12. Leyendas
Una fría brisa matinal penetró en mi habitación. Era de esas que despertaban a quienes no estuvieran bien cubiertos al dormir, pero yo no estaba durmiendo. Procuré ignorar el soponcio y proseguir con mi tarea de literatura y trigonometría. Realmente no era mucho el tiempo con el que contaba para sobrellevar los deberes de mi vida normal. Había empezado a adquirir la costumbre de despertarme a las cuatro o tres de la madrugada para cubrir mis asignaciones matutinas.
Agradecía que mis padres fueran personas que respetaran la privacidad. Era un detalle que me estaba ayudando a mantener con más facilidad la pantomima en la que vivía. Además, ya estaba suficientemente mayor para resolver mis propios asuntos, y mientras no tuviera quejas de mis notas, todo estaría bien. Sin embargo, por el ajetreado ritmo que llevaba, me habían dedicado algunas miradas extrañas que peligrosamente casi rosaban con la preocupación. Por supuesto, no debían llegar a esta.
Además de que de manera indiscutible ellos no podían enterarse de nada de lo que respectara sobre mi segunda vida en Orbe, estaba decidida a mantenerlos al margen de esto. Ellos no podían hacer nada para ayudarme y si es que notaban algunas rarezas, sólo conseguiría preocuparlos. El problema de mi contrato con Orbe era mío propio, y yo sola debía repararlo. Hay momentos en la vida en la que se deben asumir responsabilidades a capa y espada, aunque estas hayan sucedido por un error estadístico.
La susodicha revisión de ese día a la que tenían que someterse todas las divisiones de Orbe que quisieran postular a las misiones del otro mundo daba una imagen de ser un aburrido procedimiento burocrático. Pero en teoría, era necesario para comprobar que las habilidades de los agentes estaban disponibles y no se habían empolvado.
—Es muy simple, no te preocupes. En serio —me animó Ulina quien estaba después de mí en la larga cola que doblaba la esquina del pasillo. Debió haber notado que me estaba poniendo nerviosa. Esporádicamente veía salir a algunos agentes con caras pálidas y miradas temblorosas, pero la verdad era que la mayoría salía sereno y con un semblante de no haber hecho la gran cosa.
—Sólo no les tires insectos, macaquito —apuntó Sétian.
Ya había asumido que ese iba a ser mi apodo en la división, así que ni siquiera me fastidié. Leo y Aluz ya habían asistido a la revisión más temprano y no se les veía por ninguna parte. Se me ocurría que Leo debía estar verdaderamente confiado en que no jodería esa pequeña prueba porque no me había hecho ningún comentario al respecto.
Y supuse que su confianza (o falta de interés) debía estar justificada. Una agente, que debía ser la personificación del aburrimiento, me esperaba en el interior de una habitación blanquecina y reluciente, totalmente vacía. Muy parecida a la asquerosa sala que había hecho aparecer cucarachas. La agente estaba sentada detrás de un escritorio como una secretaria enclaustrada. Tomó mis datos y me buscó en el sistema.
—Dala Mayo —me lanzó una mirada de escáner de arriba abajo; un tanto desdeñosa diría yo—. ¿Creadora?
Asentí.
—Crea algo.
Esas palabras me sonaban tan familiares.
Un minuto después estaba saliendo con un suspiro de alivio de aquella sala y pude notar que alrededor de mí se sembraban algunos cuchicheos, rumores y una que otra mirada recelosa. Asumí que era algo comprensible pues según lo que me habían dicho, ser creador era algo poco común. Sin embargo, detrás de mí, Ulina y Sétian me hicieron una seña con los pulgares arriba.
«Muy bien», me dije a mí misma mientras les devolvía el gesto. «Ya estoy dentro del concurso».
O muy mal. No estaba segura.
Traté de no hacer más mella en mi intranquilidad, aunque sin mucho éxito. En el fondo de mi cabeza había un pensamiento que pugnaba por salir a flote, como la tentación que sentía Frodo por usar el anillo. Algo así.
Aún no era seguro que nos asignaran una misión pero por lo que había especulado Ulina, era bastante probable. Así que no quería aún discutir conmigo misma el hecho de que pronto probablemente iba a convertirme en una ladrona. Leo había dicho que sólo sería un apoyo y me pregunté si eso había sido una manifestación de tener tacto, porque en realidad sonaba a «vas a quedarte ahí y no harás nada más que bulto». Pero la realidad era que aun así, iba a colaborar con dicho delito.
Eso no me hacía muy feliz, moralmente hablando. Pero ¿qué otra opción tenía? ¿Hacer trabajo de oficina por cincuenta años? No. No, no, señor.
Deduje que eso era lo que más me incomodaba, que después de todo, iba a decidirme por ese camino. ¿Me convertía eso en una mala persona?
—Vuelve a intentarlo —ordenó Leo, había una sutil nota de irritación en su voz. Tal vez era porque llevaba una hora entera tratando de realizar el ejercicio que él me había designado para ese día. Era un procedimiento nuevo y más complejo que lo anterior; consistía en crear una esfera de vidrio, mantenerla girando en el aire y luego convertirla en un cubo de piedra.
De cualquier forma, ni siquiera había sido capaz de crear la esfera.
—No lo estás haciendo con seriedad —me reprendió, su voz neutra pero yo podía notar que estaba fastidiándose.
—¡Lo estoy intentando! —barboté, también irritada—. ¿No puedo tomarme un descanso?
—No. Los momentos de estrés son los ideales para poner a prueba la voluntad —apuntó él, impávido ante mi cansancio.
Dejé caer mi cabeza sobre la mesa de vidrio, tratando de absorber lo máximo posible el frío de la superficie ante la jaqueca implacable que empezaba a invadirme. Sin mencionar que, de nuevo, estaba muriendo de hambre.
—Intenta otra vez. —Aunque nuestro trato era más coloquial que antes, Leo era inclemente ante cualquier queja. Imaginaba que la educación en el servicio militar debía ser algo como eso.
—¿Por qué te vistes siempre de negro? —le pregunté para desviar su atención.
—Porque me ahorra tiempo —respondió con simpleza—. Ahora intenta otra vez.
—¿Y por qué no elegiste amarillo? Así te verías como Bruce Lee o la chica de Kill Bill.
—No te vayas por las ramas. Intenta de nuevo.
Resoplé con resignación y carraspeé algo antes de volver a intentarlo por una milésima vez.
Según mi reducido saber y entender, no era pedagógico que los profesores atosigaran más a sus alumnos cuando estos estaban frustrados. Claramente, él no compartía ese parecer.
Pero una parte de mi mente (una gruesa parte) le daba la razón. Mi instrucción al parecer iba a durar varias semanas más, pero faltaba poco menos que medio mes para la luna llena. Es decir, faltaban pocos días para que se abriera el portal. Sabía que tenía que aprovechar el tiempo al máximo, sin embargo, me estaba quedando claro que en la materia de la creación, la psicología y el estado anímico del creador era algo de vital importancia.
—¿De dónde vienen los portales? —pregunté casi anecdóticamente al día siguiente.
Una esfera de vidrio estaba realizando veloces revoluciones sobre su eje mientras flotaba en el aire en frente de mí. Aún no conseguía que se convirtiera en piedra, el sólo mantenerla en movimiento era difícil y me demandaba gran parte de mi enfoque.
Cada vez que avanzaba en mis ejercicios, Leo tendía a realizar comentarios, dar explicaciones o consejos. Escucharlo y mantener la concentración era como estar caminando con varios libros sobre la cabeza, procurando mantener el equilibrio. El condenado de Leo lo hacía a propósito, por supuesto. Ya había entendido su metodología, así que, si me iba a hablar de todas maneras, esperaba que fuera sobre algo que me interesara.
Sin embargo, no me esperaba una disertación. Pude notar que él estaba recostado sobre el marco del umbral de la sala. Había aparecido allí con sus habilidades ninja para observar cómo sufría ante el ejercicio. Y, mientras la esfera giraba y giraba, escuché su voz como si hubiese contado esa historia un sinnúmero de veces. Como si le guardara un respeto reverencial o hubiera cavilado sobre ella por mucho tiempo.
—La enorme vastedad del mundo era un lugar joven, desierto e indefinido, de cielos y estrellas cambiantes y un eterno silencio. Cuando el Creador lo observó, sintió un gran vacío y quiso darle algo de vida a aquel mundo onírico.
»Entonces creó reglas, creó estamentos inquebrantables; estableció un único cielo imperturbable: un día que nunca acababa. Un sol que iluminaría por siempre todo lo verde y la oscuridad se esfumó del mundo. Pero no pudo contener su ánimo de inventiva, así que creó a los hombres. Seres con consciencia destinados a reinar en ese mundo; seres que eran lo más parecido a Él, pues los había dotado de bendiciones especiales. La más maravillosa de todas era la habilidad de crear.
»Ellos fueron sus criaturas predilectas, su máxima obra. Tanto Creador como creación se regocijaron mutuamente cuando observaron la ilimitada creatividad de ambos y vivieron en paz con una jovial felicidad por un tiempo. Un tiempo breve.
»El hombre era el ser dotado de máximo intelecto en ese mundo y no demoró en descubrir que aquél no era el único. Descubrió que existía otro mundo, uno rebosante de vida y totalmente distinto al suyo; descubrió que había otros como él en otros planos de existencia. Ideó formas para conectarse con sus «hermanos del otro plano», inventó formas de atravesar las dimensiones. Creó puertas al otro mundo.
»Y se dio con la sorpresa de que en comparación con los otros hombres, él era superior. Entonces la ambición lo corrompió; el germen de la conquista, la petulancia y la superioridad hicieron que tomara decisiones que no le agradaron al Creador. No podía negar que sus talentos eran especiales y únicos, pero el Creador quería que su creación entendiera de humildad y comprendiera que había creado aquel paraíso onírico para él. No tenía por qué ambicionar otros mundos.
»Así que el Creador les quitó sus dones especiales. Hizo que fueran habilidades destinadas a sólo unos pocos, algunas más raras que otras; les dificultó su conexión con el otro mundo y les quitó para siempre el sol, dejando sólo así una noche que duraría para siempre.
La esfera continuaba girando, suspendida. Para mi gran alivio, había conseguido atender a aquel relato y continuar con mi ejercicio al mismo tiempo.
—Qué historia tan fea, no tiene final feliz —comenté.
—Las leyendas generalmente no los tienen.
—¿Eso fue lo que aprendiste en ese curso de la cultura de los antiguos? —pregunté con un punto de sarcasmo.
—Estuvo en el examen final —respondió él con tranquilidad.
—Pero, ¿cómo acabaron esos portales en las tabletas de Orbe?
Leo paseó sus ojos de mí a la tableta digital que yacía sobre su mesa.
—Ese aparato sólo crea portales para movilizarnos a cualquier lugar de este mundo. Portales de conducción. Pero sólo Orbe puede crear portales entre las dos dimensiones —puntualizó.
—Ohh. Supongo que por eso tiene el monopolio de ventas de cosas de la Noche Eterna aquí —comenté con gracia, Leo no respondió a eso. Tal vez porque la estabilidad de la esfera de cristal vaciló en aire por mi concentración dividida.
En ese momento, el cristal comenzó a mutar a un color plomizo y una textura ahuecada. Y de repente, la esfera de cristal ya no estaba y en su lugar, un cubo de piedra sólida daba vueltas en el aire. Fruncí el entrecejo y agité ligeramente una mano con apremio, y el objeto levitó suavemente hasta mi mano.
Entonces se la mostré a Leo, junto con una sonrisa jactanciosa.
—Te demoraste —comentó él, impasible—. Parece que has tenido cosas en tu cabeza. Eso no te sirve.
—¿Acaso tú lo hiciste más rápido? —le pregunté a su vez. Hubo un corto silencio.
—Relativamente.
«¿Qué clase de respuesta era esa?».
—No debió haberte tomado tanto, era simple para ti —agregó.
«¿Era eso un cumplido?».
—¿Por qué lo dices? —Procuré aparentar indiferencia y él pareció dudar un segundo antes de hablar, como si creyera que no era conveniente.
—Tienes un talento natural para esto —respondió, y me observó como si analizara mi reacción—. La mayoría de los creadores en Orbe adquirieron esa habilidad de adultos; tuvieron que acostumbrarse y aprender a usarla. Pero como te dije antes, la convicción es una de las bases de la creación. Muchas veces, la mente racional de alguien maduro es un obstáculo más que una ayuda.
Hizo una pausa y ladeó un poco la cabeza, como si atisbara algo raro en mí y tratara de reconocerlo.
—Sin embargo, tú eres lo suficientemente racional para entenderlo e ingenua para aceptarlo. Eso es una combinación conveniente —concluyó.
—¿Ingenua? —cuestioné levantando una ceja. No estaba segura si era una alabanza o una mofa. —Ese es un cumplido muy raro. «Segura» suena mejor.
Leo soltó un bufido de gracia pero no replicó.
—Entonces ¿A qué edad te volviste un creador? ¿También eras suficientemente ingenuo?
Mi pregunta ensombreció su semblante de manera súbita, como quien se sobresalta cuando le rozan una herida que está cicatrizando. Me pregunté si es que me había propasado con mi curiosidad, por un instante, pensé que no iba a responder.
—Era muy joven y también muy ingenuo —dijo y me dio la impresión de que quiso agregar algo más pero no lo hizo.
Un pitido que anunciaba un e-mail entrante resonó en la sala y me sorprendió que proviniera del celular de Leo, pues siempre lo tenía en modo silencioso. Por la velocidad con la que revisó el correo y la forma en que le brillaron de repente sus ojos, me di cuenta de que era algo importante.
—Mm —musitó, impertérrito—. Tenemos la misión.
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