Capítulo veinte
Los dedos de Hayley pasaban temblorosos por casi todos los objetos del escritorio. Sabía que tenía poco tiempo antes de que Equis abriera la puerta. Había comenzado a sudar mientras examinaba con prisa los papeles de una carpeta. La cerró sabiendo que no contendría nada de lo que buscaba. Repasó el fichero, pero tampoco encontró nada. A decir verdad, no sabía qué exactamente estaba buscando. Solo quería encontrar algo. Y su tiempo se acababa.
Se agachó para revisar en los cajones del escritorio. Le desanimó descubrir que estaban cerrados con llave, aunque no esperaba menos. Soltó un suspiro y, frustrada, golpeó su cabeza contra la mesa. El monitor de la computadora se encendió, tal como lo hicieron después sus ojos. La pantalla de inicio mostraba el usuario de Equis y pedía una contraseña. Hayley pensó por un momento y luego decidió intentar con los datos que estaban escritos en una pequeña tarjetita, manchada de café y garabateada por todos lados, que estaba pegada a la pared.
User: mi nombre
Password: Ash1711!
—No puedes ser tan imbécil, Equis —susurró para sí misma.
Copió la información y oprimió continuar. Por unos segundos, la computadora pareció haberse congelado. Hayley temió que saltaran las alarmas de seguridad. Poco después, fruncía el ceño y negaba con la cabeza al descubrir que sí, Equis podía ser tan descuidado.
Frente a ella tenía el menú de la base de datos. Era el mismo que había visto alguna que otra vez, pero estaba segura de que, desde el perfil de Equis, tendría acceso a muchos más lugares. Localizó con la mirada una memoria USB en el portalápices y no dudó en tomarlo. Mientras lo introducía recordó la vez en que Equis se había burlado de ella por no saber usar una computadora ni haber visto jamás un USB. Sin perder tiempo, tipeó en el buscador el nombre de Glorianna Reyes.
Un sinfín de carpetas se desplegaron. Sus ojos escanearon a toda velocidad la pantalla. Hayley estaba muy nerviosa y su pie golpeteaba con rapidez el suelo. Comenzó a escuchar que se acercaban por el pasillo. Se dirigió a las carpetas más antiguas y ordenó que se copiaran en la memoria USB. La barra verde comenzó a llenarse con menos rapidez de la que Hayley hubiera querido. Maldijo cuando reconoció la voz de Equis gritando según se aproximaba. Cerró el menú y apagó el monitor.
La puerta se abrió y el joven Equis se encontró a una mujer de cabello platino tirada en el suelo.
—¿Qué diablos haces?
Hayley se paralizó e intentó inventar una excusa mientras miraba la memoria externa. Se le había caído de las manos y había terminado bajo la mesa. Sintió cómo Equis la agarraba del cuello de la blusa y la obligaba a pararse.
—Buscaba uno de mis aretes. Creo que se me cayó por aquí.
—No me cuentes tu vida —cortó Equis—. Solo dime qué carajos quieres y deja de darme problemas. Tengo suficientes sin ti.
—Yo solo vengo por mi dosis de siempre.
El joven rodó los ojos mientras le daba una violenta calada a su cigarrillo. Hayley notó que tenía los ojos rojos y grandes ojeras. También parecía más despeinado de lo normal. Sin decir nada, Equis se dio la vuelta, rebuscó de mala gana en un cajón y le dio una jeringuilla a Hayley al tiempo que sonaba su celular.
—Joder, ¿ahora qué? —dijo enfurecido antes de contestar—. ¿Qué quieres, papá?
Hayley lo miraba con una ligera sonrisa victoriosa. No podía negar que le provocaba cierto placer verlo tan alterado.
—Sí, claro. Lo sé, pero... Yo no... Sí —respondía Equis mientras se restregaba los ojos con los dedos. Su cigarrillo humeante seguía entre ellos. Según avanzaba la conversación, Equis parecía arquear cada vez más las cejas en señal de hastío.
Colgó el teléfono con un suspiro y dirigió su mirada a Hayley, que aún lo observaba divertida.
—¿Todo esto es por ese chico rubio? —preguntó con una sonrisa—. ¿Te están regañando por dejar escapar a tu cachorrito nuevo?
Equis le sostuvo la mirada por un segundo y luego la desvió para echarse a reír. Consternada y por instinto, Hayley retrocedió un paso. En todo el tiempo que llevaba conociéndolo, nunca había visto que aquella carcajada significara algo bueno. Y esa vez no iba a ser la excepción.
Sin que pudiera evitarlo, las fuertes manos del joven le envolvieron el cuello. Su rostro se había transformado por la ira. Ejercía presión mientras la miraba con muecas de asco.
—La próxima vez que si quiera intentes burlarte de mí va a ser la última. ¿Entendiste, perra mugrosa? —amenazó rabioso—. Y deberías lavarte esa sucia boca antes de mencionar a Dante. No merece que contagies su nombre con alguna de esas enfermedades que te tragas.
Luego de descargar su frustración, Equis pareció suavizar el agarre. Permitió que Hayley dejara de estar en puntillas para pisar suelo firme. Justo cuando estaba a punto de soltarla, escuchó en un tono bajo:
—¿Qué? ¿Te has enamorado de él? —soltó Hayley, tentando mucho a su suerte—. Vaya marica.
Equis arremetió contra ella y la empujó sobre la mesa del escritorio. Sus manos seguían presionando la chica, que pataleaba buscando librarse. La cara de Equis se había vuelto roja y las venas de su ceño querían reventar. De pronto, un cambio de planes pareció cruzar los ojos del joven. Le escupió la cara y empezó a subir una mano por las piernas de Hayley. Pronto la mantenía contra la mesa con un antebrazo mientras le toqueteaba el cuerpo a su antojo.
—A veces olvido que este es el único lenguaje que comprenden las zorras —dijo mientras comenzaba a restregar su cuerpo sobre el de ella—. Esto es lo único para lo que eres buena.
—¡Quítate, imbécil! —pidió y su voz se quebró—. Equis, déjame, por favor.
Pero el jovencito McCormick no escuchaba razones. Desde que Dante había escapado, sus días habían sido un martirio. No tenía tiempo ni para respirar. Sentía como si, de repente, toda la empresa tuviera alguna pregunta que hacerle. Se sentía agobiado y muy tenso. Sus hombros verdaderamente pesaban. Mientras sometía a Hayley, percibía desconectarse de ese nuevo mundo que tan poco le agradaba. Quería sentir que volvía a tener el control sobre algo, sobre alguien. Que tenía poder.
Que era él de nuevo.
Le había tapado la boca a Hayley y sentía su respiración agitada debajo de él. Estaba excitado. Con los ojos cerrados, casi conseguía olvidarse de que se trataba de Hayley e imaginaba la piel de alguien más. El calor le invadió rápidamente. A ese paso, la ropa acabaría por estorbar.
—¿Qué demonios haces, Alexander?
La voz gruesa y enfadada de una mujer hizo que a Equis le corriera una descarga eléctrica por toda la espina dorsal y que encorvara la espalda como un gato. Abrió los ojos de par en par y miró a Hayley aterrado. En una fracción de segundo se alejó de ella solo para darse vuelta y encontrar una cara conocida, poco contenta.
—Ashley, mi amor, yo... —comenzó a balbucear el joven. Pensó una excusa con rapidez y, sin perder tiempo, tomó a Hayley por las muñecas—. Estaba intentando sacar a esta intrusa de aquí. ¡Muévete, vamos!
Tomó la jeringuilla y la guardó en su bata. Acto seguido, Equis empezó a forcejear con Hayley para levantarla del escritorio y llevársela. Ashley le impidió el paso.
—¿Pero tú a dónde crees que vas? He estado una eternidad en la recepción esperando por ti y tú estabas aquí...
Equis le plantó un beso en los labios y se disculpó sinceramente luego de alegar que tenía demasiado trabajo por hacer y que no podría atenderla. Prometió que la llamaría en cuánto se desocupara. En el marco de la puerta, Hayley sacudió la cabeza para quitarse el cabello del rostro y echó una última mirada de preocupación a dónde había caído la memoria USB.
Los ojos de Ashley siguieron el trazo imaginario hasta debajo del escritorio, pero cuando quiso devolverlos a Hayley, ya no estaba. Se había quedado sola, parada en medio de la oficina de Equis. Con las manos en los bolsillos de su chaqueta, miró alrededor y suspiró, pensando que cada vez le gustaba menos lo que descubría de su novio y de su trabajo.
La luz de los pasillos era demasiado blanca. Hayley siempre se preguntaba cómo las personas que trabajaban ahí dentro no terminaban totalmente ciegas. Equis seguía arrastrándola con demasiada prisa, como si aún no se hubiera recuperado del susto que se llevó dos pisos más arriba.
—¿Esa era tu chica? ¿Desde cuándo sabe de todo esto?
Equis resopló al tiempo que ajustaba más su agarre y aceleraba el paso.
—Cierra el pico, Hayley.
—¿Sabe de Dante?
—Estás hablando demasiado y no quiero oírte —dijo Equis.
Fastidiado, se detuvo y metió su mano en el bolsillo de su bata. Tomó el brazo pálido de Hayley, buscó su vena y la inyectó. Vio en su cara como los músculos se destensaban a la vez que la boca exhibía una sonrisa. Él también respiró aliviado. Volvía a sentirse en control.
A partir de entonces, Hayley permaneció callada. La droga no tardó en hacer efecto y comenzó a sentirse un poco aturdida. En un cruce de corredores, se toparon con un grupo de personas. El doctor McCormick-Henneberg estaba entre ellas y se detuvo al ver a Equis.
—Abuelo —dijo el joven, casi cabizbajo.
—Equis, te había estado buscando. Tenemos que hablar seriamente.
—Lo sé.
—Tienes muchas explicaciones que dar, jovencito —anunció el doctor—. Te quiero en la sala de conferencias en una hora. Ni un minuto más ni uno menos, ¿entendido?
—Entendido, señor.
El doctor se fijó entonces en su acompañante y frunció el ceño, extrañado. Clavó sus ojos azules en el semblante de la chica.
—¿Quién es ella? ¿Tu novia?
—No —respondió Equis, negando con la cabeza—. Trabaja conmigo.
—¿Desde cuándo? ¿Quién te la asignó?
—Papá dijo que tendría que trabajar con ella, hace mucho tiempo.
El abuelo McCormick permaneció impasible por más tiempo de lo esperado. Apartó la mirada y murmuró algo que Equis no pudo entender. Le ordenó sacarla del edificio. No quería que nadie lo ocupara mientras no se hubieran resuelto los problemas en la WWL. Le dio un último vistazo a la chica, de pies a cabeza, y se marchó.
Equis aprovechó que uno de los guardias pasaba por allí y le encargó deshacerse de Hayley. Él tendría que apresurarse para encontrar a su padre antes de la reunión. El guardia tomó por el brazo a la chica, que ya no ponía resistencia alguna, y la llevó hasta el ascensor. Ya en la primera planta, la arrastró por más pasillos hasta expulsarla por la puerta de atrás.
Permaneció allí, tirada en el pavimento, hasta que el sol comenzó a molestarle en la cara. Casi se había dormido, así que se tuvo muchas dificultades para incorporarse y se cayó más de una vez. Cuando por fin pudo ponerse en pie, miró el edificio frente a ella y un fugaz pensamiento lúcido cruzó su cabeza. Recordó que no pudo obtener lo que había ido a buscar.
—Mierda —susurró, encogiéndose de hombros.
Y echó a andar calle abajo, confiando en que llegaría a casa.
Sobre la alfombra, la ancha espalda de Nathan ascendía y descendía según el moreno completaba su rutina de abdominales. El sudor bajaba por sus músculos flexionados, haciendo que su torso desnudo brillara con la luz del sol. Desde el sofá y envuelto en una manta, Dante ignoraba activamente el documental que pasaban por la televisión para fijar sus ojos en su novio. Observaba el arco de sus piernas, las curvas de su pecho, la dureza de sus facciones. Sentía que cada vez que lo miraba encontraba un nuevo detalle, algo que le gustaba más. Desde que se habían reencontrado, a los días de Dante parecían faltarle horas para contemplarlo.
—¿Te gusta lo que ves? —dijo Nathan con una sonrisa pícara, sacándolo de sus pensamientos.
Dante se ruborizó y, de inmediato, apartó la vista. No volvió a despegar los ojos del televisor hasta que Nathan terminó y se puso en pie de un salto. El moreno se secó la frente con una toalla que luego se echó al hombro. Con las manos en la cintura y la lengua de fuera, soltó un suspiro exhausto.
—Creo que eso es suficiente por hoy.
—¿Suficiente por hoy? —comentó el rubio—. Llevas más de dos horas de un lado para otro.
—Es que estar aquí encerrado me pone muy ansioso. Necesito liberar mi energía en algo.
Luego de eso, Nathan se tiró boca abajo en el sillón, justo al lado de donde estaba Dante. Como un reflejo, el rubio le reclamó.
—¡Nathan!
—¿Qué pasó? —respondió sobresaltado el moreno, alzando la cabeza para mirar a su novio.
—¡El sofá!
—¿Qué tiene el sofá?
—¡Estás sudado! ¡Lo vas a manchar! —contestó Dante—. ¡Bájate!
Y sin darle tiempo a moverse, Dante lo pateó fuera. El cuerpo de Nathan rodó y cayó al suelo.
—¡Ouch! ¡Idiota!
—Y párate de ahí —ordenó Dante.
—Ay, ¿por qué eres tan mandón? —se quejó Nathan—. Te crees que porque te amo puedes tratarme como quieras.
—¿Y no puedo? —preguntó Dante, enarcando una ceja.
—Sí, mi amorcito lindo. Claro que puedes.
Sin protestar, Nathan fue hasta el comedor y buscó una silla. La colocó cerca de Dante para ver el documental con él. Por un rato, ninguno de los dos dijo nada. El locutor hablaba acerca de los ornitorrincos. Decía que son animales tan raros por dentro como lo son por fuera.
—¿Oíste eso, gatito albino? ¡No tienen estómago!
—Nathan.
—¿Qué?
—Yo sí tengo estómago. Y está vacío —respondió Dante—. ¿Hay cereal?
—¿Cereal del normal o del de chocolate? —preguntó Nathan, aún embelesado mirando la pantalla.
Dante se pensó su respuesta por un momento.
—Del de chocolate.
—Ah no, de ese no hay.
—Pues del normal, entonces.
—De ese tampoco.
Dante le pegó en el hombro y logró que Nathan despegara sus ojos del documental para verlo a él.
—¡Nei! ¿Y para qué me preguntas?
—Ah no, yo solo quería hacer conversación —confesó con una sonrisa, encogiéndose de hombros—. Solo tenemos pan. Quizás mantequilla.
Dante estalló en una carcajada. Había extrañado muchísimo aquel sentido del humor tan espontáneo y peculiar de Nathan. Esas ocurrencias suyas eran las que llenaban de luz sus días. Y, por muy tontas que fuesen, Dante podía pasar horas escuchándolas. Se había enamorado tanto de su personalidad que estar lejos era perder una parte de sí.
A Nathan, por otro lado, la risa armoniosa de Dante le parecía música. Provocaba que sintiera cosquillas bajo la piel y que un torrente de pura felicidad le corriera por las venas. Era tierna, suave, casi infantil. Si tuviera que escoger un sonido, entre todos los del universo, con el que quedarse, ese sería una de sus primeras opciones. Sonriendo aún, se levantó de la silla y le dio un beso en la cabeza a su niño risueño. Luego se dirigió a la cocina para hacerle algo de comer.
Poco rato después, Nathan había servido dos platos. Cada uno con un buen sándwich. Llenó dos vasos con jugo de frutas y llamó a Dante a comer. El rubio se levantó del sofá, caminando con dificultad hacia la mesa del comedor. Nathan lo esperó, cruzado de brazos y recostado contra la encimera. Sostuvo una sonrisa algo triste hasta que Dante se sentó.
Tomó asiento justo al lado de él y con sus dedos empujó un sedoso mechón rubio tras la oreja de Dante.
—Aún cojeas —dijo en un tono suave.
—Pero ya casi no duele —respondió Dante.
—Si no doliera, no cojearías. Tenemos que buscar a un experto para que le eche un vistazo a eso, ¿está bien?
Dante asintió y dio el primer mordisco. Su semblante había cambiado a uno más triste. Nathan adivinó sus pensamientos. No le gustaba recordar nada de lo que había pasado los días anteriores. Quería creer que, si no lo pensaba, lo olvidaría y no volvería a suceder.
—Ey.
Hizo que Dante volteara la cabeza. Sus ojos azules lo miraron profundamente. Tomó su rostro entre las manos y le dio un dulce beso en los labios. Con sus pulgares, acarició sus mejillas al tiempo que le daba una sonrisa llena de seguridad.
—Vas a estar bien —dijo—. Voy a protegerte.
De vuelta en el edificio principal de la WWL, en la sala de conferencias, Allen McCormick se suavizaba la barba mientras su padre y su hijo discutían acerca del proyecto Ignis Barbari. Habría pasado mucho más de una hora desde que empezaron a dialogar y no parecía que fueran a entenderse. Él había decidido que era mejor mantenerse al margen, participando estrictamente cuando se lo pedían.
—A ver, explícame una vez más cómo es posible que alguien se llevara a ese muchacho de tu propio apartamento. Y por qué no lo tenías vigilado. ¡Es que no me entra en la cabeza!
—¡Que sí estaba vigilado! —repuso Equis, que estaba de pie, con los brazos cruzados—. Solo se escapó. Alguien lo ayudó. Rompieron el cristal y...
—¿Y? ¿Quién lo ayudó?
—Todavía no lo sé. Estoy investigando.
—¡Investiga más de prisa, por Cristo bendito! —exclamó el doctor McCormick-Henneberg—. ¡Han pasado días y no tienes nada!
—Dije que voy a resolverlo. Papá me está ayudando.
Allen levantó la mano de la mesa y sonrió vagamente. El doctor lo miró como si hubiera olvidado que estaba allí. Volvió sus ojos fríos a Equis y negó con incredulidad. El joven, aunque algo intimidado, le sostenía la mirada. Su abuelo provocaba temor, pero quería demostrarle que estaba tan alterado como él. Las siguientes palabras, sin embargo, le dolieron en el orgullo.
—No puedo creer que lo dejaras escapar —confesó el doctor—. ¡Ese era el proyecto de tu vida y lo echaste a perder como todo un gran inútil!
—Voy a arreglarlo —respondió el joven Equis—. Lo juro.
—Lo harás, si quieres seguir llevando el apellido de esta familia. Vas a traerme a ese niño de vuelta, cueste lo que cueste —afirmó—. Y no me hago responsable de las consecuencias que pueda causarte otro estúpido error. ¿Has entendido?
Para cuando terminó de hablar, ya se había puesto de pie. Su última amenaza la hizo susurrándola al oído de un tembloroso Equis. Cada palabra que había salido de su boca lo había hecho con suma firmeza, con una rabia que casi rozaba el odio. Salió de la habitación y Equis podría jurar que tras de él dejó una brisa helada. Tuvo que cerrar los ojos y tragar fuerte para no quebrarse.
De pronto, Allen soltó un silbido.
—Uf, ¿te hiciste pipí? —preguntó desde su silla—. Porque yo casi me hago pipí.
Su hijo le lanzó una mirada enfurecida que, aunque no lo demostró, le pareció graciosa. Se levantó de la silla y tomó su chaqueta para ponérsela. Mientras la abotonaba, se dirigió a Equis.
—Vamos a ver si lograron algo con ese testigo que tienes —propuso al tiempo que le ponía la mano en la nuca a su hijo y le acariciaba el pelo.
Los dos comenzaron a andar por el pasillo hasta llegar a un pequeño mostrador. Una guardia le contó a Allen que dos oficiales habían intentado razonar con el sospechoso, pero no habían obtenido nada. Se negaba a cooperar. Al escuchar esto, Equis se dirigió a un casillero cercano y rebuscó algo en él, antes de entrar como una furia en la habitación.
Encendió de golpe la luz y le arrancó la venda de los ojos a un hombre. De inmediato le echó la cabeza hacia atrás, agarrándolo del cabello negro y obligándolo a que lo mirara. Con el cuchillo que había tomado antes, le hizo un corte en la mejilla. Comenzó a sangrar enseguida, pero el rostro de aquel joven hombre no se inmutó.
—Escúchame bien, imbécil malnacido. Vas a hablar o te cortaré cada parte en pedazos y te las haré tragar una por una. ¡¿Me has entendido?!
Allen observaba la escena desde el marco de la puerta. La agresividad de Equis a veces lograba inquietarlo. Había sacado su temperamento explosivo, y el del abuelo. Pero Equis parecía controlarlo mucho peor.
—Con este mismo cuchillo voy a arrancarte los dedos cada vez que te niegues a responder.
La respiración de Allen se cortó por un momento. Algo en esa precisa expresión le había provocado un escalofrío. Decidió intervenir antes de que las cosas empeoraran.
—Amigo, me gustaría decirte que está bromeando, pero me temo que sería una mentira. Es mi hijo y sé de las cosas que es capaz —dijo Allen, con una voz más serena—. Es mejor que hagamos esto de la forma más civilizada posible. ¿Por qué no comienzas diciéndonos cómo te llamas?
El hombre lo miró con seriedad y luego se fijó en Equis, quien todavía sostenía el cuchillo y respiraba con agitación. Comprendió que el peligro era muy real. Suspiró antes de tragar saliva y terminó por apartar la mirada.
—Jason. Jason Knight.
Unas horas más tarde, cuando ya poco le quedaba al día, Hayley caminaba con desánimo hacia su trabajo. Sus altos tacones marcaban un ritmo que se confundía con los ruidos de la ciudad. Terminó su cigarrillo y lo pisó antes de doblar en un callejón para entrar al club. Ese día le tocaba trabajar en las recámaras privadas, así que se dirigió hasta el final del lugar. Allí se acercó a un mostrador y firmó la lista que le acercó un hombre vestido de forma muy extravagante.
—Llegas tarde, cielo —le dijo—. Ya tienes cliente esperando.
—¿Tom? —preguntó la chica, como si fuera ya algo habitual.
El encargado se encogió de hombros y le entregó a Hayley un juego de llaves. La chica las tomó, fijándose en el número para dirigirse a la puerta correcta. Cruzó la cortina de lentejuelas y comenzó a caminar por el pasillo que tantas veces había recorrido. El explosivo sonido de la música comenzó a quedarse atrás. Una intensa luz rosada caía sobre su piel y le otorgaba un aspecto casi de fantasía, como si estuviera en un sueño. Cuando llegó a la puerta, tomó aire y se preparó para su jornada.
—Buenas noches, me llamo Hayley. El sado se cobra aparte y el sexo sin protección es un no —anunció sin mirar a su cliente, rebuscando en su bolso—. Mierda, olvidé el lubricante. ¿Me permites un segundo?
—No es necesario. Siéntate —ordenó una voz que desconcertó a Hayley por completo—. Tenemos algunas cosas que hablar.
Levantó la cabeza para ver algo que no esperaba. Desde la silla, una mujer la miraba fijamente. Hayley entrecerró los ojos y creyó estar alucinando cuando la reconoció. Tardó unos segundos en procesarlo, pero no había duda. Era ella.
Ashley la estaba invitando a tomar asiento mientras con la otra mano le daba vueltas sobre la mesa a una memoria USB.
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