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Capítulo veintiuno

Todo ardía a su alrededor. El techo de la casa había colapsado y el fuego se alzaba como una cortina. Estaba acorralado, pero no sentía miedo. Muchas veces había querido estar allí y, ahora que lo estaba, el calor del incendio lo hacía sentir muy sobrecogido. Algo en todo aquello le provocaba una mezcla de melancolía y dolor.

Sus ojos azules vagaban por cada cosa. Todo parecía envuelto en una incongruente paz. El mundo se había silenciado y lo único que sus oídos percibían era el crepitar de las llamas. Caminaba con torpeza, desorientado. Tenía esa sensación de estar en un espacio y tiempo que no debía. Sus dedos finos y pálidos se aferraron al marco de la puerta del comedor. Sentado a la mesa, un hombre leía el periódico al tiempo que tomaba un sorbo de café.

Aquel era su padre. Ya entrado en sus cuarenta, se conservaba joven. No tenía una cana en su cabello y las arrugas eran sutiles. Hacía solo poco tiempo, bien lo recordaba, que había comenzado a utilizar lentes. Sereno, amable y siempre atento, permanecía impasible ante aquella escena. El fuego comenzaba a devorar la silla y, sobre él, la lámpara estaba empezando a ceder. Dante quiso gritarle, pero de su garganta no salía sonido. Las lágrimas no tardaron en nublarle la vista y correr veloces por sus mejillas.

Quería acercarse, mas sus pies no respondían. Ante él, todo comenzaba a venirse abajo. Respirar costaba cada vez más, como si el humo hubiera inundado de golpe sus vías nasales. Fue retrocediendo, sin ser consciente de ello. Una fuerza lo hacía querer salir de allí. Por cada paso que daba atrás, el eco de gritos se intensificaba y se volvió ensordecedor cuando una mano se posó en su hombro. Volteó. La miró a los ojos. Eran azules como los suyos, pero en ellos no había lágrimas. Solo una extraña resignación. La presión en su pecho se hacía asfixiante. No podía parar de temblar. Una potentísima luz cegó de pronto su vista.

Y salió, con la respiración agitada, de su terrible ensoñación.

Era temprano en la mañana. Solo el trinar de los pájaros se escuchaba en la plaza. Dante se tomó un instante para recuperar el aliento. Se llevó las manos a los ojos y se dio cuenta de que realmente había estado llorando. Luego de secarse las lágrimas y recomponerse, fijó su vista en Nathan. Se dio cuenta de que, en algún momento, Nathan se había movido de su lado y ahora se encontraba sentado en una esquina del banco de en frente. Tenía los ojos cerrados y la cabeza ladeada. Un rayo de sol matinal le caía en el rostro, dando a su piel morena un brillo encantador.

Como si lo intuyera, Nathan abrió un ojo para mirarlo y sonrió.

—¿Qué haces ahí?

—Tomando el sol —respondió Nathan y extendió los brazos—. Fotosíntesis.

Su novio le miró arqueando una ceja.

—Ya sabes, para compensar las deficiencias —explicó, pero no notó cambios en el rostro del rubio—. ¿Vitamina D? ¿Calcio?

—Me parece una tontería.

Nathan se levantó y se estiró. Luego se dirigió hasta donde estaba Dante.

—Por eso estás todo pálido como un fantasma —repuso y le dio un beso muy corto en los labios—. Ven, veamos si tu fisioterapeuta ya te quiere atender.

Dante se levantó y juntos caminaron de la mano hacia una pequeña oficina médica. Fisioterapia había sido la recomendación que recibieron del amigo que Villalta llevó al departamento. Él mismo propuso contactar con un colega, pero Nathan insistió en que no quería ser molestia. Estaban en otra parte de la ciudad, nadie los conocía y solo estarían fuera un par de horas. Casi le suplió al señor Villalta que los dejara ir a visitar la clínica por ellos mismos. Extrañaba tanto el aire fresco, el calor del día y el ruido de las calles. Extrañaba sentir la libertad de andar por el mundo junto a la persona que más quería. Sin ocultar su preocupación, el señor Villalta no se opuso. Nathan recordaba aquello con una sonrisa al tiempo que abría la puerta para que Dante pudiera pasar y depositaba un beso sobre su melena rubia.



Desde la ventana del último piso, en una torre del Golden Empire, Allen McCormick miraba el impresionante panorama. Otros tantos edificios se alzaban alrededor de un enorme patio interior con cúpula de cristal. Desde donde estaba, podía observar la habitación que solía ocupar Equis desde que se había involucrado en la compañía. Allí había tenido a Dante por mucho tiempo.

Pensar en él, en Dante, nunca había sido sencillo. Había vivido bajo su propio techo y sentía que ni siquiera lo conocía. Siempre fue un chico muy callado. Apenas recordaba haberle escuchado la voz. Cuando cenaban juntos, solo contestaba con monosílabos lo que no podía descartar asintiendo o negando con la cabeza. Era tan distinto a Equis que verlos juntos era todo un contraste. Uno rubio, el otro morocho; uno bajo y el otro alto. Pero más allá de sus evidentes diferencias físicas, ambos chicos se distanciaban en sus comportamientos. Dante era tímido y respetuoso, aun luego de haberlo perdido todo. Por otro lado, Equis era mucho más altanero, rebelde y malagradecido, aun teniendo más de lo que merecía.

No podía negar que había pasado mucho tiempo pensando aquello. La mayor parte de las veces, Equis se comportaba como un niño, uno muy caprichoso y engreído. Parecía no tenerle respeto a nadie y pensar que el universo giraba alrededor suyo. En algún punto, teorizaba Allen, había cometido un error. La paternidad nunca se le dio bien. Y bueno, las cosas claras, su mejor intento resultó en un tremendo malcriado. Dante era el reflejo de sus padres. Equis, por mucho que le costase admitirlo, era el vivo reflejo suyo.

Sacudió la cabeza, justo después de decidir no pensar más en eso. Se llevó a la boca un cigarrillo y lo encendió. Suspiró al soltar la primera bocanada, como si en ella se hubieran ido sus pensamientos. Miró el reloj de la pared y empezó a impacientarse. No dudó en servirse del licor que encontró en una bandeja cerca del escritorio. Con su vaso en mano, se sentó a esperar.

El doctor McCormick-Henneberg entró a aquella gigantesca oficina un rato después. Se lanzó en la silla ejecutiva, aparentando estar exhausto, y suspiró.

—¿Querías verme? —dijo al fin.

—Sí —respondió Allen y se aclaró la garganta mientras corregía su postura—. ¿Cuánto vas a esperar para contarme el plan?

—¿El plan? —preguntó el doctor con el ceño fruncido—. ¿De qué plan hablas?

—Ya sabes, con Dante. Quiero saber qué piensas hacer con él.

—Pensé que tu hijo se estaba encargando de eso.

—No hablo de encontrarlo. Sabes que no hablo de eso —Allen se levantó y cruzó los brazos. Su padre alzó la vista—. ¿Para qué lo quieres tú?

—Ese chico es solo uno de los sujetos de prueba de Equis, yo no...

—Papá —lo interrumpió—, de verdad. Podrás engañar a los demás, pero no a mí. Ambos sabemos quién es Dante. Y no sé qué relación tenga el proyecto de Equis con esto, pero tramas algo. Dime qué es.

—Te aseguro que no hay de qué preocuparse.

—Entonces, ¿por qué me dejaste fuera de esto? —inquirió Allen—. ¿Qué le has contado a Equis?

El doctor se levantó y se llevó una mano a la barbilla. Su dura mirada estaba puesta sobre su hijo.

—¿Estás insinuando algo, Allen? No le he contado nada a Equis —afirmó con severidad—. Ese Dante es solo una pieza que nos llevará a los akania, una vieja civilización de Aphis.

—¿Nativos aphisios? ¿Por qué Dante tendría algo que ver con eso?

El doctor McCormick-Henneberg no contestó. Allen lo miró confuso por un instante. Luego, su mente pareció conectar los puntos. Soltó un suspiro antes de echarse a reír, de forma muy sarcástica. Dio una vuelta a la habitación sin contener su irónica carcajada. Finalmente, se detuvo frente al escritorio y golpeó con ambas manos la mesa.

—Esto tiene que ver con Lily, ¿cierto? ¿Es eso?

Como respuesta, el doctor arrugó la nariz y se ajustó la corbata.

—Yo no tengo que darte ninguna explicación acerca de nada. ¿Quién diablos te has creído que eres para venir a gritarme? Tú decidiste quedarte aquí. Tú quisiste formar parte de esta compañía. Y hasta el día en que me muera, las reglas las pongo yo —respondió el doctor con voz muy firme—. Te dejé fuera porque sabía que serías un estorbo. Siempre fuiste un débil que no comprende nada. Solo sabes romper y destruir, pero no tienes objetivos. Quise darle una oportunidad a tu hijo de demostrar que heredó más de mí que de ti.

Aunque no era la primera vez que escuchaba algo así de su padre, aquellas palabras fueron amargas para Allen. Había crecido con esa horrible sensación de nunca ser suficiente para el hombre que tenía delante. Durante su infancia y niñez, apenas lo veía. Parecía que el trabajo siempre había sido más importante que él, que su hijo. A veces se cuestionaba por qué seguía ahí. Quizás debió irse cuando su madre se marchó. Alejarse de todo aquello. Por más que lo estudiaba, no era capaz de encontrar la razón que lo hizo quedarse. Tal vez, después de todo, su padre llevaba razón en lo que decía. Nunca tuvo objetivos. Jamás soñó una vida. No tenía ambición.

—Me prometiste que no volverías a experimentar —dijo con voz sosegada, luego de un prolongado silencio—. Me dijiste que pararías.

—Y no estoy experimentando —replicó el doctor. Se dirigió a la ventana y comenzó a caminar de un lado a otro mientras hablaba, como si lo hiciera para sí mismo—. Los pasos que estamos dando, hijo, no son hacia el futuro. Ya anduve por ese camino. Estamos reconstruyendo el pasado. Es caminar hacia atrás.

—¿De qué hablas?

—El origen, Allen, el origen. Paul formuló el arquetipo del höchster y sentó las bases para mi trabajo en la herencia. Y verdaderamente fue un arranque exitoso. Hoy sabemos más de lo que jamás pensamos acerca de la secuencia genética. Pero su investigación y la mía fueron también una restauración histórica. Las raíces se esparcieron en ambos sentidos.

—Sigo sin entender lo que quieres decir.

—Ese chico, Dante, no solo es la llave hacia lo que viene después, también es el sendero de regreso. En su inconsciente hay trozos de memoria universal. Sospecho que la historia de los pueblos está grabada en algún lugar de su mente. Puede llevarnos a entenderlo todo.

—¿Y por qué crees que está en Dante? ¿Por qué no está en mí?

—La ciencia no nace siendo exacta. Primero gatea, crece y se perfecciona —explicó el doctor—. Y en algo tan inexplorado como esto era cuestión de suerte. Supongo que él tuvo las mejores probabilidades. No tendría desperdicio estudiarlo. Los datos que obtuvimos son impresionantes, Allen. Por eso debemos recuperarlo.

—¿Y entonces? ¿Qué pasará con él? —quiso saber Allen—. ¿Cómo vas a tratar con un sujeto sin precedentes? No puedes seguir jugando a la ruleta rusa como solías hacer.

—A Dante no le pasará nada. No si lo encontramos a tiempo —afirmó el doctor. Adivinando la consternación en el rostro de Allen, prosiguió—. Modifiqué su código y potencié otro gen. No sé cuánto tarde en madurar, pero hará que sus habilidades se disparen a un nuevo nivel.

—No querías que supiera de esto porque sabes que jamás te hubiera dejado tocarlo.

—La ciencia no pide permiso, hijo.

—Tienes que jurarme que no le va a pasar nada a ese chico. Yo... —comenzó a decir y sus ojos se cristalizaron. Tuvo que tragar fuerte antes de continuar—. Yo hice una promesa.

—Dante estará a salvo si logramos traerlo de vuelta.



Las predicciones de recuperación habían sido favorables. Según el médico, con ayuda de la terapia, el tobillo de Dante estaría como nuevo en algunas semanas. Se había mostrado muy amigable con ambos. Hizo una evaluación preliminar y comenzó con algunos ejercicios muy básicos que harían más sencillo el proceso. Al terminar la sesión, le dio indicaciones a Nathan de lo que debía y no debía hacer. Subir escaleras, apoyar su peso o caminar largas distancias sin el bastón eran prohibiciones absolutas. Le aconsejó adaptarse a su paso y no apresurarlo. Finalmente, les escribió su número personal en una tarjeta por si lo llegaban a necesitar.

Nathan le agradeció al médico con un gran apretón de manos y su sincera sonrisa. Escoltó a Dante fuera del consultorio y le pidió que lo esperara en una esquina mientras él agendaba con la secretaria la siguiente visita. Mientras Nathan estaba de espaldas en el mostrador, Dante sonrió también. Aquel cuadro parecía tan común, tan corriente, que lo hacía sentir como si sus vidas súbitamente hubieran vuelto a la normalidad. Como si nada hubiera pasado. Aquella vida era la que deseaba con todas sus fuerzas tener junto a Nathan, sin que nadie más interfiriera en ella.

Pero, por supuesto, en el fondo sabía que solo era cuestión de tiempo para que aquello se desmoronara otra vez.

Salieron del establecimiento y el estómago de Nathan rugió. Era cerca del mediodía, así que decidieron comprar algo de comer. Pasaron por una pizzería muy cercana, pidieron una rebanada para cada uno y se sentaron en la misma plaza de antes. A esa hora estaba algo más concurrida. Algunas otras parejas andaban de la mano por allí y los transeúntes la cruzaban para atajar. También había algunas madres paseando a sus pequeños.

De hecho, cerca de donde estaban sentados, un niño jugaba con sus animalitos de plástico. Los movía de un lado a otro mientras narraba para sí mismo la historia que su mente desenredaba, como un autor que traza sus líneas. En su imaginación todo era posible y, refugiado en ella, el mundo no era más que un escenario que manipulaba en la palma de su mano. El tiempo, las horas y la vida eran fenómenos diferentes para él. Dante pensó que a veces desearía poder crecer hacia atrás. Así podría volver a mirar las cosas como lo hacía un niño.

Al girar la cabeza, descubrió que Nathan también tenía los ojos fijos en aquel pequeño. Sus pupilas parecían dilatadas dentro de aquellos iris verdes a los que Dante amaba mirar. Permaneció en silencio por un rato, observando al moreno como si intentara leer sus pensamientos. Luego pasó un brazo alrededor de su cuello y le acarició la mejilla. Nathan ladeó un poco la cabeza, pero no apartó la vista de su objetivo.

—¿Crees que algún día podamos tener uno?

Dante entonces recostó su cabeza en el hombro de Nathan y suspiró al comprobar sus sospechas. Mientras él quería retroceder y alejarse, volver al pasado donde todo era seguro, Nathan solo podía mirar hacia delante. Y sus ojos centellaban al imaginar un futuro resplandeciente. Siempre había sido un chico optimista y entusiasta. Solía buscar el lado bueno a las cosas, incluso a las perores. Ahora lo hacía con Dante, guardaba esperanza por los dos. Y eso el rubio lo agradecía con toda el alma.

—¿Un mocoso de esos? —preguntó Dante con una sonrisa y luego besó a Nathan en la mejilla—. ¿Para qué?

—No lo sé. Sería lindo, ¿no? —respondió Nathan—. Tener un niño es como tu aportación al mundo. Será un retrato de la infancia que pasó y del amor que le dimos. Y contribuirá en la vida de otros. Es como una extensión de nosotros mismos, a su forma. ¿No lo crees?

—Yo solo veo dolores de cabeza —dijo entonces Dante y notó un leve gesto de desilusión. Volvió a besarlo, esta vez en la comisura de la boca—. Pero podemos intentarlo.

—¿De verdad? ¿Lo prometes?

—Si es lo que quieres, lo prometo —afirmó Dante—. Estoy seguro de que serías un gran padre, Nei. Eres una gran persona.

Dante quiso seguir halagándolo, a veces sentía que no lo hacía con la suficiente frecuencia, pero descubrió que Nathan ya no le estaba prestando demasiada atención. Conocía aquella cara de emocionado, aquel brillo en la mirada y su sonrisa tan ingenua. No era muy distinto a ese niño que jugaba con sus animalitos. Para Dante, aquella escena era un cuadro de pura inocencia y ternura que derritió su corazón.

—¿Te imaginas sus pasitos por la casa? ¿Y su risa traviesa?

Y así ambos chicos comenzaron una extensa conversación acerca de la vida que harían juntos cuando todo acabase. Hablaron como si fueran dos amigos que acabaran de conocerse y estuvieran sentados en un tejado mirando el atardecer. Se sinceraron, y se contaron los sueños, y se prometieron estar ahí junto al otro para cumplirlos. Aquello era una de las cosas que más atesoraban de su relación. Sin importar el tiempo que pasara, siempre podían llegar a descubrirse más entre los dos. Y ninguno tenía miedo de hablar demasiado. Sentían completarse el uno al otro y conocerse mejor de lo que ya lo hacían. En definitiva, sentían practicar el amor más allá de hacerse buena compañía y eso les llenaba de felicidad.

Cuando ya había entrado la tarde, Dante y Nathan decidieron que lo mejor sería regresar. Las calles comenzaban a congestionarse de vehículos y de personas que salían apresuradas de sus trabajos. A pesar de que su sitio no estaba muy lejos de allí, tomaron el autobús. De esa manera, Dante no tendría que esforzarse y evitaban exponerse demasiado. El señor Villalta les había pedido encarecidamente tener prudencia.

No obstante, luego de llegar a la parada y doblar en la cuadra, encontraron a una figura frente a su edificio. Tenía las manos metidas en el bolsillo delantero del abrigo y hacía bombas de chicle mientras miraba a su alrededor. Era evidente que estaba esperando a alguien. El primero en divisarle fue Dante y frenó en seco. Estiró su mano para impedir que Nathan siguiera caminando, pero era demasiado tarde, ya los había visto.

Dante y Nathan intercambiaron una mirada, entendiendo que ya no podían evadir la situación. Instintivamente, Nathan caminó delante de Dante con actitud protectora. Se acercaron a la entrada donde esperaba una chica, muy quieta y callada. Aun cuando se pararon frente a ella, tardó unos instantes en contestar. Se tomó su tiempo para mirar el rostro de Dante, como si estuviera absorta en sus ojos azules.

—Dante... —dijo luego de un rato, como si no pudiera creer que lo tuviera en frente.

El rubio la miró, escudándose con el cuerpo de Nathan. No era la primera vez que la veía, pero desconocía su nombre. Pudo reconocer su cara del edificio McCormick y de aquella vez en el callejón. Eso le daba mala espina y, sin embargo, algo dentro de él le hizo conservar la serenidad. Le sostuvo la mirada sin decir nada más hasta que Nathan aclaró su garganta.

—¿Quién eres tú?

La joven pareció sorprenderse al darse cuenta de que Nathan estaba allí también. Sonrió nerviosa.

—Claro, no me conoces —dijo entonces—. Me llamo Hayley. Yo... trabajo para Equis.

Los músculos de Nathan se tensaron al escuchar aquel nombre. Su mirada se endureció y quiso saber para qué estaba allí y cómo los había encontrado. También amenazó con llamar a la policía en ese mismo instante.

—No, por favor. No es necesario. Él no sabe que estoy aquí.

—¿Quién te dio la dirección? —siguió preguntando Nathan. Dante permanecía en silencio.

—Blas —confesó—. Bueno, no a mí exactamente, pero eso no importa. Estoy aquí porque tengo información que creo que podría ayudarles. La he sacado del ordenador de Equis sin que lo supiera.

—¿Información acerca de qué?

—No estoy segura —respondió Hayley, titubeando un poco—. Pero, honestamente, parece bastante jodida y si hay alguna manera de hacer que ese imbécil caiga, yo estoy dentro.

—¿Por qué querrías perjudicar a tu empleador? ¿No te paga lo suficiente? ¿Cómo nos conoces? —continuó interrogando Nathan.

—Mira, no los conozco, pero sí conozco a Equis. Sé que no es un buen tipo y sé que su familia hace cosas terribles. La paga está bien, pero debes mancharte las manos si quieres obtenerla. Y aunque yo estoy acostumbrada a vivir en el pantano, no me parece que ustedes merezcan ser víctimas suyas.

Nathan no había bajado la guardia ni por un segundo. Seguía mirando a Hayley con la misma desconfianza. La chica suspiró al pensar que quizás aquello había sido una mala idea. Miró el reloj de su muñeca y se dio cuenta de que no le quedaba mucho tiempo si quería volver a casa para la noche.

—En serio debo irme, pero he ordenado todo aquí —dijo al tiempo que sacaba una carpeta de su abrigo—. Y en este papel está mi dirección para que puedan buscarme en cuanto sepan qué hacer con esto.

Nathan bajó la vista para leer la pequeña nota.

—¿No es ese el edificio del callejón abandonado cruzando la avenida?

—Es mi hogar desde que tengo memoria. No está mal para una huérfana vagabunda.

—¿Y por qué deberíamos creerte?

—De verdad, solo quiero ayudar —dijo—. No estoy del lado de Equis. Si se enterase de que estoy aquí, me daría una paliza él mismo. También estoy arriesgando.

El brazo de Hayley seguía extendido con la carpeta. Nathan la escrudiñaba con la mirada, en busca de cualquier gesto sospechoso. No podía confiar ni un poquito en alguien que trabajara para Equis. Intentaba analizar qué tipo de trampa era aquella.

En eso, Dante dio un paso al frente y tomó la carpeta en sus manos. Le echó un vistazo a Hayley antes de examinar el contenido. Finalmente, la cerró y la atrapó con sus brazos cruzados sobre el pecho. Hayley respiró aliviada.

—Gracias, Dante —dijo casi en un susurro y echó a andar calle abajo.

Dante la siguió con la mirada hasta que desapareció en la esquina y luego giró la cabeza para encontrarse con los inquisidores ojos verdes de Nathan sobre él.



Una vez en su departamento, ambos chicos se separaron. Dante comenzó a despejar la mesa de centro mientras Nathan fue a tomar una ducha. Habían sostenido una tensa conversación antes de llegar. Nathan no entendía cómo era posible que Dante confiase en aquella mujer y estaba molesto porque, una vez más, le hacía parecer que no pensaba en su propia seguridad. El rubio no intentó justificarse demasiado. Solo le aseguró que algo dentro de sí le decía que Hayley no era una amenaza. Conocía muy poco de ella, ni siquiera imaginaba cómo alguien de las más bajas esferas había terminado trabajando para los McCormick, pero algo era seguro: su apatía hacia Equis era muy genuina.

Abrió la carpeta y comenzó a esparcir los documentos sobre la mesa. Fue colocando uno al lado del otro para intentar descifrarlos. Todos presentaban una especie de registro que contenía los datos de alguna persona. El nombre, su número de identificación, el peso, la estatura y la raza eran solo algunos de los renglones principales. Contenían un poco más abajo lo que parecían ser los resultados de un examen médico. Dante no podía saber qué significaban todas las categorías, pero su piel se erizó al leer una de ellas, específicamente.

FASE DEL PROYECTO: EXPERIMENTAL.

Una fuerte corriente eléctrica sacudió el cuerpo de Dante al recordar la horrible sensación de estar encerrado en los laboratorios de la WWL. Tuvo que llevarse las manos a la cabeza, que había empezado a doler. ¿Con cuánta gente más jugaba la WWL? ¿Cuál era su fin? ¿Dónde estaban aquellas personas?

Pasó un rato más ojeando los papeles hasta que la figura de Nathan se asomó, recostándose en el marco de la puerta de la habitación. Tenía el cabello mojado, la toalla echada al cuello y solo traía puesta su ropa interior. Ahora se mostraba más sosegado y miraba a Dante con cierta indulgencia. Se acercó al sofá y se sentó a su lado. Luego le acarició el cabello con una sonrisa algo cansada.

—¿Qué tenemos?

—Parece que todos son perfiles —respondió Dante—. Sujetos de prueba.

Nathan repasó los documentos dispuestos en la mesa y comprobó lo que decía Dante. Observó con detenimiento las fotos que acompañaban cada ficha. Hizo lo mismo con los que quedaban en la carpeta mientras escuchaba a Dante.

—Fíjate en las fechas —dijo el rubio—. Van desde 1987 hasta 1989.

—¿Y qué sacamos con eso? Aparte de saber que la mitad era hippie, claro.

—¿No recuerdas lo que dijo el señor Villalta? En la década de 1980 comenzaron a aparecer los escándalos de la WWL alrededor del mundo —afirmó Dante. Nathan lo miraba con mucha atención mientras rescataba en su memoria aquella escena—. Eso comprueba que estos documentos pueden ser auténticos.

—Esta gente está muy mal de la cabeza. A saber de qué se trata esto.

—Hay información que se nos escapa —dijo Dante—. Deberíamos revisarlos todos en busca de algún patrón.

—Quizás deberíamos pedirle ayuda a Blas. De seguro tiene alguna computadora que nos eche una mano para analizarlos todos.

—Por ahora, a leer.

Por un rato, se mantuvieron callados, leyendo con detenimiento cada expediente. Para ambos, aquello era como andar a ciegas. Estaban seguros de que algo estaba mal, pero no sabían cómo identificarlo. Eran perfiles y perfiles de personas que no parecían tener ninguna relación entre sí. Toneladas de datos que no aparentaban interconectarse de ninguna manera.

Sin embargo, la cabeza de Nathan sí que logró formar una conexión. Mientras repasaba una de las fichas se dio cuenta de algo que resultaba peculiar.

—¿Todas son mujeres?

—Precisamente eso estaba pensando —confesó Dante—. No he encontrado ningún hombre entre todos los que revisé. Ese parece ser el único factor común.

De inmediato, Nathan entrecerró los ojos y apartó la vista a un lado, como si rebuscara algo dentro de su mente. Estudió con cuidado el escenario. En algún punto, sacó la lengua para pensar con más claridad y a Dante le hizo mucha gracia.

Finalmente, Nathan recordó algo que sus padres le habían enseñado hacía muchos años. Miró el récord que tenía en la mano y sintió que había descubierto algo nuevo. Con algo de desesperación, fue a revisar los demás. En todos señalaba un renglón específico.

—GCH...

—¿Nei? ¿Qué murmuras?

—GCH, Dante. No solo tienen en común ser mujeres —afirmó—. Todas están embarazadas.

Dante se sorprendió al escucharlo. Y no sabría precisar si su sobresalto respondía a la habilidad de Nathan para investigar o al terrible pensamiento de no querer saber para qué la WWL quería a los niños. Sugirió que permanecieran estudiando aquellos documentos por algún tiempo más. Tenía esperanzas de dar con otro hallazgo que los acercara un poco a conocer la verdad.

Las horas pasaron y fuera ya comenzaba a atardecer. Dante y Nathan comenzaban a sentirse frustrados por no poder obtener mucha más información de la que tenían. Estaban casi tan perdidos como al principio. Cada vez que intentaban avanzar se sentía como llevar un barco a la deriva. Resolvieron, pues, tomarse un descanso y, cuando Nathan levantó la carpeta para recomponer la mesa, un sobre de manila calló al suelo.

Dante lo recogió y lo examinó. Tenía algo escrito en la parte delantera.

«¿MAMÁ?»

Los dos jóvenes se miraron extrañados y Dante comenzó a abrir el sobre para ver qué contenía. Vacío su contenido en la mesa del comedor. Lo primero que encontraron fueron varias fotos de una bebé bastante simpática. Junto a ellas había también un relicario y un dibujo que, al contemplarlo, provocó total desconcierto en Dante y Nathan.

Los trazos de crayones mostraban una escena típica. El sol salía por una esquina, la casa asimétrica se erguía sobre el campo verde y un árbol solitario crecía junto a ella. Sobre ese fondo una familia con sus miembros identificados. «Papá Ricardo R.I.P., mamá Glorianna y yo».

La obra estaba firmada por nada más y nada menos que Hayley.

—¿Qué rayos?

—¿Qué se supone que significa esto? —preguntó Dante con gran confusión—. ¿Glorianna es... la madre de Hayley?

Nathan quiso revisar el sobre y encontró un papel más. Era el perfil de Glorianna Reyes. Cabello rojizo, estatura promedio, 29 años. El documento llevaba fecha de 1989 y el renglón que confirmaba el estado de embarazo era positivo. Ese resultado también estaba encerrado en un círculo rojo junto a una frase escrita a mano.

«¿Bebé perdido?».

Dante y Nathan habían quedado abrumados al descubrir aquella información. Ni siquiera podían estar seguros de lo que significaba. ¿Glorianna había tenido otra hija? ¿Por qué dejaría a Hayley en las calles? ¿Cómo era posible que ambas, Hayley y Glorianna, terminaran trabajando para la misma persona?

Se dieron cuenta de que aquello era un inmenso lío, más grande de lo que imaginaban, y por cada nudo que conseguían desenredar, uno nuevo se formaba en alguna parte. Ambos quedaron sin palabras. Los delicados dedos de Dante abrieron el relicario y se formó un nudo en la garganta al ver la foto de una joven sosteniendo un bebé. Al otro lado, el nombre de Glorianna grabado.

Y un mechón de su cabellera rojiza, guardado como el último recuerdo.



Mientras tanto, al este de la ciudad, Laura conducía por una vieja carretera. Llevaba prisa, pues no quería perder al coche negro que iba un poco más adelante. Tenía ya un rato siguiendo a Glorianna, desde que había pasado por la floristería para recoger su encargo. Luego de despacharle un hermoso arreglo floral, Laura dio marcha a su plan. Esperó a que saliera del establecimiento, colgó el cartel de «cerrado» y puso manos a la obra.

Se habían desviado un poco de la ciudad, tomando el camino que llevaba a la zona más rural. Por aquellos lares, no encontrarían mucho más que algunas casas, granjas y estaciones de servicios. Si la teoría de Laura era correcta, Glorianna se dirigía al único punto de interés público. Quedaba menos de un kilómetro para comprobarlo.

Y así fue. Unos minutos más tarde, el vehículo de Glorianna giró a la izquierda, cruzando el enorme portón que servía de entrada al cementerio municipal. Para no levantar sospechas, Laura siguió de largo y dio la vuelta en un claro. Optó por no estacionarse dentro de las facilidades y en su lugar dejó el auto en la acera de en frente.

Caminó con cautela y, tan pronto entró, comenzó a moverse entre las tumbas. Se valía de muros y arbustos para ocultarse. Glorianna había aparcado su coche justo al final. Para cuando llegó Laura, la mujer ya se dirigía hacia alguna de las lápidas. Llevaba un vestido blanco, guantes y gafas de sol. En los brazos traía el ramo de flores. Los exóticos nenúfares blancos resaltaban entre los helechos y el delicado musgo.

Por unos minutos, el único sonido audible era el que hacían los tacones de Glorianna sobre la grava. Luego, repentinamente, se detuvo. La mujer echó un vistazo a su alrededor, como si quisiera asegurarse de que nadie la miraba. Laura permaneció escondida detrás de un árbol. Entonces, Glorianna cruzó un pequeño portón que daba fuera del cementerio.

El lugar era una especie de pradera, con muy pocos árboles. Laura no pudo avanzar demasiado y tuvo que observar desde lejos los movimientos de Glorianna. La vio acercarse hacia una extraña formación rocosa. La hiedra crecía allí, adherida a la superficie. Colocó el arreglo de flores a sus pies y comenzó a pasar sus manos sobre el peñasco.

Desde la distancia, Laura supuso que hacía sus oraciones, mas grande fue su sorpresa al descubrir que se equivocaba. Como por arte de magia, gran parte de la piedra comenzó a separarse. Era una enorme puerta oculta que daba acceso a algo más. No se atrevió a moverse, pero durante todo el rato que pasó Glorianna dentro, Laura no podía dejar de sentir una tremenda intriga. Sabía que ese camino, alejado de las demás tumbas, era sospechoso. Ahora comprobaba que era algo más misterioso de lo que creía.

Cuando la figura de Glorianna volvió a aparecer en escena, Laura prestó toda su atención para identificar cómo abrir la puerta. El picaporte estaba escondido tras una cubierta falsa. Esperó con mucha paciencia que la pelirroja anduviera el camino de vuelta y le concedió un cuarto de hora más para asegurarse de que se hubiera ido. Cuando se convenció de estar a salvo, se acercó.

Consiguió abrir la puerta y lo que vieron sus ojos fue fascinante. La imagen del interior parecía sacada de un libro de fantasía. Unas escalinatas de piedra descendían hasta una cámara con aspecto de cueva. A cada lado de una pasarela, el agua cristalina aportaba un sonido melódico. La hiedra también se entrelazaba dentro, creando hermosos patrones en la pared.

Laura decidió adentrarse y bajó los escalones con mucha calma. No podía dejar de contemplar la belleza natural de aquel lugar. Se agachó y metió los dedos dentro del agua, fría y fresca. Su vista se fijó de inmediato en lo que tenía frente a sí. El arreglo floral descansaba sobre la tapa de un hermoso ataúd. Estaba ahí, dispuesto en el centro. Era blanco, recubierto de cristal. Lo adornaban preciosos detalles dorados. La luz del sol hacía que brillara con suprema elegancia.

Deslizó sus manos sobre él según avanzaba. Laura contemplaba maravillada cada delicado elemento. Al final sus dedos dieron con un breve epitafio que hablaba sobre renacer en el pantano. Laura levantó la vista para admirar la pared del fondo, donde se alzaba majestuoso un emblema. El trazo de un nenúfar de cinco pétalos resplandecía, sublime y delicado.

Absorta en el encanto de aquel mausoleo secreto, Laura olvidó que no debía estar allí. Solo volvió a recordarlo cuando la oscuridad comenzó a inundar de a poco la estancia. Giró de golpe la cabeza, pero lo único que pudo ver fue la mitad del rostro de una mujer pelirroja, al tiempo que la puerta se cerraba.

Dos vueltas de llave. Tacones sobre los guijarros.

Y después silencio.

Pleno y sepulcral silencio.

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