XXXIV
—Me mudaré con la abuela —recordaba William que había dicho Charlotte al tercer día de haber salido del coma, cuando estaban solos en la habitación.
—¿Y eso? ¿Dejarás tu departamento? —preguntó Will, acostado con ella en la cama, acariciándole el cabello.
—Tengo que hacerlo, quiero evitar problemas con los Lennox —Lottie tomó la mano de Will y la vio contra la luz—. Una vez amenazó con sacarme a la calle si no hacia lo que él decía. Nada ni nadie me dice que no quedaré en la misma situación de nuevo —Will asintió con la cabeza—. Además, queda cerca de la universidad.
Will ubicó en el mapa de la ciudad la universidad a la que ella asistiría. Una sonrisa se dibujó en su rostro.
—Podré raptarte un rato y luego te regreso —se lo pensó mejor—. No te regresaré, eres mía, conejita —le dio un beso en el cabello.
—¿A sí? ¿Cómo planeas hacerlo? ¿Saltando tus propias clases?
—¡Oh, no! No será necesario, la facultad de Derecho está cerca de mi casa.
—¡Perfecto! Espera... ¿cómo sabes? —estrechó los ojos, intentando descubrir el secreto de William.
—Tengo mis métodos —le sacó la lengua, juguetón. Sintió la llave en su bolsillo, llevaba días queriendo devolvérsela—. Antes de olvidarme —sacó la llave. Charlotte ahogó un gritito.
—¡Invades la privacidad ajena!
Charlotte siguió en el hospital por una semana más, lo que fue una tortura para ella. Rabiaba por el trato tan cuidadoso que recibía, se estaba muriendo por tener un poco de acción en su vida. No tardó en darse cuenta de los cambios que se daban estando su padre y no. En cuanto se iba, todos los encargados de la salud y mejora de Charlotte Lennox parecían respirar tranquilamente de nuevo. De la misma manera, la misma Charlotte se sentía más libre. Y es que lo era. Los permisos para salir a caminar eran concedidos casi completamente, si estaba Will con ella era incluso más fácil.
—Me choca el olor a fármacos, odio ver tanto blanco y no puedo poner música a todo volumen —se quejaba cada tanto, Will la ayudaba moviendo el tripie del suero—. ¡Quiero irme! —chillaba, alzando una mano.
—Deja de quejarte, te quedan pocos días —saludó a una viejita en silla de ruedas, la operaron en días anteriores y siempre que lo veía le hacía ojitos—. Señora Smith, estoy con mi novia, ¿qué dirá de nosotros? —bromeaba William en plena actuación.
—¡Es una roba novios! Es mío señor William, mío, no de ella —seguía la mujer—. Buenos días, Charlotte.
—Buenos días, señora Smith —respondía Charlotte, preguntaba por su estado de salud y seguían la caminata.
El día que la dieron de alta, Charlotte quiso ir a celebrar a un club. Lo más cerca que llegó fue al bistrot a una esquina de casa de su abuela. Esa fue su primera noche en casa de Daisy, ya que su habitación no estaba apta para ser ocupada, le dieron una habitación de invitados. Claudio recibió las instrucciones dadas por el doctor por las palabras de Will y una hoja, escrita con los máximos detalles. Era muy importante que checaran que todos los medicamentos fueran ingeridos, pero sobre todo unas capsulas que regulaban la cantidad de cierta sustancia.
—Daños colaterales del accidente —dijo Charlotte, encogiéndose de hombros—. Toda mi vida estaré drogada —murmuró horrorizada, las manos se las llevó a la boca—. ¡Seré drogadicta!
—Eso de estar un mes en el hospital la ha dañado mucho, ya no es normal. ¡Mi hermana no es normal! —dramatizó Claudio, sacudiendo a Charlotte—. ¡Charlie, si estás ahí has algo! ¡No dejes que está loca ocupe tu cuerpo!
Charlotte puso cara de pocos amigos.
—Ja, ja, ja.
—Hermosa, tengo una cita con la mujer de mi vida —intervino William antes de que se mataran como perros y gatos. Charlotte lo fulminó con la mirada.
—¿A si? ¡Muy bien! —se cruzó de brazos y le dio la espalda, al tiempo que sacaba su celular—. Una pizza con doble peperoni y una Coca—Cola de dos litros —dio los datos y colgó. Siguió sin voltearse, Will comenzaba a creerse su actuación de "novia ofendida"—. Tendré una cita con la engordadera.
—Hermano, ¿de verdad...? —Will negó con la cabeza, una sonrisa nerviosa en su rostro—. ¡Ey, no toques a mi hermana! —exclamó Claudio. William había rodeado a Charlotte por la cintura, su cabeza la había pegado a la de ella. Aspiró su olor a miel y flores—. Consíganse un cuarto.
—¿Celosa de mi madre, Lottie? —Charlotte no contestó—. Charlotte, era broma, ¿si sabes? —siguió sin contestar, alzó una ceja—. ¿Qué tengo que hacer para que me hables?
La castaña se giró rápidamente, su larga cabellera le dio en el rostro a Will.
—¡Llévame a un club cuando termines con tu madre! —exclamó brillando de energía. Claudio soltó una carcajada—. Dale, Will. Hace mucho que no vamos a uno —le hizo ojitos, pero en esta ocasión Will no calló en sus redes.
—Te lo debo —Charlotte puso la cara de perrito más perfecta que Will había visto—. No me hagas esto, necesitas descansar.
—He descansado por un mes.
—Una semana —corrigió William—. Tres semanas en coma no es descansar.
—Para mí sí —repuso Charlotte cruzada de brazos, decidida.
—Eres imposible.
Charlotte rio bajito, después de eso dejó ir a William.
Las siguientes semanas las pasó en casa de Daisy, su recuperación iba lenta, pero constante. La soledad que pasaba en el hospital, en horarios sin Will, amigos o hermanos, quedó olvidada a los días posteriores a llegar a su nuevo hogar. Empezando porque Claudio Lennox vivía bajo el mismo techo que ella, su abuela rara vez salía de su terreno. Iba al jardín, tomaba un café en algún rincón de la biblioteca, descansaba en su recamara o simplemente se encerraba a hacer un poco de papeleo en su oficina. ¿Cuántas veces Charlotte intentó ayudar? Muchas, perdió la cuenta en la tercera. Daisy insistía en que su deber era ponerse al día en la escuela.
—Tengo todo un día para eso —refunfuñaba.
—Trae tus deberes aquí. Tú los haces y yo hago lo mío.
—Abuela —alargaba la última letra.
—Nada de "Abuela" —imitaba a su nieta—. Dale, dale, a estudiar.
Acompañada de un resoplido, salía de la oficina, solo para regresar minutos después con la montaña de libros, libretas y su estuche. Ese mismo día, llegaron cajas de cartón procedentes de su departamento. Tantas que no sabían qué hacer con ellas. La colección de muñecas la mandaron a hacer compañía a las muñecas de su madre, sólo rescató la muñeca regalada por Will y la que fue una vez de su madre. Su nuevo armario era lo suficientemente grande como para meter el doble de ropa que Charlotte tenía, lo contrario de la zapatera. Sus adornos los distribuyó en un orden totalmente distinto, al ser de cristal y estar obsesionada con que a cada uno le dé un rayo de sol, hizo varias pruebas hasta conseguir la armonía.
—¡Lottie! —escuchó que una voz muy conocida la llamaba—. ¡Lottie!
—Voy, voy —dejó la caja que cambiaba de lugar en el suelo. Salió al pasillo, corrió hacia la sala común del segundo piso—. ¡Oh! ¡Marcelino! —retrocedió un par de pasos, topando con un jarrón. Agradeció no haberlo tirado—. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¡OH, MI DIOS! ¡Marcelino! ¿Qué es eso? —pero era una pregunta tonta.
De la mano de Marcelino colgaba un vestido en una funda negra, la marca estampada. Únicamente se veía la parte inferior del vestido dorado. Charlotte se acercó lentamente, creyendo ser parte de un sueño. Marcelino la invitó quitarle la funda al vestido, logrando sacarle un gritito de emoción. Con sumo cuidado por la tela tan delicada, le quitó la funda, pasó las yemas de los dedos encima de la cinta debajo de la parte superior del vestido. Se trataba exactamente del mismo vestido que estuvo viendo en una tienda de alta costura, estaba segura que de probárselo encontraría que le quedaba como un guante.
—¿Cómo supiste?
—Tengo mis contactos —le guiñó un ojo—. Te verás hermosa en tu graduación.
—Una semana, solo tengo que esperar una semana. ¿Crees que pueda hacerlo? No claro que no puedo —se respondió a sí misma. Respiró hondo—. Me lo voy a probar, no te vayas.
—¿A dónde me puedo ir?
—No lo sé, solo no te muevas, ni respires.
Se quedó sin aire al verse en ese vestido. Marcelino se quedó sin palabras. El día de la graduación, William no tuvo ambas cosas. Charlotte se había recogido el cabello, unos mechones le caían sobre el rostro. Sus ojos azules resaltaban entre tanto dorado. Una gargantilla decoraba su cuello y una pulsera dorada con detalles plateados su mano izquierda. Nada excesivo, pues el vestido, con escote en V, tenía sus propios brillos por los hilos dorados en la tela que caía hasta el ras del suelo.
—¿Y bien?
William parpadeó un par de veces, saliendo de la hipnosis.
—Preciosa es poco —le ofreció su brazo, el cual ella tomó con gusto—. Vas a opacar a todas, ¿lo habías pensado?
—No a todas, ya vi el vestido de Felicia. Azul cielo, una tela similar a esta.
—Esperemos que Leonardo sepa controlarse.
—¡William!
La graduación se dio en un salón muy exclusivo de la ciudad. Tanto Will como Charlotte estuvieron largos minutos parados en la entrada, sin estar seguros de deber entrar o no. Pocas personas habían llegado, la hermana María checaba por enésima vez los arreglos. La hermana Salma verificaba que la comida estuviera buena, se comía "una probadita". Las demás hermanas estaban en su mesa, acompañadas de uno que otro maestro. La familia de Priscila, tan puntuales como siempre, comenzaba a llegar.
—El demonio ha llegado —masculló Charlotte, volteándose, Will soltó una risita.
—Era inevitable. Hay viene —le susurró William.
Charlotte se volteó, forzando una sonrisa, al escuchar la voz de la chica a sus espaldas.
—Te ves preciosa —dijo Priscila tan hipócrita como de costumbre, analizándola de pies a cabeza—. Lamento mucho no haber ido a verte al hospital, siempre se me cruzó algo.
—No te preocupes, no era necesaria tu presencia —soltó Charlotte sin ganas de jugar a la niña buena—. De hecho llevo varias semanas fuera del hospital, me mudé con mi abuela y es todo perfección, ¿verdad, Will? —se aferró al brazo de su chico.
—Debe de ser muy difícil para ti, no estar alrededor de muchas personas.
—¡Oh, claro que sí! Pero los ensayos del baile me han salvado, ¡ah! Y las visitas de Will.
El muchacho se comenzó a sentir incómodo.
—Nunca te vi —dijo Priscila mordazmente.
—Nunca fuiste —repuso Charlotte, sin caer en su juego. Priscila hubiera esperado una respuesta más larga—. Vamos, pichoncito. Quiero buscar la mesa de nuestras familias lo más rápido posible.
Dejaron a Priscila sola en la puerta del salón. Charlotte escuchó como la imitaba, esbozó una sonrisa que se ensanchó aún más al ver la decoración del salón. El logo de la escuela tallado en hielo, a sus lados una mesa de postres y dulces en gran variedad. La araña de cristal venía incluida con el salón, aunque Charlotte creía posible al comité de ponerla en el techo, así como habían gastado una buena cantidad en la pista de baile y las servilletas bordadas con las iniciales de la escuela y el ciclo escolar en que empezaron y terminaron la preparatoria.
—Parece una boda —comentó William, leyendo los letreritos en cada mesa—. Es demasiado formal como para ser real.
—Así son las cosas aquí —suspiró—. En un par de horas estaremos bailando, primero con los padres y luego con ustedes, caballeros de brillante armadura.
—¿Bernard se sabe el baile?
—Oh, no. Claro que no, Marce pasará conmigo. Mi padre se rompió una pierna el otro día, está en silla de ruedas.
—Pobre hombre.
—Es karma.
Felicia se emocionó mucho al ver a su mejor amiga tan guapa y bien de la salud. Ambas recordaban la primera visita de Felicia después de despertar, la pelinegra casi se ahogaba en llanto, la castaña la abrazaba como una madre protegiendo a su hija. Tiempo después, se encontraban como si ese día nunca hubiera sucedido. Y la verdad, el cuerpo de Charlotte había borrado los moretones y la única cicatriz que quedó después de usar tantas cremas, no estaba a simple vista.
—La hermana Constantina nos espera ahí —señaló un rincón—. Están diciendo no sé qué de no sé qué cosa.
—Me estás dando mucha información, Feli —dijo Charlotte, sarcásticamente.
—Estaba tan perdida en mi guapura que no prestó atención —intervino Leonardo, hablando por primera vez a las chicas. Felicia se sonrojó, le dio un pequeño codazo.
—No es cierto...
—Se pone roja —dijo Will.
—Sabrá Dios lo que estaban haciendo —siguió Charlotte, picándole a Felicia en la cintura—. Felicia es niña mala.
—¡No es cierto! —jalando a Leonardo, se alejó de la pareja.
Will y Charlotte intercambiaron miradas, se sonrieron.
Los Lennox llegaron juntos, excepto Marcelino. Charlotte comenzó a preocuparse al pasar los minutos, pronto sería el baile y su hermano no llegaba. No llegaba. ¿Le habría pasado algo? Marcelino era de los más puntuales en su familia. Para aumentar la preocupación, no respondía el celular. En vista de que no llegaba, todos, excepto Bernard, se ofrecieron a bailar con Charlotte. ¡Le hubiera encantado a la chica! Pero era imposible, solo podía uno.
—Yo bailaré con ella —dijo Marcus, jalándola hacia él.
—No, seré yo —su gemelo, Máximo, la jalaba al lado contrario.
—¡Chicos! —intervino Charlotte, los Lennox la callaron.
—Ey, ey, yo bailo con mi hermanita —se metió Claudio, levantándose de su silla.
—¡Yo, yo, yo! —gritó el pequeño Rodric, parándose sobre su silla.
El corazón de Charlotte se derritió.
—¡Enano, es mi turno! En su boda tu bailas con ella —dijo Marcelino, apareciendo detrás de ella.
—¡Uf! Nos has salvado —dijo Pamela, dando un trago de su refresco—. Estos de aquí —señaló a los muchachos—. Se estaban matando por quien bailaba con Lottie, ¿ya ves lo que provocas por llegar tarde?
—Mis disculpas.
—Eres un desastre —dijo Charlotte, arrastrando a su hermano a donde estaba el resto de los estudiantes.
Aquella sería la primera vez que bailaría con su hermano. Las otras parejas hablaban bajito, los padres les sacaban plática a sus hijas, pero estas hacían lo posible por terminar lo más rápido posible. En cambio, los Lennox luchaban por no reírse estruendosamente. Charlotte y Marcelino se contaban anécdotas divertidas de sus infancias. Los ojos de Marcelino viajaron al pasado, ahora no veían a la mujer en la que Charlotte se convirtió, sino a la niña de cinco años que se peleaba con un hermano que bien pudo haber sido su gemelo, Claudio. Marcelino hacía de intermediario entre ellos dos, usualmente, sin querer, Charlotte terminaba siendo la beneficiada en todo.
¿Cuándo pasó el tiempo? Los últimos meses habían pasado tan rápido, no se dio cuenta. Al despertar, encontró a una chica más seria, perdidamente enamorada de un hombre perfecto para ella. En su momento, Brad le cayó bien. Will consiguió superar ese nivel, además, tenía de su lado ser el hermano de Alisson. Marcelino estaba seguro del gran amor entre ambos, lo había visto con sus propios ojos. William era del tipo de chicos que pudo haber pasado todas las noches despierto con tal de cerciorarse de la salud de su chica. Marcelino le tenía confianza, con él si dejaría a Charlotte segura, porque sabía que para William valía más que todo el oro del mundo.
—¿Estas lista? Después de la siguiente vuelta te entregaré a William —Charlotte asintió con la cabeza—. Te ves preciosa.
—Gracias.
Su estómago le anunció la presencia del muchacho. Sus manos se tocaron, chispas salieron volando. Charlotte bajó la vista a sus manos e inmediatamente alzó la vista a esas esmeraldas que tantas veces la hicieron suspirar. Descubrió que la secuencia de pasos se le olvidó. Leyendo su mente, William la atrajo hacia él, bajó su boca a la altura de su oído y le susurró unas palabras tranquilizadoras. Él la guiaría como ella hizo durante el primer ensayo. No tenían que preocuparse por las apariencias, debido al accidente todos estaban enterados, gracias a rumores, de la supuesta dificultad para ciertas tareas de Charlotte. La mayor parte de los rumores eran mentira, creados por estudiantes que escucharon a medias las cosas. Lo único que la chica Lennox no tenía permitido era hacer largas caminatas, deportes de alto riesgo o hacer cualquier tarea pesada.
—¿Te acuerdas de la apuesta? —preguntó Will, rompiendo un silencio acogedor.
—¿Qué apuesta? —inquirió Charlotte, curvando las cejas—. Hemos hecho muchas, me parece.
—En la que si era tu príncipe, tú me darías un papel que diga que eres de mi propiedad y si no era tu príncipe, yo te daría una piedra brillante.
Charlotte hizo memoria, tardó unos segundos, pero llegó a ese recuerdo.
—¡Yo iría a sacarte de tu torre como a Rapunzel! —había gritado William, con las manos alrededor de la boca.
—¡Pero si no eres mi príncipe! —dijo a su vez, una mano en la cintura y la otra a un costado.
—¿Apuestas?
—¡Si! ¡Quiero una piedra brillante!
—Y yo un papel que diga que eres de mi propiedad, que ningún hombre se te puede.
Ante ese recuerdo, Charlotte no supo si debía reír o empezar a preocuparse por ese papel. Porque ella había perdido con todas las de la ley. William le robó el corazón sin consideración alguna. Esperó unos minutos antes de volver a hablar. Se dejó llevar por la música relajante. William le proporcionaba la seguridad que le faltaba, èl no le fallaría ni se aprovecharía de ella.
—No he dicho que seas mi príncipe —susurró Charlotte, la cabeza debajo del cuello de William—. Eres mi pichoncito, mi corazón. No mi príncipe, eso es poco. Las chicas fáciles tienen un príncipe, yo tengo un rey.
—Claro, claro. Has perdido la apuesta.
—¡Claro que no! Nunca dije que fueras mi príncipe. Merezco mi brillante.
William se pensó lo que iba a decir, se fue sonrojando poco a poco.
—Eso te lo daré cuando nos casemos.
—Entonces el papel lo firmaré cuando nos casemos.
La joven pareja se mantuvo la mirada. Lo que seguía en el baile Charlotte lo tenía estrictamente prohibido, hacer cualquier presión sobre sus caderas y cintura era peligroso hasta estar cien por ciento seguros de que la pequeña cicatriz no podría abrirse. William estaba al tanto de eso, así que, en vez de alzarla, le dio una vuelta. Su vestido se infló para luego pegarse a sus piernas. En ningún segundo perdieron contacto visual, excepto cuando ella quedó breves segundos de espalda a William.
—Mi pichoncito tendrá que conformarse con un beso —dijo, tomándolo del rostro. Will la rodeó con sus brazos, recargándolas en la parte trasera del vestido.
—¿Solo uno?
—No abuses, William Gallagher.
Se dieron un corto, pero profundo beso a mitad de la pista de baile, lleno de ternura y amor, agregándole un toque de pasión. Se olvidaron de las personas a su alrededor, se olvidaron del "qué dirán". Eran novios y la tentación los venció, un beso no haría daño a nadie. William le plantó un beso en la frente al separarse.
—Dime una cursilería, pichoncito —pidió Charlotte, los brazos alrededor del cuello de William.
—¿Decirte? ¿Después del beso quieres que te diga una cursilería?
—¡Claro!
—Apenas nos terminamos de transmitir nuestros sentimientos. No tienes remedio —la llenó de besos en el rostro.
—Es solo el comienzo —dijo Charlotte, con una voz dulce y joven. La voz que quedaría inmortalizada en la memoria de William.
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