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• II •

Regresé a mi cuarto pensando que era un sueño, recostándome sin cubrir mis pies, manteniendo mis ojos hinchados bien abiertos y fijos en la chica a mi lado y su aparente sueño perturbador. Diría que era mi mejor amiga, pero era realmente rara a veces y prefería evitarla en la universidad. Sin preocuparme por su estado vegetal y su rostro apenas visible por la penumbra, parpadeé tratando de volver a concebir el sueño.

Tres horas después, reí amargamente el notar que no podía dormir por más que lo intentara. Y todo comenzó a derrumbarse dentro de mi poca cordura al ver el reloj aún marcando las malditas 5:06 am.

"¿Esto es una broma?"

Decidí levantarme y salir a caminar una vez más, esperanzada en encontrar a alguien en movimiento. El cielo no era completamente oscuro, se había pintado parte de la vista con colores azules y morados. El bochorno que debía hacer no era, no sentía calor ni estaba sudando a pesar de llevar mi chaqueta. Todo era tranquilo, una madrugada llena de paz para alguien como yo.

Anduve como si fuera cualquier otro día, solo que silencioso. Recuerdo que me encontré con rostros conocidos en las calles, no haciendo nada, incluso vi al vecino que paseaba a su gato violento con correa cerca de la estación de trenes. Traté de usar mi celular, pero los videos no corrían ni los mensajes funcionaban. A veces el teléfono se atoraba, y la luz que usaba para alumbrar los rostros de los desconocidos era como tratar de iluminar marionetas en un teatro de cera.

Habían unos insectos horribles cerca de la casa más grande del vecindario, y un señor molesto con el periódico en sus manos y grandes ojeras aplastando a uno. Lo miré desde su ventana, notando que el señor iba a correr esa mañana, pero no lo consiguió gracias al extraño evento.

No, no era raro. No me importaba, y no tenía miedo aunque apretara más mi sudadera y ocultara mis manos llenas de rayones de lapicero por las notas de recetas que había tomado en clase la semana pasada. Aunque temblara y apretara los dientes, no era por susto. En realidad, todo eso era bueno para mí. Me sentía tranquila.

"Todos están muertos, Dios me ha escuchado. Eso está bien para mí".

Aquella madrugada, hice todo lo que quise. Fue alrededor de una semana en el mismo día, recorriendo la pequeña ciudad y la plaza central, llenándome de lo que quisiera. Las televisiones no funcionaban, mantenían la imagen congelada, así que leí todos los libros pendientes que tenía. Dormí en un gran hotel, cociné lo que siempre quise sin miedo a arruinar los ingredientes, y jugué con la cara de mi compañera dibujándole un bigote.

Hice tonterías que había olvidado, y me reí sola por todas las cosas de mi vida antes de ese día. Aún después de toda la diversión, subí al edificio más alto de la ciudad donde imprimían periódicos, me posé en el filo del lugar y miré la caída. Era hora de terminarlo, yo sabía que debía terminar. Me habían dado esa oportunidad, la oportunidad de matarme sin que nadie se interpusiera o lo notara siquiera.

Desaparecer del mundo y acabar con mi existencia. Fui bendecida de esa manera, recibiendo el coraje que me faltaba para acabar con los latidos de mi corazón. Pero hubo un problema cuando me percaté del vacío pausado y mi cuerpo moribundo, asustada por el silencio de la soledad. ¿Por qué querría matarme si ya todo estaba dormido? Ya no tenía que ser vista por nadie más, no tenía que escuchar las palabras y ya no tenía que sonreírle al mundo cuando me preguntaran si estaba bien.

Retrocedí, cuestionando mi decisión.

"¿Qué estoy haciendo?"

Solo fue un suspiro lo que dejé salir antes de verme cayendo cuesta abajo, impulsada por la fuerte palmada en mi espalda. Comencé a caer mientras gritaba, mi voz resonaba por el vacío silencioso del edificio paralelo. Yo parecía ir más rápido comparada con las cosas inanimadas a mi alrededor, incluso la señora de la limpieza del edificio que tenía una mueca de hastío antes de entrar a la impresora. Grité y grité de miedo.

"Voy a morir. Voy a morir... no, no quiero morir".

Alguien me tomó del cuello, lastimándome.

Fue también la primera vez que la vi, una entidad sin rostro con cabello blanco y ondulado que le llegaba a las caderas, estaba descalza. Usaba un vestido blanco con detalles dorados, semejante al chitón que usaban las mujeres griegas en la antigua Grecia. Me cargó, rodeándome con sus brazos, dejando caer polvo de estrellas en el cielo.

La miré, sin palabras. No había nada en su rostro, solo una boca con labios delgados y claros como la nieve. Era una estrella rodeada de la oscuridad silenciosa, y tuve miedo de que desapareciera en ilusión y me soltara en la profunda caída. Estábamos más cerca de la luna de lo que esperaba, se veía tan cerca, redonda y hermosa, iluminándonos. Giré un poco para ver lo que brillaba detrás de ella, las alas cristalinas y llenas de polvo que lucía como azúcar. Eran enormes, llegando a sus pies, más grandes que yo.

Grité de pavor cuando reaccioné. La empujé fuertemente, pero no me dejó caer. Al contrario, me bajó hasta estar sobre la estación de trenes y recostarme en el tejado viejo, mirando los colores lejanos del amanecer que no llegaría.

No dijo nada, se sentó a mi lado en silencio hasta que yo me reincorporé de igual manera.

—¿Quién eres? —Pregunté, sin apartar la vista de ella.

No tenía ojos, pero su cabeza giraba hacia el amanecer, recargando sus brazos detrás de su espalda curva. Las alas parecían estorbarle, así que fueron perdiendo densidad por segundo. Su luz amenazaba con segarme.

Me veían unas esferas horribles junto a ella. En su regazo se posó mirándome. Era una criatura quizás linda pero fue escalofriante ese momento.

—¿Quién eres tú? —Preguntó el cabrito, haciéndome pegar un grito del susto.

"¿Por qué habla?", murmuré en confusión.

Me levanté, pisando mis agujetas y trastabillando en las tejas. La sudadera enorme que usaba no me dejaba ver ni mis dedos, y el cabello en mi rostro obstruía, pero aún así me cubrí asustada por el animal. Era un pequeño cabrito que le hacía compañía, un cabrito llamado Solebát que con ira me ordenó volver a sentarme. La chica rió en silencio, haciéndose semejante al paisaje pausado.

—Me has llamado. Estoy aquí para escucharte.

Esas fueron sus primeras palabras acompañadas de un aire helado, sin dirigir su vista hacia mí.

—¿Cuál es tu nombre?

—Eso no importa. —Respondió el cabrito por ella.

La tranquilidad volvió a mí, sabiendo la respuesta. Quería preguntarle muchas cosas, y una de ellas fue que me hiciera saber si era aquella entidad apodada Dios. Ella negó, diciendo que sólo hacía su trabajo. Entonces, preguntó algo que hizo un nudo en mi estómago.

—¿Por qué quieres morir? —Su voz era aguda pero suave, como una canción de cuna.

—¿Por qué quiero vivir? —No dijo nada, así que continué—. ¿Debo tener una razón para querer morir?

Tampoco dijo nada por el lapso de unos minutos. Se encontraba a un metro sentada lejos de mí, aún en la misma posición. Quise preguntarle si podía ver la luz a lo lejos, pero al no tener ojos creí que sería algo estúpido. Yo prefería pensar que estaba teniendo alguna otra alucinación como en el pasado.

—No, creo que no. Muchos me han dicho que quieren morir sin saber porque lo quieren. —Habló ella, manteniéndose quieta—, ¿tú de verdad no tienes una?

—No, supongo que no —admití—. Pero tampoco quiero seguir viviendo.

Entonces recordé momentos atrás, cuando estaba por matarme. Mi estómago se hizo un nudo acompañado de náuseas. Ella elevó su dedo índice y señaló el amanecer, lúcida de sus movimientos aún sin ver. Su cabrito extendió las patas en su regazo, como si tratara de tomar una siesta.

—Más allá del horizonte se encuentra un reino dorado —murmuró, sacudiendo sus dedos que dejaron caer destellos del polvo extraño—. Para llegar a él pasas por un túnel de cristal y escaleras doradas, debajo del arcoíris cristalino con colores imperceptibles para el ojo humano. Los habitantes son felices, pero ya no viven.

—¿Eres de ahí? —Asintió, y yo volví a preguntar—, ¿qué eres?

Ignoró mi pregunta y señaló el tren que se aproximaba a la estación. Los sonidos de las vías sonaron en mi cabeza, pero no había nada en movimiento... solo en mi mente.

—Hay un lugar más abajo de ese reino lejos de los planetas cercanos, en otro universo lejos de mi hogar, llamado tierra —masculló, acariciando a Solebát quien ahora dormía—. Hay estrellas en el cielo y luciérnagas en los bosques, no como la ciudad vecina del reino dorado que todo parece ser al revés. Hay tierras heladas y criaturas marinas que se esconden en las profundidades de lo que ellos llaman océano. Hay bosques enormes, que aunque están desapareciendo su belleza se esfuerza por perdurar. Hay montañas verdes, algo extraño para mí. Los habitantes son orgullosos, egoístas, amargados, tristes, alguno que otro es feliz, pero todos están vivos. No hay seres muertos en la tierra, solo sus cuerpos volviendo al polvo.

—¿Qué quieres decir?

—Creo que es sorprendente estar vivo. —Admitió, girando a verme. Su cabello ondulado brillaba—. Son hermosos todos ellos, pero la belleza cuesta.

Me pareció que sus ojos tomaban forma gracias al polvo que le rodeaba, pero no era un rostro normal. Era como un maniquí blanco y resplandeciente, juzgándome con su expresión. Un rostro bañado en leche espesa.

—¿Vivir o morir? —preguntó, curveando sus labios—. Cualquier cosa que desees ser o dejar de ser estoy aquí para cumplirla.

Tartamudeé, sin poder responder. Los ojitos del cabrito volvieron a posarse sobre mí, y yo parecía ser la única cosa que temblaba en la faz de la tierra pausada. Volvió a hablarme:

—Vamos, Eli. Pídeme un deseo.

"Solo pídeme un deseo".

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