Abi en el País de las Maravillas
Capítulo III:
Abi en el País de las Maravillas
No sabía cuánto tiempo llevaba dando vueltas en esa habitación, pero sus pies estaban por traspasar el piso por tanta fricción. Abi se regañaba internamente por ser tan insensata; por supuesto que siempre se arrepentía de las cosas cuando era demasiado tarde. Sus padres continuamente le recordaban que ser tan impulsiva la metería en problemas constantemente, el asunto era que ella aún no podía hacer nada al respecto. No hasta que ya había echado a perder las cosas.
¿Por qué simplemente no se había puesto ese condenado vestido? ¿Qué perdía con seguirle el juego? Bueno, ahora ya sabía lo que perdía y era su oportunidad de pasar la noche en un lugar caliente. Pero ya estaba hecho y no pensaba rogarle, si tenía que ir a la calle lo haría con la frente en alto. Se limitaría a buscar un teléfono público y llamar a sus padres, o quizá ni siquiera fuese necesario. Una idea centelleó en su mente y Abi prácticamente pegó un brinco para alcanzar el cuarto de baño. Sí, estaba mojado y embarrado, pero también tenía su carcasa protectora.
Presionó las teclas con los ojos cerrados, rogando internamente que aún tuviera vida útil.
—Por favor... por favor... —y entonces el sonido celestial que anunciaba en la pantalla brillante «Buenos días, Abi», se hizo oír—. ¡¡Sííí!!
Mientras aguardaba a que el móvil consiguiera señal, tomó asiento en la cama dejando sus pies colgar libremente.
—Señorita... —la llamada fue acompañada por el ingreso de Catrina. La señora la observó con un gesto apesadumbrado que podía trasmitir mucho más que mil palabras. Iban a echarla por cabeza dura.
—No te preocupes, Cat, ya encontré mi teléfono. Pronto llamaré a mis padres y ellos vendrán a recogerme.
Ella arqueó una ceja al parecer no muy convencida y fue a sentarse a su lado.
—Antes debería vestirse —ofreció con una sonrisa propensa a escapar de sus labios, Abi bajó la vista al vestido y la regresó hacia Catrina.
—Mmm... —Pensó en negarse, pero el rostro que le expuso Cat fue demasiado como para decir que no, solo se acarrearía más problemas—. Bien. —Terminó por acceder y la mujer le sonrió de oreja a oreja.
—Ya va a ver lo guapa que queda. —Se encogió de hombros, dudosa. No es que fuera el vestido mágico de Cenicienta lo que le estaba ofreciendo, pero quién sabe. Quizá era el primer paso para encontrar un príncipe encantado que la devolviera a su hogar, preferentemente antes de que alguien notara su inusual ausencia—. ¿Cómo se pondrá en contacto con sus padres? —instó la mujer, mientras le anudaba las distintas tiras del corsé, apretando sistemáticamente sus pechos.
Abi dirigió su vista al espejo y quedó sorprendida por el rápido efecto de aquella cosa, jamás en su vida habría pensado que podía llegar a tener escote. Pero allí estaba, a la vista de cualquiera que quisiera apreciarlo. Sí, la cosa le quitaba el aire, pero los resultados de su presencia eran más que evidentes. No pudo responder al instante pues de un segundo a otro se vio inmersa en un montón de tela, que por su suavidad delataba ser de alguna especie de seda; de un color celeste agua que algunos lo llamarían turquesa pero que ella pensaba que simplemente era una variación del celeste. El vestido caía majestuosamente en finas capas, desde la faja, a tono, realzando su esbelta figura desde el busto hasta sus tobillos.
—Traje mi móvil así que no será problema —respondió, volviendo su cabeza en dirección a donde reposaba el aparato y al mismo tiempo recuperándose del pequeño shock que le produjo descubrir lo bien que podría lucir enfundada en telas tan exquisitas. Desmintió en ese momento el tonto dicho «aunque la mona se vista de seda...». Pues definitivamente aquel vestido podría obrar milagros, incluso para esa desdichada mona.
—¿Móvil? —a través del espejo Abi pudo notar el ceño fruncido de Catrina, pero no se molestó en dar una amplia explicación pues aún se encontraba ensimismada en sus pensamientos.
—Sí, me será un poco difícil explicarles dónde estoy... — hizo una pausa súbitamente notando que aún no se lo había preguntado a ella, quizás Catrina no le jugaría bromas y le diría la verdad—. Por cierto... ¿dónde estoy?
—Está en el condado de Bath, al oeste de Londres. —La mujer se detuvo para recoger algo de la cama y al instante la hizo sentarse en la pequeña silla que reposaba frente al tocador. Abi se quedó muda... ¿Londres, Inglaterra? No podía ser que se lo estuviese imaginando, realmente le estaban informando que estaba en aquel viejo país. Pero, ¿por qué? ¿Cómo? ¿Cuándo?
—¡¿Dijiste Londres?! —Catrina asintió muy concentrada en su trabajo, moviendo sus manos hábilmente en su cabello, levantando mechones y ajustándolos correctamente con peinetas—. Pero eso queda en Europa —explicó en un susurro aún sin poder creer lo que oía.
—Así es —respondió sin inmutarse, incluso sonreía, Abi casi suelta un bufido.
—¡No puedo estar en Europa! —exclamó dándose la vuelta para mirar a aquella mujer, que sin duda tenía que estar mintiendo. Dios no la dejaría creer tremenda mentira.
Catrina pareció desconcertada por su reacción, pero volvió a exponerle una sonrisa con la esperanza de que Abi se relajase. ¡Al demonio! Pensó en un exabrupto, jamás se relajaría, no estando en Inglaterra, no estando tan lejos de su casa y de su familia.
—¿Qué tiene de malo?
—¿Qué tiene...? —repitió incrédula—. ¡Yo vivo en América! No pude simplemente haber aparecido aquí de un día para el otro. —Abi se levantó de un brinco y giró en la habitación de un lado a otro, como si no estuviese segura de a dónde ir o qué hacer. Finalmente se dejó caer en la cama con un gesto de rendición y un profundo suspiro. Golpeó su cabeza con sus manos tratando de alguna forma de mantenerla sobre su cuello, pues de un minuto a otro pensaba que simplemente escaparía y la dejaría a su buena suerte.
—¡Oh, Dios! Tal vez me secuestraron... tal vez me vendieron... —Mientras divagaba en las distintas hipótesis, se preguntó cómo era posible que sus padres no la estuvieran buscando. ¿Cuántos días llevaría lejos de su casa?—. Puedes... —Levantó la vista un tanto abrumada, hacia la mujer que la observaba con compasión—. ¿Qué fecha es? —instó sin poder contener el temblor de su labio, tan solo necesitaba de un mínimo estímulo y rompería en llanto.
Sí, se consideraba fuerte y una mujer capaz de afrontar casi cualquier cosa, pero ¿Inglaterra? Eso era otro país, otra costumbre. ¡Rayos! Era otro maldito continente.
—Diecisiete de febrero.
Abi soltó una carcajada irónica, al parecer no estaba mostrándose demasiado desesperada pues Catrina pretendía seguir con el absurdo.
—Imposible —musitó poniéndose lentamente de pie, la mujer lució un rostro de verdadera contrariedad—. No puede ser diecisiete de febrero, porque eso fue ayer... porque eso significaría que aún es mi cumpleaños y es más imposible aún, porque yo no pude atravesar todo el mundo en unos segundos. —Catrina no pareció feliz con su respuesta y se volvió con el objetivo de recoger algo en la cómoda, Abi la observaba pero su mente estaba proyectando distintos escenarios. ¿Habrían sido secuestradores de chicas?
No lo recordaba y eso la asustaba aún más, tal vez la habían drogado o quizás habían utilizado su cuerpo para transportar droga. Todo podía ser probable, todo y a la vez nada, quizá los dementes de esa casa pretendían unirla en su grupo y le exponían esa sarta de idioteces. Sí, se dijo mentalmente, ellos estaban mal, seguramente eso era lo que ocurría. Al menos esa teoría la tranquilizaba un poco, ahora solo restaba salir de allí cuanto antes, o tal vez terminaría contagiándose.
—Aquí tiene, es la gacetilla del día. La recogí esta mañana en el pueblo, puede verificar la fecha allí. —Le apuntó la parte superior del gran periódico y ella frunció el ceño antes de ponerse a leer.
—Esto está mal —señaló con convicción y aunque en su voz no hubo vacilación, la teoría del engaño masivo tambaleó notoriamente.
—No, señorita, la fecha es correcta... estamos al día diecisiete del segundo mes del año 1765 de nuestro señor. — Por un instante solo se quedó con la mirada fija en la boca de Catrina, sus labios se habían movido, de eso no cabía duda, pero sus palabras... sus palabras simplemente carecían de sentido.
Entonces, ¿por qué repentinamente sintió como si la realidad viniera a golpearle a la puerta?
Abi giró la cabeza abruptamente en todas direcciones, buscando algún indicio que le ratificara que estaba en el siglo XXI. Pero sus ojos viajaron desde las cortinas de brocado, a la cama con dosel de cuatro postes y por último terminó posándose en la mujer enfundada en un vestido estilo regencia o victoriano, no podía precisarlo. Y sus recuerdos de las horas anteriores centellaron como burlándose de su falta de atención, la tina con patas de metal como garras, la ropa extraña del lord. ¡Por Dios del cielo! El lord mismo, él y su manera tan formal de hablar, sus movimientos calculados y su porte tan aristócrata. Estaba todo tan obvio frente a sus ojos, que solo ella sería incapaz de verlo. Solo faltaba que le agitaran un cartel en la frente y que el mismísimo rey viniera a estrecharle la mano.
Abi comenzó a hiperventilar, por alguna extraña razón ya no se sentía muy capaz de seguir con el trabajo simple y mundano de respirar. Entonces, su cuerpo simplemente se desentendió de su mente y huyó. No tenía un destino, o quizá muy adentro suyo solo pretendía abrir una puerta y llegar irremediablemente a su época. Es decir, no que eso fuese a ser menos loco e improbable, ¿cierto?
***
—¿Dónde dices que fue?
—No estoy segura, milord, estábamos hablando y luego simplemente salió corriendo.
William no tenía voluntad ni entusiasmo para afrontar aquello, lo único que deseaba era su paz, pero al parecer últimamente la misma estaba demasiado sobrevalorada.
—Quizá solo fue a tomar aire —siseó en un vano intento de desentenderse del menester, Catrina bufó sin ánimos de ocultar su desagrado.
—Yo la noté bastante contrariada... —espetó y sus ojos viajaron a las ventanas que convenientemente él mantenía cerradas, pues la luz del sol lo perturbaba causándole largos dolores de cabeza—. La noche está cayendo, milord, y se trata de una joven asustadiza y confundida. —Y al parecer con esa frase pretendía despertar su compasión, algo que claramente no funcionó.
William se puso de pie dirigiéndose a su lustrosa vitrina de bebidas y escogió entre las distintas licoreras el mejor brandy que el dinero podía conseguir. Directo de Francia, y a pesar de que obtener mercancía de un enemigo tan asiduo, podría considerarse como una falta de respeto a la corona, le importaba un bledo. Amaba su Armagnac y ni mil reyes lo obligarían a dejar de obtenerlo, por los medios legales o ilegales que se le presentasen.
—Lord Adler —lo llamó, apartándolo del laborioso y metódico trabajo de agitar correctamente su bebida.
Nadie se percataba de la necesidad que esto conllevaba, pues alcanzar la temperatura adecuada era un don que no muchos poseían. Dio un rápido sorbo, comprobando que el toque nunca se le iría, sus manos siempre tenían el calor indicado. Un tanto más relajado, observó por sobre la copa a Catrina que con su expresión ceñuda aparentemente intentaba implantarse.
—Dígame —murmuró, regresando a la cómoda superficie de cuero que lo mantenía horas pegado a su escritorio y a sus tareas.
—La joven, por favor.
—Si ella decidió retirarse, yo no soy quién para detenerla. —Con esas palabras dio por zanjado el asunto, tomó los papeles que esperaban por su atención y rápidamente volvió a sumergirse en su trabajo. Un carraspeo casi insonoro lo arrastró de nuevo a aquello a lo que él no tenía ningún interés en regresar. Puso los ojos en blanco y analizó el semblante de su ama de llaves con un gesto despectivo, que claramente dejaba entrever el mensaje oculto en su mirada, un firme y contundente «déjame solo»—. ¿Necesita algo más? —inquirió pero su voz no admitía replica, su tono era una invitación para que se retirara.
—¿Qué? —preguntó con convicción Catrina contra todo pronóstico plantándose en su lugar—. Búsquela —pidió y rápidamente bajó la mirada al piso, como si acabara de pronunciar la peor de las blasfemias frente al mismísimo Papa.
—No —respondió, y con un movimiento de su mano le indicó que se retirara. Ella hizo una rápida reverencia antes de cumplir su orden. Pues sin importar cuántos años llevara trabajando con él, nada, ni la relación de confianza más profunda que ellos pudieran tener, le dejaba espacio para desobedecerlo.
—Un caballero jamás ignoraría a una dama en aprietos... —Y con ese último comentario cerró la puerta detrás de sí.
William alzó la vista dispuesto a soltar una retahíla de insultos, su propia criada acababa de ponerlo en su sitio y sintió cómo la rabia crecía en su interior. Pero se vio obligado a aplacarla, quisiera admitirlo o no, él se había comprometido de cierta forma a poner a la señorita Fletcher a salvo. Después de todo la había rescatado de una muerte segura y lo más sensato era actuar como el protocolo dictaba, sería mal visto volverle la cara en esos momentos. Aunque ella hubiera decidido irse por voluntad propia, no era digno de un verdadero hombre dejar que una señorita vagara por las calles sin la adecuada protección. Se levantó de su sillón resoplando por lo bajo, maldiciendo su condenada educación y a su estúpida condición que lo obligaba a actuar bajo reglas de etiqueta establecidas.
Tras merodear por los alrededores cuidando de no tomar un camino equívoco, pues aunque se mantenía en sus tierras nada lo eximia de perderse, se reprochó por no traer su arco o mínimamente su pistola. Le agradaba llevar cuenta clara de la extensión de sus dominios, pero también debía recordar que aquellos lugares eran frecuentados por animales que reclamaban así como él, el poderío. Unos golpecitos repetidos y un tanto nerviosos lo fueron guiando, William agudizó los sentidos para determinar su procedencia. Él era muy bueno moviéndose en la oscuridad, factor que parecía crecer a medida que se dejaba atrapar más y más por las sombras. Si ya de por si detestaba la luz del sol, su condición era como la excusa perfecta para que él pudiera mantener un retiro casi completo de la sociedad y sus petulancias. Eso incluía los paseos interminables bajo el fiero escrutinio del astro rey, cosa que convenientemente no echaba para nada de menos.
—¿Por qué? —Un golpe—. ¿Por qué? —Otro golpe seguido por un ligero sollozo—. ¿Qué hice? ¿Qué he hecho? ¿Qué haré? —la voz frustrada de la señorita resonaba sutilmente perdida en el murmullo del viento. William continuó con paso firme, directo a los constantes reproches que parecían desbordar de la boca de la damisela Fletcher. Pues dudaba que otra persona estuviera allí en las inmediaciones de su finca, injuriándose tan filosóficamente sobre su situación actual.
—¿Señorita Fletcher? —Ella alzó su rostro enrojecido del soporte que le proporcionaban sus rodillas y lo observó con gesto contrariado. Luego movió su pie repentinamente hacia adelante, haciéndolo chocar contra el árbol que la enfrentaba. Un sonido hueco emergió del susodicho y él pudo determinar de dónde venían esos ruidos que había escuchado antes.
—Déjame sola —dijo, volviendo a dar otra patadita. El típico berrinche de una niña, pensó en su fuero interno y contradiciendo su pedido, terminó de recorrer los metros que los separaban.
—Levántese —ordenó con voz firme, pero ella no dio indicios de oír sus palabras. William la tomó de un brazo y con un movimiento limpio la tuvo de pie frente a él. La señorita Fletcher, no lo objetó, no dijo nada... se limitó a quedarse tiesa, al parecer sin ánimos de presentar batalla—. Vamos —le indicó, pero en ese momento ella no se movió tan dócilmente como antes.
—¿Con qué objeto? —murmuró sorbiendo por la nariz, le era difícil determinar si lloraba o no, pues la luz era endemoniadamente pobre en ese lugar. Y ella se observaba los pies como si temiera que de momento a otro estos desaparecieran.
—Está helando y no pienso quedarme a discutir en medio de la nada, muévase.
Ella se liberó de su amarre con un tirón que lo tomó desprevenido.
—Pediste que me fuera y lo hice, ahora déjame en paz. ¿A ti qué te importa si muero congelada o devorada por algún animal? —Se obligó a ignorar esa manera tan poco correcta que utilizaba para dirigirse a él, William no era demasiado puntilloso con los asuntos de etiqueta. Pero dado su título y su nombre exigía al menos el mínimo de los respetos, algo que claramente la señorita no poseía.
—Tiene razón, su vida no es de particular interés para mí. Pero me niego a tener que venir a recoger su cadáver por la mañana y sobre todo, me niego a tener que estar explicando las razones de su deceso. —Se detuvo cuando ella clavó sus extraños ojos en él, no podía determinar su color... no eran negros, pero sí bastante oscuros.
Sacudió la cabeza restándole importancia y recordó que en ese momento estaba presentando un alegato.
—Si quiere morir, lo hará lejos de aquí y preferentemente lejos de mí. —La boca de ella comenzó a temblar descontroladamente y sus extraños ojos se anegaron en lágrimas, luego simplemente se dejó caer sobre su trasero rompiendo en un llanto desgarrador.
William sintió la necesidad de patearse, no había querido ser tan duro pero detestaba cuando las personas ponían cuestionamientos ilógicos. Él le había dado una respuesta racional, algo que al parecer no había sido bien aceptado por su interlocutora.
—¡Levántese! —volvió a gruñir ya yendo por su brazo, ella se revolvió debajo de su mano y soltó un chillido que lo detuvo en seco. Era imposible que una mujercita tan pequeña gritara de esa forma, no se daba una idea de cómo hacía para ser tan contundente—. ¡Deje de gritar!
—¡¡Deja de intentar tocarme!! —exclamó en respuesta—. ¡¡Quiero volver a casa... quiero volver a casa... por favor!! —Ella alzó la vista al cielo como rogándole a Dios y pasando completamente de su presencia.
William cansado de su actitud infantil estuvo a punto de desistir de sus intentos, cuando ella volvió a soltar un sollozo. Regresó los pasos que se había alejado y dejando ir un suspiro, se acuclilló a su lado con paciencia sacada de no sabía dónde. La tomó de las manos y las apartó lentamente de su rostro, ella a pesar de que tenía los ojos húmedos, no parecía realmente alterada, sino que más bien lucía como alguien inmerso en un pensamiento concreto.
—Relájese —pidió con su voz más solícita—. Dígame que ocurre... ¿Por qué llora? —Se mantuvo en un silencio analítico por largo rato, hasta que llenó sus pulmones y lentamente dejó ir el aire por entre sus labios, el cual golpeó el rostro de William haciéndole imposible ignorar al suave aroma femenino de su respiración. ¿O sería simplemente su perfume?
—Mi casa... —dijo en un susurro velado, él la invitó a continuar con un asentimiento—. Quiero volver, pero no sé cómo... estoy muy lejos. —William rápidamente recordó la charla que tuvo con Catrina minutos antes de abandonar la finca, su criada le había mencionado que la señorita Abi provenía de las colonias. Lo cual explicaba bastante su extraña forma de hablar.
Bien, entonces ella estaba en lo cierto, en realidad estaba bastante lejos, pero no era un imposible. Los viajes a las colonias podían ser arreglados. Claro que costaría por las pequeñas pujas que había en esos momentos entre los coloniales y los peninsulares, pero se podía hacer.
—No debe preocuparse por eso, estoy seguro que puedo conseguirle un modo de llegar.
Ella sacudió la cabeza sin siquiera oír su propuesta.
—No entiendes —replicó a modo de reproche—. No puedo volver, no hay ningún lado a donde ir... ¡Oh, Dios! Realmente no quería esto. —Terminó su frase con la cabeza una vez más inclinada hacia arriba, en un ruego al ser celestial. William no supo cómo responder, si ella no tenía familia que la aguardase del otro lado del mundo, él no podía solucionarlo. No era capaz de darle una dote y conseguirle un marido que cuidara de su persona, después de todo ese era el trabajo de un padre, de una madre o de una institutriz.
—¿Qué edad tiene? —preguntó tratando de hallar una forma de escape, si ella era menor podía apelar a la caridad del estado o incluso podría ser acogida como una pupila.
—Dieciocho —musitó como si no creyera en sus propias palabras, William maldijo entre dientes.
Era una edad demasiado complicada y él ni siquiera estaba seguro de lo que una señorita debía hacer entonces. ¿Ya se la podía presentar en sociedad o aún era demasiado joven? No, definitivamente estaba apta para casarse y para ser presentadas. Él había conocido mujeres que con dieciocho años ya eran esposas o incluso madres, así que podía conseguirle un pase. Entonces finalmente se libraría de ella, pero el no tener una familia que la respaldara no la volvía la mejor de las candidatas. Tendría que apelar a la belleza de la muchacha, seguramente con el atuendo adecuado y los adornos necesarios, ella resaltaría entre las demás postulantes. Después de todo su cabello rojizo era electrizante y sus ojos eran algo en que cualquier hombre gustoso, fijaría su atención. Conseguirle un marido que la pudiera mantener no sería un gran suplicio, tan solo tendría que buscar en los sitios adecuados y asunto terminado. Pero darle aquella oportunidad implicaría un gasto de dinero y tiempo, al menos claro que consiguiera que hiciera de acompañante de alguien más. Era evidente que gozaba de cierto estatus, aun con su lamentable acento se notaba que estaba educada y que era una dama en apuros. Y él, como caballero, estaba en la obligación de brindarle ayuda.
—Venga, no podemos quedarnos aquí. —William le ofreció su brazo para escoltarla, algo que ella ignoró por completo.
Él sacudió la cabeza con incredulidad, notando la magnitud de su tarea. Iba a tener que volver a la señorita Fletcher una candidata a la altura de una inglesa y eso requeriría de adiestramiento, tiempo y mucha paciencia. Tal vez podía apelar a la ayuda de su madre, de seguro ella tomaría bajo su ala protectora a la joven, si él se lo pedía como favor. Por el momento tendría que procurar su bienestar al menos unos días más, luego con habilidad quedaría exento de aquella responsabilidad y luego sería la preocupación de algún otro hombre.
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Gracias por leer, cualquier opinión, duda o insulto será bien recibida. Jeje
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