No fumo por placer. No fumo para desestresarme, ni tampoco fumo para verme mejor que el resto.

Fumo para ocultar el olor nauseabundo que me rodea. A los animales no les gusta este olor a medio camino entre lo dulce y lo rancio.

Terminé un cigarrillo y encendí el siguiente. El humo no me afecta, me es imposible morir de cáncer, pues técnicamente soy de una raza nephilim que parece un animal demoníaco.

Aspirar el humo me hace pensar en que me estoy alimentando del alma que se me ofreció a cambio de algún trato. A diferencia de los demonios, yo cumplo los tratos aunque el precio sea alto.

Cuando miré la caja de cigarrillos, pensé en comprarme otra. Pero mis nuevos compañeros ya me habían avisado de que impregnaría el olor en mi ropa de trabajo y alertaría a mis enemigos, porque huelo a tabaco. Con lo bien que huele.

Quizá fumo para consolarme.

Una vez en un bar, un cliente me comentó que trataba a los cigarrillos como amantes de una noche. Le miré como quién analiza algo.

—Los amantes tienen sentimientos, los cigarrillos no.

Saqué el último cigarrillo de la última caja del día. Lo olí lentamente. Lo apoyé en mis labios y lo encendí. Y de una respiración, la incandescente ceniza llegó casi a la mitad.

El humo salió de mi boca con un suspiro.

—¿Por qué duras tan poco? —No hubo respuesta...