15. Casi normal
La posición de las estrellas no era a la que yo estaba acostumbrada; hacía frío y todo estaba oscuro pero por la luz que había encendido Ulina, pude notar que habíamos aterrizado en medio de un desierto. Ignoraba cuál, era uno de los tantos desiertos que había en nuestro mundo y eso era lo que importaba.
—Maldito Orbe, cómo se atreve a hacernos eso —musitó Sétian mientras se apoyaba en sus rodillas, aún recuperando el aliento, entonces de pronto me miró como si estuviera mirando a un ángel luminoso—. No puede ser... ¿Lograste traerlo?
Ulina y Aluz también repararon en el contenedor que colgaba en mi espalda y al mismo tiempo, esbozaron una sonrisa.
—Eres única, pequeña Dala —me felicitó Aluz casi riendo, mientras Ulina me abrazaba, eufórica.
—¡Oh, gracias Dala!
—¡Bien, macaquito!
Los tres empezaron a reírse de manera compulsiva y aunque estuve apenas a unos segundos del desastre, yo también solté unas carcajadas de alivio. Reímos frenéticos, como si acabáramos de escapar de un chiste mortal. Entonces, un portal apareció a nuestro costado, iluminando más las tinieblas que nos envolvían. Leo miró tentativamente a los tres pero no a mí, con la tableta de los portales en sus manos.
—Presenten el objetivo al departamento que corresponde —dijo él de pronto. Y hubo algo en su voz que simplemente cortó aquel momento como si de un cuchillo filoso se tratara. Todos se volvieron a mirarlo.
—Pequeña Dala... ¿dónde está tu casco? —preguntó Aluz, percatándose de pronto de ese detalle.
—Vayan ahora —insistió Leo y esta vez en su tono había una nota inflexible. No había levantado su voz, él nunca lo hacía, pero aun así pareció fría y crispada. —Los alcanzamos después.
Al oír eso, sentí que una piedra se materializó en mi estómago. Los tres se miraron entre sí y luego me miraron a mí, con una mezcla de desconcierto, intriga y cautela. Y de manera casi vacilante, Ulina tomó el contenedor y me apretó ligeramente la mano, Sétian me dio una palmada en el hombro y Aluz asintió con un gesto amable. Y desaparecieron detrás del círculo luminoso, dejándonos a Leo y a mí solos.
Empecé a jugar con mis pulgares mientras él se quitaba el casco con un gesto cansino. Aún sin aquella máscara, su expresión era inescrutable. Sólo sabía que si es que había algo que debíamos hablar en medio de un desierto a millas de la civilización, no podía ser sobre ponis y arco iris.
—¿Estás bien? —preguntó clavando sus ojos sobre mí, en ese momento parecían ser más negros que un pozo. Y la pregunta parecía ser de mera formalidad.
—Eh, sí.
Leo no despegó sus ojos de mí y yo empecé a sentirme nerviosa.
—Te di una orden. —A pesar de que fue apenas un susurro, se escuchó más estridente que si hubiera gritado—. Te dije que te retiraras.
Entonces, comprendí la naturaleza del diminuto brillo que destellaba en él. Estaba furioso.
—¿Por qué me desobedeciste? ¿En qué estabas pensando?
La repentina consciencia de aquello me estremeció como si me hubieran movido el piso. Nunca lo había visto enojado. Es decir, sí fastidiado, irritado, de esas muchas veces y realmente, aquellos deslices eran casi hasta quisquillosos, por completo inofensivos. Pero en ese momento, sus ojos parecían un enjambre desatado e hirviente.
Tomé un breve respiro y procuré elegir mis palabras antes de hablar. Lo cual, para mí, representaba un esfuerzo monstruoso y casi inexplorado.
—Aún podíamos cumplir la misión —dije, procurando sonar más segura de lo que estaba—. Vi la oportunidad y la tomé.
—No me digas excusas ridículas, no fue por la misión —espetó, su voz aún un hilo delgado—. ¿Por qué me desobedeciste?
—Claro que fue por la mi... —Leo frunció su entrecejo como si me retara a que repitiera esa respuesta. Entonces vacilé, desvié mi mirada y suspiré. —Yo sólo quería... Sólo quería reducir mis años en Orbe, eso no es ningún secreto ¿no? —repuse ya sin mucho escrúpulo.
—Y dime, ¿qué es mejor? ¿Vivir varios años sujeta a Orbe o dejar de vivir?
Presioné mis puños y me mordí los labios ante su pregunta.
—No sé cuál de los dos es peor —me atreví a decir, la sangre me estaba hirviendo y había dejado de medirme. Ni siquiera estaba segura de por qué me estaba enojando, pero no podía evitarlo. —¿Qué hay de bueno en vivir sin libertad? Poner esas dos alternativas es estúpido.
—Lo que es estúpido es exponerse innecesariamente —replicó él, y aunque no elevó el volumen de su voz, sus palabras parecían cortar el aire. Estaba exasperado. —Si hubiésemos fallado, habrían otras misiones en el futuro.
—¿No dijiste antes que tu división tenía un record de cero misiones fallidas?
—Me interesa más el record de cero muertes —dijo con una inflexión y por primera vez, atisbé algo detrás de su enojo. Me tomó tan desprevenida que me quedé sin palabras. —Lo que hiciste hoy fue imprudente, irreflexivo y lo más idiota que pudiste haber hecho. Pudo haber sido irreparable. Si te preocupa tanto los años que debes pagar con Orbe, sólo tienes que ser paciente y ya encontraremos alguna solución.
Su voz había dejado de ser tan dura pero aun así era áspera.
—¿Encontraremos?
—Sabes que te ayudé desde el principio. —Había un hálito de reclamo en su voz. —Si sigues tomando decisiones suicidas, dejaré de hacerlo. No vas a desobedecerme otra vez ¿Está claro?
Me quedé con la boca medio abierta y se me cayó la mirada, me había sorprendido que mencionara que me había beneficiado antes de forma tan abierta. Estaba descifrando el verdadero motivo de aquel ataque de furia; todos lo pintaban como una persona fría, pero acabábamos de cumplir el objetivo y eso, claramente no era lo que más le importaba.
—¿Está claro?
—Sí —contesté a regañadientes.
Leo soltó un resoplido de frustración y sacudió su cabeza ligeramente, como si se deshiciera de una jaqueca. Cuando volvió a abrir los ojos, parecía haber recobrado su usual calma y estoicismo. Al parecer, además de intensos, sus momentos de ira eran cortos.
—De acuerdo —dijo por fin y esta vez su postura se destensó significativamente—. Ahora tenemos que ver otro tema.
Con una diminuta floritura de un par de dedos, un nuevo casco apareció en frente de mí y yo lo atrapé antes de que cayera.
—No menciones que te han visto el rostro —dijo, serio—. Vamos a omitir eso en el informe.
—¿Omitir? ¿Es algo malo?
—No es conveniente que se sepa. Puede ser un problema. —Él se dirigió hacia el portal e hizo un ademán para que lo siguiera.
Aquella respuesta ambigua parecía esconder muchas cosas, pero yo aún estaba relativamente fastidiada como para preguntárselo. Lo miré de soslayo, cerrando mis dedos alrededor de mi nuevo casco.
—¿Al menos puedes reconocerme que me defendí bien? —le pregunté con una mueca, lo único que retuvo toda la potencialidad de mi molestia fue que, fuera de todo, tenía que admitir que yo había actuado con impulsividad.
Leo no repuso nada pero antes de atravesar el portal, me miró por el rabillo del ojo con una diminuta sonrisa misteriosa.
Un moretón azul en el hombro y un raspón en el brazo, esas fueron las consecuencias de aquella irrupción en una mansión de la nobleza del otro mundo. Ulina salió mejor parada que yo, fuera de eso en una visión general, nuestra división había salido indemne y victoriosa.
Lo que aprendí luego de mi primera misión era que en Orbe, el éxito y la gloria no podían convivir juntos. Ser una división exitosa en Orbe, era competir con las demás, quedarse con el crédito, la reputación y el dinero. Pararse en una cúspide desde la que todos los que estaban abajo deseaban con ansias verte caer.
A nuestro regreso, se publicó en la pantalla del gran hall la lista de todas las misiones llevadas a cabo ese día y el resultado de cada una de ellas. Nuestra división era una de las pocas que tenía luz verde en los dos rubros que se señalaban: objetivo y división. Es decir, que habíamos conseguido el objetivo que nos habían encomendado y que nuestra división no había sufrido bajas.
Fue entonces que me percaté que esa pantalla estaba pintada de varios rojos y amarillos. Pocos habían obtenido dos verdes. Y me sorprendí cuando desde distintos puntos, varios agentes nos lanzaban uno que otro vistazo furibundo, como si nos culparan por haber cumplido con los objetivos o porque sus divisiones no lo hubieran logrado. Pero era Leo quien se llevaba la mayoría de esas miradas y él las recibía con la misma impasibilidad característica de él.
No obstante, a pesar de aquella reacción masiva adusta y poco amigable y de la discusión que había tenido con Leo, yo tenía una combinación extraña de alivio, satisfacción y desasosiego. Era un tanto difícil de definir, la sensación de haber hecho algo malo, pero haberlo hecho bien. El suspiro intranquilo del ladrón; sabía que cargaría eso en mi consciencia, sin embargo, no me arrepentía. Lo lamentaba pero no me arrepentía; mi deuda se había reducido por unos buenos casi seis años.
—Parece que estás más descansada —opinó Sara con aprobación.
—Me he dedicado a recuperar horas de sueño —respondí. Y para variar, era verdad.
Luego de la misión, el trabajo en la oficina se había reducido en una gruesa proporción al menos para mí. Más que nada, consistía en una retahíla de papeleo incesante que recaía más que nada en Leo, que era el que representaba a la división. De hecho, recordaba las montañas de papeles de su escritorio poco después de que yo hubiera llegado a Orbe. Ahora entendía que era el susodicho informe post misión.
Me tocaba agregar mi firma al informe que había redactado él en lo concerniente a mi desempeño, y no había ninguna mención de la pérdida de mi casco. Por supuesto que firmé. Y luego de eso, Leo me concedió un par de días para reponerme de mis ridículas heridas de guerra. Por supuesto, no objeté nada ante eso. Si había algo que quería en ese momento era un breve descanso de todo lo que significaba Orbe y mundos paralelos. Un tiempo para distraer mi mente de todo lo que había sucedido, de lo que había hecho.
—Genial, justo a tiempo para la fiesta de mañana —comentó Sara despreocupadamente, ante lo cual mi rostro se congeló. Había olvidado esa condenada aparición social y en teoría, ese era el último día de gracia con el que contaba. Pues mañana se reanudarían mis labores de oficina en la noche y mis clases de creación con Leo en la tarde.
—Ah, sobre eso...
—Es súper raro que Rob no te haya invitado... —continuó ella.
En realidad, no era súper raro. Me había asegurado de evitar a Rob como a la lepra durante esas semanas. El sujeto era un buen chico, pero yo tenía la cabeza ocupada en pensar que tal vez esos eran mis últimos días de vida.
—Pero no importa, después del almuerzo nos pasamos para la fiesta.
—¿Almuerzo?
—Tu mamá me invitó ¿no te lo dijo?
Me quedé en blanco por un instante. Eso significaba que ella se había invitado. Para entender un poco a Sara, quien ostentaba el título de ser mi mejor amiga, era importante recalcar que ella era del tipo que se llevaba bien con los adultos y con los de su edad. Y también que a veces podía hablar directamente con tus padres para concertar una reunión sin avisarte a ti primero. Era muy genial y divertida, pero para mis circunstancias, su personalidad era un problema.
Minutos después, me di cuenta de que en cuanto a mi coartada, ya no tenía la sartén por el mango en esa situación. Ya no podía mentirle diciendo que tenía alguna reunión familiar, y mis padres ya debían estar enterados de que había una suerte de reunión donde iban a estar prácticamente todos los miembros de mi generación. Aquel era el supuesto que una persona que tiene una doble vida quiere evitar por todos los medios. Una debacle.
Para ser un mensaje de escasas líneas, me había demorado una hora en redactarlo. Es decir, ¿Cómo se pide permiso en el trabajo sin decir que la razón es una fiesta? Era ridículo, pero no le veía otra solución. No podía simplemente encerrarme en mi habitación para evadir a todo el mundo e irme a Orbe. Tampoco podía desaparecer de la oficina, estaba forzada mediante contrato a obedecer al líder de división. Si colocaba la palabra «fiesta», Leo iba a mandarme al infierno. Sin embargo, por lo que estaba escribiendo, parecía que debía a asistir a un juicio donde yo era la acusada. Para tal caso eso sonaba más plausible.
Unos veinte minutos después, me llegó el correo de respuesta:
Suspiré aliviada. Aquello había sido fácil. Y tenía que agregar el componente de que, fuera de todo, Leo era una persona razonable. Fastidioso pero razonable.
Lo que trascendió el límite de lo razonable fue lo que sucedió ese día. Un día que estaba destinado para ser el paradigma de la normalidad, como no había tenido desde hacía semanas.
Para empezar, desperté con una sensación extraña. Esa que viene con la incertidumbre de haber olvidado el sueño que se acaba de tener. Era como si circundara alrededor de mi cabeza y lo tuviera en la punta de la lengua. Esa sensación enrarecida me acompañó el resto del día; la fastidiosa impresión de estar a punto de recordar algo pero ser incapaz de hacerlo.
Para cuando llegó Sara, procuré abandonar toda intención de darle más vueltas a ese asunto y en cierto punto, lo logré. Eso no fue tan difícil, cuando uno se divierte las preocupaciones salen volando como si fueran dementores espantados por un Patronus. Olvidé incluso la culpa que venía arrastrándose conmigo desde que había regresado de la misión.
También debía admitir que una gruesa parte de mí anhelaba cierta cotidianidad, una tarde de chicas y esas cosas. Sin embargo, Sara notó mi conducta extraña. De cuando en cuando me soltó algún comentario recriminándome mi ausencia; pero no solo eso. Ella había caído en perfecta cuenta de que no había estado del todo presente esas semanas, no me lo dijo con palabras claras pero pude entender el mensaje.
Podía engañar a mis amigos, pero es realmente difícil engañar a mis mejores amigos. Sara no sospechaba nada extraño, tampoco tenía cómo; solo estaba tomando mi nueva actitud como una desconsideración de mi parte. Y me convenía que siguiera pensando eso.
El resto del día transcurrió entre risas y chismes sobre la vida privada del resto de mi salón. Básicamente, Sara me puso al día, y tuvo la sutileza de incluir novedades sobre Rob. A todo esto, uno de los pasatiempos de Sara era fungir de casamentera para todo lo que pudiera moverse y razonar. Realmente no tenía vocación ni talento para eso, no obstante, ella hacía caso omiso a mi falta de interés.
Cuando llegamos a nuestro destino, me asaltó una oleada de nostalgia al ver tanta gente reunida en un solo lugar. Se sentía como si hubieran sido meses los que pasé alejada de mi vida normal. La fiesta recién estaba comenzando, la música sonaba aún subrepticia para alegrar el ambiente. Muchos de mis amigos estaban haciendo su aparición y Sara y yo nos paseamos por varios círculos de conversación para saludar a todos. Por un instante, casi por un instante pensé que había vuelto a ser una chica normal con una vida común y corriente. En verdad, había extrañado esa vida.
—¿Quién eres?
Me volví para ver a quien me hizo aquella pregunta, pero no había nadie. Fruncí el ceño y sacudí mi cabeza. Aquella voz me sonaba familiar. Era extraño, era mi idioma pero aun así, daba una fuerte impresión de que tuviera un acento extranjero. Un acento desconocido.
—¿Quién eres?
Entonces lo vi. Tenía el cabello corto, en ondas y de un castaño claro, más claro que los míos, y sus ojos, eran los mismos que había visto esa mañana. Se habían quedado conmigo en el frágil amago de recuerdo que había quedado impregnado en la memoria del sueño. No. No había sido un sueño.
A través del resplandor transparente de la ventana, sus ojos verdes como un bosque me devolvieron la mirada.
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