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37. Interrogatorio

Él posó sus ojos bosque en los míos, y al verlos, entendí que había estado esperando decirme eso desde hacía tiempo. Y que aquella experiencia guardaba un significado especial para él.

—Cuando asaltaron mi casa para robarme y te vi, te reconocí. He tenido tu imagen en mis recuerdos desde hace años. Nunca había esperado conocerte de esa manera. Desde pequeño intenté contactarte teniendo tu rostro en mente pero fue inútil, y no fue sino hasta que te conocí en persona que el vínculo pudo funcionar.

No se me ocurrió nada para replicar, solo venían a mi cabeza las primeras palabras que él me había dicho. La primera vez que nos habíamos visto en medio de la agitación de un conflicto.

«¿Quién eres?».

Entonces entendí el porqué de su sorpresa en nuestro primer encuentro y también su insistencia en querer mantener contacto conmigo.

—Por un tiempo pensé que solo habías sido una... como se dice... ¿ilusión?, no, alucinación. Pero sí eras real, no pensé que la chica que había visto sería una distante. Estaba seguro que eras un mensaje del Creador, así que debía haber un motivo para nuestro encuentro.

»Y nuestro vínculo es la prueba de ello... Tal vez tienes una impresión falsa de cómo funcionan las conexiones. Un vínculo lleva tiempo, esfuerzo. Incluso con el rostro y el nombre de la persona, cuesta establecer una conexión fuerte y sólida. No todas suceden de la manera tan natural y fluida como la que he establecido contigo en tan poco tiempo. Es como si te hubiera conocido desde siempre.

»Estaba destinado que tú me encontrarías o que yo te encontraría a ti. Por eso tengo que ayudarte.

—Ah... ya veo —respondí estúpidamente ante su disertación.

En realidad, no creía que hubiera algo que agregar a eso. Solo me encontraba algo impresionada ante la fe de Lax. Ya sabía que él era leal a su reino y creía en las leyendas del Creador, pero lo que me contaba resaltaba con un color indeleble lo último. Y eso era una marca distintiva contra el escepticismo de Ovack.

—Te aclaro que esta no es una confesión romántica ¿está bien? —atajó de repente apuntándome con el índice, como si le incomodara que creyera lo contrario.

—Yo no he dicho nada.

—Pero lo pensabas.

—En lo único que pensaba es que esto es lo más acosador que alguien me ha dicho jamás.

Él dibujó una ligera mueca ante mi comentario y barbotó algo en el idioma sisem para sí mismo. Pero antes de que pudiera preguntarle qué significaba lo que había dicho, agregó:

—Entonces, sólo falta convencer a idzen Ovack para que nos dé su permiso.

—¿Qué? —mascullé sin evitar esbozar una sonrisa burlona—. ¿Permiso? ¿De Ovack? ¿Lo necesitamos?

—Él es el príncipe —aclaró como si me estuviera haciendo recordar mi propio nombre—. Tal vez... —balbuceó, incómodo de pronto— ...puedas conversar con idzen... y...

—¿Y por qué no conversas tú con él?

—Creo que tú tendrías más posibilidades. Le caes más en gracia que yo.

—¿Es que acaso le caes mal? —se me ocurrió preguntarle, y ante esto él arrugó su entrecejo—. ¿Es por lo de la vez pasada?

—Pensé que me golpearía —se quejó con una evidente reprobación—. Sabía que tal vez no lo iba a tomar bien, pero tampoco era para tanto. Sobre todo si todo el tiempo estuve en lo correcto.

Tal vez él no estaba exagerando al tomar tantas distancias. De alguna manera, podía imaginarme a Ovack descargando toda su cólera contra Lax. Pero aun así.

—Pues yo no pienso convencerlo de nada. ¡Al diablo con el idzen! —Lax pareció escandalizarse un poco por lo último. —No creo que necesite su permiso. De hecho, lo que no sabe no le hará daño.

Él no respondió de inmediato, sino que lució algo perplejo ante lo que acababa de sugerir. Como si fuera una salida que jamás se le habría ocurrido, pero cuando estuvo por decir algo, el remoto arrullo del reloj lo distrajo repentinamente. Un aparato circular, sin manecillas que contenía una circunferencia con una luna ensartada, que realizaba una revolución sobre su eje, estableciendo la diferencia entre las horas diurnas y nocturnas. Pero también representando una cifra de la hora actual en números desconocidos para mí.

—Ah... —balbuceó—. Debo irme ahora. ¿Sabes regresar a tu habitación?

Yo asentí, un tanto perpleja por su repentina premura.

—¿Van a tener... otra reunión secreta? —le pregunté, sin poder guardarme la curiosidad.

Él se detuvo y pareció escoger sus palabras, como si decidiera sincerarse. De verdad, había extrañado mucho su apertura.

—Dala, estos días van a ser vitales. Orbe no se quedará tranquilo con lo que ha sucedido. Esperamos represalias, así que hay que estar cautelosos.

—¿Represalias?

—No es la primera vez que Orbe pierde a un miembro de su facción central. La vez anterior hubo represalias, y ahora es un hecho de que también las habrá. Por eso tenemos que tomar... ciertas medidas.

Aquello sonaba algo críptico. A pesar de su apoyo, era evidente que las órdenes de Ovack aún limitaban las palabras de Lax. Él se marchó y yo permanecí en la biblioteca, de nuevo un poco mosqueada de ser dejada de lado tan abiertamente. La verdad, quedarme al margen de todo era justo lo contrario a lo que yo quería hacer.

Salí tras Lax unos momentos después. Le di un tiempo de ventaja, pues no quería poner a prueba esta susodicha conexión que nos unía. Pero, al girar en un recodo, ya no pude divisarlo. Su residencia era como una hacienda. Tenía plantas separadas, jardines que parecían parques, patios, caminos de gravilla que te llevaban a diferentes sitios. Recordaba lejanamente cuando había revisado los planos de su hogar para irrumpir en él y robarle, sin embargo, solo había memorizado la parte que nos concernía.

Así que terminé tontamente recorriendo los senderos de su jardín, adivinando el rumbo que él había tomado. Pero cuando estuve a punto de rendirme y desandar mis pasos para regresar a mi alcoba, escuché algo repentino. Un grito remoto. Tuve que agudizar mis oídos y seguir la fuente de ese sonido por encima de los ruidos de los insectos y aves nocturnas. Este me llevó a un complejo apartado, un tanto deslucido en comparación con los otros. Contenía un pasillo de varias puertas, pero el eco provenía de un umbral abierto, del que seguía un descenso por unas escaleras. El grito se repitió, era como de alguien encolerizado. Eran unas vociferaciones que rebotaban en las paredes de ese pasaje.

Inicié un lento descenso, peldaño tras peldaño hacia la profundidad de ese recoveco para encontrar la fuente de esa algarabía. Era como sumergirme en una oscuridad helada, pues el aire se había tornado frío y pesado. Las paredes lustrosas y grises tomaron una apariencia oscura y algo metálica y siniestra. Parecía ser una suerte de prisión de alguna mazmorra moderna y me sorprendía hallar algo así en el hogar de Lax.

Al final de ese camino, una luz blanquecina brillaba como el final de un túnel subterráneo. Desde allí se podía oír un griterío confuso pero que al cabo de unos segundos, me percaté de que estaba en mi idioma.

—¡Hijo de puta! ¿Por qué crees que haría lo que me dices? ¡Voy a matarte! ¡No sabes con quién te has metido!

Era la voz de Míro sin duda. No eran solo exclamaciones, sino también el barullo de forcejeo y berrinche, como si estuviera lanzando patadas contra todo lo que estuviera cerca de él.

Entonces oí una voz susurrante y suave. No podía quedarme allí solo escuchando, no dejé de acercarme hacia el umbral, y lo hice lentamente como si temiera ver qué estaba aconteciendo. Sabía que era Ovack quién hablaba, y Míro respondió a lo que fuera que hubiera dicho con más incordios y amenazas.

Asomé mi rostro con timidez por el recodo. Aquella era evidentemente una prisión, solo que no contaba con barrotes sino con una placa gruesa de vidrio, afuera de la cual se encontraban Aluxi, Lax y un anciano. Uno que identifiqué como un miembro de la comunidad del anillo de Ovack.

Y confinados en un estrecho espacio estaban Ovack y el niño, aún con las ropas negras de Orbe y con un par de grilletes en las manos, los cuales reconocí como unos idénticos a los que me colocaron los vigilantes encubiertos cuando fui capturada en la catedral.

Noté que Lax viró lentamente su mirada de bosque hacia dónde yo me encontraba. Definitivamente me había sentido. Nuestros ojos hicieron contacto, pero él no hizo el menor gesto de sobresalto que me delatara. Y no pareció tener la intención de denunciar mi presencia.

«Vete». Pareció decirme sin palabras.

«No».

Tuvimos la silenciosa convención de dejar las cosas como estaban.

—¡¿Quién te has creído, perro sarno...?!

Míro no terminó su improperio. De repente, fue despedido con violencia contra la pared como si hubiese recibido un golpe invisible. Entonces noté que unas argollas negras sostenían al niño por las manos y lo mantenían suspendido, Ovack había levantado levemente su índice y su expresión no era impávida sino que estaba atravesada por una desagradable frialdad.

Unos relucientes pedazos triangulares de metal se materializaron en frente de Míro, como cristales rotos, y danzaron en forma circular en el aire, como si aguardaran una orden. A pesar de que el niño no era santo de mi devoción, no pude dejar de estremecerme, él estaba desarmado y claramente reducido, después de todo. Pero lo que terminó de helarme la sangre fue escuchar a Ovack. Su voz fue fina, como una cadencia agradable, pero cargada de crueldad.

—Vas a obedecerme, maldita escoria. Y te digo algo: no te rebano el cuello solo porque no me sirves muerto, pero puedo rebanarte otras partes y me importa una mierda que seas un condenado niño. ¿Está claro?

Me paralicé ante esas palabras, totalmente atónita. Si él estaba fingiendo rudeza para intimidarlo, alguien debía venir corriendo para entregarle un Oscar. Pero, para mi total pasmo y consternación, yo dudaba de que estuviera mintiendo y Míro también. El temblor en sus manos y sus labios fue evidente y de pronto, abandonó su carácter petulante.

—¿Está claro?

—S... sí.

Lo soltó abruptamente y Míro cayó al piso haciendo un sonido seco. Aunque lució más recatado, no dejó de perforar a Ovack con unos ojos rebeldes y desafiantes. Él, no obstante, colocó un frasco de vidrio en frente del niño con un movimiento mecánico. Adivinaba que lo que le había ordenado antes era que lo bebiese, y tenía una fuerte corazonada de qué era esa sustancia.

Las navajas de metal aún flotaban alrededor de Míro, como víboras que esperaban alguna señal de debilidad. Él les regaló un último vistazo y bufó antes de tomar la pequeña botella y empujársela con cierto reparo. Luego tosió escandalosamente y compuso una expresión de asco.

Ovack solo lo observó, estático y paciente, con un brillo calmoso pero férreo en sus ojos.

—Dime tu nombre completo —musitó él con un aire autoritario.

—Míro Lifazem Dal —respondió al instante Míro y aunó a su respuesta un rictus malintencionado—, y por si no lo estás registrando, pertenezco a los Fes. Sangre de reyes. Así que...

—¿Naciste en el Mundo Distante?

—Debes ser un genio al adivinarlo.

Ovack no reaccionó ante aquella mofa, pero un par de sus navajas flotantes se proyectaron hacia el cuello del niño y se detuvieron al ras de su piel. Un hilo de sangre brotó generosamente. Míro se aquietó como una estatua ante aquella transgresión y ahogó un exhalo de susto.

—Responde sí o no —enfatizó Ovack.

—Sí, maldita sea.

—¿Cuántos más en Orbe pueden crear portales?

—Solo yo y mi padre, imbécil.

Por la forma rápida con la que contestaba sin reparos y los comentarios innecesarios, no me cabía duda de qué era lo que le había dado a beber. Ovack pareció cavilar la información que había recibido y Míro se animó a llenar ese silencio momentáneo.

—¿Quién eres? ¿Un vigilante del palacio? —barbotó de forma despectiva—. Pronto vendrán por mí y te matarán por haberme hecho esto y voy a asegurarme de que sea lento. ¿Acaso crees que te van a recompensar el imbécil del rey y esos inútiles príncipes? ¿Crees que algo va a cambiar con lo que has hecho? ¿O tal vez crees que puedes acabar con Orbe? Incluso si nos apresas, saldremos librados. Conocemos gente importante en este mundo y en el otro. Nadie se atrevería a señalarnos en un juicio.

Ovack lo había escuchado con las cejas enarcadas, como si se tratara de una disertación interesante, pero de pronto, esbozó una sonrisa. Era una de las que no había visto hacía un buen tiempo, un gesto macabro, casi vampírico.

—¿Y quién dijo algo de que tendrán un juicio?

No había sido mi intención y, de hecho, si hubiera podido acallarme, lo hubiera hecho. Pero no pude evitar soltar una exhalación de sorpresa y temor. Y fue verdaderamente estúpido que todos se percataran de mi presencia por eso, desde el anciano hasta Míro.

—Hola, ¿qué tal? —masculló al verme el niño en son de burla y con una sonrisa pérfida.

Si agregó algo más no lo supe porque salí corriendo como un bólido. Realmente no tuve una idea clara de cómo emergí de esos pasadizos oscuros hasta llegar al claro de los jardines. De todas las cosas de las que me había enterado por ser metiche, esta era tal vez la que hubiera preferido no saber.

¿Acaso estaba hablando en serio? ¿Sería capaz?

Era casi impensable, él no era así. Aunque era cierto que existían veces en las que Ovack podía producirme cierto temor, como si contuviera dentro de sí una tempestad airosa contenida. Aun así, él era una buena persona, yo lo sabía.

¿Cómo podía ser gentil y a la vez perverso?

—¿Estás bien? —me preguntó Lax, cuando me encontró en una de las esquinas de su biblioteca, revisando uno de los libros sobre leyendas y mitos que él me había agenciado.

Había transcurrido al menos una hora después de aquella escena perturbadora y aunque el cansancio me pesaba en los hombros, no tenía el mínimo ánimo de dormir. Ante las palabras de Lax, asentí casi distraídamente. Él lucía algo titubeante y confuso, como si no supiera cómo actuar, y probablemente era por mi aspecto sombrío.

—Te acompaño a...

—¿Vas a ayudarme a entrar al umbral dorado aun sin que Ovack lo sepa? —le corté de improviso. Su silencio me desanimó más de lo que hubiera esperado—. ¿Al menos me dirás cómo llegar?

De nuevo, silencio. Pero entonces, él asomó ligeramente su rostro hasta que sus ojos estuvieron a la altura de los míos y esbozó una sonrisa.

—No bromees, por supuesto que voy contigo. No me lo perdería por nada.

—Gracias —musité. Y de verdad lo decía en serio.

Sabía lo que la lealtad significaba para Lax, por lo tanto, lo que le acababa de pedir era algo altamente clandestino. Casi una felonía, pero aun así había accedido. Aún estaba algo aturdida, pero aún en mi ofuscación sabía perfectamente que sin su ayuda no podría lograr lo que debía.

Ahora entendía la desesperación de Ovack. El por qué él había sido tan osado al abandonar su hogar y su mundo e invertir años para inmiscuirse en Orbe. Ahora podía ver con claridad cuál había sido su estrategia todo ese tiempo.

Sin portales, Orbe no era nada. Y sin Orbe, no habría ninguna guerra. Era muy simple. Una estrategia infalible con el insignificante factor de que para eso debería mancharse las manos con sangre.

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