6. El creador
Si pudiera resumir en una palabra mi estado mental, creo que la palabra ideal sería desastre. En todo sentido. Todo era un desastre, el universo era un desastre, mi vida era o iba a ser un desastre. Y obviamente, eso tuvo repercusiones para quienes estaban a mi alrededor en ese momento. Es decir, el tipo odioso de negro.
Por la forma cómo reaccioné, debía confesar que estuve muy lejos de ser el paradigma de la colaboración en momentos de crisis. Pero tampoco iba a endilgarme toda la responsabilidad, la verdad fue que su actitud tampoco ayudó en nada y a eso debía sumarle que acababa de recibir unas no muy buenas noticias.
Entorné mis ojos y ladeé mi cabeza al observar esa esfera azul en la pantalla, como si es que buscara alguna suerte de explicación en esa imagen.
—¿Otro mundo? —musité. Entendía bien lo que él quería decir pero estaba teniendo algunos problemas en planteármelo en mi cabeza. —¿Cómo Narnia?
Leo levantó una ceja ante mi comparación.
—¿Eres familiar con la teoría de dimensiones paralelas? —inquirió, pero yo aún estaba un tanto confundida como para responder. Entonces él prosiguió. —Ese día visitaste otra dimensión por un corto período de tiempo. Fue un error, como te dije, pero el daño ya está hecho.
Se enfocó entonces en la pantalla que estaba detrás de él y pareció que su piel se volvía azulada por el reflejo de la luz.
—Las leyes naturales que conocemos aquí, el flujo del tiempo y la forma como opera la materia no se aplican de la misma manera en esta dimensión. —Sonó un click y la pantalla cambió a otra diapositiva donde había varias fotos y pude reconocer en ellas al cielo espectacular que había visto aquella noche. Aquel manto de incontables estrellas. —Las personas que viajan al mundo de la Noche Eterna siempre regresan con un cambio. Digamos que sus sistemas adquieren la predisposición de un nativo de ese mundo.
—¿Qué? No entiendo.
Leo reparó en mi cara de desconcierto total y arrugó el entrecejo como si buscara términos más sencillos en su cabeza.
—En la Noche Eterna existen quienes cuentan con habilidades que aquí serían impensables. Algunas personas de entre ellos... pocas, en realidad, tienen la capacidad de crear materia, los creadores. Es una habilidad natural allí. Rara, pero natural. —Entonces tomó con una mano la lata de aerosol que descansaba aún sobre la mesa. —Tú tienes ahora esa habilidad y Orbe tiene que quitártela para que puedas extinguir el contrato.
—Oh... —balbuceé y mis ideas se ordenaron por fin—. Si es así de simple entonces ¡¿por qué dices que deberían ser cincuenta años?! —Sin querer alcé la voz, pero él no se inmutó.
—Porque Orbe no lo va a hacer gratis. Es un procedimiento que te costará cincuenta años de trabajo de oficina. Cuanto menos.
Leo no había pestañeado en toda su explicación, el sujeto daba una pasmosa impresión de ser una fría máquina; como si decirme todo eso fuera una cuestión de mero trámite. Pero sin duda, este tipo era capaz de mostrar otras facetas, como el día en que me amenazó para que pusiera mi nombre en ese papel.
—¡Tú me hiciste firmar ese estúpido contrato! —bramé levantándome bruscamente de la silla y ésta cayó detrás de mí—. ¡No voy a trabajar cincuenta años aquí! ¡Es ridículo!
Leo permaneció tieso, apenas con una ceja arqueada.
—Te dije que aunque quieras, no vas a poder infringir el contrato —dijo con tranquilidad, como si fuera algo obvio.
—¡Yo no fui quien cometió el error! —exclamé, los puños cerrados, mis uñas casi perforando mi piel—. ¡Fueron ustedes!
—Tranquilízate —ordenó con voz neutral.
—¡¿Por qué tengo que pagar por algo de lo que no soy...?!
Y no pude terminar mi frase. Apenas me pude percatar de que él había agitado su mano ligeramente como si espantara una mosca y de repente empecé a toser para arrojar un objeto que había aparecido en mi boca de la nada. Era una pelota de goma anti estrés. Permanecí como estúpida por unos segundos, observándola.
—Vas a reportarte todos los días en la oficina —continuó él como si nada hubiera sucedido pero podía decir que estaba fastidiado otra vez—. Excepto los domingos. Política de la empresa.
Oficialmente podía decir que odiaba a ese sujeto. Lo odiaba.
Toda mi vida, o al menos hasta que cumpliera sesenta y seis años, estaba sometida a una situación que apenas podía entender y que no podía controlar.
Esa noche y las siguientes apenas pude conciliar el sueño. No me importaba en nada esa susodicha capacidad de otro mundo de la que me había hablado ese tipo, ni siquiera me demoré en pensar en ello. Más que nada estaba preocupada en idear formas de ocultar aquella doble vida para todas las personas a mi alrededor: mis padres, mis amigos, mis conocidos. Obviamente iba a mentir en muchas cosas, pero incluso las mentiras tenían límites. No podía mentirles a todos todo el tiempo.
Pero no era que tuviera un abanico de opciones esperándome. Las mentiras que dijera no eran problema de Orbe, eran mi problema.
¿Cómo iba a justificar mis desapariciones repentinas para todos? ¿Cómo podría tener otra vez una vida normal? Y más que nada ¿Por qué me estaba sucediendo esto a mí? ¿Por qué tenía que ser yo esa falla porcentual?
En los días que siguieron, cuando llegaba a la reluciente oficina, que parecía sacada de una película futurista, no encontré a nadie. Previamente, Leo me había enviado correos donde indicaba cuál iba a ser la tarea de ese día.
"Ordena documentos alfabéticamente", "archiva los files en la carpeta que corresponda", "realiza un inventario en el ordenador de tal o cual". Básicamente, empecé a hacer labores de oficina y sonaría como algo bien simple de no ser porque los documentos, files o inventarios que me pedía eran interminables. Y sólo me daba cuenta de que habían sucedido horas, cuando Ulina, Aluz o Sétian llegaban para crear un portal para que yo regresara a casa.
—Oh, Dala, no te ves muy bien —comentó un día Ulina y debía tener razón. Era consciente de que estaría haciendo ese trabajo por cincuenta años así que mi semblante no era precisamente el de una princesa Disney.
—No me digas...
De todos los miembros de esa división, Ulina era la más amable y con la que mejor congeniaba. Según supe esos días, ella trabajaba con Orbe por razones muy distintas a las mías. Ella también debía cubrir una deuda, pero por haber adquirido algo de ellos y aún tenía años por delante para poder liberarse de su contrato.
Tenía el cabello largo, lacio y castaño y pestañas largas y definidas. Si la hubiera visto caminar por la calle, podría pasar por una modelo incluso. Era muy diferente a mí, yo era considerada en mi salón de clase como poco femenina.
—Ésta es la tercera «esfera de retrospección» que catalogo en este inventario infinito —comenté mientras apuntaba el susodicho ítem en la computadora portátil—. Sabe Dios para qué rayos funciona esto.
No entendía casi nada de las cosas de las que escribía pero me quedaba claro algo, parecía que lo que Orbe hacía era extraer objetos extraños de ese mundo ilusorio para venderlos después. No tenía ni la más remota idea de quiénes eran sus compradores. Sólo sabía que nunca había oído hablar de esferas de retrospección y eso que había intentado googlearlo.
—Es para hacer olvidar a las personas algo, lo usan para borrar memorias —explicó Ulina, como si no fuera algo de otro mundo.
—Oh —emití, observando con cierto recelo aquella esfera celeste brillante que parecía estar hecha de vidrio. Sospeché que debía valer una fortuna para ser tan inusual.
Orbe y sus rarezas.
Llevaba poco tiempo en la empresa, pero el suficiente para saber que ésta se dividía en múltiples secciones con funciones distintas. Había un área de Ventas, de Investigación, Contabilidad, Administración, entre varias otras... incluso tenía un área de Recursos Humanos. Como si fuera un mal chiste. Curiosamente, las Divisiones eran las que revestían de mayor importancia en ese entramado, y en lado verticalmente opuesto, en el subterráneo de esa jerarquía, estaba yo. Asistente de oficina, no más relevante que el personal de limpieza.
Ulina me sirvió una taza de café y me dedicó una sonrisa consoladora. En ese momento sólo nos encontrábamos nosotras dos en la oficina y era algo que agradecía.
—Tal vez Leo deje de delegarte esas tareas y te asigne algo diferente pronto.
—Leo... que lo parte un rayo a ese idiota —musité con desgana, Ulina me miró algo sorprendida—. Me pregunto si le dieron una bonificación por haberme hecho firmar ese papel. Tal vez sólo se viste de negro porque se reconoce a sí mismo como un buitre.
—No creo que estés siendo muy justa con él —opinó ella en un tono un tanto apenado.
—Ulina ¿Qué tienes? ¿Síndrome de Estocolmo? —barboté incrédula—. Este sujeto se aprovecha de nuestra desgracia ¡Le pagan por eso! No se me ocurre alguna otra bajeza parecida.
Ulina arrugó los labios y el entrecejo, como si estuviera conteniendo algún comentario, pero no se veía ofendida sino contrariada. Entonces tomó asiento a mi costado, aún con ese semblante indescifrable. Había algo que me estaba extrañando en su actitud.
—Dala, ¿sabes? —comenzó, su tono como el de una comprensiva hermana mayor—. La política de Orbe para casos como el tuyo no es ofrecerles un contrato.
La miré con el ceño fruncido, mi boca se abrió para emitir un "¿qué?" pero no dije nada.
—Ah, ¿no? —dije, perpleja— ¿Entonces cuál es?
—En esos supuestos... —Ulina tomó un respiro breve. —En esos supuestos, simplemente eliminan a esas personas.
—¿Eliminan?
¿Tal vez se refiere a que eliminan su cuenta de facebook?, me pregunté, no porque no lo entendiera sino porque me parecía descabellado creer a lo que se refería.
—¿Eliminar? ¿Es decir... —Hice un ademán deslizando mi índice por mi cuello y ella asintió.
Me quedé con la boca abierta por unos segundos y un sudor frío recorrió mi espalda. Ya sabía que estaba metida en un lío verdaderamente gordo, pero en ese momento tuve la sensación de una terrible vulnerabilidad. ¿Realmente había estado tan cerca de morir?
Por lo que había estado observando esos días, Orbe era capaz de muchas cosas cuestionables, pero esto iba más allá de amenazas, extorsiones o robos. ¿Qué clase de empresa era ésta?
—Pero... pero entonces... —tartamudeé aún un tanto descompuesta—. Pero entonces ¿por qué me lo ofrecieron?
—Leo te lo ofreció.
No agregué nada a esa respuesta, simplemente enarqué ambas cejas, asimilando sus palabras. Ante eso, Ulina continuó:
—Orbe no puede tocar a quienes han firmado contrato con ellos. Ya debes de haberte dado cuenta que Orbe no es una empresa normal, hay algo... sobrenatural en ellos. Están forzados a cumplir con sus propios acuerdos. No sé cómo Leo tenía en su poder ese contrato sin firma, no debería tenerlos. Después de que él entregó tu contrato, el personal de Orbe registró su oficina y su departamento y no encontraron nada.
Ulina hizo una pausa para colocar una mano sobre mi hombro, lo cual fue oportunamente reconfortante porque me estaba estremeciendo de vergüenza.
—No te sientas mal, no lo sabías. —Me sonrió fraternalmente. —Él también aceleró los papeles para que pudiera reducir los años que debo trabajar para la empresa, también ha ayudado a Sétian de la misma forma y sospecho que también a Aluz. Por supuesto, Leo no sabe que yo sé estas cosas. Está claro que él tiene ambiciones con Orbe, pero no es la máquina sin remordimientos que crees. Es una persona compleja.
Me quedé en silencio por casi un minuto. No había tenido mucho contacto con Leo esos días, pero las veces que lo había visto, estaba tan odioso como siempre. No podía hacer encajar la idea que tenía de él con el benefactor silencioso del que me estaba hablando Ulina. Era algo descabellado e incoherente.
—Y Dala... —continuó ella— ...no sé si debería decírtelo, pero él también llegó a Orbe de la misma manera que tú.
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