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3. Hielo delgado

—¿No puedes salir el viernes?

Nop, mi religión me lo prohíbe.

—Ya. En serio. ¿No puedes o no quieres salir el viernes?

La cara de Sara se contorsionó en una expresión juiciosa. Esa fue una llamada de atención para mi falta de seriedad.

—No... Es que, en realidad, no me siento con ganas de salir —agregué al momento y arrugué mi rostro para que se viera lo más lastimero posible—. Como no pude participar en la competencia de natación, estoy algo frustrada.

Sara cambió su actitud y se mostró más comprensiva, me dio una palmadita en el hombro y asintió. Ella detestaba a Melissa Marcan tanto o más que yo, y le hubiera encantado borrar lo que había sucedido ese día, donde ella se enarboló como la reina de la escuela. Presumiendo ser hermosa, perfecta y ahora encima, una deportista consagrada, cargando con un premio que debió haberme pertenecido a mí desde el inicio de los tiempos.

Lo terrible de ese asunto era que hacía unos días, ese hubiera sido el tema central de mis preocupaciones pero en realidad, en ese momento todo esto se me antojaba muy irrelevante.

Cuando Sara y yo nos despedimos, esperé a que ella doblara la esquina para que yo pudiera jalarme con hastío mis cortos cabellos castaños. No era mi costumbre mentirles a mis amigos. Tampoco a mi familia. De hecho, no solía mentirle a nadie, pero esa sana costumbre se había terminado y de manera repentina y obligatoria.

El estar presta para tener alguna excusa bajo la manga y sonar totalmente natural era nuevo para mí. Estaba segura de que me iba a brotar alguna especie de sarpullido por tanto estrés, pero no tenía alternativa. Tenía que mantener una coartada, tenía que soltar mentiras con convicción y tenía que hacerlo con empeño.

Esa era la cuestión con las coartadas. Aunque no me gustara, tenía que hacerlo con cariño y esfuerzo; un pequeño desliz y todo podría eventualmente resquebrajarse. Y todo se lo podía agradecer a ese infeliz de Leo, quien, «grosso modo» como diría él, era ahora mi jefe.

Ese día me dijeron que podía regresar a casa. Que ellos me llamarían. Y mientras tanto, podía seguir un ritmo de vida lo más normal posible siempre que siguiera el contrato. No entendí con exactitud a lo que se referían hasta que regresé en efecto a mi hogar. Y por cierto, para coronar esa racha de anormalidades de la que estaba siendo víctima, la forma como ellos me transportaron a casa fue por medio de un portal también.

Me preguntaron mi dirección, Leo tecleó algo en una extraña tableta digital y después se materializó ante mí un círculo de luz, parecido al que había atravesado hacía unas horas. Apenas asimilaba que era posible que una persona pudiera transportarse así, cuando alguien me empujó para que atravesara dicho portal. Sólo podía sospechar quién había sido.

Y listo, regresé como Alicia regresó del país de las maravillas. De pronto me encontré en frente de las rejas de mi casa, en medio de la tranquilidad de la calle. El entorno blanquecino y reluciente en el que había estado hacía unos segundos había desaparecido, y el portal detrás de mí se desvaneció al instante.

Sin embargo, esa nueva rareza inexplicable no me escandalizó tanto como lo que sucedió luego. Entré corriendo a casa, conmocionada como lo estaría alguien que acaba de ser testigo de un evento sobrenatural, y no fue sino cuando intenté narrarle a mamá todo lo que acababa de suceder que me percaté que no podía hacerlo. No porque no quisiera, sino porque, de forma literal, no podía.

Cada vez que intentaba hablar mi lengua se trababa y parecía que estaba teniendo arcadas. Mamá lo tomó al inicio como una suerte de broma, pero luego empezó a preocuparse. Así que finalmente desistí, y tuve que convencerla de que se trataba de un ensayo de primeros auxilios y que ella no había pasado la prueba. Fue lo primero que se me había ocurrido de entre las escasas excusas que podría haber soltado. Caí en cuenta luego que, de facto, no podía hablar sobre ese tema con ella o con nadie, y cuando trataba cualquier otra conversación, mi limitación al hablar dejaba de existir.

Después de esa noche tan intensa, invertí casi la totalidad del día siguiente en tratar de convencerme a mí misma que se había tratado todo de una alucinación. Un sueño excesivamente vívido. Pero yo sabía que no era así porque hay un límite para el auto engaño. Sin embargo, existe siempre en estos casos una parte de nuestra mente que desea permanecer optimista y que prefiere creer en mentiras bonitas para obtener una tranquilidad temporal. Pero las mentiras, son mentiras después de todo. Al llegar la noche, un haz de luz apareció de nuevo, y esta vez, en medio de mi habitación.

—¿Ese contrato era mágico? —le pregunté a Leo.

El chico estaba vestido de negro de nuevo, aunque de una manera más formal, parecía que era su elección de color de vestimenta porque los demás lucían variados estilos, y más casuales. Leo levantó una ceja detrás del escritorio de oficina donde se encontraba, oculto en una montaña de papeles. Parecía un oficinista maquiavélico. Parecía lo que era.

—El ser humano siempre ha llamado «magia» a las cosas que no puede comprender —respondió de la manera más fastidiosa y tautológica, sin dejar de garabatear, su voz en tono neutro.

—Entonces era mágico.

—Si quieres pensarlo así, está bien —continuó sin levantar la vista de sus hojas—. El contrato te obliga de manera ejecutiva, no puedes violarlo aunque quieras. Si quieres saber qué cosas puedes hacer o no, lee el contrato.

—¡Me hubieras dicho eso antes de firmarlo! —exclamé y pude percibir que sus otros tres compañeros se miraron nerviosamente. Leo dejó el lapicero a un lado y me observó con un aire hastiado.

—Te diré el resumen: no puedes exponer ninguna clase de información de Orbe a nadie; ya no eres dueña de tu tiempo y tendrás que reportarte aquí todas las veces que se te requiera. Recibirás asesoría, instrucción y acatarás cualquier solicitud que te haga el líder de esta división.

—¿Líder de división?

—Nosotros somos una de las tantas divisiones de Orbe.

—Y el líder...

—Soy yo.

¿Acaso era mayor de edad siquiera? No tuve suficientes agallas para preguntárselo. Estaba segura que si seguía atiborrándolo de preguntas, iba a hacer aparecer otra vez una barra de metal en mi boca. Pero tenía aún muchas dudas sobre mi condición actual.

¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Hasta cuándo iba a durar eso? ¿De dónde sacaba Orbe toda esa... magia? ¿Por qué contrataba gente tan odiosa como ese tipo?

Los días siguientes brillaron por un espléndido silencio y tranquilidad, sin embargo, por la angustia a la que me sometía la situación no llegué a inscribirme en el campeonato de natación que tanto me había obsesionado antes. Pero esa fue la última de mis inquietudes.

Por un miserable segundo pensé que tal vez se habían olvidado de mí, hasta que en mañana sentí el vibrador de mi celular en mi bolsillo. Era un correo.

Escueto y odioso. Ni siquiera hola. Me pregunté si le daban una paga adicional por ser así. Ese día entonces, me dispuse a esperar al portal de luz nuevamente en mi habitación. Ya había tenido tiempo para leer las setenta y dos páginas del contrato, hasta la letra minúscula. Y aunque era bastante confuso y no lograba comprender muchas partes, había logrado llegar a una idea sobre algo. Esta situación no iba a durar para siempre.

Tenía que averiguar más sobre el problema en el que me había metido, qué era Orbe, qué era lo que había visto exactamente que ellos no querían que revelara al resto del mundo. ¿Qué ciudad era esa? ¿La Atlántida? ¿El Dorado? ¿Asgard? En serio, ¿qué era?

Esa tarde me prometí entonces que resolvería todos esos misterios y regresaría a mi vida normal a toda costa. Estaba sola en esto y tenía que hacer algo; si no lo hacía, nadie lo iba a hacer por mí. El panorama debía esclarecerse con algo de tiempo y mis dudas debían ser respondidas. Todo estaría bien.

Claro.

No obstante, estaba siendo demasiado optimista.

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