38
Anne y Didi se levantaron temprano, sobre las diez para poder darse una ducha, vestirse, maquillarse un poco y desayunar tranquilas. Oli, sin embargo, bajó algo más tarde, con su vieja camiseta de baloncesto y sin peinar. La yaya Miri había dejado una tarta de zanahoria recién hecha sobre la encimera, aun estaba caliente, y Oli se relamió los labios.
─Ni se te ocurra jovencita.
La yaya Miri estaba entrando en ese momento por la puerta del porche y llevaba entre las manos una regadera celeste de plástico.
─Esa tarta es para el postre. ─La anciana la miró de arriba a abajo con desaprobación ─, ¿aun estás así? Vete a la ducha y ponte un vestido bonito, esos muchachos estarán a punto de llegar.
Oli puso los ojos en blanco y a regañadientes se metió en el baño, se dio una ducha y se enjabonó el pelo. Al salir sacó un vestido que Diana había dejado en el armario, era blanco con pequeños lunares azul marino. Su hermana era más delgada, por lo que a Oli le quedaba algo ceñido y el escote en forma de corazón mostraba más de lo que a la chica le hubiera gustado, pero a la yaya Miri le gustaba que las chicas parecieran lo que eran, mujeres, cada vez que la veía en vaqueros la reprendía y a Oli no le apetecía escucharla. El timbre sonó y seguidamente se pudo oír varios pares de pies correteando por la casa, unos murmullos animados llegaban hasta dónde la chica estaba, los chicos estaban ya allí. Se miró al espejo del baño, los dos días en la playa le habían sentado bien, no estaba morena, pero sí tenía un color rosado en el rostro que le sentaba bien. Cogió la máscara de pestañas que una de las chicas había dejado olvidada, no necesitaba mucho más, además, no era muy buena maquillándose.
Oli miró por la ventana hacia el patio trasero, el abuelo estaba mostrando a los chicos la barbacoa de fábrica nueva, la tomatera y las preciosas flores que estaban creciendo. La chica se quedó seria un rato cuando localizó a Travis entre los presentes.
Bajó pesadamente los escalones, atravesó la cocina y salió por la puerta hacia el porche, sin hacer mucho ruido, se dejó caer en la barandilla de madera del porche sobre sus codos y miraba tranquila. Oliver hablaba animadamente con Travis y el abuelo de Anne cerca de la barbacoa, ésta ponía el mantel en la mesa de madera que había en el centro del patio preparada con una enorme sombrilla abierta para protegerlos del sol, Max abrazaba a Didi y sin avisar le regaló un beso propio de una escena de película romántica.
─¡Eh! ¡Cortaos un poco que estáis en casa de mis abuelos! ─. Era Anne quien les regañaba divertida.
─Déjalos Anne, no se le pueden cortar las alas al amor.
La yaya Miri salía de la cocina con algunos platos y cubiertos en las manos en dirección a su nieta. Sonreía sincera y cariñosa a la pareja que miraban ahora algo sonrojada hacia el suelo.
Un par de horas más tarde el olor a costillas a la barbacoa, salchichas y hamburguesas impregnaba el ambiente. Todos estaban hasta arriba de comer y beber. Didi hablaba con Anne, Max con Travis y Oliver escuchaba las historias que el abuelo contaba. La yaya miraba a todos con las manos entrelazadas delante de la boca y sonreía tranquila, Oli le daba el último sorbo a su cerveza mientras de reojo observaba a Travis.
─Miriam, mi vida ¿puedes traerle a este viejo su pipa y su tabaco?
La yaya asintió y se levantó tranquila para ir a por lo que su marido le había pedido. Ese movimiento hizo que todos se pusieran en movimiento. Las chicas comenzaron a recoger los platos sucios, los chicos a apagar la barbacoa y recoger el carbón y demás enseres. En menos de diez minutos el patio estaba completamente ordenado y recogido, nadie podría decir que allí habían estado comiendo ocho personas.
El abuelo de Anne se recostó en la silla e invitó a todos a sentarse de nuevo relajadamente. La yaya acercó una botella de licor y varios vasos de chupitos, la pipa de su marido y su tabaco.
─¿Alguien más fuma?
El abuelo ofreció el tabaco de liar a los presentes deteniéndose en Travis más que en los demás, dando por hecho que, al ser el mayor, seguramente fumaría. Éste dudó, miraba el tabaco que le ofrecía el abuelo, y luego inconscientemente dirigió una mirada a Oli, no había vuelto a fumar desde que ella se lo pidiera. La chica levantó las cejas desconcertada y se encogió de hombros. No se habían dirigido la palabra ni una sola vez, no porque él no hubiera tratado de que así fuera, sino porque Oli no había dejado de reírle. No entendía por qué lo hacía, desde que había llegado allí no le apetecía tenerlo a su lado simplemente.
Travis captó su mirada, sabía que algo le pasaba a la chica, pero ¿qué? No entendía cómo era posible que el día antes de marcharse pasara por su casa para despedirse, se metiera en su cama y ahora, dos días después, estuviera tan distante. Había intentado acercarse, pero ésta lo había esquivado bien marchándose a ayudar a la abuela de su amiga, bien acercándose a los demás para intentar mantener una conversación lejos de él.
El motero estaba cada vez más molesto, y por eso aceptó el tabaco que el abuelo le estaba ofreciendo. Lió un cigarro tranquilamente mientras oía a Oliver hablar y contar alguna burrada de las suyas, se reía tranquilo, pero no podía evitar desviar de vez en cuando los ojos a Olimpia. Estaba preciosa, el vestido le sentaba bien, su piel blanca hacía contraste con su pelo que se había secado al aire dejándola con unas ondas muy bonitas.
La yaya se levantó y se dirigió a la cocina, Oli la siguió.
─Yaya, deja que te ayude a fregar.
La anciana asintió y le dejó un hueco junto al fregadero. La abuela secaba y colocaba tranquila los cacharros mientras Oli los fregaba y enjuagaba.
─El chico de gafas, ese tan canijo ¿cómo se llama?
─Oliver.
─Sí, ese chico está saliendo con mi Anne ¿verdad?
Oli se quedó en silencio, no delataría a su amiga, y tampoco estaba tan segura, ya que según ella misma le había dicho, Oliver debía ganarse su confianza y, además, era su abuela la que le estaba preguntando, si lo hiciera su amiga se moriría de la vergüenza.
─No hace falta una lupa para darse cuenta que ese chico está enamorado de mi nieta.
Oli asintió, sabiendo que sería imposible negarle a la yaya Miri algo que era tan evidente. Oliver no dejaba de mirar a Anne con cara de idiota, le apartaba la silla para que se sentara, le ofrecía a ella todo antes que, a nadie, siempre atento a ella.
─Igual que ese chico mayor.
─¿Travis?
La abuela la miró sagaz.
─También está enamorado, ¿no te has dado cuenta?
Oli parpadeó un par de veces, y la abuela asintió, no necesitaba darle más explicaciones. Ambas se entendían, se comunicaban con esas miradas cómplices que sólo las mujeres pueden entender.
─Yaya Miri, es muy mayor para mí. ─Desvió la mirada y comenzó a fregar un vaso tranquila, esperando que esa respuesta fuera suficiente para que la anciana la dejara en paz. Pero no bastó.
─Mi marido es trece años mayor que yo jovencita, y eso nunca fue un impedimento ¿sabes?
─Ya ... pero esto es diferente yaya.
─¿Por qué iba a ser diferente? ¿De qué tienes miedo?
La chica comenzó a ponerse nerviosa, la abuela de Anne le había sacado más información que su hermana y la propia Anne en sólo unos minutos. La chica miró a Miriam a los ojos.
─¿Sabes? El amor es ... ─la abuela pensaba cómo decirlo ─. Como el mar.
Y señaló con la cabeza hacia el frente para mostrar a Oli el mar que aparecía tímido al fondo del paisaje que podían ver a través de la ventana, muy a lo lejos del jardín delantero.
─No te sigo, yaya Miri.
Oli la miraba extrañada, no sabía a dónde quería llegar a parar la anciana mujer. Ésta se calló y meditando un poco se acercó a una de las sillas que había en la mesa de la zona del comedor e invitó a Olimpia a sentarse con ella. Frente a ellas estaba la puerta que daba al jardín trasero, desde allí, podían ver a Oliver, Anne, Didi, Max, el abuelo y Travis sentados al fondo del jardín hablando tranquilamente, bajo el sol del verano.
─El amor es como nadar en el mar, pequeña, al principio te da miedo, el agua te rodea y te llega hasta el cuello, puedes luchar contra él con todas tus fuerzas, pero eso sólo hará que sufras para terminar ahogándote en tu propia desesperación por salir, porque una vez que entras ya no vuelves.
─¿Y qué puedo hacer?
─Lo mejor que puedes hacer es dejarte llevar por las corrientes y sumergirte, bajo la superficie hay todo un mundo que descubrir.
─¿Y si me ahogo?
─Eso es inevitable.
La anciana le acarició en una mano y desvió la mirada hacia su marido, mientras Oli lo hizo en dirección a Travis. Estaba sereno, con su cigarro entre los labios y escuchando atento, sonreía y una punzada de dolor se coló en el corazón de la chica.
─¿A quién le apetece ir a tomar helado?
Sugirió Oliver cuando Olimpia se acercó seguida de Miriam al grupo del patio.
─A mí ─respondió Anne levantándose de un salto de su silla.
─Entonces iré a por mi bolso ─añadió Didi, acariciando a Max en el hombro mientras se levantaba también de su sitio.
Al salir todos de la casa, Max se quedó mirando a Travis y a Oli, y luego habló.
─Vosotros vais en la moto ¿verdad?
Oli fulminó a Max con la mirada y asintió, no le quedaba más remedio. Sería extraño que dijera que no.
Anne, Didi, Oliver y Max subieron a la camioneta mientras Oli y Travis se subían a la Kawasaki de éste, para justo después salir en dirección a las calles de la ciudad. Serpentearon entre las carreteras para terminar en la parte más antigua de Jacksonville, allí donde las calles eran más estrechas y viejas. Dejaron la camioneta y la moto aparcados en un parquin cerrado y se pusieron en marcha.
Atravesaron un par de calles hasta llegar a un largo callejón dónde había muchos tenderetes de colores.
─Mirad, demos un paseo por aquí ─rogó Anne mientras tiraba de la mano de Oliver. Didi y Max siguieron a la pareja, y detrás, algo más rezagados, Olimpia y Travis se sumieron en un silencio algo incómodo.
Los tenderetes eran de tela con multitud colores y dibujos, los dueños eran la mayoría hippies que se quedaron en la moda de los setenta, aunque alguno que otro era autóctono de la época. En los diferentes tenderetes encontraban cosas muy variadas e interesantes, cachimbas de diferentes colores y formas, quemadores de incienso, ropas desteñidas y fabricadas por los mismos tenderos, colgantes, pendientes, pañoletas, especias y dulces extraños en otros.
Las chicas pararon delante de un puesto con preciosos colgantes, pendientes y demás alhajas. Eran de todos los colores y tamaños, de plata, ónice, algunas de acero y otras de jade. Oli se quedó mirando un colgante violeta con un extraño símbolo celta que no había visto hasta ese momento. Lo cogió entre sus manos y lo acarició. Luego desvió la mirada hacia su izquierda, notaba el calor del motero a su lado. Observándola. Le sonrió tímida, y abandonó el colgante en su sitio para seguir a los demás que ya habían pasado un par de puestos más y se alejaban en dirección a la heladería.
Travis se quedó mirando cómo se alejaba. Quería hablar con ella, besarla y abrazarla, pero ¿cómo? No dejaba de rehuirle.
─Para su novia.
Le dijo un viejo con una larga barba, un dilatador en la oreja derecha y una camisola tan raída y deslucida como su sonrisa, mientras le acercaba el colgante que Olimpia había dejado en la mesa.
─No, gracias, no es mi novia.
Travis trató de marcharse, pero el hombre lo agarró del brazo y volvió a ofrecerle el colgante.
─Todos mis colgantes y joyas son únicos y están destinados a una persona concreta, éste es el símbolo celta del amor eterno, representado por dos trísqueles unidos sobre una base de amatista, una de las piedras del amor. Esa chica está enamorada, sólo que aun no lo sabe.
El hombre sonreía con una dentadura estropeada por el paso de los años y el evidente consumo de drogas y lo miraba con los ojos fuera de sus órbitas. No parecía que lo fuera a dejar en paz, así que Travis terminó accediendo a comprar el colgante por tal de que ese anciano lo soltara.
El motero tuvo que dar una carrera rápida hasta dónde sus compañeros se encontraban, pues habían apretado un poco el paso. Llegaron finalmente hasta una bonita heladería en un rincón de la calle. Era pequeñita, pero con mucho encanto. Tenía un bonito toldo con flores de muchos colores pintadas, varias macetas con flores y helechos preciosos y mesas de metal pintada de colores llamativos. Los chicos acercaron un par de mesas para poder sentarse tranquilos, ya casi comenzaba a oscurecer, y las farolas se habían encendido, atrayendo así a los mosquitos y demás insectos veraniegos.
Tras un par de horas anclados en las mesas de la heladería, de charlas, chistes y anécdotas, se marchan.
Oli vuelve a subir a la Kawasaki de Travis y se ponen en marcha justo detrás de la camioneta de Max. Salen de la ciudad camino de la casa de los abuelos de Anne, pero antes de tomar la curva que les llevará hasta el camino de la casa, Travis desvía la moto hacia el lado opuesto, despistando a Max y haciendo que la chica que llevaba detrás se quedase mirándolo algo sorprendida.
─¿Por qué te has desviado? Yo no sé llegar.
Gritó la chica mientras se bajaba de la moto y se quitaba molesta el casco fulminándolo con la mirada.
─Relájate, ahora te llevo. Pero quiero que hablemos.
─No tengo nada que hablar.
─¿Qué te pasa conmigo Oli? ─demandó Travis tranquilamente sin bajarse de la moto. Las piernas estiradas aguantaban el peso de la enorme moto para que no tumbara, el casco lo llevaba colgando del codo izquierdo y se había metido las manos en los bolsillos.
Oli desvió la mirada, respiraba agitada. No sabía que le pasaba, pero, de todas formas, no era algo que quisiera hablar en ese momento.
─No me pa...
─No digas que no te pasa nada, el domingo pasaste el día en mi casa y hoy he llegado aquí y no me has dirigido la palabra en todo el día ─le interrumpió.
La chica miró al suelo avergonzada. Tenía razón, no le había hablado en todo el día, incluso había intentado evitarle e ignorarlo. Se sentía muy culpable.
─Lo siento.
Se disculpó sin desviar la mirada de la punta de sus zapatos. En ese momento, un pequeño paquete de papel marrón se coló en su campo de visión.
─Esto es para ti.
La chica levantó la vista hacia los ojos azules de Travis. Estaba oscuro en esa parte del camino, no había luz, salvo la que arrojaban las estrellas y la luna, y alguna que otra farola a lo lejos. Oli cogió lo que el motero le ofrecía. Era el colgante que había visto en el tenderete durante el paseo de la tarde. Volvió a dirigir su vista al motero con el ceño fruncido en señal de interrogación.
─El viejo no me soltaba, y a mí no me queda muy bien que digamos.
Le sonrió dulce y la acercó hacia él, girándola para poder ponerle el colgante. Era pesado y estaba frío, la cadena era de plata, el círculo de amatista le quedaba justo encima del nacimiento de los pechos, ni muy abajo ni demasiado alto. Era el lugar exacto.
─Vamos, te llevaré a casa.
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