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3. Batracofobia (Falda)

Ella amaba los animales.

Todos, salvo una clase.

Podía pasarse horas jugando con perros y gatos, cuidando de los suaves polluelos que a veces caían de sus nidos, mimando borreguitos y cabritos cada vez que iba de visita a la granja de sus tíos, cobijando ardillas y ratoncitos en su falda... ¡incluso era cuidadosa y atenta con las tarántulas que su hermano tenía y que a todos asustaban!

La chica realmente amaba a los animales. Lo había heredado de sus padres, veterinarios de profesión. Los adoraba tanto, que toda su habitación estaba llena de ellos. Tenía películas, dibujos animados, impresiones de dibujos... incluso había tomado la decisión de estudiar zoología cuando creciera, para aprender de ellos, para estar siempre cerca de ellos.

Pero su sueño se vio truncado cuando, al mudarse a un valle, descubrió que tenía una debilidad.

Y no. No eran las serpientes que se deslizaban por las ramas y los suelos, inspirando pánico y respeto a partes iguales entre todos sus compañeros. No eran los cocodrilos y caimanes de grandes mandíbulas, capaces de destrozar vidas en segundos con el poder de sus fauces. Mucho menos las tortugas, algunas de ellas tan peligrosas como su aspecto temible lo indicaba. No.

De eso se dio cuenta el primer día en el que vio una salamandra cuando fue de excursión a un santuario con sus nuevos compañeros de salón.

Pequeña, colorida, con pequeñas y veloces patas y manchitas que hicieron que  todos encontraran tierna, cuando menos, a la diminuta criatura que los miraba desde su hábitat, lejos del alcance de los más curiosos. Pero ella no pudo hacer nada, solo gritar, ante el escalofrío intenso que la recorrió, el golpe de realidad al comprender que esos animales eran muy diferentes a las adorables caricaturas que había visto hasta ese momento. Gritó cuando esos dos ojillos completamente negros se clavaron en ella. Ojos inexpresivos. Ojos sin vida ni alma, rodeados por otros completamente humanos, cargados de extrañeza, disgusto, incluso burla.

Entendió posteriormente que ese vacío lo sentía no solo con aquellas criaturillas extrañas, sino con todo aquello que tuviera una piel lisa, viscosa, eternamente húmeda. No podía verlos, mucho menos tocarlos. La sensación fría que se adueñaba de su cuerpo cuando estaba cerca de esos animales era demasiado como para que pudiera soportarla. Ni siquiera títeres como la famosa rana René, o los adorables peluches de ajolote que antes la hacían feliz pudieron aliviarla. Ni siquiera los psicólogos de la escuela o su seguro médico pudieron hacer la diferencia para que ella pudiera superarlo. Los ojos, esos malditos ojos completamente negros que veían sin mirar, iban más allá de lo que sus fuerzas podían soportar. Su amor por los animales había encontrado un escollo que estaba haciendo mella.

Y tan lejos fueron, que un día, cuando finalmente se graduó de la escuela, se topó con aquella verdad que había intentado evitar lo más posible, y que sus padres tuvieron que recordarle. Su anhelada carrera dependía en gran manera del curso que estudiaba aquello que se había convertido en su desgracia personal, todo su mundo se derrumbó.

"Entiende que no puedes ignorar algo así. Es como ser un médico al que le asusta la sangre. No tiene sentido."

Y no lo tenía. Ella lo sabía bien. Pero aun así no podía entenderlo. No podía comprender por qué, su sueño de tantos años...
Lloró. Gritó. Se llenó de rabia y, en medio de la impulsividad irracional de esta, salió corriendo un día en el que nadie estuvo para detenerla. Cegada por las lágrimas. Sin darse cuenta hacia donde estaba yendo hasta que paró en seco y vio sobre su cabeza la enorme mata tupida de las copas arbóreas.

Dicen que hay lugares que te hacen comprender la extrema vulnerabilidad del ser humano solo con una visión del entorno. Ella ni siquiera se pudo preguntar cómo fue que pudo haber llegado ahí tan pronto. La realidad la sacudió y dio una vuelta en redondo para intentar volver sobre sus pasos, pero su intención se esfumó cuando la vio.

Una pequeña rana de bello color dorado, parada en un arbustillo que dirigía sus ramas hacia ella. Posada sobre las enormes hojas, ignorando que le bloqueaba el paso y también la respiración.

Y ella quería gritar. Quería gritar por el miedo que la invadía.
Quería gritar por la rabia que sentía.
Quería gritar, porque se sentía estúpida.
Porque por esa minúscula ranita sus sueños habían muerto.

Gritó. Gritó con todas sus fuerzas, y en un impulso tomó una rama del suelo, arremetió contra el arbusto y dio un golpe que lanzó a la rana contra un tronco como si fuera una pelota. Y luego rió, rió como si hubiera perdido la razón. Rió porque la rana no se había movido del punto donde cayó. Rió porque en ese momento no sentía nada más que una loca euforia. Rió hasta que volvió a mirar al tronco.

Y la maldita rana ya no estaba ahí.

En ese momento su risa murió. Su expresión se transformó en una de pánico una vez más. Escuchó un croar muy suave. En el tronco. En las copas de los árboles. En el suelo. En su piel.

En su piel...

Dentro de su piel.

Y al alzar la cabeza, observó los enormes ojos negros. Ojos negros, sin vida, sin alma. Pero que ahora mantenían una extraña expresión humana que reconoció como ira.

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