8
Oli había vuelto con Didi en el coche de Max a eso de las tres de la madrugada. Ambas hermanas entraron apoyadas la una en la otra a la casa, mirándose y riéndose. Oli entró en su dormitorio y se quitó la ropa, a punto de caerse estuvo cuando pisó la falda que llevaba tan larga. Finalmente logró alcanzar su cama y el alcohol la ayudó a conciliar el sueño.
La mañana del sábado la pasó durmiendo, y no se despertó hasta pasada la hora de comer. Al levantarse de la cama, se dio cuenta de cuánto había bebido. Le dolía la cabeza y aun sentía mareos al moverse; la luz le molestaba. Se dio una ducha fresca que le ayudó a bajar un poco los mareos, pero el dolor de cabeza le martilleaba con cada sonido que oía. Comió un poco, aunque tenía mal regusto de boca y fatiga.
Se tumbó en la hamaca que tenía su padre en el jardín trasero. Sentía la brisa veraniega sobre su piel. Se había puesto sólo una camiseta vieja de baloncesto que tenía y le quedaba enorme; le llegaba por encima de las rodillas. Se había recogido el pelo en un moño con su pincel y llevaba los calcetines levantados casi hasta la rodilla. Podía oír a Didi moverse en el piso de arriba, entraba en el baño, el secador de pelo. Se pasó un rato dedicada a mirar cómo creía la hierba mientras su hermana terminaba el desayuno en la cocina y se acercaba a ella.
─¿Dónde vas, Didi? Te has arreglado mucho ─mordía su manzana mientras miraba a su hermana con curiosidad.
─He quedado con Max, estudia en la universidad de la ciudad y sólo podemos quedar los fines de semana, al menos mientras no termina el curso ─le respondió algo hosca.
Didi estaba muy guapa, se había recogido el pelo en una coleta alta y llevaba un bonito vestido sencillo de florecillas rojas muy pequeñas. Se había puesto unas sandalias rojas y se había maquillado a juego. Olimpia le sonrió y desvió la mirada hacia el jardín.
─Estás loca.
Ese sábado le tocaba limpieza, así que sin muchas ganas se dedicó a ello. Comenzó por cambiar las sábanas de las tres camas, puso también un par de lavadoras. Recogió toda la casa, limpió el baño y el polvo de su dormitorio, el salón y las escaleras a fondo. Recogió la cocina, fregó los platos que su padre y su hermana habían dejado. Pasó el aspirador y tiró la basura. Hizo solo lo suficiente para poder decir que la casa estaba decente. No se sentía muy bien.
A eso de las cuatro de la tarde, cuando ya se cansó de todo, subió a su dormitorio, abrió el cajón donde tenía guardada la carta de la universidad y toda la información que su profesora de arte le había podido conseguir y se dedicó a leerla. Debía elegir si querría vivir en una residencia o compartir piso. En la documentación referente a su beca le informaban que tenía derecho a una habitación el primer año en la residencia femenina. Así que creía que sería lo mejor, al menos mientras conocía gente y se hacía con el lugar. Mientras meditaba cómo afrontaría el primer año paseó su mirada por la habitación terminando en su BlackBerry violeta que se encontraba encima de la cama.
Se tiró en ella y revisó los mensajes. Tal vez debería enviarle uno a Travis, dudó. El chico no estaba mal, pero no le apetecía una relación seria. Para Olimpia las relaciones no eran más que una pérdida de espacio personal, atarse así a una persona no era lo que ella anhelaba en su vida. Abrirse así a alguien sólo hacía que terminase sufriendo tarde o temprano, cómo su padre al perder a su madre. Y al pensar en su madre, una punzada de dolor le atravesó el pecho; la echaba de menos.
Lentamente se levantó y se encaminó al jardín. Lo atravesó con la mirada fija en la casita dónde ella siempre pintaba. Estaba absorta. Introdujo las llaves en el enorme candado que tenía en la puerta. Ésta se abrió con un chirrido. Debo arreglar esta puerta, pone los pelos de punta, se dijo mirándola algo molesta. Entró.
La casita era un cuarto pequeño, estaba lleno de lienzos en blanco y a medio pintar apoyados por las paredes. La estancia era rectangular, a la izquierda se encontraban los tres caballetes de Oli, a la derecha y de espalda a ellos en el centro un sofá de escay marrón muy viejo, en frente de éste una mesa de dibujo, al fondo en el rincón de la derecha se encontraba la cama separada por un biombo y a su izquierda la puerta que daba al pequeño aseo que su padre le había fabricado. Al lado de la cama, en un rincón y tapado con un trozo de tela viejo, se encontraba el cuadro que Oli nunca terminaba de pintar. Sólo lo cogía cuando se sentía sola, aunque nunca sabía por qué lo hacía. Sin quitarle el trapo que lo cubría para evitar que el polvo lo estropease, lo colocó en el caballete central, el más grande de los tres. La casita del jardín no contaba con luz salvo una bombilla que prendía en el centro por un cable viejo. Pero eso no era problema para Oli. Había conseguido varios focos del estudio fotográfico a buen precio cuando Henry decidió jubilarse. Y los había colocado alrededor de su enorme caballete. El lienzo que había elegido no era muy grande, treinta centímetros por cincuenta, como mucho. Se veía muy pequeño en el centro del enorme caballete. Atrajo hacia ella uno de sus taburetes, preparó unos pinceles y sus óleos. Se sentó frente al lienzo y lentamente le quitó el trapo. Lo miró y suspiró.
Allí estaba ella. La mujer más hermosa que alguna vez hubo en la tierra. Sus ojos marrones casi negros la miraban, eran pequeños, pero almendrados, con unas grandes pestañas. Su boca era pequeña, sus labios finos y mostraban algunas arrugas en las comisuras. La nariz chata y redondita le daba un aspecto juvenil. Pero por mucho que Oli lo intentaba, no era capaz de quitarle la expresión de tristeza. No recordaba casi cómo era la risa de su madre, sólo recordaba sus ojos tristes y fijos sobre ella aquel martes de enero. El momento llegaba, se notaba en sus ojos. Miraban con desesperación y a la vez con dignidad. Esperaba un final que sabía que llegaría, pero a la vez tenía miedo de que le alcanzase.
La madre de Oli había muerto cuando ella era pequeña, casi no la recordaba bien. Pero lo que sí recordaba era sus ojos. Era el recuerdo más fuerte que tenía de ella, el que más le costaba evitar cuando pensaba en ella.
─¿Por qué te fuiste? no es justo que lo hicieras. Nos dejaste solos a los tres. Era pequeña y te necesitaba ─Oli comenzó a pintar, aun le quedaba parte de la nariz, la mejilla izquierda y la boca─. Lo cierto es que ya no te necesito, yo no... pero Didi sí. Ella es la que más te ha necesitado y la que te va a necesitar. No es justo mamá.
Olimpia hablaba en voz alta enfadada mientras miraba a los ojos a su madre. No había expresión, no había respuesta.
─Lo siento ─se disculpó y se separó del lienzo; respiró profundamente para relajarse, y volvió a mirar el cuadro. Le sonrió, como le hubiera gustado sonreír a su madre.
Su madre era una mujer fuerte, pero dulce. Recordaba sus manos suaves y bonitas acariciarle por las noches antes de dormir. La calidez de sus besos cuando se sentía triste. De los pocos recuerdos que tenía, siempre atesoraba el más claro, cuando una vez se cayó jugando con su bicicleta y se lastimó en la rodilla. Su madre le riñó al principio pues se había pasado todo el tiempo avisando que si seguía girando de forma tan brusca se caería. Y finalmente así fue. Pero tras la reprimenda, su madre la llevó de la mano al baño, la sentó en el váter. Oli recordaba aquello vagamente, como si fuera una película vieja. Los colores de sus recuerdos eran algo borrosos, pero lo que no podía olvidar era a su madre. El frufrú de su falda mientras se agachaba para con cariño y cuidado, como si de una enfermera se tratase, aplicarle en la herida un poco de alcohol con un algodón. Oli sentía el escozor aun cuando volvía a rememorar el momento. Pero también sentía como si la estuviera viendo justo en ese momento. Sus ojos mirándola con el cariño con el que sólo una madre puede mirarte, mientras soplaba lentamente sobre la herida para que no escociera tanto el alcohol.
A Oli se le llenaron los ojos de lágrimas, y una quemazón le llenaba la garganta. Sonrió al lienzo de nuevo.
─¿Qué pasará con Didi cuando me marche mamá? ─le preguntó al cuadro─. Ella es la que más sufre... ella no es como nosotras mamá. Nosotras somos las fuertes. Tú me enseñaste. Pero Didi no aprendió.
Se acercó de nuevo al lienzo; con tranquilidad y lágrimas en los ojos, siguió pintando.
─Didi merece que tú la consueles cuando yo no esté ─susurró.
Y pintó. Pintó, hasta que las manos le dolieron y ya apenas pudo enfocar bien la vista. Pero debía pintar. Sabía que pronto se marcharía, igual que lo supo su madre. Pero a diferencia de su madre, Oli le dejaría a Didi algo con lo que consolarse. No la dejaría sola. Volvería con ella siempre que pudiera, y le dejaría el mejor de los regalos para que no se sintiera sola.
Cuando ya había llegado la noche, Roger entró en la casita del jardín en busca de su hija. Y allí la encontró, como siempre, frente a su pintura, su pasión, absorta.
Roger se fijó que el rostro de su hija estaba apagado y triste. Al acercarse lentamente, vio el cuadro que Olimpia tenía delante. Era la persona a la que más había querido. Un amor grande y fuerte, sólo eclipsado por el amor hacia sus hijas. Estaba ahí delante, era sencillamente perfecta. Su hija le había dado vida a través de sus pinceles. Estaba tal y como él la recordaba. Con su mirada triste, pero a la vez dulce, a punto de hablar.
Roger sentía que casi podía tocarla, casi podía volver a olerla y sentir sus manos suaves sobre su rostro ahora ya viejo. Su corazón siempre triste y vacío, volvió a llenarse y sentía el calor que antaño sintió el día que la conoció.
Era un bonito día de septiembre, la vio en el autobús camino al trabajo. Su sonrisa era como el agua cuando fluye siendo río. En sus ojos podía ver el universo y ahogarse en él. Se enamoró cuando la conoció y mucho después de perderla seguía sintiendo lo mismo. Ni la muerte podía separarlos, y eso era algo que el hombre supo desde el primer momento.
Y los ojos de Roger se nublaron. Y sus lágrimas cayeron por las arrugas de su rostro hasta desaparecer en el cuello de su camisa. Se limpió con la manga los ojos y miró a su hija. Ésta le sonrió y sin poder evitarlo, se lanzó a los brazos de su padre entre sollozos. Su pérdida era algo que nunca podrían superar.
Roger besó la frente de su hija y en un susurro le dijo.
─Gracias por traerla.
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