Epílogo
Holanda guardaba buenos recuerdos de la época de universitarios de Charlotte y William. Esa colina, perdida en un pueblo entre las montañas, custodiaba uno de los momentos más preciados de la pareja. Charlotte seguía llevando el apellido "Lennox", William acababa de graduarse en comercio internacional y ya estaba trabajando en la empresa de su familia. Aquel viaje a Holanda fue principalmente para ver a unos socios. Sorpresa que se dieron cuando entraron a la junta y salieron una hora después con todos los temas tocas, revisiones hechas y papeles firmados. No les faltaba nada de trabajo y tenían una semana libre por delante.
Viajaron por Holanda, el primer y último viaje al país sin hijos. Se encontraron con la colina una tarde de invierno. Los copos de nieve comenzaban a bajar lentamente del cielo, pronto, el paisaje quedo cubierto por una fina capa de azúcar blanca y fría, los rayos moribundos de sol pintaron el atardecer para dejar paso a una noche nevada, perfecta para una taza de chocolate caliente.
Esa noche hicieron lo que nadie en su sano juicio hubiera hecho. Cenaron bajo la copa del viejo roble guardián del valle. Colgaron una par de lámparas en las ramas. Bajaron una mesa desplegable del coche rentado, lo cubrieron con un mantel blanco y este con un mantel rojo vino un poco más pequeño, con las puntas cayendo a los lados de la mesa. Los platos de cristal fueron los más baratos que encontraron, al igual que los vasos y cubiertos. El momento del postre fue lo más significativo, no porque William lo haya preparado en el departamento de unos amigos, sino por el contenido del huevo de chocolate blanco dentro del pastel.
Al derretirse el huevo por el chocolate que le caía encima, dejó a la vista una sortija de oro blanco con un diamante manchado de chocolate blanco. Eso no fue parte de lo planeado, pero a ninguno le importó. Charlotte se tapó la boca antes de dejar salir un grito ahogado. Desvió la mirada al cielo, la regresó al anillo. William ya no estaba enfrente de ella, sino a su lado.
—Charlotte Lennox, emperatriz de mi corazón, niña mala que me viene robando el alma desde el día que te conocí —dijo William, apoyando una rodilla en la nieve. La risa de Charlotte fue una mezcla de nerviosismo, emoción y alegría. Se le estaba proponiendo. William estaba a punto de pedirle matrimonio—. ¿Pasarías hasta el último de tus días a mi lado dejándome llamarte amada esposa mía?
El corazón de Charlotte dio un salto, se tiró a los brazos de Will y le dijo cerca de quince veces que sí.
—Te amo —había dicho William perdido en un mar de felicidad.
Aquellas palabras seguían resonando en los oídos de Charlotte seis meses después, al haberse casado en una pequeña capilla londinense. A Bernard Lennox le costó mucho aceptar que su hija se casaba sin los grandes lujos que él les ofreció, nada de fiesta escandalosamente grande ni cientos de invitados. La joven pareja decidió invitar únicamente a las personas cercanas y dejar fuera a todos los socios de ambas familias, querían algo pequeño e íntimo.
Asistieron el padre de la novia, sin Rosa, pues el matrimonio había terminado años atrás por una infidelidad por parte de ella, y sus hermanos con sus respectivas parejas; los padres del novio, la hermana del novio y su esposo, es decir, Marcelino. Ambos fungieron como padrinos.
—Yo, William, te quiero a ti mi querida conejita, Charlotte Lennox, como súper cliente esposa y me entrego a ti, aunque esto signifique lidiar con tus gritos histéricos, tu apetito voraz por los dulces, tu gran gusto por las fiestas y la compra impulsiva de muñecas. Y prometo serte fiel en las alegrías y en las penas, en la salud, en la enfermedad y esos días en los que tienes hormonas adolescentes, todos los días de mi vida hasta que me convierta en polvo.
—Yo, Charlotte, acepto a este seductor, sexy y encantador hombre, el único capaz de mandar mi mente a las nubes y mantener mi cuerpo atado a la tierra —se detuvo, alzò la vista al techo en un intento de evitar derramar lágrimas—. El joven que decidió arriesgarse por un futuro sabiendo que podría no haberlo, la persona que me enseñó que si se ama nunca debe de perderse la esperanza, que no se ha de dejar de esperar el regreso del ser amado —tomó aire, apretó ligeramente la mano de William—. Yo, Charlotte Lennox, quiero y necesito a William Gallagher como mi esposo —William sonrió y murmuró un "te amo" en respuesta—. Y me entrego a ti en cuerpo y alma. Prometo serte fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y la enfermedad, más allá de los días en mi estancia en la tierra.
—En la eternidad —susurró William, deseando poder estrechar a Lottie entre sus brazos y besarla como querìa.
—En la eternidad —repitió Charlotte.
—Yo los declaro marido y mujer, puede besar a la novia —dijo el padre, pero al ver a los recién casados se encontró que iban unos segundos adelante... ¿o él iba atrasado?
La primera princesa de la casa llegó antes del primer años de casado. Sabiendo que Charlotte no podía tener hijos por el accidente de su adolescencia, decidieron adoptar a Isabella cuando apenas tenía un mes de nacida. Había sido la más pequeña de la casa hogar tanto en tamaño como edad. Charlotte la tuvo unos minutos en sus brazos y se enamoró de ella. Sus ojos grises la veían con curiosidad, movía la boquita y su naricita de forma curiosa diría William, viéndola por el hombro de Charlotte.
—Will, es perfecta —fueron las palabras que escaparon de su boca, soltó un corto suspiro al escuchar unos soniditos saliendo de ella—. Adoptémosla.
Fueron meses intensos de papeleo para la adopción. Unas semanas antes de recibir a la pequeña en casa, un milagro sucedió en la familia Gallagher. Todo comenzó con las náuseas presentadas al regresar de Francia, de donde era originaria Isabella. Charlotte no prestó mucha atención hasta haber comenzado con los antojos y sentir que algo cambiaba en su organismo, que algo podría estar creciendo dentro de ella, realizó la prueba de embarazo.
Tres para ser exactos. La primera podría fallar, se dijo Charlotte al ver los palitos que indicaban una cosa: estaba embarazada. El segundo tuvo el mismo resultado, ahora estaba un poco más segura. El tercero fue la aceptación final. El milagro había sucedido. Gritó, corrió al teléfono con la intención de decirle a Will. Al estar marcando, pensó mejor y decidió decírselo cuando llegara de trabajar.
—Will —dijo Charlotte esa noche, apoyando la cabeza sobre el brazo de William.
—¿Qué pasó? —no desvió la vista hacia ella o bajó el libro que leía.
—Will, Will —cada vez su voz subía de nivel, la emoción la haría explotar—. Mírame por favor, es importante.
William dejó el libro de lado, se puso de costado hacia ella.
—Haberlo dicho antes...
—Estoy embarazada —interrumpió a Will, sin poder contener más tiempo la noticia.
Los ojos de William se abrieron como platos, su boca se convirtió en una "O" perfecta. Hizo como si fuera a hablar, pero volvió a cerrar la boca. Nuevamente la abrió y esta vez sí salieron palabras de su boca.
—¿Segura?
—Tres positivas.
—¿No es broma? —preguntó nuevamente.
—¿Cómo voy a bromear con esto? —inquirió indignada, se levantó de la cama—. En mi vientre está creciendo un hijo tuyo y mío... ¿no estas feliz?
—Estoy en estado de shock... voy a tener un hijo... o una hija —dijo para sus adentros—. Un hijo o una hija, ¡o gemelos! —exclamó, estallando en alegría, jaló a Charlotte de regreso a su lado—. ¡Dios, Charlotte! Es un sueño, dime que no lo es —pidió, abrazándola.
Charlotte lo besó profundamente, entrelazó sus manos detrás del cuello de su esposo. Se separaron, la respiración agitada. Charlotte puso su mano en la mejilla de Will, le sonrió con cariño. La sola idea de poder tener concebir un hijo, cuando le dijeron que eso nunca sucedería, la hacía muy feliz.
—No es un sueño —murmuró, William le dio otro beso.
—Tendremos que ir a que te chequen, no quiero correr riesgos y tampoco quiero perder a alguno de los dos.
—La niña, Isabella —dijo Charlotte, el recuerdo de la adopción llegó a ella—. ¿Está bien si tenemos dos hijos? También la quiero a ella.
—¡Dos, tres, cuatro, cinco! ¡Los que quieras!
—¡Con dos está bien!
Ese primer hijo recibió el nombre de su padre, William. Al principio, el padre se confundía hasta haber aprendido a diferenciar cuando Charlotte lo llamaba a él y cuando a su hijo. Los pequeños crecieron viajando alrededor del mundo por los viajes de sus padres, ambos habían terminado ocupando puestos importantes en la empresa de los Gallagher.
Charlotte consiguió trabajar desde la casa en su mayor tiempo, pero para William no era tan fácil. Cumplir con su puesto le consumía mucho de su tiempo. De esta forma, el tiempo de calidad con la familia era preciado. Eso sí, los fines de semana y fechas festivas era únicamente para su familia, aunque eso significara trabajar al doble de velocidad para dejar todo listo.
De vez en cuando llevaba a Isabella a ballet y a William jr. a futbol, asistía a las presentaciones de ambos. Y al menos una vez a la semana salían a los pastizales detrás de su jardín, él se encargaba de la cocina. Durante sus primeros años de casado descubrió ese talento oculto, en los meses en que Charlotte estaba embarazada le variaba la comida de tal forma que podía ser que en un mes no repitiera platillo.
Si, William se había coronado chef sin estudiar o tener una pasión anterior por la comida.
Su primer concurso lo ganó exactamente el mismo día que se enteró del segundo embarazo de su esposa. Lo cachó completamente desprevenido. Esa tarde estaban relajándose en la tranquilidad de las playas del Mediterráneo, en la costa italiana. Isabella jugaba con una cubetita y William corría detrás de una pelota de playa. Si William tenía que decir cómo veía a su hijo en diez años, él diría que corriendo detrás de una pelota en algún equipo en la liga europea.
—Un hijo más no estaría mal —comentó Charlotte, la cabeza apoyada en el hombro de William—. Una compañerita para Isabella o un compañero de futbol para Willy.
—¿Cómo les pondríamos?
—No sé... me gusta el nombre de Theresa, niña... si es niño —un minuto de silencio—. Alexander. ¿Y a ti?
—María Theresa me gusta —dijo, rodeando a su esposa con su brazo—. Mi primo se llama Alexander —agregó sin mucho entusiasmo.
—¿Y qué tiene?
—No le voy a poner el nombre de mi primo, es un mujeriego—Charlotte hizo memoria, si, lo recordaba. Le llevaba contadas cinco novias en tres meses.
—¿Peor que tu hace unos años?
—Peor que yo.
—Entonces no —dijo Charlotte. Se mordió el labio. ¿Por qué la mujer siempre tiene que dar la noticia de estar embarazada? ¿Por qué?, se preguntaba. Ya había pasado una vez por eso, pensaba que una segunda sería más familiar la sensación.
Cuando se giró, William ya la estaba observando.
—Algo te sucede, ¿qué traes entre manos?
—Estoy embarazada, de nuevo.
Y así llegó María Theresa. El tercer solecito de la familia. Heredó el cuerpo de su madre, los colores de su abuela materna. Un cabello chocolate más oscuro que el de Charlotte, pero más claro que el de su padre. Fue esa niña, con sus ojos enormes, que regresó al mundo de su juventud William. Su sonrisa parecía decir "te caché".
Con la llegada de María Teresa consiguieron una casa de campo en Holanda. Si alguien podía decir que su patio trasero se extendía por kilómetros, cuando se encontraban con las montañas de cúspides nevadas y rasgaban el cielo, eran los Gallagher. Era primavera, el pasto estaba pintado de rosado, lila, celeste y amarillo. Los arboles estaban en flor. Las abejas iban de flor en flor recolectando el néctar. El viento, suave, bailaba con las ramas. Producían canciones de vida, acompañadas de los continuos sonidos de la fauna. Entre los altos pastizales, en una pequeña colina coronada con un viejo roble, una mujer inglesa observaba el paisaje, desde el mismo lugar en que le había propuesto matrimonio su esposo hacía ya ocho años, al tiempo que vigilaba a un niño y dos niñas de apariencia tan distinta como una manzana y un plátano.
Era María Theresa Gallagher la niña que acostumbraba correr detrás de sus hermanos, negando a sus piernitas cansarse. El niño corría detrás de las dos niñas, ellas soltaban grititos de emoción, una con la voz más chillona que la otra. ¡Adoraban jugar entre los pastos altos! Disfrutaban poder perderse con facilidad, aunque esto solo ponía nerviosa a la mujer hasta que los niños volvían a aparecer metros más adelante, ya con los vestidos y los pantalones llenos de tierra.
—¡William! —recargada en el tronco del árbol con los pies cruzados y libro entre las manos, llamó la mujer—. ¡No juegues brusco con tus hermanas!
El niño se volteó, localizó a su madre y le sacó la lengua. Giró y siguió correteando a sus hermanas. William se parecía mucho a su padre de joven, tenía la personalidad encantadora que enamoró a Charlotte. Una copia a carbón, de eso no quedaba duda. Lo único que compartía con su madre eran los preciosos ojos azules que ni siquiera su hermana tuvo la suerte de sacar. La más pequeña de los Gallagher, con apenas tres años, tenía los ojos de su padre. Verde esmeralda. Y aunque la hija mayor no compartiera lazos sanguíneos con sus padres, también tenía similitudes, y no solamente en la personalidad, que la hacían pasar por una hija biológica de Charlotte y William Gallagher sin problema alguno. Las pocas personas que sabían de su procedencia no se lo creyeron en un principio, solo cuando veían con mayor detenimiento encontraban rasgos que Will y Lottie no tenían. Ella era Isabella.
Allá iba Isabella, corriendo de regreso a quien llamaba madre desde aprender a hablar. Charlotte abrió sus brazos en una invitación a sentarse sobre su regazo.
—¿Qué traes ahí? —preguntó, atrapando a la pelinegra entre sus brazos. Le dio dos besos en la mejilla. La niña abrió las manos, una pequeña mariquita roja se movía en la palma de su mano—. Es preciosa, ¿para tu colección?
—No, ya tengo una así —contestó, devolviéndola a la naturaleza—. Tengo hambre —agregó, poniendo ojitos de cachorro.
—En un ratito regresamos a la casa. Regresa a jugar con tus hermanos —la niña asintió con la cabeza, se levantó. Corrió colina abajo—. ¡Isabella! —la pequeña se volteó, su vestido lila se le pegó al cuerpecito—. Dile a William que no sea brusco con María Theresa.
—¡Si, mamá!
Desde el árbol, Charlotte escuchó las vocecitas de los niños. María Theresa, la más pequeña de sus ángeles, observaba a sus hermanos sin saber por qué se estaban peleando. Isabella tenía el ceño fruncido y William estaba completamente rojo. Charlotte se recordó que no era de algo por lo qué preocuparse, ella a la edad de ese par, seis años, se peleaba con sus hermanos casi por placer. Disfrutaba hacerlos molestar sabiendo que saldría victoriosa, no era diferente con sus hijos. El niño se cruzó de brazos, molesto. Les gritó a las dos que eran unas pesadas y salió huyendo al refugio de su madre, llorando.
Isabella se giró, dándole la espalda al chico. María Theresa la siguió.
—¡Quiero a papá! —chilló William, hundiendo su rostro en el pecho de su madre—. Isabella se queja de todo y Maria Theresa es una nene, no sabe jugar.
—Aún está muy pequeña, dale unos años —dijo Charlotte, dándole palmaditas en la espalda—. Entiende a Isa, no le gusta jugar brusco y si juegas así con Maria Theresa luego ella hará lo mismo.
—¡Pero es divertido! Yo corro detrás de ellas y las pesco —hizo gestos y señas cuando hablaba—. ¡Nos mostraste ese juego!
—Cuando las pescas tiene que ser suavecito, no has de empujarlas —repuso Charlotte, pasando la mano sobre los hilos de oro. William se fue calmando poco a poco.
—¿Y papá?
—En un rato viene...
En vez de regresar con las niñas, William se subió a las ramas más bajas del árbol. Contó a su madre los acontecimientos de la última semana en la escuela, la voz se fue apagando. Se silenció. Charlotte, preocupada, buscó entre las ramas y hojas a William. Lo encontró profundamente dormido en la rama más cercana a ella, apoyado en el tronco del árbol. Más tranquila, siguió vigilando a María Theresa e Isabella, quienes a paso lento regresaban a la colina.
—¡Mamá! —gritó Maria Theresa a unos pasos de ella, una radiante sonrisa la acompañaba—. ¡Mamá! ¡Galleta, galleta! ¡Agua, agua!
—¡Ya llegó la comida! ¡Tranquilas mis mujeres! —canturreó Will, una cesta de mimbre llena de golosinas, sándwiches y comida—. ¿Y William? —sonriendo, Charlotte señaló la rama. William se apoyó en la rama, a su lado—. Oye, campeón, ya traje la comida.
—¿Eh? ¿Comida? —balbuceó, William alcanzó a asentar la canasta y cachar a su hijo antes de que se cayera de la rama—. Tardaste, María Theresa no sabe jugar e Isabella es una pesada —siguió el chico, ignorando haberse salvado de caer por muy poquito.
—A la siguiente me ayudas con la comida, ¿va?
—Va... —se fue a sentar a lado de la cesta, buscó entre los sándwiches y galletas—. ¿No hay pizza?
—¿Pizza? Willy, estamos en el campo —dijo Isabella, regalándole una cara de pocos amigos—. ¡Comemos comida de campo! Hierbas, quesos y pájaros.
—¡PUAJ! ¡No me gustan los pájaros!
—¡Pájaros no! —dijo Maria Theresa, sentada en las piernas de su madre.
—El pollo es pájaro —indicó Isabella, aceptando uno de los sándwiches que le tendía su padre.
Las horas de comida siempre eran así. Una pequeña discusión entre Isabella y el pequeño William. Charlotte lo toleraba hasta que las cosas amenazaban con salirse de control, no toleraba que se lanzaran comida ni se dijeran cosas "feas". María Theresa adoraba a sus hermanos, los imitaba sin cesar. Lejos de molestarles, adoraban la atención que recibían de su hermanita menor.
William rodeó a su hija cuando esta pasaba enfrente de él, le hizo cosquillas hasta que consiguió escaparse de sus brazos y fue a refugiarse detrás de su madre. Se reía nerviosamente, William movía sus manos y María Theresa se abrazaba a su madre aún más fuerte.
—Pobre de mi bebé, ¿papi te está molestando? —dijo Charlotte, sacándole la lengua a William—. Yo te protegeré.
—¡Yo igual! —exclamó el pequeño William, la boca llena de comida. Sintió la mirada de su madre, cerró la boca y siguió comiendo en silencio.
El cielo se pintó de los mismos colores de las flores, agregando unos tonos anaranjados y unos rosados más brillantes. Las aves regresaban a sus nidos hablando entre ellas. Regresaron a la casa de campo cuando el sol se estaba metiendo. Isabella y William corrían a unos metros delante de sus padres, desgastando sus últimas fuerzas del día. Will llevaba al angelito en brazos, María Theresa estaba aferrada con sus pequeñas manitas a la camisa blanca de él. Se veían tan tranquilos los dos, Charlotte deseó tener una cámara con ella.
William se giró a ofrecerle su mano libre, la aceptó. Contempló a su esposa. La silueta de Charlotte era enmarcada por los últimos rayos del sol. William dejó ver una sonrisa llena de amor.
Antes de seguir la caminata, se vieron con cariño, recordando los años pasados juntos y esperando un futuro juntos.
FIN.
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