Fiesta de cumpleaños
24 de agosto de 1997
Susana ha quedado con Raquel para ir a casa de Pere, su novio. La tendrá libre todo el fin de semana y ni a él ni a su hermano mayor les importa celebrar la fiesta allí, asegura Raquel. Susana quiere llegar pronto para irse pronto. No sabe cómo construir una mentira en la que se queda a dormir fuera. En los pueblos todo se acaba sabiendo, se dice, cuando se planta delante de la casa de Juan, sola, porque Raquel la ha dejado tirada en el último momento. Llama al timbre y abre el hermano de Pere, que se llama Juan, a quien Susana conoce más de oído que de vista, porque se mueven por círculos distintos. Sería guapo si no fuera por esa barba mal afeitada que le llega hasta el pecho y por todos esos pelos en las piernas. Sonríe mucho, aunque es una sonrisa ida, cansada, como si se acabara de fumar un porro.
—Hola, buenas —saluda Susana.
—Llegas pronto...
Susana hubiera preferido un feliz cumpleaños. Juan la mira de arriba abajo, analizándola, y Susana desearía no haberse arreglado tanto, con unos shorts de cintura alta, una camiseta de tirantes y una gargantilla.
—Perdona, ¿puedo? —pregunta, por devolverlo a la realidad.
—Ah... claro, claro...
Juan se aparta para dejarla pasar. Son las seis de la tarde y todavía no hay nadie, solo un par de tíos repantigados en el sofá, fumando. En el televisor dan un anuncio de Phoskitos y todo el salón apesta a marihuana. Encima de la mesa hay dos Xibecas vacías.
Tendrán unos diez años más que Susana y la miran como si fuera un trozo de carne. Ríen susurrándose algo. Uno de ellos coge una Xibeca del suelo y la levanta para ofrecérsela. Susana se sienta en una silla alejada.
—Tú eres amiga de Raquel, ¿no? —pregunta uno de ellos, arrastrando las palabras—. Ven, hay sitio aquí con nosotros.
Los mira de reojo y hasta se plantea hacerles caso. Son del pueblo, los conoce, no puede pasar nada. Pero se queda paralizada en la silla con los ojos en los anuncios. Le da miedo moverse del sitio y que le digan algo.
—¿Qué pasa, guapa? —insiste el otro—. Venga, no seas tímida.
Susana se levanta y se va. Antes de salir, le dice a Juan que volverá más tarde, cuando estén sus amigas. También mira a los otros dos y abre la boca para despedirse. Lo piensa mejor y vuelve a cerrarla; no vale la pena ser educada con todos.
Sale a pasear entre verjas, muros de setos y parkings individuales. Las calles estrechas y un sinfín de árboles la protegen del sol abrasador. De vez en cuando se cruza con alguien que la felicita. Piensa en ir al bosque porque es patético vagar sola el día de su cumpleaños. No lo hace, allí se aburriría más. Pasa cerca de la ludoteca, siempre vacía entre las once y las ocho, y entra en la biblioteca colindante, vacía a todas horas. Hojea los libros sin mucho interés. En la sección de material académico encuentra uno de geografía que tiene fotografías de los sitios más emblemáticos del mundo. Son preciosas. Ocupa una mesa de estudio e imagina cómo sería vivir en esos países exóticos. Cuando lo piensa, se da cuenta de que es un poco triste que esté soñando con esas cosas precisamente el día de su cumpleaños.
Cierra el libro y sale a la calle.
Decide visitar a Bea, que sigue castigada, y así de paso también ve a Carlos, aunque duda que esté en casa.
Como siempre, encuentra a Beatriz en el saloncito de la planta inferior. Allí vive ella y su hermano, es casi como una casa para ellos solos. Además del pequeño salón, el piso de abajo tiene tres habitaciones y un diminuto lavabo con ducha. Solo les falta la cocina, lo que no es importante, porque desde el recibidor se puede acceder al garaje, equipado con una nevera vieja, un congelador enorme que parece para guardar cadáveres y un microondas. Una vez que se enfadó con sus padres, Beatriz estuvo una semana entera sin verlos. Ahora parece estar en una situación parecida: tiene bolsas de patatas, una botella de refresco de un litro y una fiambrera con restos de comida. Beatriz la felicita sin mucho entusiasmo y le pregunta si quiere jugar. Ha instalado la Sega Megadrive de su hermano en una tele enorme, más grande que la que tiene Susana en el salón principal. Beatriz vive mejor que ella hasta cuando está castigada.
Hacen unas partidas a un multijugador cooperativo de Mickey Mouse. Si pierden, siempre es por culpa de Susana. Beatriz se queja todo el rato de lo mala que es. Terminan enfadándose y Susana descubre que está irritable porque no podrá ir a la fiesta de esta noche. Le pide disculpas, vuelve a felicitarla y le da un abrazo. Somos amigas, le dice, lo siento.
—Ya lo sé, tía, tranquila —responde, masajeándole la espalda—. ¿Quieres que me quede aquí contigo?
—No, ni hablar. Tú tienes que ir a la fiesta.
—Creo que ni siquiera es para mí —confiesa—. ¿Sabes si Carlos irá?
—Pues no sé, luego cuando venga se lo pregunto.
—¿Dónde está?
—Últimamente te interesas mucho por él —dice, con una sonrisa, al tiempo que le da un codazo acusador—. ¿Cómo os fue en la feria?
—Ah, bien, bien...
—¿Cuánto de bien? —insiste, levantando una ceja, con la misma sonrisa traviesa que tiene su hermano.
—Muy bien, sobre todo porque lo pagó todo.
—Serás puta —grita, riendo—. Le pusiste ojitos, ¿verdad? Mírame, soy mona, ¿no te doy pena? —dice, con la mala imitación de Susana.
—¡No fue así, te lo juro!
Siguen riendo mientras se tiran patatas fritas. Luego se arman con cojines, rodean la mesa con una mueca malintencionada y pasan al ataque entre chillidos infantiles. Susana cae en el sofá al tercer cojinazo. No para de reír hecha un ovillo. Beatriz no le da tregua.
—¡Para, para! —suplica, hipando de la risa.
Después hablan de chicos y de cosas sin importancia. Susana se alegra de que Beatriz no hiciera nada con Jorge la noche que se coló en la piscina. Se enrollaron solamente, según le cuenta ahora. Susana le dice que de todos modos no lo conocía. Le gusta hablar de esto con ella porque también es virgen y no la presiona.
Cuando se dan cuenta, ya son pasadas las siete.
—Tendrías que irte ya, tía —le recuerda Beatriz.
—La verdad es que no tengo muchas ganas. Tú no vendrás y Raquel estará todo el rato con su novio.
—Tú tranquila, que cuando venga mi hermano de trabajar le diré que convenza a mis padres para que me dejen ir. A él siempre lo escuchan.
—Ah, ¿está trabajando? —pregunta—. ¿Cuándo tiene vacaciones?
—Las cogió en julio, creo. ¿Por?
—Por nada, por nada.
Susana tiene que tragarse el malestar. Todo lo que pasó en la playa y en la feria no significa una mierda, no debe de gustarle tanto si no la avisó para quedar cuando tuvo la oportunidad de hacerlo. Seguramente estaba ocupado viviendo su interesante vida lejos de chicas como ella.
Beatriz insiste en que se lleve una bolsa de Cheetos Pelotazos y otra de Drakis de la Matutano, de esas que cuestan 25 pesetas, además de media botella de vodka que tiene en la nevera del garaje. Por no ir tan cargada, Susana dice que la mezclará con cualquier cosa que encuentre en la fiesta.
Sale de vuelta hacia casa de Pere con la esperanza de no toparse de nuevo con esos colgados. Ya antes de entrar escucha música. Juan la saluda y le dice que sus amigas están en el salón (que lo diga en plural le hace saber que no tiene ni idea de quiénes son sus amigas). Allí encuentra a Raquel, sentada en la rodilla de Pere, con un brazo rodeándole el cuello y la oreja pegada a sus labios. En ese mismo sofá hay gente que Susana no conoce.
De hecho, la casa ha empezado a llenarse y la mayoría no estaría allí si la fiesta la hubiera organizado ella. Raquel se está riendo de las cosas que se susurran. Pere la atrae hacia sí y le come la boca. Si no estuviera tan borracha, Raquel no se daría el lote con su novio delante de todos esos chicos mayores. Ha bebido hasta el punto de no enterarse de que Susana está a menos de dos metros. Y solo son las ocho de la tarde: por los ventanales del patio entra mucha luz. En el fondo, Susana siente más pena que envidia.
Se acerca a ellos porque si no es como si los estuviera espiando.
—Hola.
—¡Holaaaa! —grita Raquel, como una cuba—. ¿Cómo está mi cumpleañera favorita? ¡Venga, tía, siéntate!
La agarra por el brazo y la tira al sofá, encima de desconocidos que la apartan o se apartan. Uno de ellos insulta a Raquel y otro le grita que tenga cuidado con la bebida. Susana se encaja en medio del grupo.
—Qué guapa te has puesto, ¿no? —le dice al oído, levantando la voz para hacerse oír con la música—. ¿A quién quieres impresionar, pillina?
Le apesta el aliento a ron. Susana se aparta, porque Raquel intenta abrazarla, y está toda sudada y se le va a caer encima. Huele a sexo.
—¡Felicidades, tíaaa! —Sigue gritando mientras llena un vaso con un líquido transparente que huele a aguarrás—. Venga, al pecho y pa' dentro.
Como si acabara de beber gasolina, igual. Arde en los pulmones, raspa en la garganta y sube por encima de la lengua, como si estuviera vivo y quisiera escapar por la nariz. Susana tose con ganas de vomitar.
—¿Qué coño es eso, tía? —se queja casi sin voz.
Raquel ríe trepando al cuerpo de su novio. Susana puede ver la mano de Pere magreando la cara interior del muslo, cerca de la entrepierna. Los dos están cachondos. Para no ver cómo se meten mano, busca rostros conocidos.
Ha visto a los amigos colgados de Juan y ellos la han visto a ella. Finge que no se ha dado cuenta de que están ahí, aunque es casi imposible. La señalan con la mano que sujeta la cerveza. Aún sin escucharlos, por cómo sonríen, Susana sabe lo que se están diciendo.
—Mírala —seguro que dice uno—, va vestida como una puta.
—Sí, está desesperada —ha de responder el otro.
Intenta acomodarse entre cuerpos sudados. El sofá es de cuero; con el calor se le pega a los brazos y en la espalda. A su derecha hay un chico que fuma maría. Las hebras flotan de color azul grisáceo delante de las botellas de la mesa. Susana saca el vodka de la mochila y lo añade a la colección.
El chico que fuma le ofrece el porro para que le dé una calada.
Lo rechaza y se levanta para dar una vuelta, porque Raquel y su novio se tienen tantas ganas que parece que van a follar ahí mismo. Cuando se aleja, su amiga la llama riendo. Ni siquiera tiene sentido lo que dice.
La música está a tope y suenan canciones de todo tipo, desde The Prodigy hasta Zombie, de The Cranberries. El bajo trepa por los pies y vibra tras las costillas. Su pecho es una caja de resonancia. Le sube la angustia como una bola de carne hasta la base del cuello, entre las clavículas. La saliva se le acumula en la boca. Si traga, sacará hasta los pulmones. Cuando camina, el corazón se balancea como descolgado del sitio.
Corre al baño y vomita en el retrete. Ni siquiera se da cuenta de que dentro hay un tío lavándose las manos. La pota se mezcla con el agua amarilla del fondo de la taza. El muy guarro no ha tirado de la cadena.
—¿Estás bien? —pregunta.
Susana asiente con la cabeza, tose, tiene arcadas. El chaval se inclina junto a ella para apartarle el cabello. Da asco ver los grumos que se deslizan por la cerámica. Y es todavía peor lo mal que huele el vómito con el meado.
—¿Qué? ¿Mejor? —la anima con voz suave.
Susana escupe un par de veces, son babas densas que cuelgan desde el labio inferior hasta la taza. Nota presión en las sienes. El malestar empieza a remitir y entonces reconoce la voz que tiene a su lado, la de Carlos.
—Te has pasado bebiendo, ¿no? —dice—. Es lo normal, no te rayes. A todos nos pasa la primera vez.
La ayuda a levantarse y la acompaña hasta el lavamanos. Susana se enjuaga la cara con agua. Carlos todavía le sujeta el cabello. En el espejo apenas se reconoce a sí misma, está hecha un desastre. Qué vergüenza. Toma aire y el pecho le tiembla al soltarlo. Va a llorar.
—Necesito que me dé el fresco —le dice.
—Claro, te acompaño.
—Voy yo sola.
—¿Segura? —pregunta—. No me impor...
—Que voy sola, joder —espeta.
Sale del baño y Raquel corre a saludarla. Su novio sigue en el sofá, bebiendo. Carlos se ha apartado para despedirse, porque por lo visto tiene que acompañarla diga lo que diga ella.
—Qué mala cara haces, tía —chilla Raquel—. ¿Qué ha pasado ahí dentro?
Susana mira hacia el pasillo, donde Carlos ha sido acorralado por Martina, una chavala de último curso que tiene fama de ser una puta. No hace demasiados esfuerzos por quitársela de encima. Luego se encara con Raquel y le dice que no se encuentra muy bien. Ella responde que no puede irse, que es su fiesta. A Susana le gustaría creérselo.
—Mira, tía, ven un segundo, porfa —insiste—. Te he traído un regalo.
La arrastra a través de cuerpos que se contonean. Todo está borroso y los rostros conocidos pierden su forma. Juntas, se abren paso hasta una de las habitaciones. Allí están todas las mochilas encima de la cama. Raquel saca un condón dentro de su envoltorio y se lo entrega.
—Más te vale que lo uses. —Aunque sonríe, casi suena como una amenaza—. Solo tengo uno y te lo estoy dando. Ya sabes lo que eso significa. Me quedo sin follar para que lo hagas tú.
Susana quiere responder que prefiere un regalo de verdad. Son amigas desde que iban a parvulario y no se ha molestado en comprarle nada. Si no lo rechaza es por no discutir con Raquel, que la mira como si le estuviera haciendo el mayor favor del mundo. Al final se lo guarda en el bolsillo.
Vuelven al salón, deja las bolsas de patatas y el vodka encima de la mesa, y se va. No encuentra a Carlos. Ni siquiera sabe por qué lo busca, le ha dicho que necesitaba salir sola. Puede que se esté liando con Martina. Le da igual.
Una vez en la calle, con la música amortiguada detrás de la puerta, por fin puede llorar. Agarra la correa de la mochila como si fuera una cuerda de la que pende su vida y se pone a andar hacia su casa. La fiesta no es para ella.
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