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25. La consigna de los elegidos


El viento salado me abofeteó en la cara y una súbita sensación de vértigo me golpeó en el estómago, luego vi un manto azul con pliegues que resplandecían por el sol. Y yo caía y caía.

Tuve la lejana idea de que agitaba mis brazos y no fui consciente de haber lanzado un grito agudo. Por mi mente atravesó un veloz pensamiento.

Voy a estrellarme, oh, rayos.

Luego supe que estaba rebotando, con un desagradable vacío en mis entrañas y, finalmente, todo volvió a tener estabilidad. Estaba encogida con mis brazos cubriéndome la cabeza, aovillada como un pichón asustado.

—Está bien, no te va a pasar nada malo —escuché la voz de Ovack cerca de mi oído y sólo entonces, reparé en que sus manos estaban posadas sobre mis hombros, en un gesto confortante. Pero sus palabras estaban tenuemente inyectadas por un extraño temblor. Luego de unos segundos, me percaté de que él estaba conteniendo la risa.

Sin pensarlo, lo empujé con todas mis fuerzas e intenté asestarle una patada, pero él dio un salto rápido hacia atrás.

—¡¿Estás demente?! ¡¿Qué rayos te pasa?! —vociferé, enrojecida de la ira— ¡Casi me matas!

La ventisca marina azotó mis cortos cabellos. Mi cara ardía, entre la cólera y el susto, y con justa razón. Me había lanzado en caída libre desde una altura que sospechaba eran más de cuarenta metros, directo hacia el océano.

—Claro que no —emitió y seguidamente, soltó una inevitable carcajada, que se apresuró a acallar para retomar su usual semblante. Resultaba extraño ver aquel lapsus en él. Es decir, sin estar bajo la influencia de ninguna sustancia. —Lo siento, es una suerte de costumbre, un ritual —explicó, procurando recuperar su seriedad—. No estabas en verdadero peligro, yo estaba observando.

—¡Pues es un jodido ritual para imbéciles! —repliqué, aún molesta—. ¿A qué psicópata se le ocurrió hacer eso?

—A mí me lanzaron de un acantilado cuando era niño —comentó, como si fuera un argumento irrefutable.

—¡¿Y acaso te gustó?!

—No en ese momento —dijo, y esbozó una breve sonrisa extraña—. Lo siento —repitió, y parecía que realmente reconocía que se había excedido. Era la primera vez que decía esa frase tantas veces seguidas. —Pero tu reacción ha sido buena —agregó, como pretendiendo cambiar de tema.

Y señaló hacia abajo. Entonces, caí en cuenta de que nos encontrábamos de pie sobre un piso flotante hecho con un cristal grueso. Las tranquilas aguas ofrecían destellos turquesas varios metros debajo de nosotros, y sobre ellas, había una enorme pelota azul. Una que había creado yo en algún momento para prevenir mi encuentro con la superficie del mar.

Al notar sobre dónde estábamos parados, la sensación de vértigo regresó acompañada de un fuerte escalofrío. Alrededor de nosotros sólo se podía ver el horizonte como una línea blanca y delgada, sin ningún atisbo de tierra por ningún lado.

—Nuestras clases ahora van a ser aquí —anunció Ovack.

—¿Por qué aquí?

—Espacio, un punto perdido en medio del mar, nada de testigos. Es perfecto, si lo que queremos es dar rienda suelta a tus habilidades y saber de lo que capaz un creador.

—Es perfecto también para un asesinato.

Ovack aceptó aquel comentario amenazante con un amago de sonrisa, aún afectado por su reciente arranque de gracia. Y así, iniciamos la instrucción.

Nuevamente, vino a mí la certeza de que en verdad, él disfrutaba mucho ser un creador. Es decir, si le agradó que lo arrojaran desde un acantilado, debía gustarle. Aquella experiencia comprobaba que quién hubiera sido su maestro, había usado métodos poco ortodoxos en su enseñanza. De hecho, métodos medio salvajes. No me extrañaba que Ovack fuera tan exigente y se trazara metas estrictas en cada clase.

Me pregunté si acaso aquella fue una educación exclusiva como príncipe. Mientras yo intentaba crear mi propia superficie flotante, le lanzaba vistazos disimulados esporádicamente; él evaluaba mi desempeño, como siempre, al mismo tiempo que giraba de manera distraída en torno a mí, de una forma parecida a la de Magneto de los X-men, con la salvedad de que Ovack estaba parado sobre una base circular de cristal.

—Concéntrate en tu ejercicio —soltó de pronto, y volví mi mirada de inmediato a mi labor. Me había quedado observándolo como boba por un breve tiempo y él se había percatado.

Era posible que enrojeciera un poco, pero felizmente, podía excusarme por el calor. Aún pensaba que era insólito verlo como un príncipe. Si lo era, era un príncipe odioso y con un sentido del humor algo macabro.

No había podido evitar prestar atención a su porte en esta ocasión. Siempre me había dado la impresión de que él tenía una compostura algo rígida y disciplinada. Pero en ese momento, mientras él me observaba silenciosamente, con los brazos detrás de la espalda y el sol golpeándole de soslayo, me pareció percibir lo que tal vez había sido el juicio inicial de Sara. Él era bien parecido.

* * * * * *

—No es que me encante, era la salida más sencilla. No digo que esté bien... pero la otra alternativa era impensable —le respondí a Lax.

Estábamos recorriendo su amplio jardín por los caminos hechos de un material sólido, pulido y reluciente. Cuando había visitado aquel lugar en la Noche Eterna en carne y hueso, no había podido detenerme para contemplar a una suerte de luciérnagas que revoloteaban sobre las flores, como si fueran parte de la decoración. Claro, ese era un sueño, pero asumía que se asemejaba al jardín real, y éste tenía un aspecto de un ensueño mágico.

Lax asintió sin disimular una mueca. Había preguntado la razón por la que había accedido a robarle, no podía responderle a cabalidad por las limitaciones de mi contrato con Orbe, pero aquella respuesta era suficiente. No tenía idea de qué era lo que él estaba evaluando, pero sí podía decir que al parecer, sus preguntas iban a circunscribirse a mí. Y eso me extrañaba.

—No quiero imaginar qué uso le dará esa empresa a lo que me han robado —fue su comentario. Yo fruncí mis labios ante la referencia de lo que sucedió en su mansión.

—Lo más seguro es que lo vendan a algún millonario de mi mundo—me atreví a decir, no sin cierta vergüenza. Sin embargo, Lax lanzó un bufido de gracia.

—Ah, no. No creo que hagan eso —espetó con seguridad—. En las manos equivocadas, como es en donde está, esa reliquia puede ser muy peligrosa. Lo han robado para ellos mismos, lo necesitan para un objetivo mayúsculo.

Aquella certitud era bastante críptica, pero no podía hilvanar aún qué otro objetivo tendría Orbe además de llenarse los bolsillos de dinero.

—Supongo que no puedo culparte por ese delito, ya que le sirve a los propósitos del idzen —comentó de repente Lax.

—¿Por qué confías tanto en él?

—Ah, parece que estás amaestrando el hacer buenas preguntas —dijo con un semblante sardónico—. Tiene que ver mucho con porqué nuestros príncipes son diferentes a los de tu mundo. Según tengo entendido, en el Mundo Distante, los príncipes nacen siéndolo, sólo porque son hijos de reyes o reinas o algo así. En Dafez es un poco diferente.

—¿Dafez?

—Donde vivo. Es el reino más... —Se detuvo un momento, buscando la palabra correcta. —Más... próspero... Sí, más próspero de la Noche Eterna. Y aquí no se nace siendo príncipe, es una decisión.

—¿Cualquiera puede serlo entonces? —le interrumpí, con el entrecejo arrugado de la incomprensión—. Pues, qué conveniente.

—¡No! No cualquiera —espetó Lax, como escandalizado por mi opinión. Luego pareció meditar un poco, al parecer, decidiendo de qué manera hacer entender esto a alguien tan falto de conocimiento de historia de su mundo como yo. —¿Recuerdas cuando nos encontramos tú, idzen Ovack y yo en el sueño? ¿Recuerdas que él me dijo algo en mi idioma? —Lax esperó a que yo asintiera para proseguir. —Lo primero que me dijo fue: "Que nuestro corazón valga cada latido."

Aquello me dejó perpleja. Pero antes de que pudiera comentar, Lax continuó:

—¿Has escuchado la historia del Creador?

—¡Sí! —Y debía confesar que me alegraba de que por fin citara una de las pocas cosas que Ovack había llegado a revelarme. —Me lo contó tu adorado idzen, del Creador y el día que no terminaba y que luego se convirtió en una noche eterna.

—Al menos podemos comenzar por eso —dijo y luego habló con cierta solemnidad—. Esa es una de las leyendas que contamos a los niños en Dafez, pero siempre viene secundada de otra.

Guardé silencio y él esperó unos momentos antes de continuar, como si le tuviera cierta reverencia a aquel relato, y tal vez también para elegir mejor las palabras que debía utilizar.

—Cuando el corazón de los hombres se corrompió por la ambición y los anhelos desordenados de la conquista a otros mundos, nuestro Creador decidió concedernos una oportunidad.

Así que les confió los portales hacia el Mundo Distante a un grupo selecto de personas. Hombres y mujeres creadores, de inmenso poder, pero también, de gran sabiduría y entendimiento. Ellos no lo sabían, pero el Creador los observaba atentamente. Quería poner a prueba nuestra valía, quería que demostráramos que éramos dignos de ostentar tanto poder.

Pero Él no quería dejarlos abandonados a merced de las tentaciones del poder. Así que su voz permaneció cerca, dentro de sus corazones, para que su luz iluminara sus acciones y decisiones. Para que sea la justicia la que los guiara y no la corrupción. Aquella prueba iba a durar tres ciclos, y ellos no lo sabían.

Ellos no lo sabían, nunca podrían saberlo, pero, oh, si lo hubiesen sabido. Si lo hubiesen sabido.

Ni siquiera pudieron terminar la prueba, no tuvo que pasar mucho tiempo para que el veneno brotara de sus corazones.

—Si nosotros, que somos los más excepcionales de este mundo, ostentamos este poder ¿por qué no usarlo? Por una razón se nos ha concedido estas capacidades. Somos mejores que los demás, tenemos el derecho de posicionarnos sobre ellos. En este mundo y en todos los mundos que hay.

Aquella voz se hizo más potente e incontenible y contaminó cada una de las mentes y corazones de los elegidos, desplazando el suave murmullo consolador del Creador.

Lo desplazaron, lo expulsaron de sus vidas para siempre y no quisieron saber más de Él. Y el Creador se sintió traicionado, triste y abandonado, mas, cuando estuvo por dictar sentencia, una voz se levantó como un susurro que se elevó más, hasta convertirse en un grito ensordecedor.

—¡No! Nuestro poder es una responsabilidad, un deber. Existe para que lo entreguemos a los demás. Me lo dice mi corazón. Mi corazón quiere que mi vida valga cada instante, que exista un sentido, que valga cada latido.

Era una de sus elegidas, la única que seguía escuchando su voz y la única que se levantó contra aquellos ánimos viciados. Entonces, se desató una batalla entre los elegidos del Creador, todos eran diestros y poderosos y la hubieran vencido en número y destreza. Pero el Creador se reveló ante ellos y la dotó de un poder excepcional que los redujo a todos a sus pies.

La dotó de un poder que se quedaría con ella para siempre. Y para que todo el mundo recordara ese momento, el sol se ocultó por primera y última vez, y una eterna luna coronó nuestros cielos.

—Hija mía —le dijo el Creador, su voz resonante de orgullo y de cariño—, te has mantenido fiel a la promesa de antaño, has seguido mis preceptos con el honor y la valentía propios de una verdadera realeza. Desde ahora serás tú y tu estirpe quienes resguarden estos lindes, mi confianza y esperanzas residen en ti. Que tu descendencia sea magnificente y poderosa, que mantengan su promesa así como tú has perseverado en la tuya. Y nunca perecerán. Mi voz permanecerá con los tuyos siempre. Que sus corazones valgan cada uno de sus latidos y que cumplan mi voluntad hasta el fin de los tiempos.

—Cumpliré tu voluntad, Creador —repitió la ahora reina—. Y que mi corazón valga cada latido.

No me había dado cuenta en qué momento habíamos dejado de andar. Ambos nos quedamos en una suerte de silencio meditativo, aunque el de Lax era más un gesto casi de veneración.

—Esa es la consigna de la realeza —explicó luego de unos instantes—. Sólo ellos pueden ser reyes o reinas, príncipes o princesas, los descendientes de la primera reina. No es un título, es un compromiso, una promesa. Los que aceptan ser príncipes se comprometen a priorizar el bien de nuestro reino y nuestro mundo antes que el suyo propio. Implique lo que implique, un idzen de la Noche Eterna siempre prefiere morir antes que faltar a su palabra. Cualquier cosa antes que faltar a su palabra.

Aquellas aseveraciones se me antojaron algo fatalistas, pero entendía que para Lax y para su mundo en general, aquella figura revestía de respeto. Y, a decir verdad, ya antes había escuchado a Ovack soltar algunas opiniones que seguían la línea de lo que Lax estaba describiendo. Algo que me daba la idea de que él estaba comprometido con algo más grande que él mismo.

Siendo así, ya sabía cuál era mi siguiente pregunta.

—Entonces... ¿Qué hace un príncipe de la Noche Eterna en mi mundo?

Lax me miró, extrañado, como si en parte le causara gracia mi cuestionamiento.

—Pero ¿no es algo ya fácil de deducir?

No pude evitar parpadear algunas veces, confundida ante su respuesta. Pero luego de recapitular nuestra charla, ahogué una exhalación.

Y por fin, lo entendí todo.

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