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Confrontación

A menudo, Lúa se preguntaba sobre el rumbo que habría tomado su vida de permanecer en la Tierra. Solía recordar esas clases en el jardín de niños, cuando la señorita Lorenz preguntaba a sus compañeros de salón qué deseaban ser cuando fueran mayores y cómo, con gran ilusión, ella siempre era la primera en ponerse de pie y responder: «¡Yo viajaré en el espacio y descubriré muchos planetas!».

Sonreía con amargura en sus adentros, reconocía cuán ingenua era y lo irónica que podía llegar a ser la vida misma. Gracias a su hermano ahora estaba encerrada en esa celda en espera de su sentencia.
De nada le servía que Patrick fuera el líder del plan R.C. Después de todo, él mismo rechazaba la propuesta suicida de que fuera voluntaria en las misiones.

Rememoró la última vez que hablaron del tema esa misma semana antes de concretar el plan de intrusión a la base con su amigo Gregory Campbell. No ubicaba el día con exactitud, pero aquella charla en la diminuta cocina le quedó más que clara.

—¿Cuándo formaré parte de tus misiones, Pat?

Lúa se sentó a la mesa con su hermano, quien bebía una taza de café mientras hundía la vista en el monitor holográfico que emergía del comunicador adaptado a su muñeca. Era un hábito muy arraigado de su hermano, siempre divagaba en las redes sociales antes de marcharse a la base.

—Ya te dije que no está a discusión —replicó él con seriedad.

Lúa bufó exasperada, rodó los ojos y volvió a la parrilla donde cocinaba un par de huevos estrellados.

—¡No sé cómo puede gustarte este fracasado intento de café! —espetó ella de pronto—, más bien parece agua pintada.¹ ¡Un Cool-Aid sabe mejor que esto! —agregó.

Patrick lanzó una mirada por encima de la imagen que tenía frente a sus ojos y casi de inmediato volvió a enfocar su atención en el monitor.

—¡De nada me sirve saber todo lo que me has enseñado si no me dejas aplicarlo! —gritó Lúa, acercándole de mala gana el plato con los huevos.

—Pensé que cocinabas para ti —ignoró el comentario anterior.

—Detesto la yema cruda —continuó también—, ni siquiera eso sabes sobre mí.

—Te puse a salvo, tal como nuestra madre me lo pidió —retomó el tema, de manera pausada y con la calma que aún le restaba.

—¿Y para qué? —refutó Lúa— ¡Permanezco presa en este planeta de mierda!

—¡Ya basta, Lúa!

Patrick se levantó de golpe, con el ceño fruncido y la mirada fija en ella. Inhalaba y exhalaba en su intento por controlarse.

El mentón cuadrado y la frente amplia, ambos descompensados por la rabia, y su musculoso y tenso físico amedrentaría a cualquiera, pero no a Lúa, quien creció con él y sabía que era una reacción común. Patrick era más peligroso psicológicamente; su cuerpo podría parecer el de un culturista, pero no sería capaz de matar a una mosca, incluso si tuviese que hacerlo.

—Te enseñé lo necesario para sobrevivir aquí, Lúa —repuso luego de un rato, cuando estuvo calmado—. El planeta se ha vuelto desconocido para nosotros. Nadie ha logrado permanecer con vida más de un día allí y lo que sabes, no te será útil porque te entrené para subsistir aquí, en Marte.

Olvídate del antiguo planeta, ese ya no es aquel hogar y jamás volverá a serlo —sintió que volvía a enfadarse, pero una inhalación prolongada bastó para continuar—, la Tierra dejó de ser amigable, morirás si intentas regresar —hizo otra pausa y se aseguró de enfatizar cada una de las siguientes palabras para que su hermana por fin entendiera la gravedad del asunto—. Lúa, si quieres morir adelante, haz lo que te plazca, pero te advierto que los guardias no tendrán piedad sólo por ser mi hermana y ese chico Gregory —señaló al exterior con el índice como si pudiera verlo afuera, de pie esperando por ella—, morirá también si lo arrastras y cargarás con eso en la memoria por el resto de tu vida.

Lúa reconoció que su hermano tenía razón, aun así, ella deseaba volver a la Tierra. Por muy absurdo que fuese y sin importar el tiempo que llevara viviendo en Marte, se aferraba con fe a que su madre hubiera sobrevivido a aquella catástrofe o al menos eso se repetía todos los días, puesto que su corazón lloraba la ausencia. Amaba a Patrick, pero él vivía ocupado en su trabajo y ella tenía un único objetivo por cumplir: ir a su antiguo hogar en busca de un consuelo. Ya en ese momento, presa y a la espera de que su hermano acudiera por ella, entendía que sería complicado concretar su cometido.

—Sáhara Lúa —escuchó su nombre provenir de alguna parte de su celda. Alzó la cabeza y vislumbró, a través de los barrotes metálicos, a Bill Douglas, el cerebrito del equipo del coronel que la sometió a aquel lugar—, veintiocho años, hermana menor de Dawson, líder del plan R. C. —leyó de una imagen holográfica que saltó desde un comunicador adaptado a su muñeca. Ambos cruzaron miradas de escepticismo.

—Conozco esa información de memoria —aseveró Lúa de mal humor—. ¡Quiero hablar con mi hermano!, ¡todo es un mal entendido!

—Ahora estás bajo el mando del coronel Dickinson, además el señor Dawson se encuentra muy ocupado como para atender las rabietas de su hermana —advirtió, en tanto sus ojos ambarinos la reprobaban.

—¿Qué haré ahora? Pobre de mí... —dijo Lúa con ironía.

—Deja de molestarla —gruñó Yurk, quien apareció de pronto junto a Bill—, el señor Dawson desea hablar con ella —Bill asintió con la cabeza.

—¡Cuidado, señorita Dawson, no vence todavía!

Exclamó Bill de pronto y la santurrona sonrisa que esbozó Lúa desapareció tan pronto como se dibujó al recordar las palabras de su hermano aquella mañana, cuando discutieron en la cocina. Por un momento pensó que en verdad Patrick decidió deshacerse de ella.

El atractivo y bien ejercitado ruso tenía fama de arrogante, valiente y temperamental, razones por las que fue elegido para la misión. Cuando la puerta se abrió despacio, como una mordaz invitación a la previa danza con la muerte, Lúa imaginó que había llegado la hora de morir. Miró las botas de sus custodios durante unos segundos y se preparó para que la atacara el terror, se mentalizó para dejarse inundar por una ola de pánico brutal. Sólo cuando estuvo frente a Bill, se percató de que era más joven de lo que ella supuso y el uniforme parecía inmenso en su escuálido cuerpo; hacía poco que lo reclutaron.

Suspiró profundamente y avanzó.

—Extienda los brazos.

El chico extrajo del interior de su bolsillo un dispositivo que, luego de accionar en medio de ambas manos, emitió un destello eléctrico que rodeó las muñecas de Lúa. El inesperado roce con la piel de aquel muchacho le pareció tierno.

Ambos hombres escoltaron a Lúa hasta la enfermería y le fue imposible ocultar su inquietud.

—Pensé que me llevarían con mi hermano.

—Siéntese en la cama, en un momento llegará la doctora Sanders para revisarla —indicó Yurk con brusquedad.

—¿Lo harán aquí?

La voz se le quebró, sentía claramente cómo las palabras le arañaban la garganta al salir.

La inminente llegada de Lorna Sanders significaba dos cosas: que decidieron sentenciarla a muerte por inyección letal o bien, en el último y más piadoso de los casos, someterla a la cámara de criogenizado.
A pesar de todo, a Lúa le costaba creer que la ejecutarían debido a una intrusión a la base. Por muy morboso que eso sonara, esperaba con ilusión el paseo final hasta el salón principal de la nave en la estación espacial, deseaba ser enviada al vacío del Universo para vagar a la deriva hasta que el oxígeno se le extinguiera. Era como una última oportunidad de experimentar nuevas sensaciones, pero las dos últimas opciones ahora le resultaban un lujo y asumió que era mucho pedir. Sabía que recibiría una inyección que le paralizaría los músculos hasta que su corazón dejara de latir y eso le aterraba más que cualquier otra cosa. Después, lanzarían su cuerpo sin vida al espacio, como era costumbre en la colonia, para que surcase la galaxia a la deriva por toda la eternidad.
Súbitamente una figura femenina, alta y delgada, cruzó el umbral, lucía un caminar sensual y pausado que le proporcionaba ese par de piernas torneadas; cuando llegó hasta donde se encontraba, Lúa notó de inmediato el cabello blanco y largo hasta los hombros, que le ocultaba una parte de la insignia bordada en el cuello de la bata. No necesitaba verla para saber que tenía delante a una de las asesoras más importantes del Consejo.

—Hola, ¿cómo estás hoy? —saludó la mujer, como si se hubieran encontrado casualmente en el comedor y no en su consultorio donde pronto la aniquilaría.

—Mejor que dentro de un rato, supongo —respondió Lúa, haciendo gala de las últimas gotas de humor negro que le restaban.

—¿Le importaría quitarle las esposas y dejarnos un momento a solas por favor? —pidió la mujer a Yurk, quien a su vez, frunció el ceño con desconfianza.

—Me han ordenado extrema vigilancia para la prisionera y eso implica mantenerle las manos quietas.

—En ese caso, espere al otro lado de la puerta por favor, deseo privacidad —repuso la mujer y suspiró, exasperada por la cuadratura del ruso. El hombre acató la orden ante la mirada expectante de Lúa, quien no terminaba por entender lo que pasaba.

—Descuida, no he venido a matarte —explicó la mujer con suavidad—, muéstrame tu brazo, Lúa, te haré una revisión breve.

Lúa obedeció, temerosa de que fuera una especie de trampa para calmar sus nervios antes de asestarle la dosis fatal o peor aún, que la anestesiaran para arrojarla al espacio y hacerla viajar a la deriva hasta su muerte, carente de oxígeno.

—Relájate, todo estará bien —afirmó la doctora Norma con insufrible calma—. Te colocaré un brazalete vital: registrará tu respiración y la composición de tu sangre, permitiéndome tener toda clase de información útil sobre tu estado de salud.

Luego de la captura de Lúa, Roger sintió inquietud por saber más acerca de la misteriosa intrusa. Los rasgos que logró notar le resultaron tan familiares que lo motivaron a indagar a profundidad.

Fue imposible para él entrevistarse con Lúa, pues no la halló en su celda, imaginó que estaría en la enfermería y se encaminó tan rápido como pudo. Poco antes de llegar se encontró con el joven Bill, a quien pensó pasar de largo, pero el chico alcanzó a formular una pregunta que al coronel le resultó difícil ignorar.

—Coronel, ¿busca a la prisionera? Se encuentra en la enfermería. La doctora Sanders la revisa por orden del director Dawson.

—¿Dawson? —preguntó Roger con aparente asombro—. ¿Qué interés tiene él en la prisionera?

—Oh, mi culpa, coronel, lo siento, olvidé que recién despertó del criogenizado. El director Patrick Dawson tiene una hermana menor, Sáhara Lúa es el nombre de la intrusa.

—Te agradezco la información —dijo Roger—, ahora ya sé dónde encontrar respuestas.

El coronel Dickinson redirigió sus pasos hasta la oficina del director Dawson, con quien podría conseguir información sobre Lúa y del porqué su hermana tendría alguna razón para infiltrarse en la base.

Las botas del coronel golpeaban el piso a un ritmo acelerado al dirigirse con el director Patrick. Aunque no obtuviera respuestas sobre Lúa, le interesaba saber la razón por la que Dawson aún no lo había buscado para enviarlo de vuelta a la Tierra en la misión de rescate que pactaron antes de marcharse. Patrick Dawson se caracterizaba por ser el tipo de hombre que toma acciones en el momento y que jamás deja algo tan importante para después, mucho menos una promesa, así era como lo recordaba. Pero cuando entró en la oficina de Dawson todo cambió, las ideas que Roger tenía en mente para replicar y refutar las posibles excusas que Patrick pudiera usar para justificar su falta de compromiso se esfumaron al encontrarse con un rostro arrugado y marcado por los años.

Patrick se veía agotado, tenía ojeras y el sello de una vida de estrés y problemas. Mientras le saludaba, el coronel no apartó su mirada de la ventana, así que le respondió con una simple inclinación de cabeza, tomó aire y luego encaró a Roger con un brillo en los ojos que lo alejaba mucho de la imagen de cansancio que proyectaba.

Roger entonces cayó en cuenta de la terrible realidad que se cernía sobre él, como una pesada sombra que lo llenaba de odio e impotencia.

—¿Cuántos años pasé allí adentro? —fueron las primeras palabras que escaparon de Roger.

—Menos de los que te imaginas —respondió Patrick con serenidad.

—¿Cuántos? —insistió y elevó el tono.

—Veinte años.

Fue toda respuesta de Patrick.

El silencio se extendió entre ellos por unos segundos, pero para Roger pareció una eternidad en la que los días sumidos en su sueño se repitieron en cámara lenta dejando de lado a su esposa, a su familia y cuanto lo conectaba con el mundo que conoció mientras se miraba a sí mismo refugiado en esa quimera profunda que lo apartó.

—Pensé que me despertarías de inmediato para regresar a la Tierra, tal como habíamos acordado —espetó Roger, luego de analizar la situación.

—Lo sé, amigo mío —respondió tras exhalar exasperado—, pero los planes cambiaron.

—Eso no es mi asunto —replicó Roger al instante—. Quiero una nave, envíame de vuelta y olvidaré este mal entendido.

—Me temo que no es así de sencillo —se levantó de la silla, adelantó a su escritorio y se recargó en éste, acortando la distancia entre ambos—. La base no está preparada para una misión suicida en estos momentos.

—¿Acaso crees que me importa la base? ¡No te importó dejarme sumido en esa maldita máquina por veinte años!

—Roger, te conviene calmarte.

—¡No me digas lo que me conviene! —aulló Roger, furioso— ¡No te importó que mi familia y todas esas personas en la tierra se quedaran abandonadas, esperando nuestro regreso! Era tu deber enviar un equipo de rescate inmediatamente y enviarme a mí con éste.

—Roger, comprende que no tenían oportunidad. De sobra sabían que no volveríamos...

—¡No lo pediré de nuevo! —interrumpió el coronel, tomó a Patrick del traje con violencia— ¡Quiero una nave y la quiero ahora! Si lo que te asusta es perder elementos de tu escuadrón, ¡olvídalo!, no pido tropas. Por la amistad que alguna vez nos unió, volveré por mi cuenta.

—Aunque vuelvas, no cambiarás nada —contestó Patrick—. No se encontraron rastros de vida en las últimas expediciones, además...

Patrick no pudo continuar hablando, el puño del coronel se estrelló contra su rostro y casi enseguida una rodilla atravesó su estómago. Otro puñetazo a la altura del mentón lo envió directo al piso y entonces, Roger se abalanzó sobre él, buscó en los bolsillos; Patrick asestó un derechazo en un débil intento por defenderse, pero esto provocó aún más la furia del coronel, quien terminó por propinarle un golpe más en la cara.

De una de las bolsas, Roger extrajo la tarjeta de acceso a la zona de lanzamiento.

—¿Es así cómo terminará nuestra amistad? —soltó Patrick, en un desesperado acto de disuadir al coronel.

—Tú fuiste quien me abandonó en esa cápsula… fuiste tú quien se olvidó de mi familia… ¡Gracias a nuestra amistad es que no te quité la vida!

Notas: ¹Kool-Aid, es la marca de una mezcla en polvo saborizada para preparar bebidas, que pertenece a la compañía Kraft Foods. Inventada en 1927 por Edwin Perkins, es conocida como el refresco oficial de Nebraska.
Color: Rojo
Origen: Estados Unidos
Salida al mercado: 1927

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