Escribiendo un deseo con boli Bic
23 de junio de 1997
Durante todo el trayecto se han escuchado petardos. Es de noche, y desde la ventanilla de la derecha se ve el mar oscuro chispeando de color blanco a la luz de la luna.
Carlos no es muy bueno conduciendo. La única que se lo echa en cara es su hermana pequeña, Beatriz, sentada a su lado. Hace poco que se ha sacado el carnet y aún no se ha acostumbrado al Opel Corsa de su padre, se defiende Carlos. Raquel le quita importancia. Tanto ella como Susana se ríen, ambas en los asientos de atrás.
—Ignórala. Lo haces súper bien, Carlos —lo anima Susana.
Para Susana eso es cierto. Bueno, no del todo. En realidad no tiene nada de cierto. Debe de parecérselo porque ha bebido, está más o menos contenta. Y Carlos es mono. Además, ha sido el único que se ha ofrecido a llevarlas.
—Gracias, tía —responde, sacándose el cigarrillo de la boca—. A ver si aprendes, Beatriz, que solo te falta ser también la más borde.
—¿Qué quieres decir con "también", gilipollas?
—Que ya eres la más fea del grupo.
Raquel se parte de risa de una forma escandalosa. Susana sonríe porque indirectamente la ha llamado guapa. Menuda tontería, no debería importarle lo que Carlos piense de ella. Ni siquiera sabe si le gusta.
Cruzan una mirada en el retrovisor y en seguida la aparta. Es tímida, o eso le han dicho muchas veces sus amigas. También le han dicho que a ver cuándo se busca un novio. Susana siempre ha pensado que un novio no se busca, se encuentra. A eso siempre le responden que no va a encontrarlo si se queda esperando sentada.
Quizá por eso se ha animado a ir con ellas a una recóndita cala rocosa la noche de San Juan. No es que esté buscando un novio, no, es solo que se ha cansado de estar en casa como sus padres esperan de ella. Y por eso está bebiendo, porque sus padres no quieren que sea como las otras chicas.
Pero Susana les ha dicho mil veces que quiere ser como las otras chicas. Necesita intentarlo, al menos. Y, en cualquier caso, tampoco necesita ser idéntica a ellas. O sea, muchos saben lo que empiezan a hacer algunas de las chicas de su clase. Raquel dice que ya ha probado cosas con su novio, por ejemplo.
Lo que pasa es que a Susana le da tanta envidia como miedo. O rechazo, no sabe cómo llamarlo. Tampoco es como esas que la llamarían puta. En fin, es su novio, y tienen quince años. No es tan raro, ¿no?
En el fondo, todo es porque Susana no sabe si está preparada para tener un novio. O una novia. ¿Lo haría solo por fastidiar a sus padres? Y tiene otras cosas buenas: con una novia no dolería tanto. Raquel le dijo que la primera vez fue horriblemente dolorosa.
Quizá es eso lo que le da miedo. Para colmo es clitoriana, como suele decir Beatriz en broma. Así que, ¿cómo va a entrar su novio si aún no se ha atrevido con un dedo?
Bah, más tonterías, piensa. Vaya, salir con alguien no la obliga a nada, ni siquiera aunque ella también quiera.
—Pásame la Fanta —le pide a Beatriz, estirándose hacia adelante.
Toma un trago de limonada con vodka. Aprieta los párpados con cara de asco, porque la verdad es que odia el vodka. Se arrepiente de haber cedido en esto. Es barato y la pillas en seguida, vale. Venga, Susana, otro trago, se dice.
Dada la situación no debería estar pensando en cuántos dedos le caben, sobre todo ahora, que Carlos la está mirando. Cualquiera se daría cuenta de que lo hace muy a menudo. ¿Se habrá fijado en ella? Según Raquel, eso es justo lo que está pasando desde hace seis meses. A veces es molesta porque no para de lanzar indirectas al respecto.
Esa es otra teoría: puede que a Susana no le guste Carlos. Al fin y al cabo, hace años que lo conoce y nunca lo ha visto de ese modo, o por lo menos no tanto. Lo más seguro es que todo se deba a que Raquel le ha comido la cabeza con sus fantasías. Y la última opción es que se haya fijado en él porque sus padres dicen que no es buena compañía.
De pronto las ruedas arañan la gravilla al borde de la carretera. Carlos ha detenido el Opel Corsa en el arcén. Deja los intermitentes puestos mientras caminan hacia la cala. En el horizonte brilla un mar de colores con el reflejo de los primeros fuegos artificiales.
Antes de llegar se topan con una moto deportiva aparcada. Ya deben de haber llegado Xavi y Mónica, su novia. Susana apenas los conoce, son más amigos de Beatriz que suyos. Viven en Barcelona capital y solo los ve de vez en cuando. No tiene ni idea de cómo los conoció Beatriz. Puede que lo pregunte esta noche, si surge el momento.
—¡Ey, aquí! —avisa Xavi, levantando una lata de cerveza.
Nunca se acostumbra a lo bajito que es, incluso más que ella. No aparenta los veinte años que se supone que tiene, casi podría colar por uno de los repetidores de su clase. A su lado está Mónica con su aspecto milimétricamente desgarbado de siempre.
—¿Qué pasa?
—¿Cómo está nuestro sitio? —dice Bea a modo de saludo.
—Pues hay unos críos —responde Mónica, gorroneándole un cigarrillo a Carlos.
—Habrán pensado lo mismo que nosotros, supongo.
—¿Les habéis dicho que se piren? —pregunta Carlos.
—Qué va, tío. No mola —critica Xavi.
—A ver, esperar aquí, ¿vale? Ahora vengo.
Carlos abandona el grupo en dirección al coche. Beatriz habla con Mónica como si la conociera de toda la vida, que no es el caso. Así se entera Susana de que a Mónica le ocurre al contrario que a Xavi: tiene dieciséis pero aparenta veinte. A lo mejor es porque se ha criado en la capital. Vaya, que tiene más estilo que las tres juntas.
Raquel y Xavi han congeniado en seguida y charlan sentados en bolardos de hormigón. Susana está de pie cerca de ellos. No sabe si debería quedarse ahí plantada o sentarse en el pivote a la derecha de Xavi. O, mejor, a la izquierda de ella, ya que a Raquel la conoce. Lo que pasa es que puede que Xavi entienda el gesto como que le rehúye. Y no es eso. Xavi parece un buen tío. Bueno, qué más da, igualmente tampoco sabría qué decir. ¿Acaso importa quedarse en silencio de pie o sentada?
Ambos le dirigen una sonrisa, como si esperaran algo. Susana les sonríe de vuelta. No se ha enterado de qué va la cosa. Mierda, piensa, ahí va otra razón por la que no tiene muchos amigos. Y después se quejará de que la marginan cuando en realidad es ella la rarita.
En fin, casi mejor que no diga nada.
Carlos reaparece, salvándola de quedar como más inadaptada de lo que ya es. Desde esa distancia se ve poco más que el extremo incandescente del cigarrillo como un puntito de luz, y sin embargo está segura de que la está mirando a ella, y solo a ella, cuando dice:
—¿Bueno, a ver, vamos a nuestra playa o qué?
Mónica encabeza el descenso por un sendero abierto por el paso del agua. Abajo, en la pequeña porción de arena, hay un grupo de chicos que, calcula Susana, tendrán doce años, o trece a lo sumo. Han encendido una hoguera y hasta hace nada miraban hacia el cielo, donde parpadean los últimos puntitos de una explosión blanca. Uno de ellos ha prendido una bengala en el fuego y traza dibujos en el aire.
—¿Qué pasa, chaval? ¿Escribiendo tu nombre? —pregunta Carlos tan solo llegar hasta ellos—. ¿Sabéis que está prohibido encender un fuego sin permiso del ayuntamiento?
—Hola —responde uno de ellos, tímido—. No lo sabíamos.
—Tranqui, te guardo el secreto si nos dejas el sitio.
Los niños se miran unos a otros sin saber qué hacer. Ahora, de cerca, a Susana le da la sensación de que no tienen ni doce.
Carlos se sienta cerrando el círculo. Hurga en las brasas con un palo para avivar el fuego.
—Una hoguera cojonuda —dice, apagando el cigarrillo en la arena—. ¿Quién la ha hecho?
—Yo —responde otro, casi sin voz.
—Te ha salido de puta madre, chaval. ¿Eres un Boy Scout de esos?
—No, la verdad que no...
A Susana le parece que no hacía falta responder la pregunta. No sabe cómo tomarse la situación. En el fondo le hace gracia, supone. Así que sonríe como los demás. Por eso, o porque ha bebido y ve que los demás sonríen.
—¿Te cuento un secreto? —le pregunta Carlos al niño que tiene al lado.
El niño no responde, solo mira a sus amigos. No hay motivos para asustarse: es Carlos, un capullo, sí, pero inofensivo.
Carlos pone una mano en el hombro del niño con gesto fraternal y lo atrae hacia sí. Al principio el niño desconfía, pero le puede la curiosidad y termina por poner la oreja. Y entonces Carlos le suelta tal eructo que sorprende que el cerebro no salga volando por el otro lado.
Raquel ya no puede aguantarse y suelta una carcajada como aquella que provocó que les vetaran el paso a la biblioteca del pueblo. Beatriz está a su lado agarrándose la tripa. Ay, dice, que me hago pis. La camiseta de tirantes de Xavi se ha mojado al atragantarse con la cerveza, y por una vez parece que Mónica sonríe de verdad. Incluso uno de los niños, el más cabrón, seguro, se les ha unido.
A Susana le hace gracia. Muchísima, de hecho, y nota que le caen las lágrimas. Xavi tiene voz de pito cuando grita:
—¡Que se mea, que se mea!
—Ay, que me da algo.
Beatriz ha caído de culo y tiembla sin parar de reír. Debían de tener razón con lo del Vodka, se dice, la pillas en seguida. Agarra la botella de Fanta que alguien ha clavado en la arena. Al levantarse todo le da vueltas.
—Uh...
Tropieza con las chanclas y se va encima de Carlos. Algo deliberado, quizá, elección de la Susana borracha, porque a la sobria le falta valor. Tiene la cabeza apoyada en la nuca de él. Agarrada a sus duros hombros, sonríe suspirando un perdón. Huele bien, a perfume.
—¡Disimula un poco, tía! —dice una de sus amigas, riendo.
—¿Estás bien? —le pregunta Carlos.
Susana no responde. El corazón le late muy rápido, aprieta los dedos en la espalda musculosa. ¿Quería esto cuando dijo que se apuntaba al plan? Intenta incorporarse, mareada.
—Ven, ponte aquí.
Carlos la agarra y la obliga a sentarse a su lado. Solo que no la obliga, porque ella quiere. Nota su brazo rodeándole la cintura y la atrae hacia su cuerpo. Le gustaría apoyar la cabeza en el hombro de él. Lo haría si estuvieran solos. O, bueno, bastaría con que no estuvieran ellas. Puta Bea, ¿por qué tiene que ser su hermana? Y joder, ¿por qué Raquel tiene que bromear siempre?
Hunde los pies en la arena cálida.
Susana puede conformarse con lo que tiene. Qué remedio, ¿no?
Los niños siguen ahí sentados, su presencia le molesta hasta el punto de darle rabia. O puede que esté enfadada por otras razones.
—Ojalá se fueran —le susurra al oído.
De tan cerca, a la luz anaranjada de la hoguera, puede ver cómo se le eriza la piel del cuello. La agarra fuerte por la mano, como diciendo, tranquila, yo me encargo. A Susana eso le gusta. Le excita, incluso.
—Eh, chavales, largo —suelta Carlos de pronto—. En serio, fuera.
No tardan mucho en obedecer. Normal, es difícil no hacerlo cuando se pone serio. Carlos es guapo, pero de un guapo peligroso. Tiene el cabello revuelto y perilla. Una de sus espesas cejas está cortada por un extremo con lo que parece una cicatriz muy delgada. Incluso con la camiseta puesta se le nota en buena forma.
—Más vale que no me rayen la moto por tu culpa —le advierte Xavi en cuanto se han ido—. Menudo cabrón eres, Carlos.
—Sí, tío, pobres críos —concuerda Mónica—. Pero bueno, a lo hecho pecho.
—A lo hecho, teta —bromea Xavi, sentándose junto a ella.
Raquel y Beatriz no dicen nada, seguramente porque se sienten incómodas después de lo que ha pasado. Susana piensa que es raro que siga tan cerca de Carlos ahora que hay más sitio. Estoy bien, piensa, suéltame. Le da cosa decirlo porque en el fondo no quiere separarse.
—¿Qué bebes? ¿Me dejas probar?
Con esa excusa, se aparta de él para acercarse a Mónica. Nada más hacerlo ya lo echa de menos. Intenta pensar en otra cosa.
—¡Eh, mirad!
En el cielo explota un gigantesco y luminoso diente de león, con líneas verdes que llueven como estrellas fugaces hasta desaparecer tras la línea rocosa de los peñascos. Las aguas oscuras reverberan con el reflejo deforme de los colores.
—Guau...
—Es precioso, tíos —articula Xavi, medio pasmado medio bebido.
El espectáculo de fuegos artificiales los deja sin habla. Pasan unos instantes así, sin mayor intervención que un "mira, mira". Al cabo de un par de minutos solo se escuchan petardos a lo lejos.
—Jo, ¿ya han parado? —pregunta Beatriz.
—Estarán preparando los siguientes, digo yo —dice Mónica con voz pastosa, medio ignorando los besos que Xavi le da en el cuello.
—¿Vamos a buscar un sitio mejor para verlos?
A nadie le pasa inadvertido que Xavi se lo pregunta solo a ella. No hace falta ser muy listos para saber que quiere algo de intimidad. Ni siquiera espera a que responda. Con torpeza, se pone en pie. Mónica se agarra a sus pantalones para levantarse. Madre mía, piensa Susana, y eso que no parecían tan borrachos.
—Vamos a buscar un sitio mejor por aquí para verlos, ¿vale? —repite ella, como si de verdad se pensara que alguien se lo ha creído.
Los dos se van de la mano, riendo. Xavi la achucha por la cintura, lo que desde atrás se ve ridículo porque es mucho más bajito que ella. Mónica da saltitos, como si bailara, pateando arena.
—Vaya par...
No pasan ni cuarenta segundos cuando estalla un cohete, abriéndose como una enorme seta dorada. Y el siguiente parece una galaxia con varios anillos concéntricos: azul, blanco, azul, blanco. Y detrás de ellos se expande una esfera de cobre moteada de plata que triplica en tamaño al resto de explosiones.
—Me da que no habrán tenido tiempo de llegar a ese sitio, ¿no?
—Qué tonta, ¿es que no sabes que solo querían dar un paseo por la playa? —responde Beatriz.
—Claro, claro. ¡Me encanta esta playa... ah! Oh... sí... es preciosa, ¡preciosa... ah!
Raquel abre las piernas y echa la cabeza hacia atrás, fingiendo gemidos. Mueve las caderas mientras jadea. Carlos tiene media sonrisa incómoda, mira hacia otro lado.
—¡Cómo se te nota la práctica, eh, zorra! —exclama su hermana, riendo.
—Qué mala es la envidia, perra —se defiende Raquel—. ¿Y si hacemos un concurso de gemidos? —pregunta riéndose, y arrastra el trasero hasta dejar surcos en la arena.
—Ya es bastante incómodo beber con tu hermano, loca.
—¡Oye, que yo ni quería venir, eh! —replica Carlos.
—¿Y perderte esto? —pregunta Raquel, tumbada, levantando un poco las caderas mientras se muerde el labio, como si estuviera cachonda de verdad—. Uf... joder... sí... ah... ah...
Gime de una forma súper realista. Carlos se ve inquieto, como si no terminara de saber cómo va eso de quedarse sentado. ¿La tendría dura? Susana empieza a notarse rara, como en una nube de calor que la arrastra lejos de allí.
—Venga... —insiste con un suspiro, metida de lleno en el papel—. Uf... joder, Carlos... fóllame... ¡Ah, ah!
—Tienes las hormonas locas, eh.
—¿Estás palote? —pregunta Raquel, incorporándose, con una sonrisa de victoria dibujada en la cara—. Qué susceptible eres, tío.
—Cállate, anda.
—¡Venga, Susana, gime! ¡A ver si se corre encima!
—Se te va la olla, tía —responde Carlos.
—Por eso has venido, ¿a que sí? ¡Que nos hemos dado cuentaaaa!
Susana se mira los dedos de los pies hundidos en la arena. Madre mía, se muere de vergüenza. Carlos resopla indignado, como diciendo, ¿dónde vas, por qué me iba a fijar yo en una niñata como ella? Claro, es normal, Susana no se lo reprocha. Ella no es como Mónica. A nadie le parece raro que Mónica esté con Xavi. Susana, en cambio, no aparenta ni los quince años que tiene: es una de las más bajitas de clase. Y una de las más planas. Carlos tiene veintiuno, ¿no? Pues eso.
—Además, Susana no es como tú.
Lo que Carlos no sabe es que a Susana le gustaría ser como ella. O como cualquier otra, en realidad. Le basta con dejar de ser Susana aunque solo sea por una noche.
—¿Y por qué no? —le espeta, mirándolo a los ojos.
Esta vez es Carlos quien aparta la mirada. Durante un rato se queda con la vista perdida hacia la noche, como esperando a que otra ráfaga de fuegos artificiales lo saque del apuro. Sacude la cabeza.
—Para empezar, eres más mona.
Una sola palabra basta para que el mundo de Susana se desmorone. ¿Mona? O sea, ¿guapa? Nunca se lo ha dicho ningún chico, y mucho menos uno como Carlos. Susana se atrapa las rodillas, las atrae hacia su pecho para protegerse de lo que sea que está sintiendo.
—Segundo, no eres una enferma sexual como esta. —Señala con el pulgar a Raquel, que rueda los ojos.
¿Y él qué sabe? No la conoce. Ni él, ni nadie. Ni siquiera sus amigas la conocen, no del todo. La llaman mojigata porque no saben que piensa mucho en sexo; tanto, que a veces se siente culpable.
—A mí me gustan las chicas difíciles —afirma Carlos.
—¿En serio, tío? —protesta Raquel con su risotada escandalosa—. No es una chica difícil. Y menos ahora, que está cachonda perdida. ¿O no, Susana? Vamos, será que no se nota.
Susana sonríe tímidamente porque no se le ocurre otra forma de reaccionar que no sea enfadarse. No ha ido hasta esa cala recóndita para acabar peleada con una de sus mejores amigas. De todos modos, ¿a qué viene esa reacción? Casi parece que tenga celos de ella.
—Venga, tía, díselo tú —insiste, dándole un codazo a Susana—. Te has dado cuenta de que estaba palote, ¿a que sí? Vengaaaa... guarrillaa...
—Déjalo ya, ¿vale?
—Ah, bueno, bueno, ¿me estás diciendo que no se la chuparías?
—Que os den por el culo —interviene Beatriz—, paso de esto.
En seguida está en pie, de camino al agua. Raquel se levanta a trompicones para perseguirla. Una de las dos, Susana no sabe quién, pega un chillido divertido. Beatriz está haciendo una pelota con el barro que ha recogido de la orilla. Susana sabe que debería ir con ellas.
—No has respondido —le dice Carlos.
—¿Hm?
—¿Me la chuparías?
—Capullo.
—Eso te gusta.
Susana se las arregla para no caer al incorporarse.
—Pues no —responde con una sonrisa traviesa.
Y le pega una patada a una montañita de arena. Carlos escupe, le ha caído en la boca. Sacude la cabeza para quitársela del pelo. Por poco no le ha entrado en los ojos.
—¿Se te ha ido la pinza? —protesta.
—Por capullo.
—Te vas a cagar...
Susana corre hacia sus amigas, gritando. Y acaba rebozada en arena porque Carlos le ha dado alcance. Patalea, forcejean. Ruedan por el suelo riendo. Cuando lo tiene encima, por la forma en que la mira, sabe que le gusta. No solo la encuentra mona, es mucho más que eso. Tiene ganas de besarlo. No, Susana, no, se dice; que lo haga él. Tú nunca has besado de verdad, ¿recuerdas? La vas a cagar.
Pero Carlos no la besa. Claro, es una de las mejores amigas de su hermana, y solo tiene quince años. ¿En qué andaba pensando? Te ha estado tomando el pelo, imbécil.
—¿Te ayudo? —pregunta, tendiéndole la mano.
Susana acepta la ayuda para levantarse. El orgullo nunca fue su fuerte, la verdad. Cuando mira a su alrededor, ve que las otras dos ya están tomando sitio cerca de la hoguera. Susana se les une.
—Un poco más y folláis —prosigue Raquel.
Ahora a Susana ya no le hace ni puta gracia. Su amiga debe de haberlo notado en sus ojos, porque en seguida se disculpa. Carlos se sienta también con ellas.
—¿Tenéis nubes?
—¿Nubes? —pregunta su hermana.
—Sí, coño, los hacemos en el fuego, rollo americano.
—Ah, qué va. Pero tengo Fanta.
—Paso. Tengo que conducir de vuelta.
—Yo tengo una libreta en la mochila —dice Raquel.
—¿Y para qué queremos eso, si se puede saber?
—Es por si alguien quiere escribir algo que no se atreve a decir en voz alta —explica, con un guiño teatrero a Carlos, y luego, otro igual de marcado, a Susana—. ¿Sabéis hacer barcos de papel?
—No.
—Yo tampoco.
—Ni yo.
—Vale, pues yo os enseño —sigue—. Mira, escribimos un deseo en una hoja de la libreta, ¿vale? Entonces la doblamos para hacer un barquito y los soltamos en el mar.
—¿Y eso para qué? —pregunta Carlos con una sonrisa burlona.
—Porque se cumplirá el deseo del barquito que llegue más lejos antes de hundirse.
—Menuda estupidez.
—Oye, no tienes que hacerlo si no quieres, ¿vale? —le suelta, rebuscando la libreta en la mochila—. ¿Tú quieres, Susana?
—Bueno.
—¿Y tú, Bea?
—¿Por qué no?
Reparte hojas cuadriculadas para sus amigas.
—Es importante que nadie vea el deseo —les explica Raquel—. Así que antes os enseño.
»Mira, doblad el papel por la mitad. Vale, otra vez por la mitad. Lo abrimos, cogemos estas esquinas y las doblamos así, mira. La parte de abajo hacia arriba, así, y lo que sobra para atrás. De la parte de abajo coged solo una parte del papel, eh. Vamos, que es obvio, pero yo que sé.
»¿Ya? Vale, pues ahora le damos la vuelta y estas dos esquinas hacia adentro. O sea, lo pones de forma que se toquen las esquinas por detrás, ¿ves? Y luego el borde de abajo para arriba, como antes.
»Ahora metes los dedos por aquí, y tiras de los dos lados para afuera. Y ahora la aplastamos así. Vale, vais bien. Cada una de las esquinas hacia arriba, mira. Queda un triangulito muy pequeño. Volvemos a abrir y aprietas de estos lados. Mira, la agarras de aquí. No, de ahí no. Qué patosa eres, Susana. Mira, coño. ¿Ves? De ahí, vale. Y ahora estiramos y... ¡tachán!
—¡Uala! Qué chulada, tía.
—Está muy chulo.
A Susana le sorprende que Raquel tenga tanta memoria para estas tonterías y tan poca para aprenderse el temario. Carlos se había encendido otro cigarrillo. Miraba hacia otro lado como si sintiera más vergüenza de esto que de los gemidos.
—¿A que mola? —pregunta Raquel, orgullosa—. Pues nada, ahora tenéis que escribir un deseo. ¿Lo sabríais volver a hacer?
—Pues yo sola seguro que no —admite Beatriz.
—Ni yo —concuerda Susana.
—Hm, en fin... es un poco complicado, pero intentad escribir por dentro, ¿vale? Es que no se tiene que ver el deseo.
—¿Y si me voy lejos y ya está, tía? Lo pongo a un lado y listos.
Susana se está peleando para abrir el barquito. La letra le está saliendo feísima, hay más rayotes que palabras.
—Yo también lo pondré por fuera —decide.
—Como queráis —responde, encogiendo los hombros—. Pero si vuestro deseo no se cumple no es culpa mía, eh.
Susana se aleja un poco. Hace rato que han terminado los fuegos artificiales y la luna ha desaparecido detrás de las nubes. Apoya el barco contra un muslo.
"Salir con Carlos", escribe.
¿De verdad es lo que desea? Ni siquiera sabe qué es lo que siente por él.
Muerde su boli Bic. ¿Y si luego no le gusta?
Añade una palabra encima.
"Salir más con Carlos".
Sí, mejor así.
—¿Ya estáis? —grita Raquel, desde lejos.
Las tres van hacia la orilla, bastante separadas entre sí porque Raquel ha insistido en ello. Así no verán los deseos de las demás, dice.
Entran en el agua hasta que les llega a medio muslo. A la de tres sueltan los barcos. No vale lanzarlos para que lleguen más lejos, vale. A veces Raquel se pasa con sus aclaraciones.
Una, dos, tres.
Lo deja suavemente sobre la superficie. La verdad, menuda tontería de juego. Está casi segura de que la corriente arrastrará el barco hasta la arena.
Camina de nuevo a la orilla.
¿Por dónde andará ya?
Qué importa, se dice, solo ha participado en esto porque le hace ilusión a su amiga.
Pero, en fin, ¿llegará lejos?
Al darse la vuelta ya ha perdido de vista su deseo. No es raro, se lo habrá tragado una ola. En cualquier caso, está demasiado oscuro para saber si se ha hundido o si sigue navegando. Susana suspira, triste sin motivo aparente, asimilando que no habrá ganadoras en este juego.
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