Introducción
He revisado mis notas y no me gustan. He pasado tres días en la U. S. Robots y lo mismo hubiera podido pasarlos en casa con la Enciclopedia Telúrica.
Susan Calvin había nacido en 1982...
Yo, robot, de Isaac Asimov.
La revista Diálogos quería entrevistarla y me eligieron a mí.
Cuando el redactor jefe me lo notificó no pude evitar sentir extrañeza. Lo normal es que hubieran preferido a un periodista experimentado para realizar una entrevista tan compleja y no a mí, al más novato. Al preguntarle por qué, su respuesta fue desconcertante:
—Sabes jugar al ajedrez —respondió el redactor jefe con un gruñido.
—¿Cómo?
—Ya lo entenderás, Santos —gruñó otra vez casi inentendiblemente.
***
Se llamaba Hortensia. Siendo muy joven abandonó la Tierra para no volver jamás. Viajó por el espacio en aquellos tiempos atroces del siglo XXVI cuando el sistema solar externo era un lugar sin colonizar donde todo estaba por hacer y la vida valía tan poco.
Su mayor defecto fue el orgullo; su mayor virtud, el coraje. Era alegre y de risa fácil, porque sabía que las cosas que nos ocurren durante nuestra existencia no se merecen otra cosa que una sonrisa benevolente. Su ánimo se mantuvo siempre inalterable y, cuando aquella guerra cruel y brutal se extendió por el sistema solar, supo luchar valerosamente.
La doctora Hortensia Mayo no tuvo hijos. Quizá no quiso tenerlos, quizá no pudo tenerlos, no lo sé; pero, en cierto modo, vivió gran parte de su vida rodeada por sus criaturas, por su familia.
Tuve el privilegio de conocerla durante los últimos años de su vida. Aunque ya entonces era una ancianita de apariencia frágil, descubrí enseguida que en su menudo cuerpo latía el corazón de una mujer libre. Libre siempre, por encima de todo,
Yo entrevisté a Hortensia Mayo y ella me contó la historia de su vida, un relato fascinante que es la propia historia de la colonización del sistema solar, una lucha apasionada, una aventura civilizadora en los mares de nuestro sistema planetario.
Cuando llegó el final, acosada por una enfermedad terminal, incluso cuando su deterioro y su debilidad física eran muy evidentes, ella animaba a los que la rodeaban y les infundía valor.
Lloré amargamente en su funeral al comprender que algo de mí moría con ella.
***
La visité por primera vez aquella tarde. Al llegar a su céntrico domicilio cerca de la Avenida Dioscórides, recuerdo mis nervios y mi inseguridad. Yo era apenas un joven inexperto que iba a entrevistar a Hortensia Mayo, una de las personas más notables de La Ciudad de la Luna. Más que eso. Iba a entrevistar a una celebridad, toda una leyenda del sistema solar.
Al llamar y abrirse la puerta de su domicilio apareció una adorable ancianita. Era ella. Aunque muy mayor, su sonrisa me cautivó de inmediato y mi timidez desapareció al instante. Su pelo blanco abundante, recogido en una coleta, su cara iluminada por esa sabiduría que ella atesoraba... Vestía una túnica de color crema con unos bordados azules en las mangas y el cuello, muy al estilo europano. Parecía tan frágil, tan mayor, que comprendí que tenía que tratarla con toda la delicadeza posible.
—Buenas tardes, mi nombre es Yago Santos, de la revista Diálogos...
—Ximopanolti, señor Santos. Le estaba esperando.
Tras entrar en su domicilio me guió hasta una salita de unos quince metros cuadrados, amplia para los estándares de la Luna, claustrofóbica si —como yo— eras de la Tierra. La habitación estaba impregnada por una intensa luz azul. El holograma decorativo la convertía en el fondo de un océano: erizos, estrellas de mar y diversos tipos de esponjas de varios colores decoraban el suelo; en un lateral se mostraba un buen racimo de roja riftia con la que se alimentaban unos crustáceos revoltosos parecidos a las nécoras; al fondo, a unos cientos de metros en el horizonte holográfico, un campo de fumarolas hidrotermales inundaba con sus fluidos oscuros el fondo del mar alienígena. Muy bajito, sonaba Rajmáninov, concierto para piano número 2, op 18 en do menor.
—El holograma es una reproducción del fondo de los mares de Europa, la luna de Júpiter. La iluminación es mucho más intensa que la de esos oscuros abismos, pero, por lo demás, la réplica es muy precisa. Espero que sea de su agrado. Si no es así, no dude en comentármelo y la cambiaré.
Una enorme medusa bioluminiscente se me acercó más de lo deseado. Di un paso atrás.
—Le recuerdo que es una inofensiva holografía. A pesar de su realismo, no le hará ningún daño.
—Es tan real...
—Este espécimen de Nemopilema Gigantea es un infante de cuatro metros. Los adultos suelen superar más del doble de ese tamaño.
—No me diga que conoce el nombre científico de todos estos animales.
—Señor Santos, yo creé estos seres vivos europanos. Son mis recuerdos, mis diseños, seres reales que viven actualmente en los mares internos de las lunas heladas de los planetas gigantes gaseosos.
—¿Cómo?
—Durante un periodo de mi vida ellos fueron toda mi ocupación.
—Quiere usted decir...
—¿Café, mate o alguna otra cosa? —preguntó Hortensia amablemente, mientras algo parecido a un pez globo descansaba sobre su hombro y me miraba con curiosidad.
—Un café con hielo, por favor —respondí anonadado.
—Supongo que ya se lo habrán contado. Si usted juega bien y me entretiene, tendrá su entrevista; pero si usted juega mal...
No comprendía nada. Me sentía desconcertado.
—¿Qué? Perdón, no entendí bien. Creí escuchar que...
—... que la entrevista durará lo que usted dure jugando la partida de ajedrez, si es que juega bien. Se lo ruego, no me aburra.
—Soy Maestro Interplanetario de Ajedrez —dije, sin disimular mi orgullo.
—Entonces jugará bien —dijo, divertida por la situación—. O no.
—Doctora Mayo, con el debido respeto, mi ELO es 2.560. Participé en el Campeonato Interplanetario de Ajedrez Humano con notable éxito... Soy uno de los mejores jugadores de la Luna.
La doctora Hortensia Mayo sonrió amablemente.
—En su revista empiezan a conocerme: han enviado a todo un ajedrecista para mantenerme entretenida —rió—. Perdone la excentricidad que supone mi petición, pero es mi forma de seleccionar a los entrevistadores que sepan mantener un diálogo inteligente.
Con un ademán me invitó a sentarme frente a ella en los asientos que rodeaban la sencilla mesita de café que había en el centro de la sala de estar; sobre la que descansaba un precioso tablero de ajedrez con las piezas negras talladas en regolito de Ceres, y rocas de la Luna para las blancas.
—Las sillas y la mesita sí son reales —dijo—. Puede sentarse. No son parte del holograma.
Pascual, el criado robótico, apareció tras una medusa trayendo mi café y una infusión de color rojo intenso para la doctora. Él también era real.
Era una situación extraña. Jugar al ajedrez en el fondo de aquel mar azul rodeados de animales mientras escuchábamos a Rajmáninov... Penetrar en el sorprendente universo interno de Hortensia Mayo era una experiencia alucinante.
Admirando el hermoso tablero de ajedrez pensé que no debía aplastar con mi poderoso juego a aquella venerable ancianita. Podía ser contraproducente, casi una falta de educación. Me equivoqué. Enseguida descubriría que la mente de aquella mujer de más de ciento veinte años se mantenía en plena forma y día tras día me arrollaría jugando un ajedrez de altísimo nivel, y todo sin abandonar su amable sonrisita...
Durante las semanas que duraron aquellas entrevistas y los años siguientes posteriores, pude conocer a aquella persona extraordinaria de la que tanto aprendí. Aprecié todas y cada una de las charlas que mantuve con ella y llegué a considerarla mi amiga.
Con el tiempo, logré recordar el nombre de todos los seres vivos que se mostraban en aquella representación holográfica de los mares europanos y las dificultades que Hortensia tuvo que superar para crearlos.
Jugué con ella miles de partidas de ajedrez, algunas incluso cuando el deterioro de su salud era muy evidente.
Nunca gané.
Nunca gané ni una sola partida, pero con sus enseñanzas logré llegar a ser el mejor jugador de la Luna, solo superado por Hortensia, aunque ella no competía en torneos.
Esta es su historia.
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