Sí, son nueve. Lo de que eran seis o siete se lo inventaron los que quisieron imponernos su sabiduría: malditos daimones griegos...

Se creían superiores por controlar más de un elemento, pero luego eran más torpes que un bebé aprendiendo a caminar.

Es curioso, pero entre los seres que hemos sido venerados como dioses en el antiguo Egipto, no recuerdo haber conocido a ningún daimon.

Y yo recuerdo muchas cosas: algunas las añoro, otras no.

Cuando era amada y odiada, venerada y temida.

La gente me dedicaba canciones alegres y me ofrecía alimento que sólo podían permitirse los ricos. Les llamaban «hijos» a los huérfanos que me seguían, y cuando uno de estos hijos moría, le daban los mismos ritos funerarios que a un humano.

En los murales en los que me retrataban, tenía un aspecto dulce y no llevaba armas. Excepto cuando era retratada en la guerra: cosas como que me gustaba beber sangre y arrancar cabezas. Y al parecer les gustaba ilustrarme con los pechos al aire, supongo que le daba más sensualidad al peligro que emanaba de mí.

A veces era una gata, a veces una leona. A veces me llamaban Bastet, otras veces era Sejmet. Pero era la misma: podéis llamarme como prefiráis.