2. Una falla porcentual
Cuando nos equivocamos en resolver algún ejercicio de matemática o calculamos mal un salto en un taburete, no importa. Lo volvemos a hacer y listo. Incluso los profesores dicen que está bien equivocarse, pues así tenemos la grandiosa oportunidad de aprender de nuestros errores. Claro, si lo hacemos durante un examen, las cosas son distintas.
Pero qué sucede cuando alguien más se equivoca y su error afecta a otra persona de forma irremediable. ¿Se puede rehacer?
En el momento en que desperté, ignoraba por completo que lo que me acababa de suceder estaba computado como una falla porcentual menor al uno por ciento. Es decir, el número de personas que había atravesado por las mismas circunstancias que yo se podían contar con los dedos de una mano. Ese resplandor no debió haber aparecido ante mí y yo no debí haber visto lo que había visto.
Una falla menor al uno por ciento, eso era yo.
Escuché unas voces. Bisbiseos confusos. Parecían algo lejanas al principio pero luego se tornaron claras y hasta un poco estridentes. Eran dos hombres y una mujer que estaban discutiendo y hasta donde pude entender, la discusión se trataba de mí.
—Dejemos que Recursos Humanos lidie con esto —dijo uno de ellos.
—De ninguna manera —objetó la voz femenina—, ¿qué crees que harán ellos con esta chica? ¿Devolverla a su casa?
—¿Tienes otra idea? Además el protocolo indica que hagamos eso.
—Eso no indica el protocolo, el protocolo no indica nada ante estos casos —contrapuso otro sujeto.
—Entonces podemos ser originales —dijo el primero—. Podemos decir que no vimos nada. Nos van a hacer llenar una montaña de papeleo...
—Silencio.
La última voz que habló era una nueva. Le pertenecía a un muchacho, pero sonaba más calmo que el resto y debía haber algo particular en él porque todos callaron al instante.
Cuando abrí los ojos, cuatro siluetas estaban observándome. Aquella escena se me antojó tan claustrofóbica e invasiva que por un momento pensé en abducción alienígena hasta que uno de ellos habló.
—¿Tu nombre, chiquilla?
Parpadeé varias veces; por un instante me sentí totalmente desubicada. Tenía un techo resplandeciente sobre mí. Estaba en una sala que relucía como la habitación de una clínica, pero me dio una fuerte impresión de que no lo era. Había algo que desencajaba en ese ambiente.
—¿Eh?
—Tu nombre —insistió la misma voz.
Entonces reparé en quien se hallaba a mi costado. Era un muchacho de cabello negro y de alguna manera daba escalofríos mirarlo porque su cara no tenía una expresión definida. Era como si él estuviera mirando un documental aburrido.
—Dala... —Aquel fue mi primer error. —Dala Mayo.
El chico entornó su vista ligeramente. Al costado de él, los otros dos sujetos y la mujer permanecieron estáticos.
—¿Trece años? —inquirió él.
—¿Qué? ¡No, no! ¡Tengo dieciséis!
Eso me exaltó, es decir, era cierto que era algo delgada y no era precisamente la más desarrollada de mi grado. Pero pensar que yo tenía trece años era una mofa. Además él no parecía mayor de dos o tres años que yo. Sin embargo, el tipo levantó una ceja, como si dudara de lo que decía.
—¿Dónde estoy? —pregunté de improviso, incorporándome en el catre—. ¿Qué fue lo que sucedió? ¿Quiénes son ustedes?
Hubo silencio y todos se miraron entre ellos.
—Disculpa, voy a tener que tomar tus datos... —dijo la mujer, acercándose a mí con un aire consolador.
Tenía el cabello castaño largo y lacio atado en una alta coleta, no podía ser mayor de veinte años y era muy simpática. Al verla, pensé que realmente me encontraba en alguna clínica, ella podía pasar por una gentil enfermera. Pero algo no estaba bien. Los cuatro vestían de la misma manera, como si estuvieran uniformados. Un uniforme negro con corazas de protección, como si estuviesen listos para irrumpir en la casa de algún capo de la mafia. Una elección de vestimenta sospechosamente rara para un centro de salud.
—No hay tiempo —cortó el muchacho y luego se dirigió a sus compañeros—. Todos salgan.
Otro silencio.
—¿Qué? —repuso el que parecía ser el mayor de todos—. Pero Leo, esto...
—Salgan.
Y los tres obedecieron como si temieran contrariarlo. Me quedé con la boca abierta. ¿Quién era ese tipo? ¿Por qué le hacían caso? Pero más importante ¿por qué me estaba quedando sola en la habitación con él? De repente, miré a los costados, buscando cualquier potencial arma para aventarle. Por si acaso.
Cuando la puerta se cerró, él se esfumó a una esquina sin decir nada. Tuve la impresión que abría el contenido de una mochila oscura. Escuché que movía algunos papeles, mientras yo exploraba con la mirada la blanquecina habitación, como un ratón en busca de un agujero. Al momento, él regresó con un folder y empezó a hojearlo con un aire de recepcionista aburrido.
—Estás metida en un lío —comentó sin mirarme.
—Pero no he hecho nada malo —reclamé—. ¿He hecho algo malo?
Él no respondió y siguió revolviendo papeles.
—Aquí —dijo extrayendo un manojo de hojas engrampadas y me las entregó. Yo lo miré, sin entender qué rayos significaba todo eso. Leo, como parecía que se llamaba, lanzó un suspiro de impaciencia. —Verás, hoy has usurpado propiedad privada...
—¿Qué? ¿Propiedad privada? ¿De qué...? —Él levantó una palma en el aire para indicarme que me callara y lo dejara terminar.
—Hoy has usurpado propiedad privada... —repitió— No debiste entrar por el portal que encontraste. Le pertenece a una empresa.
Entonces recordé ese haz de luz circular.
En situaciones de estrés nuestra capacidad mental se acelera un poco. O al menos eso fue lo que experimenté, pues recapitulé imagen tras imagen lo que había ocurrido de manera inmediata, como si fuera una secuencia de un cuento narrado con fotografías. Había sido real después de todo. Un haz de luz, un lugar distinto, un paisaje citadino increíble, edificios flotantes, un portal. Una explicación que nunca hubiera podido imaginar pero que guardaba cierto sentido.
—¿Eso era un portal? —Lo miré con el entrecejo fruncido, boquiabierta, esperando el momento en que él dijera «¡Te la creíste!», y reventara a reír. Pero el sujeto en cuestión en su abanico de expresiones faciales parecía poseer solo una. La de la seriedad. —¿Un portal mágico? ¿Cómo el armario de Narnia?
—La empresa presentará... represalias por esto —continuó, ignorando mis preguntas y mi estado de conmoción—. Así que...
—Espera, ¿represalias? —le interrumpí, y aunque pareció fastidiarse, no me importó. Estaba tratando de coger el hilo del asunto y aunque esa situación pareciera irrisoria, lo que acababa de decir me parecía irrazonable. —Ese susodicho «portal» apareció en medio de la nada. Eso no fue mi culpa.
—Eso fue un error de cálculo.
—Entonces ha sido el error de esta empresa, no mía. ¿Tienen libro de reclamaciones? Pues pueden enviarse sus represalias a ellos mismos —espeté. Leo me miró de reojo por un instante.
—Sí, así es. Fue un error de la empresa —aclaró—, pero las cosas no son tan simples.
Entonces me alcanzó un bolígrafo, no tenía idea de dónde lo había sacado, pero allí estaba.
—Firma.
Había escuchado antes ese consejo de conocimiento común de que nunca se debe firmar papeles en blanco. Y estos no estaban precisamente en blanco. Ahí estaba yo, con una sarta de papeles con un montón de letras grandes y pequeñas; y un bolígrafo en la mano, incapaz de creer lo que estaba sucediendo.
—¿Qué rayos es esto?
Levanté la primera página como si me asqueara y todo el bloque de hojas colgó de ella unidas por una grapa.
—Un contrato —dijo él—. Grosso modo, asegura tu bienestar y establece unos términos amigables con nuestra empresa.
«¿Nuestra?». No supe por qué, pero me pareció coherente que este sujeto fuera una suerte de representante de esa ridícula entidad. Estuve a punto de decir que nunca firmaría esa estupidez pero él pareció leerme la mente y habló primero.
—Déjame planteártelo de una forma más sencilla. —El brillo en sus ojos se volvió de repente amenazante, me recordó de inmediato a Michael de El Padrino. —O firmas esos papeles ahora o no sales de aquí jamás.
Lo curioso fue que, de acuerdo a mi anterior impresión, él no podía ser mayor que yo por dos o tres años, y no se veía como alguien especialmente fuerte. Pero en ese momento, me dio una fatal impresión de un matón peligroso. Sí, tenía que admitir que el sujeto me dio miedo.
Así que me decidí por hacer lo que toda chica en mis condiciones haría: gritar por ayuda. Lo malo fue que no pude hacerlo. No estuve segura de qué fue lo que sucedió o cómo lo hizo, sólo escuché que él tronó sus dedos y de repente, una barra de metal me cubrió la boca. Un amago de grito se escuchó, y fue más que nada risible. Mis manos saltaron hacia esa mordaza de metal para intentar liberarme.
«¿Qué rayos?», pensé. ¿Magia? ¡Una placa de metal había aparecido de la nada!
El sujeto tenía sus oscuros ojos aún fijos en mí. Una mirada indolente y estoica que me dejó helada.
—Firma.
Y eso fue todo.
Muchas veces ante un shock apabullante, nuestra mente asume un estado de incomprensión nublosa. Simplemente, no queremos aceptar que algo ha sucedido, pero el ser testigo de la aparición de un objeto desafiando las leyes de la física y la sensatez fue la gota que derramó el vaso. Ya no podía permanecer indiferente al hecho de que una estampida de eventos increíbles me acababa de atropellar, y de mala manera. En ese instante me asaltó la realidad de varias revelaciones como si me aventaran un baldazo de agua fría en la cara.
Un portal mágico.
Una empresa mágica.
Un contrato.
Oh, cielos.
Ese día aprendí que una persona podía ser abrumadoramente amenazadora sin necesidad de levantar la voz. Y también, que mi vida se había arruinado por completo, aunque los detalles de la extensión de esto los supe un poco después, pero intuí que algo acababa de resquebrajarse para siempre.
¿Portales y cosas que aparecen de la nada? Esto era demasiado en un día para mí. Pero para mi total consternación, no iba a ser lo más perturbador que iba a encarar.
Mientras deslizaba mi mano temblorosa, sentí estar firmando un pacto con el diablo. Leo tomó las hojas y revisó mi firma. Nombre y apellido.
—Bienvenida a Orbe —dijo, y aquella fue la primera sonrisa que le vi.
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