Capítulo dieciocho
Era uno de esos días en los que Dante amanecía al lado de su hermanastro. Abrir los ojos ya no le parecía mucho mejor que mantenerlos cerrados. Su vida se había convertido en un interminable ciclo de complacer al otro, de enajenarse de sí mismo. Tenía aquello un lado positivo. Se alejaba también de sentir el dolor como propio, de sufrir el aislamiento y de preocuparse más de lo debido. A cambio, tenía que vivir sabiendo que aquel tirano le robaba valioso tiempo de su vida y de su felicidad que nunca podría recuperar.
Se encontraban los dos dentro de la ducha. El rubio tallaba la espalda de Equis mientras escuchaba, sin prestar ni pizca de atención, todas las cosas que decía. Se sentía mal, con náuseas y ganas de regresar a la cama para no despertar en algunas horas, pero sabía que nada podía decir. Se limitaba, pues, a esbozar sonrisas forzadas mientras enjabonaba la piel de su captor.
Equis se dio la vuelta. Con las manos se deshacía del jabón, pasándolas sobre sus hombros. Miraba a Dante desde arriba con dejadez. Luego de una media sonrisa, le besó en los labios.
—Te ves especialmente hermoso hoy, Dante —dijo. Había adquirido la costumbre de lamerse los labios cada vez que pronunciaba su nombre—. Mi gatito albino.
Dante soltó un gruñido, casi imperceptible. Todavía le sentaba mal escuchar a Equis usando un mote que con tanto cariño le había dado Nathan. Nunca lo perdonaría por hacerle sentir repulsión hacia lo que una vez le pareció lo más bello que podrían decirle. Aunque no lo sabía, le reprochaba con la mirada al tiempo que Equis acariciaba su mejilla. Ni siquiera había aprendido a leerle los ojos. Extrañaba tanto a Nathan que no sabía cuando más podría soportar.
—Tengo una idea —anunció y depositó otro beso en los labios de Dante. Se acercó y deslizó sus crueles manos por el cuerpo desnudo de su pequeño prisionero hasta amarrarlas en su cintura—. Llamaré a Toby. Es un buen amigo mío y quiero que te haga unas fotos increíbles. ¿Qué te parece?
Dante solo sonrió falsamente en respuesta.
—Dímelo. Quiero escuchar tu voz.
—Bien.
—Oraciones completas, gatito. Ya hemos hablado de esto.
Dante suspiró y se mordió la lengua antes de volver a hablar.
—Me parece bien.
Equis le miró, enarcando una ceja y esperando algo más. Dante volvió a exhalar.
—Me parece bien, mi amor.
—Mucho mejor —respondió Equis, mordiéndole el cuello y dándole una palmada en el trasero—. Vamos a desayunar, cielito.
Dante salió de la ducha y activó su modo automático de nuevo. Se secó, se puso ropa limpia y fue a esperar a Equis en el comedor. Ese sería el inicio de otro largo día.
Unas horas más tarde, alrededor del mediodía, Dante se encontraba tumbado en el sofá. La televisión hacia ruido de fondo, pero él solo podía escuchar la discusión de sus pensamientos. Entre todas las voces, ya no podía distinguir cuáles eran suyas y cuáles eran de alguien más. Escuchaba gritos de auxilio, planes mal elaborados, risas burlonas. Le dolía la cabeza. El estimulante estaba comportándose mal, de nuevo.
No pasó mucho tiempo cuando apareció en su ventana un empleado de mantenimiento. Se paseaba sobre el andamio, acomodando sus cosas antes de ponerse a limpiar el cristal. No era nada nuevo. Dante lo había visto en alguna ocasión anterior. Era el único rostro que veía aparte del de Equis, su único recordatorio de que afuera existía un mundo lleno de gente.
Gente que no tenía ni idea de lo que él estaba pasando allí encerrado.
Este empleado, sin embargo, no era el de siempre. Llevaba un abrigo y la capucha le cubría la cara. Era más esbelto, más corpulento y la piel de sus manos era mucho más clara que la de don Andrés. Dante se encogió de hombros, creyendo que se trataba de algún trabajador nuevo. Se volteó, dándole la espalda. Intentaría descansar un poco antes de que Equis llegara con ese fotógrafo que había mencionado.
Lo siguiente que escuchó fue el vidrio romperse. Asustado y pálido, giró la cabeza para darse cuenta de que el empleado había arremetido contra el ventanal. Sosteniendo aún la almádena, el hombre se llevó la mano libre a la cabeza para deshacerse de la capucha y le mostró a Dante una victoriosa sonrisa.
—¡Señor Villalta! —exclamó Dante antes de ir corriendo hasta donde estaba él y abrazarlo como no había hecho antes con nadie. Se aferró a él con firmeza. El señor Villalta le acarició el cabello.
—No te separes de mí.
De inmediato se escucharon ruidos detrás de la puerta. Los guardias puestos por Equis intentaban abrirla. Dante recordó los pestillos internos y quiso lanzarse a cerrarlos, pero era tarde. Ya habían encontrado la llave.
Según entraban, el señor Villalta empuñó su pistola y disparó, apuntando al cuello. Derribó a ambos guardias antes de que pudieran pedir refuerzos. Los ojos de Dante brillaban al mirarlo. No podía creer que alguien estuviera allí para ayudarlo. Volvió a abrazarlo.
—Gracias.
Su voz sonaba tan malditamente rota que a Villalta se le movió de sitio el corazón. Dante estaba mucho más delgado de lo que era. Tenía marcas por todo el cuerpo y terribles ojeras bajo los ojos. Se veía muy débil, enfermo. Le pidió que tomara sus cosas lo más rápido posible y juntos salieron en dirección hacia las escaleras.
El simple recuerdo de su doloroso y desesperado intento por escapar, hizo que Dante flaqueara. Hubiera caído al suelo de no ser por el potente brazo del señor Villalta. Vio como su rescatista anudaba una especie de cuerda y la lanzaba hacia abajo.
—Será un golpe de adrenalina —anunció—. ¿Listo?
Dante asintió, pegándose a él. El señor Villalta le puso las manos alrededor de su cintura y le pidió que no se soltara. Saltaron, descendiendo a toda velocidad a través de los innumerables pisos de aquel edificio. A Dante le pareció que habían estado cayendo durante una eternidad.
Antes de llegar al suelo, Villalta agarró con firmeza la cuerda para disminuir la velocidad. Los años de experiencia dieron resultado en un aterrizaje limpio. Nada más tocar suelo firme, dirigió al rubio hacia una de las salidas de emergencia.
—Por aquí.
Al salir, la luz del día lastimó los ojos claros de Dante. Ya no sabía ni siquiera cuánto tiempo había pasado desde la última vez que vio luz solar sin el filtro oscuro de las ventanas. Encontraron una camioneta negra no muy lejos de allí. Esperaba, con la puerta corrediza abierta, a que ambos entraran.
—En marcha, Knight.
Conducía un joven de anteojos, vestido de negro. Dentro del vehículo Dante encontró rostros que nunca había visto. Un anciano de vestimenta extraña le miraba fascinado. Una mujer muy seria le examinaba de arriba abajo. Finalmente, se encontró con el rostro de aquella anciana a la que había rescatado de la alcantarilla. Le sonrío.
—Estás a salvo, Dante —dijo Villalta.
—Todavía no lo está —dijo la muchacha, señalando su pierna—. Rastreador.
—¡Agh! Maestro, páseme ese cortapernos, por favor.
El anciano le entregó unas enormes pinzas de metal. Villalta intentó entonces hacer su mejor esfuerzo por liberar a Dante del aparato que tenía alrededor del tobillo. Cerró las fauces de la herramienta alrededor de la pulsera metálica. Ejerció toda la presión que pudo, haciendo que se contrajeran sus bíceps, pero no logró romperla. Solo consiguió deformarla.
—Flores, ayúdame con esto.
La mujer se agachó para estudiar mejor el artefacto. Reposicionó las pinzas en otro lugar que parecía más débil.
—Prueba aquí.
Villalta volvió a intentar. Hizo que el artefacto empezara a emitir una luz roja intermitente. Había alertado al sistema de seguridad.
—¡Mierda! ¿De qué diablos está hecho esto?
—No parece que vaya a ceder —dijo Flores, mirando con detenimiento.
—Tenemos que evitar que nos rastreen.
—Entonces debemos tirar al muchacho del auto.
—¡Diana!
—Bueno, ya —dijo, y dirigió la mirada a Dante—. Mocoso, esto va a doler.
Con una maniobra, Diana torció bruscamente el tobillo de Dante y logró retirarle el aparato. El dolor le arrancó un quejido casi animal al pobre chico. Villalta se deshizo del rastreador, tirándolo por la ventana. Para cuando la WWL llegara a esa vieja carretera olvidada, ellos ya estarían muy lejos de allí.
Nathan estaba hecho un manojo de nervios. Solo la conversación que sostenía con Blas le salvaba de entrar en pánico. Esperaban cerca del auto, a un costado de la intersección que daba a la ciudad por el oeste. Laura los acompañaba también, aunque permanecía en silencio.
—¿Por qué crees que tarden tanto?
—Están un poco lejos.
—Tú padre debió llevarme con él. Quizás necesitan ayuda —decía Nathan—. Quizás yo podría...
—Estás bien aquí —dijo Blas con sinceridad—. Allí solo estorbarías. Papá dice que tienes demasiados sentimientos.
—¡Es mi maldito novio!
Blas se encogió de hombros.
—Necesito verlo. Ya.
—Nathan, es importante que recuerdes...
—Que no sabemos cuál es su estado y no puedo hacerme ilusiones —completó el de ojos verdes con fastidio—. Ya lo sé.
Nathan se dejó caer de espaldas contra el deportivo y se deslizó hasta el suelo. Estaba molesto y preocupado a partes iguales. Quería saber si habían encontrado a Dante. Necesitaba saberlo. Blas se sentó a su lado y le echó un brazo, rodeándole los hombros.
—Ey, tranquilo —dijo con voz suave—. Tenemos esto. Lo vamos a resolver.
—¿Y qué pasará después? ¿Cómo nos vamos a quitar a la WWL de encima?
—Papá tiene todo bajo control —respondió Blas—. En serio, deja de preocuparte. Dante necesita verte sereno. Te necesita, Nathan.
El moreno entonces se sosegó un poco. Se sacudió como si con ese gesto soltara todas sus inquietudes. Por Dante era capaz de olvidarse de sí mismo, de restarle importancia a sus miedos, solo para ser la persona que necesitaba. No podía evitar sentirse un tanto culpable por la situación. En cierto modo, él había fallado. Le había fallado a su Dante. Y eso no se lo perdonaría a sí mismo jamás.
Nathan se juró que vengaría todo el sufrimiento que le habían causado a Dante. No descansaría hasta encarar a Equis y darle su merecido. Ansiaba también encontrar a Glorianna. Quería hacer pagar a todos y a cada uno de los que estaban detrás de aquel enredo. Sin saberlo, algo dentro de él había cambiado. Perder a su otra mitad le había marcado, provocando un daño irreparable. Aquel joven, que era todo chispa y alegría, estaba harto de sentirse incapaz. Por las buenas o los malas, detendría todo aquello. Aunque fuera lo último que hiciera.
El cielo estaba plagado de nubes. Era un día frío y allá en las montañas podía verse descender la niebla. Luego de mucho rato, por la interestatal comenzaron a acerarse los faroles encendidos de una miniván negra. Detuvo su marcha justo en el lado contrario del desvío.
Nathan se puso en pie de inmediato, mirando con expectación. Del vehículo bajaron el señor Villalta y Diana. El primero le hizo un gesto afirmativo a Blas antes de darle una sonrisa. Tras de ellos, el chamán y Marianne ayudaban a Dante a salir. El corazón de Nathan latía a mil revoluciones por segundo.
Tan pronto bajó del auto, lo primero que hizo Dante fue buscar a Nathan con la mirada. El encuentro entre sus ojos fue lo más mágico que los dos hubieran vivido. Los orbes azules de uno centellaban ante las esmeraldas del otro. Ninguno de los dos podía creer que, por fin, había llegado el momento de verse de nuevo. Sus almas habían reconectado. Una parte de ellos había vuelto súbitamente a la vida. Así se sentía la resurrección.
El rubio, aun adolorido, no pudo contener una sonrisa. A Nathan le pareció la sonrisa más hermosa y sincera que viera jamás. Dante comenzó a acercarse, pero Nathan había quedado paralizado. El estado de su novio lo había roto en mil pedazos. Le observaba acercándose lentamente hacia él. Venía descalzo y cojeando, como un animal malherido. No pudo evitar llorar.
Por fin, Dante llegó hasta Nathan y se abalanzó hacia sus brazos abiertos. El moreno lo abrazó con todas las fuerzas que tenía. Le puso una mano en la nuca y lo acarició, atesorándolo. Le besó cien veces la mejilla. Y otras cien veces la cabeza.
—Te amo. Te amo, te amo, te amo, te amo.
—Yo te amo también —respondió con un hilo de vozel rubio, justo antes de desfallecer.
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