emocionada... Más que eso. Esperanzada, ilusionada. Libre. La sensación de que nada en el mundo era imposible, de que yo era dueña de mi destino. Pero había algo en estos sentimientos. No eran míos. A pesar de que los estaba experimentando, se sentían ajenos a mí.

Abrí los ojos para encontrarme de lleno con una escena azulada. Un tejado curvo y grisáceo. Una luna resplandeciente y centenares de estrellas titilantes como terrones de azúcar desperdigados en el cielo. Y un niño.

Un niño en unos ropajes blanquísimos que parecían resplandecer por sí mismos, ojos grises y cabellos cortos y negros. Estaba recostado en aquel techo, con las manos detrás de la cabeza en silenciosa contemplación del astro lunar. Una sonrisa tranquila adornándole el rostro.

—Ovack —escuché una voz familiar. Dos presencias habían aparecido detrás.

El joven Ovack apenas se volvió para darles un vistazo. Se trataba de Aluxi y el señor Faztes, ambos engalanados en atuendos pulcros y formales. Sentí una punzada de diversión. Era lo que Ovack estaba sintiendo. De alguna manera, su esfera interna que siempre me había sido tan esquiva se exponía abierta ante mí. ¿Cómo? ¿Era este un sueño?

—No puedes desaparecer en tu propio nombramiento —siguió la gruesa pero impertérrita voz de Faztes, conteniendo una clara admonición. Había hablado en sisem, pero de nuevo, el significado de sus palabras se había transmitido directamente a mi mente—. Los demás príncipes notarán tu ausencia.

—El nombramiento ya pasó —desestimó Ovack, sin volver su vista de la bóveda celeste. Su voz era diferente a la de ahora. Infantil, efusiva—. Además creo que esos imbéciles están bastante entretenidos lamiéndose de alabanzas los unos a los otros. No tengo muchas ganas de morbo ahora.

Aluxi ahogó un exhalo de reconvención por su manera de expresarse y Faztes resopló. Ovack se regodeó en sus adentros. Le gustaba escandalizar a los demás usando ese lenguaje, era una de sus diversiones. Aquello no fue algo que deduje... simplemente lo supe.

Sentí el hálito de afecto que Ovack profesaba por Faztes y Aluxi... Eran afectos diferentes. Detecté el tinte de respeto hacia el anciano, una estima más allá de la de un instructor... un cariño parecido al filial. Una consideración diferente hacia Aluxi. Lo tenía por un buen tipo y, a su manera, respetaba la seriedad con la que se tomaba su trabajo. Y una suerte de... gratitud hacia ambos. Gratitud por soportarlo, y también por estar presentes en ese día tan especial para él.

Comprendí que había algo que me estaba permitiendo saber no solo lo que él sentía, sino que pensaba.

Y también, el contexto de aquella escena.

Acababa de tomar los votos. Ahora era un príncipe.

Había sido una ceremonia sencilla. Pero para Ovack había sido simplemente espléndida. Estuvieron presentes todos los príncipes y princesas, más por protocolo que por verdadero interés. No podían faltar al recibimiento de un nuevo miembro de ellos. Ovack sabía que a ninguno de sus, ahora, pares les agradara la nueva adición. Pero él estaba más que exultante.

Se había escurrido de la reunión al techo de la terraza para tener un momento privado, consigo mismo.

Faztes concluyó que no había caso en forzar a Ovack a cumplir con la etiqueta, así que se marchó. No obstante, Aluxi permaneció en su lugar. Como si quisiera acompañarlo en silencio. Por un largo rato, ninguno de los dos dijo nada.

—Es hermosa ¿no crees? La luna —dijo Ovack de pronto, la mirada aún prendada del cielo—. Supongo que esto es... Así es como se siente.

—¿Qué? —inquirió Aluxi.

—Estar enamorado.

Aluxi lo contempló con una clara expresión de conmiseración y cierto relajo, como si no pudiera tomarse en serio esas palabras.

—Ovack... príncipe —se corrigió. Ovack sonrió ante la mención de su nuevo título—, tú no sabes nada de estar enamorado —dijo.

—Claro que lo sé —repuso él con decisión—. Amo mi hogar, mi mundo y mi deber. Nunca amaré a nadie o nada más de lo que amo estos tres pilares. Tú crees que estoy diciendo puras idioteces porque soy un mocoso de mierda. Pero yo creo que entiendo esto mejor que tú.

De nuevo un silencio apacible se adueñó de esa escena.

—No creo que seas un mocoso de mierda —dijo Aluxi por fin y no agregó más. Luego se unió a la contemplación de aquella hermosa luna plateada.

Nunca había escuchado a Ovack hablar tan apasionadamente. Era él, en definitiva. Pero su compostura era distinta. Carecía de esa máscara con la que mantenía regulada sus emociones. No se preocupaba tanto por esconderse. Era más bien un manojo de sentimientos a flor de piel.

Y sí... Podía sentirlo. Era imposible no hacerlo. Estaba enamorado. O algo bastante parecido a eso. Era una emoción intensa, profunda, abrasadora. Estaba expectante por el futuro. Percibía su fe... Su fe por las promesas del Creador del cual había escuchado desde que podía recordar. Estaba dispuesto a entregar todo lo que le pidiera, sus pertenencias más preciadas... su propia vida con tal de cumplir con su deber.

Estaba enamorado de su misión, de la travesía para cumplir su juramento, de su mundo. Y la materialización de estos sentires que lo desbordaban se encontraba anclada en el cielo eterno de esa noche estrellada. Siempre estaría allí, su luna onírica.

Y su corazón latía solo por ella.

Aquel escenario se desvaneció. Sentí que fui conducida a través de un canal invisible hacia otro momento. Dejé de cuestionar lo que estaba sucediendo, y decidí solo dejarme guiar a través de esa historia. Dejar que me mostraran lo que necesitaba saber.

De pronto, reaparecí en un lugar diferente. Era un complejo extenso, de varias plantas entrelazadas por jardines y parques. En mi mente se asentó la certeza de que se trataba de un centro educativo. Era un liceo para nobles.

Las aulas estaban cerradas y a oscuras. Era claro que no se encontraban en horario de clases. No obstante, había una cuyas luces estaban encendidas y estaba ocupada por Ovack y un grupo de cuatro adolescentes. Dos chicos y dos chicas.

—Así que... ¿de qué trata exactamente este club? —inquirió uno de ellos con recelo y cierto desdén refinado.

Supe que era la primera reunión de todos ellos. Ovack no tendría más de doce o trece años. Aunque se mantuvo inafectado ante la desconfianza de su compañero, percibí su anhelo. Quería convencerlos. Necesitaba que ellos quisieran quedarse.

—Creación —respondió con simpleza.

—Hay otros clubes que enseñan creación —repuso el otro, con una fingida indiferencia.

—Ya, Giol. ¿Y tú perteneces a alguno? Dime, ¿en cuántos puedes jactarte que te codeas con un miembro de la familia Fes?

Hubo un rictus en su sonrisa de Giol, aunque lo ocultó en seguida. Ovack sabía que la familia de ese chico estaba cayendo en desgracia. Estaba esperando que su desesperación y regusto por las apariencias entraran en juego para capturar su atención. Lo había observado e investigado esos días. A todos ellos. Conocía sus familias, sus intereses y tenía una idea de lo que buscaban. Quería que se unieran a él.

—El motivo de este taller es la creación —explicó, dirigiéndome a todos—. Pero no quiero que sea una enseñanza en masa, por eso los elegí a ustedes en particular. En un grupo cerrado se pueden pulir los errores y eliminar las falencias con eficacia. Son libres de dejarlo cuando quieran, pero si se quedan al menos un par de meses, pueden apuntarlo en sus credenciales. Este taller vale por cuatro créditos, ya lo tramité con administración. Se verá bonito en sus acreditaciones.

Pero era más que eso. Ovack siempre había vivido confinado en palacio. Sometido a una educación privada. Pero ahora el Consejo le ordenaba insertarse en un ambiente más diverso. Era un príncipe demasiado joven y a muchos no les agradaba su actitud irreverente. En suma, era un pequeño terremoto. Pensaron que el liceo mejoraría las imperfecciones de su personalidad y lo adecentaría en el mejor de los casos. Y en el peor, al menos lo mantendría lejos y ocupado. Para Ovack representó una oportunidad.

Era la primera vez que interactuaba con otros chicos de su edad. Se sentía entusiasmado y también inseguro. Quería que ellos fueran sus aliados y secuaces, pero también sus amigos.

Tenía planes con ellos, expectativas. Y percibí claramente otro pensamiento. Que esto sería divertido.

Luego se secuenciaron diferentes momentos, se encimaban uno sobre otro, pero guardaban la misma idea. A Ovack le encantaba repartir sus conocimientos sobre creación, le encantaba ser testigo del florecimiento de un talento dormido. Atisbé momentos de exigencia, de diversión y también de entendimiento.

Even gustaba de elaborar máquinas con programación pues ella tenía una inclinación por ese tema y nadie se esmeraba en enseñarlo en el liceo. Erix sobresalía en los cursos de letras, y solo se había unido al club porque estaba reprobando todos las demás materias. Necesitaba esos créditos. Rixza quería las credenciales. Y Giol estaba interesado en el renombre del club. Y también en Rixza.

Ovack los estudió a todos. Con sus defectos y virtudes. Era necesario conocer el eje entorno al que gira cada persona para poder anticiparla. Pero era la primera vez que interactuaba con chicos de su edad.

Tal vez el más problemático de todos era Giol. Adolecía de la creencia de que él era el centro del universo y que todos estaban interesados en cualquier cosa que hiciera. Y aprovechaba cada oportunidad para impresionar a Rixza. Ovack lo encontraba exasperante, pero le reconocía el esfuerzo para aprender.

Even era perezosa y se rendía rápidamente. Fue más severo con ella que con el resto porque podía ver claramente que tenía habilidad pero era demasiado quejosa para explotarla. La enseñanza con ella fue experiencia un poco triste porque nada era más lamentable que un talento desperdiciado.

Erix, por otro lado, le agradaba mucho porque se dejaba mandar sin resistencia, pero le desagradaba de igual manera porque no tenía iniciativa propia y era conformista con sus logros. Y Rixza tenía su aprobación a medias. Avanzaba limpio y parejo como creadora, pero era obvio que se desvivía por las condenadas notas, y aprovechaba muchos momentos de los talleres para estudiar... Eso no le gustaba nada. Era una falta de disciplina, de seriedad y de respeto. 


Con el tiempo, no supo cómo, ellos decidieron considerarlo su amigo. Ellos también le agradaban, no era como él hubiera esperado, pero sentía que podía confiar en ellos. Ovack sintió un regodeo particular cuando se dio cuenta que el sentimiento era mutuo. Le gustó la sensación de pertenecer.

Nunca había pertenecido a ningún lado. Entre la realeza él no era suficientemente legítimo para que lo trataran de igual, y en la nobleza, tenía demasiada alcurnia como para que fuera uno de ellos. Incluso Aluxi, su confidente, formaba parte de su personal, y a pesar de la confianza, Ovack no dejaba de reparar en la jerarquía.

Era como si él no tuviera lugar en el mundo. En ningún mundo. En ese tiempo, sin embargo, sintió que al final habían otras personas que lo veían por lo que era.

Pero no los estaba preparando solo para entretenerse. Las obras no debían quedar en palabras o intenciones. No importaba que mirara la luna cada noche, rumiando sobre su deber y su compromiso. Lo único importante eran los resultados.

Cuando estuvieron... más o menos maduros, Ovack siguió con la siguiente fase. Que, imaginó, sería la última porque no estaba muy seguro que ellos siguieran con él.

Y sin embargo, lo hicieron. Su primer verdadero triunfo fue convencerlos de acompañarlo a una irrupción en propiedad ajena. En verdad, no creyó que se apuntarían todos. La primera en unirse fue Rixza, la siguió Giol y los otros se sintieron obligados como una especie de efecto en cadena. Fue un interesante experimento social, si se quería ver de esa manera. Ellos ni siquiera estaban del todo convencidos de la existencia de Orbe, pero él les había plantado el bicho de la duda. Luego de aquella pequeña aventura, las pruebas subsiguientes lo confirmaron. Y la sombra de la responsabilidad se asomó por primera vez en ese grupo.

Ovack estaba preocupado por sus hallazgos.

¿Cómo era posible que existiera una organización así en sus narices y sus autoridades callaran activamente? ¿Por qué estos asaltos quedaban impunes? ¿Cómo Orbe había conseguido esta inmunidad indiscutible? ¿Por qué nadie hacía nada?

Se quedó observando, impávido, cuando sus amigos estallaron en un acalorado debate sobre este problema. Pero en sus adentros estaba encantado. Eso era lo que quería, que se sintieran involucrados, que supieran que este problema también era de ellos. Que naciera de ellos hacer algo al respecto.

Orbe. Ese nombre lo tenía atravesado desde que había revisado en las investigaciones secretas de Gleo. Luego de que su maestro le prohibiera meterme en sus asuntos, Ovack buscó sus propios indicios y desarrolló sus propias pesquisas. Orbe era un monstruo del que solo había atisbado apenas los contornos de la figura, pero cuyos secretos más importantes debían encontrarse en el interior de la cueva. Era una sombra que amenazaba la placidez de su mundo. Ahondar en este misterio no era una opción, era una obligación, aunque lo que pudiera hacer al respecto fuera insignificante.

Fue a partir de ahí que se convirtieron en un equipo genuino. Invadieron complejos, tranzaron con vendedores de información, viajaron a los bosques prohibidos y a los desiertos inhóspitos para conseguir artículos valiosos para intercambiarlos con contrabandistas del bajo mundo, hicieron apuestas y se inmiscuyeron en combates de creación para ganar dinero... Hicieron tantas cosas.

De alguna manera, contar con compañía para estas investigaciones cambió el cariz de sus aventuras. De pronto, todo era más excitante. Más emocionante. El peligro y la exaltación. El deber y la pasión. No se suponía que debía disfrutarlo, pero lo hizo. No era que le encantara enredarse en actividades ilegales... Aunque, a una parte de él sí le placía, pero mantenía en mente el objetivo principal. Todo era por una razón.

Pensó, en ese entonces, que esta debía ser la voluntad del Creador. Que le había designado la misión de perseguir a Orbe junto con ellos. Cada noche le pedía que guiara sus pasos, que iluminara su camino, que esclareciera su mente para cumplir con sus designios. Y tenía la certitud que, mientras le fuera fiel, él no iba a fallarle.

Y entonces, sucedió lo imprevisto.

Leo.

De alguna manera, esta criatura desvalida se las arregló para aparecer en frente del portal de regreso a la Noche eterna. Sabía que un viaje al Mundo Distante podía suponer ciertos riesgos, pero nunca vaticinó que esto pudiera salir tan mal. ¿Cómo carajos pudo traer a un distante a su mundo? ¿Qué se suponía que hiciera con él? No podía tirarlo en la calle, ¡era una persona! Tampoco podía regresarlo, el maldito había resultado devenir en un creador.

Los demás chicos estuvieron también consternados, pero les ganó más la curiosidad por la primicia que representaba conocer por primera vez a un distante. Sin embargo, Ovack no tenía tiempo para sentirse curioso. Debía regresar sano y salvo a Leo a su hogar. Era responsable de él todo el tiempo que permaneciera en la Noche eterna. Y debía reconocer, para empezar, que no podía hacerlo solo.

La había jodido magistralmente, y lo sintió como una derrota, pero la alternativa razonable era recurrir a Gleo. En sus travesías había descubierto su secreta cofradía reunida con el solo fin de acabar con Orbe. No obstante, no le sorprendió que Gleo le denegara la entrada. Lo juzgaba de muy joven. Muy inexperto. Muy temerario. La situación generada con Leo le dio toda la razón.

Gleo acudió a sus contactos para proporcionarle lo necesario a Leo. Techo, alimento, una identidad falsa. También se las arregló para que trataran su discapacidad visual. Gleo podía ser adusto y parco, pero su calidad humana era algo que siempre Ovack había respetado.

Siendo Leo una consecuencia de sus derroteros salvajes, se sentía en la obligación de instruirlo en la creación para mantenerla a raya y no se matara o matara a otros al intentar manipularla. Era necesario antes de que encontrara la manera de neutralizarla permanentemente. Leo se alegraba por sus visitas, sobre todo porque Ovack era el que mejor conocía su idioma.

—¿Eres un príncipe? —le preguntó él con un deslumbramiento evidente—. ¿Cómo los de los cuentos de hadas?

—Como los de verdad —repuso Ovack, escueto.

—¿Entonces eres hijo del rey de aquí?

—No.

Él lució perplejo.

—Pero entonces, ¿por qué eres un príncipe?

—No tienes que ser el hijo de un rey para serlo. El Creador elige a los príncipes.

—¿Quién es el Creador?

Leo ignoraba todo de su mundo. Había que explicarle desde cero. Parecía más interesado en aprender sobre la Noche eterna que en acelerar el regreso a su hogar. Lo cual llamó la atención de Ovack desde el principio. Y fue bastante cooperativo también en su aprendizaje de la creación.

Los conceptos distantes como la magia y la brujería estaban bien enraizados en él, por lo que sus creaciones eran erráticas e impredecibles. Por momentos, él creaba objetos de manera espontánea e indeliberada, pero luego, era incapaz de materializar ni un lápiz. Una contradicción interesante. Y de hecho, este tipo tenía unas cuantas de esas.

Ovack se sintió intrigado. Leo era... engañoso. Era descoordinado, de esos que confunde la derecha con la izquierda y daba toda esta idea de vulnerabilidad. Se preguntó si todos los distantes eran así o era solo él. Esa flaqueza tenía un efecto ablandador en los demás, los chicos lo veían como un ser frágil en necesidad, pero había algo con Leo.

Es decir, su torpeza no era fingida. Él era así en serio. De verdad encontraría la manera de ahogarse con su propia saliva o tropezar con sus propios pies. Pero también notó que era un observador escrupuloso. Un adjetivo bastante irónico para alguien que acababa de dejar de ser ciego. Tuvo la impresión de que sabía sacar partido de la manera cómo lo veían los demás para manejarlos mejor.

Y así, empezó a soltar una idea con la que los demás no ofrecían ninguna resistencia y por momentos, se animaban a aplaudir. Pero Ovack estaba en desacuerdo. Quería quedarse en la Noche eterna. Empezó sugiriéndolo livianamente, pero cuando Ovack se percató que lo que estaba haciendo era armar una campaña para que todos lo apoyaran en esto, decidió cortar esto de raíz.

—Pero... los demás también están de acuerdo —repuso Leo con esa expresión de inocencia y desconcierto que Ovack no terminaba de creerse—. Y tal vez también el señor Faztes lo apruebe si le explico mi situación.

—Me importa un carajo si todos los ciudadanos de Dafez me firman una petición rogándome que te quedes —replicó. Con calma, claro.

—El señor Faztes...

—Gleo al final estará de acuerdo con lo que yo decida —atajó con seguridad. Porque era cierto, no estaba faroleando—. Soy un condenado príncipe, Leo. Me obedeces y ya.

Ovack nunca disfrutaba reventar las burbujas fantasiosas de la gente... No, en realidad, a veces sí lo gozaba demasiado. Pero en este caso no. No estaba seguro de que el sujeto le agradara o no. Lo único cierto era que mantener su bienestar le significaba un estrés adicional. Y además, debía dejar las cosas claras.

—Escucha, entiendo que estés alucinado con mi mundo. Pero la situación es complicada. Por tu seguridad, lo mejor es que regreses...

—Ovack, yo tengo que quedarme aquí. No volveré al Mundo Distante —le interrumpió con una súbita contundencia—. Yo no vine de casualidad. Algo me trajo aquí.

La convicción con la que dijo esto le sorprendió. No la había esperado.

De repente, había abandonado aquel semblante vulnerable para asumir un talante rígido. Sus ojos oscuros iluminados por un punto brillante firme. Fue apenas una variación minúscula en sus facciones, pero le cambió todo el rostro. Esa reacción lo desconcertó. Como si hablaran de verdad por primera vez, desde que se conocían.

Leo era cándido e inocente ante los demás, pero no les había dicho ni les revelaría jamás lo inútil que se había sentido en su hogar. Como si todo el mundo fuera una gran maquinaria y él fuera una pieza irrelevante. Siempre había sentido que estaba de más. Que si él no estuviera, nadie notaría su ausencia y el mundo seguiría funcionando con normalidad. De hecho, estaba seguro que nadie lo estaba buscando en su mundo. No tenía padres ni amigos. Era, más que nada, una carga para la familia con la que vivía.

Pero había guardado la tímida certeza de que había un lugar donde él sería necesario. Donde su presencia no solo sería requerida, sino vital. Lo había creído en la oscuridad en la que vivió y cuando abrió los ojos para ver las maravillas de otro mundo, se convenció de que era verdad. Porque la noche en la que había atravesado el portal junto con ellos, una voz lo había estado llamando desde el portal. Y él no pudo sino acudir.

—El Creador en el que tú crees no permite las casualidades, ¿no es cierto? —prosiguió él—. ¿Qué tal si yo estoy aquí por una razón? ¿Qué tal si este es mi lugar? ¿Qué tal si soy parte de... no sé... De algo?

Ovack no supo qué responder a esa disertación. Y eso era algo, porque él siempre sabía qué decir.

—Vaya, Leo —comentó luego de un momento, con un poco de ironía, con un poco de seriedad—. Así que tienes todos estos pensamientos metidos en la cabeza. Y yo que estaba a punto de creer que eras un manipulador de manual.

Leo se encogió de hombros, y luego sonrió intuyendo que había logrado convencerlo un poco. De nuevo con esa expresión distendida que sabía ahora guardaba muchas cosas debajo. Fue en ese instante que Ovack tuvo la sensación de verse en un espejo.

Tal vez debió desoír todo y simplemente imponerse. Sin embargo, aquel discurso tocó fibras sensibles estratégicas. Era una situación tan diferente a la suya, y a la vez, tan similar.

Fue una empatía repentina. La sensación de ser un paria entre los tuyos; ávido por una oportunidad para demostrar, más a uno mismo que a los demás, que todos estaban en un error. El hambre de querer comprometerte con algo importante... ¿Cómo era que este distante podía comprender esto incluso con más plenitud que sus otros compañeros?

Lo que le había confesado lo condujo a la duda. ¿Realmente había sido atraído hasta el punto exacto en que iba a nacer el portal? Si había sido así, ¿qué significaba? ¿Era acaso esta la voluntad del Creador? ¿Debía oponerse o apoyarlo?

Leo continuó mejorando en la creación. No poseía un talento excepcional, no obstante, se esforzaba a consciencia. No lo hacía por créditos o apariencias, sino por el deseo de prepararse para algo indefinido. Se instruía activamente sobre lo que era la Noche eterna. Y sobre lo que era Orbe.

—Pero si no sabes cómo ellos producen los portales, ¿por qué no va alguien a averiguarlo? A lo mejor, alguien podría hacerse pasar por un agente y revisar entre sus cosas —sugirió Leo mismo un día—. ¡Podría ser yo! Ellos contratan distantes, ¿no? Nunca sospecharían de mí. Soy un buen actor. ¿Qué opinas?

—Opino que no durarías ni un día, Leo. Cualquiera puede darse cuenta que ocultas cosas.

—Tú no te diste cuenta —replicó, con cierto orgullo.

—Claro que me di cuenta —replicó Ovack a su vez de inmediato.

—Pero porque te dejé —dijo, y con un odioso aire de suficiencia agregó—: Hay cosas que tú no notas porque te crees demasiado listo.

—Ah, sí ¿cómo qué?

Él lo pensó un momento.

—Por ejemplo, Giol te tiene cólera.

Ovack soltó una carcajada.

—¡Y ese es tu gran poder de observación! Todo el mundo sabe eso.

—Me refiero a cólera de verdad. Te resiente, uno de estos días se desquitará contigo.

—Mm... Una gran amenaza que no me dejará dormir —ironizó Ovack, desestimando el comentario.

—¡Qué ciego eres! Me parece que él cree que eres su competencia —continuó él, conjeturando.

—¿Competencia en creación? —cuestionó Ovack, extrañado—. Con su talento él jamás podría ser competencia para mí.

—¡No en creación, bobo! —le espetó Leo—. Con Rixza.

—Tienes una inclinación por el melodrama, ¿no es así? ¿Los demás distantes son así o eres solo tú?

—¿A todos los príncipes les encanta estar en negación o eres solo tú?

Ovack se percató un día que ese engendro maquiavélico se estaba convirtiendo en su mejor amigo. Era muy curiosa la dimensión involuntaria en la que operaba esto de las amistades. Sucedían y ya. De repente, sintió que ambos estaban en la misma página, en una complicidad que no compartía con nadie más. Ni siquiera con los chicos del club.

Y entonces, llegó aquel día.

Los datos del informante eran incorrectos. Aquel no era un hurto cualquiera, era una operación de una magnitud diferente. El número de agentes de Orbe era exagerado y la persona que iba con ellos... Desde el principio, Ovack supo que esto sería inmanejable si eran descubiertos. Lo mejor que podían hacer era permanecer escondidos hasta que todo ese evento pasara.

Pero no fue así. Se dieron cuenta de su presencia y a partir de ese momento, todo se salió de control.

Los chicos se abocaron a los agentes, pero a Leo le dio la orden de permanecer apartado. Él ni siquiera debía estar allí. Uno del grupo le había permitido acompañarlos. Un craso error, pero no había manera de revertirlo a esas alturas. Con suerte, lograrían escapar.

El líder de esa división era el creador más diestro. Ovack se remitió exclusivamente a él. Sin embargo, él demostró ser un combatiente versado... Muy versado. Ambos generamos máquinas que se hicieron añicos entre sí. Creaciones fuertes, veloces y precisas. Ambos se sorprendieron al notar la habilidad del otro. Fue entonces que ambos cayeron en mutuo reconocimiento.

—¿Un príncipe? —murmuró el socio de Orbe, con una mofa incrustada. Había reconocido a Ovack a pesar de que su rostro estaba encubierto—. O una versión diminuta de uno más bien... Sé quién eres. El bastardo que admitieron por príncipe... ¿Cuál era tu nombre? ¡Ovack! Ovack Fes.

Lo que vi a continuación se reprodujo de una manera acelerada en aquel sueño, como fragmentos deshilados. Fogonazos de un enfrentamiento a muerte de dos personas que compartían la misma Memoria dinástica.

La desesperación de Ovack era palpable. La sentía vibrar en mi mente. Él sabía que no podía dejarlo escapar, ya sabía su identidad, no podía dejar que se marchara con esa información. Si lo hacía, era seguro que luego deduciría las identidades de sus amigos. No podía dejarlo ir. Debía neutralizarlo... atraparlo... ¿Matarlo?

Las creaciones del representante de Orbe apuntaban a matar, y pude distinguir que las de Ovack contenían cierta vacilación. Era claro que no quería asesinarlo y esa diferencia en intenciones era un factor importante en la ventaja de ese combate. Pero aun así, conseguía estar a flote y esquivar el asedio continuo. Si se distraía solo un poco, estaba muerto. Pero alguien intervino en esa batalla. Leo.

Uno de sus bólidos perdidos no solo incapacitó al adversario de Ovack, sino que lo atravesó de lado a lado. Sin embargo, como movimiento final, él respondió ese último ataque. Leo nunca tuvo oportunidad.

El enfrentamiento había terminado. Y cuando Faztes arribó, junto con sus creadores, ya era demasiado tarde. Ovack yacía tendido, en medio de la sala, atónito, en pleno marasmo producto de uno de los golpes. Sus compañeros regresaron para contemplar la escena, horrorizados.

Los recuerdos que sucedieron fueron pedazos cortos que se reprodujeron uno después de otro. Como un collage visual. De pronto Gleo estaba presente. De pronto, el equipo de Ovack lo observaba con una angustiosa acusación. Preguntas, silencios y un desenlace.

—¡Malnacido! —le gritó Giol, luego de golpearlo en el rostro. Él cayó al suelo, sin intención de defenderse—. ¡De no ser por ti, Leo aún estaría vivo! De no ser por ti no habríamos hecho todas las idioteces que nos hiciste hacer. Estuvimos a punto de morir todos nosotros ¿y por qué? ¡Para saciar tu ego! No eres más que un ridículo príncipe apestado. Nadie te toma en serio ¡Nadie! Ni siquiera saben quién fue tu padre, sabe el Creador de qué hueco saliste. ¿Quién más tiene que morir por tu maldita causa para que estés satisfecho, Ovack?

Estaba segura que ese niño solo había descargado todo el contenido de su frustración y terror sobre él. Pero no importaba. Comprendí que Ovack creía en todo lo que le había dicho. Y los demás también. Uno a uno le dieron la espalda y se marcharon para dejarlo solo.

«Era todo mentira».

Aquel pensamiento fue tan intenso y definitivo que pude escuchar su voz en mi mente. Y a esas palabras la secundaron una serie de emociones entremezcladas.

Decepción, amargura, lamento, duelo. Vergüenza, culpa.

—Destruiré esa organización desde la médula.

Escuché sus finas palabras incluso antes de que aquel recuerdo final se revelara en mi visión.

A pesar de que lo carcomía un sentimiento desatado y vehemente, había hablado en un susurro frío. Lo vi de pie, mirando hacia la ventana en una habitación sumergida en la semi penumbra. Noté la silueta de Aluxi, detrás de él, atento.

—Y a todos los traidores les ahorraré la prisión perpetua —musitó con calma. En ese momento se parecía más a su faceta fría e inaccesible.

—Ovack —Por primera vez Aluxi lució turbado—. No hablas en serio... Eso no es algo que te pediría el Creador.

—¡No existe ningún Creador! —vociferó él. Aluxi calló de repente, sobresaltado por esa inesperada reacción. Ovack reparó en aquel desliz y procuró componerse—. No existe ningún Creador —repitió más apaciguado—. Nadie guía mis pasos. Yo no escucho ninguna maldita voz en mi condenado corazón. Todo lo decido yo, ¡Yo! —Sus ojos parecían arder mientras enfatizaba la última palabra—. Mi compromiso no está basado en ningún ridículo cuento para niños. Soy un príncipe y trazo mi propio camino. Y esa es la verdad.

La verdad.

Podía escuchar el corazón de Ovack repitiéndose esa verdad.

La terrible y única verdad. Que danzábamos todos en unescenario sin música, navegamos en un océano interminable sin tierra a lavista. Y vagamos en la oscuridad sin ninguna lumbre que nos guíe en una nocheque nunca acaba.

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