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23. Su nombre

Parecía un despacho, uno amplio que estaba sumido en la oscuridad, salvo por un halo donde se concentraba una luz de una suerte de lámpara azulada. Era un lugar lleno de estanterías y libros, desde el piso hasta el alto techo, había un escritorio extraño hecho de un material negro, liso y reluciente, como vidrio. El eco de un tic tac lejano inundaba la sala, era el único sonido.

Entonces vislumbré un leve movimiento entre las sombras, una silueta que se acercaba, una familiar.

—No te asustes, no voy a hacerte daño.

—Qué gracioso, eso es lo que dicen todos los asesinos a sus víctimas en las películas.

Lax esbozó una pronunciada mueca ante mi comentario. Sus ropas blancas parecieron resplandecer al contacto con la luz de la lámpara, y de pronto, él se volvió el punto focal en aquella estancia de sutiles penumbras, como si lo enfocara un reflector, curiosamente aquel efecto le daba un aire algo angelical.

—¿Qué estoy haciendo aquí? —reclamé, aunque estaba empezando a caer en cuenta que un talante exigente tal vez no era lo más apropiado. Él era el amo del sueño. ¿Cómo era que estaba sucediendo esto? ¿Acaso Leo no me había dicho que él ya no sería un problema?

Sin embargo, la postura de Lax no era la misma de antes. En nuestros encuentros anteriores, siempre había imperado un ambiente de recelo. Había algo distinto.

—Quedamos en que no iba a perjudicarte... Y voy a mantener mi palabra —aclaró antes de que le hiciera esa pregunta—. Pero eso no significa que no pueda hablar contigo. Quisiera proponerte algo.

Me lanzó una mirada tentativa como si evaluara mi interés.

Sí, su apertura era definitivamente distinta, de alguna manera, eso hizo que me relajara un poco.

—¿Y qué si me niego? Ya antes intentaste engañarme.

—¿Puedes al menos escuchar lo que voy a decir? —repuso y como habló algo rápido, las palabras sonaron aún más raras en su acento extranjero siseante—. Si te mentí antes era porque quería saber si eras leal a esa empresa, no tenía otra alternativa... Y ahora, si te niegas a lo que te propongo, no volveré a invadir tus sueños.

Ya antes me había dado cuenta que Lax no era muy paciente, pero tenía que reconocerle que se estaba esforzando. Me pregunté entonces, qué era lo que se traía entre manos y qué podía tener yo que le podría interesar. Aquel destello de curiosidad brillaba en sus ojos verdes. Como no repliqué, él dio unos pasos alrededor de la estancia y continuó.

—En mi mundo, es de mala educación que alguien con mis habilidades invada los sueños de otra persona sin su consentimiento previo.

—Pero aun así, eso hiciste la primera vez y lo haces ahora —señalé al instante, Lax se encogió de hombros.

—No estaba siendo educado la primera vez —se defendió, aunque bajó la mirada—. Pero ahora, no hay forma de que te lo pueda preguntar si no es mediante sueños. Así que ésta es la propuesta. Quisiera que... —Paró un instante como si buscara la palabra adecuada en el diccionario de su cabeza. —... absolver... sí... que absolvieras mis dudas, quiero hacerte algunas preguntas... y claro, yo puedo absolver las tuyas, si eso deseas.

Nos miramos en silencio, mientras él seguía recorriendo distraídamente aquella extraña biblioteca. Fruncí el entrecejo sin pensar; él sabía que yo también tenía curiosidad. ¿Cómo lo había adivinado? Pero también ¿qué era lo que él quería saber?

—¿No es un truco?

—No —respondió, ofendido—. Le di mi palabra, jamás faltaría a algo que le he prometido a alguien como él.

Aquello me extrañó. Pero cuando estuve a punto de preguntarle a qué se refería con eso, él prosiguió.

—La siguiente oportunidad en que nos veamos, me darás tu respuesta. Si la respuesta es no, ya no volveré a molestarte —aseguró, infundiendo firmeza en su voz—. Tú decides.

Entonces, el sueño empezó a difuminarse como una vieja película que se quema en el proyector. De forma rápida e insonora.

—Lax —me apresuré a decir mientras su figura se sumía en las sombras—. ¿Cómo sé que no es un truco?

Él arrugó el ceño como si resintiera que pusiera en duda lo que había dicho antes. Y el eco de sus palabras se escuchó incluso después de que el sueño se hubo esfumado.

—Jamás faltaría a algo que acordé con un idzen.

Habían empezado unos días fatales, más para mí que para Ulina, Sétian y Aluz. Aunque ya no estaba segura si incluir a Aluz en esa lista.

Estábamos recuperando las horas perdidas por el día libre en Orbe, en mi caso, los días libres pues había pedido permiso para poder ir a esa ridícula fiesta, así que a cada día laboral normal debíamos agregarle un par de horas más, con lo que mis escasas pero precisas horas de sueño se habían visto reducidas.

Aparte del aumento inevitable de tiempo laboral, la rutina en mi división en Orbe volvió a una tediosa normalidad. O, mejor dicho, a una ficta normalidad, pues ahora sabía el secreto de Leo. Algo que Ulina, Sétian y Orbe ignoraban y que yo, aunque quisiera, no les podía revelar.

A las reducidas horas de sueño, tenía que sumarle que los exámenes de evaluación bimestral estaban por iniciar en mi escuela y además, estaba empezando un nuevo arco en las clases de creación. Según Leo, era un tema vital, y a decir verdad, sí me consumía vitalidad mental.

La creación de máquinas era algo interesante. Leo inició con una simple demostración. Simple para él, claro estaba. Luego de materializar de la nada una linterna, me pidió que hiciera lo mismo para demostrarme de forma práctica y fastidiosa que la suya funcionaba y la mía no porque la mía era una carcasa sin contenido. Era gracioso que lo primero que yo había creado que era un insecticida, en realidad no hubiera podido funcionar. Eso era considerado una máquina.

Aquella materia era en realidad una asignatura extensa y muy diversa entre los antiguos, según Leo. Existían estudios, teorías, facultades y eruditos que se centraban sólo en las complejidades que podían elaborar los creadores. Era, de nuevo según Leo, la manifestación más fina de habilidad que un creador podría exhibir.

—Vaya, suena importante —comenté con un bufido—. ¿Debo aprender esto? Hasta ahora ningún creador nos ha atacado con alguna de estas famosas máquinas.

Leo ignoró mi sarcasmo.

—El que te hayas encontrado con mediocres, no significa que todos lo sean —sentenció—. Ésta es una habilidad avanzada, si llegara el momento en que tuvieras que lidiar con un creador así, necesitas saber sobre esto, sino estás perdida.

Entonces, a pedido de él, estuve todo el día intentando crear bolígrafos y trampas para ratones, que eran máquinas sencillas y que estaban a mi altura.

Aunque dudaba que una trampa para ratón me sirviera en la próxima misión.

—Debes de tener en cuenta cada uno de los componentes del objeto —me repitió por tercera o cuarta vez cuando mis creaciones sólo resultaban en cosas inservibles—. Si no lo tomas en cuenta en tu cabeza, la creación estará incompleta y no funcionará.

Yo resoplé, frustrada y aquejada por inicios de una fuerte jaqueca. Ya no las tenía desde hacía un buen tiempo y no las extrañaba tampoco, pero aquel nuevo ejercicio me empezaba a acalambrar la mente, y Leo también estaba empezando a impacientarse.

Cuando por fin logré crear un bolígrafo funcional casi ya siendo la hora de terminar la clase, lo celebré desplomándome en el sillón y se lo lancé sin reparo para que lo atrapara al vuelo y lo comprobara él mismo.

—Mira, con ese puedes hacerme firmar más contratos —comenté, a lo que él me devolvió un gesto inescrutable y casi endurecido.

Esos días, tenía que admitir, nuestro trato se había enfriado un poco. En parte porque yo era más cortante de lo que hubiera querido cuando le respondía y también porque esporádicamente le lanzaba comentarios como aquel, salpicados con algo de resentimiento. Y en parte, porque a él no le gustaba esa nueva actitud. Obviamente.

Mientras esperaba que Leo programara un portal para que regresara a mi habitación, me dispuse a desaparecer la ruma de bolígrafos y trampas para ratones fallidos que estaban regados por el piso de la sala. Por el rabillo del ojo, reparé en que Leo extraía de forma mecánica su tableta negra, pero se detuvo un momento, como si lo reconsiderara.

—Aún estás molesta por eso ¿verdad? —inquirió de repente con un tono tranquilo. Aquella pregunta me sorprendió pero también me repelió de inmediato.

—Claro que no —mascullé—. Estoy fastidiada por el calentamiento global. Ese calentamiento ¿qué se ha creído?

—Si estás molesta, sólo dilo. Las indirectas sólo son artimañas confusas. —Su voz seguía siendo serena, pero el brillo en sus ojos estaba crispado.

—Supongo que eso es lo que hace una persona que es «algo rebelde» —cité usando el ademán de las comillas con los dedos.

Una línea muy delgada se dibujó en su frente y supongo que una más pronunciada se formó en la mía, y los dos sostuvimos nuestras miradas a través de la sala, por unos buenos segundos, como si un hilo fino se hubiera tejido entre nuestros ojos y estuviera tensado como una cuerda de guitarra. Estaba enojada con él, era cierto, pero aquel cruce de palabras no me estaba haciendo sentir mejor.

—Mejor me voy a mi casa —sugerí, terminando de limpiar los restos de mis creaciones. Pero Leo permaneció tieso, observándome, como si hubiera olvidado que él era quien tenía que hacer aparecer mi portal.

—Dala —dijo ni bien terminé mi labor—. Siéntate. —Estuve por espetarle una negativa cuando agregó: —Por favor.

Era posible que esa fuera la primera vez que le escuchaba decir esa frase, pero lejos de hacerle caso, sólo me pasmé. Él señaló el sillón con su palma para reafirmar su petición y de forma casi automática, accedí.

Leo tomó asiento también, en frente de mí y me observó brevemente, como si estuviera al borde de la indecisión. Me dio la impresión de que dudaba, pero esa impresión pasó, como si nunca hubiera ocurrido.

—Escucha, quisiera que comprendieras —inició, su voz firme y calma—. No puedo revelarte nada sobre mis planes en este mundo, pero hay algo que sí puedo decirte.

Entonces le dediqué toda mi atención, él también captó mi interés y se tomó unos momentos para elegir sus palabras.

—Hace varios años visité por primera vez el Mundo Distante. Vine por muchas razones, y entre ellas estaba que quería comprobar por mí mismo si las tantas cosas que había escuchado sobre este mundo eran verdad.

«Quería conocer las maravillas y falencias de este mundo, había aprendido varios de sus idiomas y había estudiado sus costumbres, pero aun así tuve algunas dificultades en mi camino. Cuando era joven, era muy ingenuo.

No puedo revelarte detalles o porqués, pero puedo decirte que en ese entonces fue que conocí a un niño que tenía casi la misma edad que yo y no le importó que yo no pudiera expresarme bien o que fuera un desconocido. Me ayudó sin saber quién era y así nos hicimos amigos. Él era muy paciente, de buenas intenciones, aunque algo torpe. Era ciego. Su nombre era Leo Vargo.

En mis siguientes venidas a este mundo, no dejé de visitarlo. Con el tiempo, él pudo darse cuenta que yo era alguien particular, no tengo claro hasta qué punto. Él no podía ver, después de todo. Y fue un error que lo siguiera frecuentando.

Orbe también tiene sus secretos. De alguna manera sospecharon que un antiguo viajaba a esa zona, debieron saberlo de alguna manera. Sino ¿cómo fue que apareció un portal a la Noche Eterna en ese pueblo abandonado?

Leo fue uno de los primeros que viajó al otro mundo sin quererlo. Como tú. Y eso selló su destino cuando Orbe lo encontró.

Por eso, quiero que comprendas la envergadura de la situación en la que nos encontramos. Si los medios son algo excesivos, es porque necesitan serlo. No se trata de un problema de confianza o de falta de amistad, es algo que va más allá de eso. Quiero que lo comprendas».

Sólo cuando dejó de hablar, me percaté de que había terminado su relato y que no agregaría más. Los dos guardamos silencio por un largo rato, pero eran silencios distintos, el mío era para asimilar lo que acababa de narrarme, el de él, era más un silencio contemplativo cargado con algo distinto. Tristeza.

Durante la narración, él había permanecido incólume, como siempre. Pero no del todo, sus ojos lucían más esclarecidos que de costumbre y a la vez, velados con una sombra de nostalgia.

Entendí que aquella había sido la verdadera razón por la que me había ayudado cuando llegué a Orbe. Había sido la misma situación que había atravesado durante su infancia.

—¿Qué fue lo que le pasó a tu amigo? —me aventuré a preguntar, pero ya sabía la respuesta, había estado presente entre líneas—. ¿Fue Orbe?

Él asintió escuetamente. Sus movimientos eran cortos y rígidos, me di cuenta que rememorar aquello no había sido fácil ni agradable. Pensé brevemente en ese niño que yo no conocí y me pregunté si acaso ellos no se hubieran conocido, él no me hubiera ayudado.

—Si su nombre era Leo, entonces... ¿Cuál es el tuyo?

Supe que me había excedido en preguntar aquello cuando él demoró en responder y vaciló de forma visible, se le cayó la mirada al regazo, pero, finalmente, posó sus ojos en mí.

—Mi nombre... —Sus ojos refulgieron de una manera inefable, como los de alguien que desentierra un tesoro que había abandonado hacía tiempo. — Mi nombre es Ovack.

—Ovack —repetí inevitablemente, sólo por el hecho de querer decirlo.

Esa sola palabra hizo que se evaporara toda la desazón de esos días de manera instantánea. No podía decir porqué. Pero me di cuenta que aquel era un momento especial, y eso hizo que me asaltara una extraña punzada en el pecho. Y aunque fue liviana y sencilla, me asustó.

—Gracias por contarme esto, Ovack.

Y ante esto, Leo... no, Ovack, me respondió con una diminuta sonrisa.

Cuando regresé a mi habitación después de terminar las extensas horas en Orbe ese día, no tenía más fuerza ni voluntad para hacer nada más que dormir. Así que me desparramé en mi cama, aún pensando en lo que había acontecido ese día. Y en la ironía.

Ovack.

Ovack había compartido aquella experiencia sólo para que comprendiera que tenía que mantenerme al margen de ese asunto. Pero había logrado el efecto contrario. Y casi me sentí mal por eso.

Casi.

—He pensado en tu propuesta, y me interesa —declaré sin aspavientos.

Nuevamente, nos encontrábamos en ese despacho anguloso y sobrio, pero había más puntos de luz que iluminaban la habitación. Como si fuera de día. Esta vez, Lax estaba sentado en ese escritorio negro. Ni siquiera lo había saludado así que mis palabras lo tomaron desprevenido.

Primero me miró, extrañado y luego, como si recién entendiera lo que dije, esbozó una sonrisa satisfecha. De hecho, era la primera vez que lo veía sonreír.

—Siendo sincero, no creí que aceptarías —confesó y no disimuló su alivio. Era evidente que no estaba a la defensiva, pero aunque lo hubiera estado, igual hubiera accedido a lo que planteaba.

—Entonces... quisiera saber algo —atajé de inmediato, él me invitó a tomar asiento en la silla de en frente. Aquella disposición hacía parecer que estábamos en medio de una entrevista de trabajo.

—Claro, pregunta —accedió con un asentimiento y con un ávido interés—. Recuerda que luego, me tocará a mí preguntar.

La verdad fuera dicha, había miles de cosas que me hubiera gustado preguntar. Si hubiera sido posible condensar mil preguntas en una, lo hubiera hecho. Pero antes que nada, quería saber qué era eso. Ya habían sido dos ocasiones en las que había escuchado esa palabra, primero lo había dicho Aluz y luego Lax.

—¿Cuál es la traducción de idzen? —inquirí, y como si se hubiese tratado de un juego de ajedrez, en el semblante de Lax se formó una sonrisa ladeada como si yo hubiera realizado una jugada estúpida o hubiera esperado otro movimiento.

—¿Idzen?¿Esa es tu primera pregunta? —cuestionó en un tono casi burlón, pero al notar mi mueca, se apresuró a responder—. Es... es complicado. En nuestro mundo tiene un significado especial, pero creo que en el Mundo Distante hay un término que se le acerca bastante, aunque no lo define del todo. ¿Cuál es la palabra? —murmuró lo último para sí mismo y luego meditó un poco—. En tu mundo creo que usan algo aquí —dijo haciendo una mímica con las manos, como si se colocara un sombrero en forma de aro sobre la cabeza—. Idzen es el hijo de quien usa eso.

—¿El hijo...? —farfullé sin contener mi alarma—. ¿El hijo de un rey? ¿Un príncipe?

—¡Sí, eso! —convino Lax agitando su índice en el aire—. Príncipe, esa es la palabra.

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