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Crónicas Piratas (Capítulo 1)

Lady Bianca Barrow

Killian Jones

Lord James Barrow

Comandante William Hastings


Port Royal, asentamiento del gobierno británico en el Nuevo Mundo. Abril de 1682 (20 años después).


Una sonrisa traviesa asomó a los carnosos labios de Bianca Barrow al escuchar los gritos irritados de su institutriz.

―¡Bianca, petit diable!, ¡sal de dónde quiera que te hayas metido!

La joven hizo caso omiso. En su lugar, aguardó a que la amargada señora Lefévre pasara de largo, como siempre, sin molestarse en buscarla en un lugar tan poco adecuado para una dama como lo era el escobero, ergo, su escondite predilecto.

Cuando cesó de oír el repiqueteo de los tacones de la institutriz francesa, la joven se asomó al corredor, constatando que estaba completamente vacío.

Una vez fuera de la mansión, Bianca se colocó la capucha de su elegante capa a fin de ocultar tanto sus cabellos dorados como su rostro, todavía demasiado dulce y aniñado a pesar de que ya había cumplido los diecinueve años meses atrás.

Le hubiera gustado poder bajar a la ciudad sin ninguna prenda de abrigo, como ameritaba el agradable calor de Port Royal, no obstante, no quería arriesgarse a que alguien la reconociera. Una cosa era que lord Barrow supiese que, de vez en cuando, a su querida hija le daba por huir de las aburridas lecciones con su institutriz; otra muy distinta sería que el hombre más admirado de la ciudad se enterase de que esas escapadas tenían como objetivo ciertas reuniones clandestinas con un varón.

Esa era, tal vez, la única lacra que arrastraba ser hija de quién era. Por supuesto que quería a su padre, más que a nadie en el mundo, pero igual que lo adoraba ella, lo adoraba toda la ciudad. James Barrow era el hombre más rico y respetado de Port Royal, por ende, todo el mundo conocía a su heredera.

Llegó en tiempo récord ante la puerta de la taberna Cisne Negro, probablemente la menos recomendable de la ciudad, pero también la más alejada del núcleo urbano. Todavía faltaban varias horas para el anochecer, era muy temprano para que los habituales maleantes y borrachos se hiciesen con el lugar, sin embargo, el ambiente ya bullía ajetreo y juerga. Ignoró el algarabío causado por jugadores de apuestas, bebedores y marineros varados, y se dirigió con paso decidido hacia una mesa ya ocupada en el fondo de la estancia.

―¡Killian! ―Una sonrisa exuberante iluminó el rostro de la joven al pronunciar ese nombre.

El aludido no respondió con palabras, sino que se levantó de golpe, y corrió hacia ella para estrecharla entre sus fuertes brazos y fundir sus labios en un apasionado beso.

―Te he extrañado tanto ―dijo Bianca, enredando sus dedos en el cabello del hombre―. No vuelvas a marcharte.

―Si de mí dependiera, nunca me alejaría de ti. ―Killian le devolvió una expresión enternecida al tiempo que la acompañaba hasta la mesa, donde ambos se sentaron sin llegar a soltarse las manos en ningún momento―. Eres preciosa, Bianca, creía que no era posible, pero cada vez que regreso de un viaje estás más bella.

Ella solo esbozó una sonrisa ladeada. Se había acostumbrado a aceptar esos halagos con asertividad, en lugar de devolvérselos magnificados como solía hacer al principio de su relación. Y es que Killian Jones era merecedor de esa clase de cumplidos, y más; Bianca estaba convencida de que su hombre sería una fuente de inspiración para cualquier escultor de la antigüedad clásica, con esos ojos profundamente azules, rostro de hermosos rasgos varoniles, enmarcados siempre por una escasa barba rubia, piel, bronceada por las interminables jornadas de trabajo bajo el duro sol de alta mar, y cuerpo atlético como el de un dios nórdico.

―¿En qué piensas? ―inquirió él, curioso.

―En nada. ―Ella sacudió la cabeza―. En ti ―reconoció, levemente azorada.

Killian enarcó una ceja, divertido. Adoraba los repentinos arrebatos de inocencia de su joven amante. En contadas ocasiones la diferencia de madurez entre ambos salía a relucir, recordándole que él le sacaba ocho años a ella, no obstante, por lo general Bianca se las ingeniaba para compensar esa falta de experiencia vital con un carácter decidido, un entusiasmo abrumador y una curiosidad insaciable.

―¿Has podido hablar con tu padre sobre nosotros? ―preguntó él.

―No he tenido ocasión, últimamente está muy ocupado. ―Bianca esbozó una expresión de disculpa―. Pero no debes preocuparte, mi padre no es como los demás...

―Lo sé, él te prometió que podrías casarte con quién tú decidieras ―completó él. A continuación, exhaló un suspiro―. No quiero seguir ocultándolo, Bianca, llevamos un año juntos. Quiero estar contigo.

―Y yo contigo ―rebatió ella, arrugando la frente en un gesto de confusión.

―¿Entonces, por qué no me dejas que vaya a pedirle tu mano? ―insistió él―. Hace meses que tengo todo listo para que podamos irnos a Boston.

Bianca desvió la mirada, algo incómoda. Ni siquiera ella terminaba de comprender por qué seguía posponiéndolo, amaba a Killian, y deseaba con todo su corazón empezar una nueva vida con él... Quizás en el fondo no era tan decidida como se creía, al fin y al cabo, toda su existencia había estado ligada a su padre. Desde la muerte de su madre, cuando ella tenía apenas siete años, habían sido solo ellos dos contra el mundo... Por un lado, la idea de separarse de él le resultaba abrumadora, pero por otro también tenía la apremiante necesidad de alejarse del nido, de despedirse y empezar a valerse por sí misma de una vez por todas.

―Hablaré con él esta noche ―dijo finalmente, más convencida―. Pero lo haré yo. Cuando se lo explique podrás venir y cumplir con todas las formalidades ―añadió, chasqueando la lengua.

Había recibido la educación de una auténtica dama, se sabía las normas de etiqueta decoro y sociedad a la perfección, no obstante, eso no significaba que todas le agradasen. De hecho, la mayoría le resultaban demasiado tediosas y anticuadas... Estaban en pleno siglo XVII, ¿a qué venía que las mujeres todavía precisasen el permiso de sus padres para contraer matrimonio?

―Empezaba a creer que te habías arrepentido ―Killian sonrió―. Sabemos que la gente hablará cuando se sepa la noticia.

―Oh, sí, por supuesto, ¡la hija del hombre más rico de Port Royal casada con un simple ballenero! ―Bianca imitó el tono escandalizado de las damas que frecuentaban los mismos ambientes que ella―. ¡Qué deshonra! ―Se llevó una mano a la frente, fingiendo un sofoco.

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James Barrow releyó por décima vez la hoja de cuentas que su secretario le acababa de pasar. Tal vez con algo de creatividad lograse disimular ciertos desajustes, pero en el fondo sabía que sería imposible maquillar todas las irregularidades cometidas a lo largo de los últimos años.

―Estamos acabados, señor Fisher ―declaró, dejando de nuevo el papel sobre la elegante mesa de roble que constituía el corazón de su despacho.

El aludido, un hombre de color ya entrado en años, arrugó la frente con evidente indignación. James no solo era su jefe, sino también su mejor amigo y su libertador; quizás sus negocios no fueran del todo limpios, pero él sí era un buen hombre, no se merecía lo que le estaba sucediendo.

―Todos los comerciantes de la isla han hecho negocios con piratas en alguna ocasión ―señaló, molesto―. No pueden acusaros solo a vos, la gente sabrá que es algo personal.

―No creo que les importe lo que piense la gente. ―James suspiró―. La acusación es mucho más seria, pretenden cargarme también delitos de usura y contrabando. Si la investigación prospera, me lo quitarán todo... Y ambos sabemos que prosperará. ―Una expresión de resignación acudió a su rostro―. Al parecer, este es el precio a pagar por oponerse al gobernador y su corte.

―¡Malditos nobles corruptos! ―El señor Fisher dio un puñetazo sobre la mesa.

Las reformas que el gobernador Sanderson había intentado instaurar eran abusivas, había pretendido que el mercado de esclavos se convirtiese en el pilar comercial de Port Royal... Por suerte, su jefe se había movilizado a tiempo de evitarlo; gracias a su dinero, contactos e influencia, lord Barrow había logrado anular la iniciativa del gobernador, y no era la primera vez.

―Sabíamos que tarde o temprano algo así sucedería. ―James se puso en pie y se dirigió hacia el enorme ventanal con vistas a la bahía. Era consciente de que el gobernador Sanderson y su pequeña corte se la tenían jurada desde hacía años, en gran medida porque despreciaban sus orígenes humildes. A diferencia de ese selecto grupo, él ni era noble de nacimiento, ni se había criado en una familia económicamente poderosa.

Todo lo que tenía lo había ganado con esfuerzo e inteligencia. El título de lord se lo había otorgado el mismísimo monarca Charles II en retribución por sus actos heroicos durante la tragedia del Queen Victoria. Muchas vidas se habían salvado aquella fatídica noche gracias al coraje del joven Barrow, algunas de ellas de gran valor para el rey.

Su fortuna, por otro lado, venía del talento natural para las relaciones y una visión creativa de los negocios. Era cierto que había tratado con piratas, pues tras años de servicio en la Armada Real, sabía que la mejor manera de proteger un cargamento de ataques pirata, era contratar a otros piratas para que lo escoltaran. Además, solía transportar entre el Nuevo Mundo mercancía que todavía no había sido aprobada por la Confederación de Comercio, sobre todo alimentos y productos medicinales.

A pesar de que sus intenciones nunca habían sido vanidosas, era consciente de que siempre se había movido al filo de la ley, y ahora le tocaba pagar las consecuencias.

El gobernador le tenía miedo, y por eso había decidido emprenderla contra él. Sin embargo, ese miedo era totalmente infundado, pues pese a lo que decían los rumores, James no planeaba entrar en la vida política, y mucho menos arrebatarle el puesto a Sanderson. Podría haberlo hecho en diversas ocasiones, pero siempre había rechazado las ofertas que le llegaban desde la propia corona.

Un par de golpes al otro lado de la puerta del despacho lo sacaron de sus divagaciones.

―Adelante ―dijo, despegándose del marco del ventanal.

Tras la orden, una de las doncellas de servicio de la mansión se asomó al interior de la estancia.

―Disculpad la interrupción, milord. ―La joven realizó una breve reverencia. Le temblaba la voz, siempre se ponía nerviosa en presencia de su empleador. Pese a sus cuarenta años, James Barrow todavía era un hombre inusitadamente atractivo, de esos que arrancaban suspiros a las doncellas―. La señora Lefévre desea que os informe de que lady Bianca ha vuelto a saltarse sus lecciones.

―¿Se ha escapado otra vez? ―El señor Fisher sonrió, jovial―. Si lo deseáis puedo mandar a alguien a buscarla ―añadió, mirando a su jefe.

James esbozó una expresión nostálgica. Normalmente, la sola mención de su hija conseguía animarlo, sin embargo, dada la magnitud del problema que se le venía encima, en esta ocasión fue distinto.

Estaba dispuesto a soportar la pérdida de su fortuna, incluso conseguiría aguantar la prisión si se daba el caso, pero nunca permitiría que la venganza personal del gobernador repercutiera en su niña. Haría lo que fuera por evitarlo.

―No se preocupen, estoy seguro de que volverá para la cena, siempre lo hace ―respondió, acariciándose distraídamente la barba cobriza―. Dejémosle algo de libertad.

―Como mandéis. ―La sirvienta se despidió con otra reverencia antes de desaparecer del despacho.

Cuando la puerta se cerró, el señor Fisher se volvió hacia su jefe.

―Una jovencita muy especial lady Bianca ―señaló con cierto aire divertido.

La había visto crecer y la quería como a una sobrina, y justo por eso sabía que con Bianca uno nunca podía estar seguro de nada; la joven Barrow era una artista a la hora de manipular las situaciones para obtener sus caprichos puntuales. No obstante, con su padre, Bianca siempre había sido completamente sincera y honesta. Ambos se profesaban un cariño digno de admiración.

―Igual que lo fue su madre ―James sonrió con nostalgia y se acercó de nuevo a su escritorio, donde tomó asiento a la par que mojaba su pluma favorita en el tintero.

―Oh, lady Arianne, la mujer más hermosa y más fascinante que he tenido el placer de conocer ―comentó el señor Fisher.

Los ojos de lord Barrow permanecieron en el documento que había comenzado a firmar, sin embargo, la mención a su difunta esposa provocó que su mente viajara irremediablemente a los maravillosos años que juntos compartieron antes de que unas terribles fiebres se la llevaran de su lado. Arianne no solo había sido el amor de su vida, también le había dado el mayor tesoro que un hombre podría pedir, su querida hija.

―¿Cuánto tiempo tenemos antes de que la acusación se haga pública? ―James posó la pluma a un lado.

―Todavía deben llevarla al tribunal, y de ahí pasará al magistrado, que ordenará la investigación. No obstante, dado el interés personal del gobernador, calculo que dos semanas a lo sumo ―respondió el aludido―. Lo preguntáis por la oferta del comandante Hastings, ¿no es así?

Lord Barrow asintió.

―Entonces ya lo habéis decido. ―El secretario exhaló un suspiro de resignación―. A lady Bianca no le agradará.

―Me odiará ―coincidió James―. Pero es el único modo de protegerla.

―¿No pensáis contarle nada sobre la acusación?

James realizó un gesto negativo con la cabeza.

―No si puedo evitarlo. Según lo acordado, a finales de semana ya estará en Londres con el comandante ―explicó―. Le ahorraré la vergüenza de ver a su padre arrestado delante de todo Port Royal.

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Bianca nunca había sido especialmente discreta a la hora de escabullirse de sus obligaciones, más bien acostumbraba a hacer lo que le apetecía sin pensarlo demasiado, para luego intentar librarse de las consecuencias con su carita de niña buena y su talento para la interpretación. Sin embargo, con su doncella, Aylee, esa clase de estratagemas nunca habían sido necesarias. La joven sirvienta era su mejor confidente; se había criado en la mansión como parte de la familia del ama de llaves y, desde siempre, había demostrado una lealtad admirable para con ella.

Esa ocasión no sería la excepción. Ya casi había oscurecido en el exterior cuando Aylee vio a su señora cruzar el umbral de la entrada de servicio de la mansión. Sin aguardar a que Bianca reparara en su presencia, atravesó las cocinas a toda velocidad y la tomó del brazo para arrastrarla hasta sus aposentos.

―¿Qué te pasa, Aylee? ―La rubia trató de alcanzar una manzana de uno de los fruteros, pero la doncella volvió a tirar de ella con premura―. ¿A qué vienen esas prisas?

―Tenéis invitados para cenar, milady, se supone que debéis estar en el comedor en quince minutos ―dijo la aludida.

―¿Qué clase de invitados? ―Bianca enarcó una ceja.

―De los importantes. ―Aylee resopló agobiada―. Hoy es la cena en honor al almirante, ¿no lo habréis olvidado?

La aludida esbozó una mueca de disculpa y la doncella suspiró, acostumbrada ya a la actitud soñadora y despistada de su señora. Ninguna dijo nada más hasta llegar a la alcoba, en cuyo centro habían dispuesto ya una enorme bañera.

Aylee ayudó a Bianca a desvestirse y, mientras esta se dirigía a la bañera, aprovechó para extender sobre la cama el precioso vestido turquesa con brocados de perlas que lord Barrow había comprado para su hija durante su último viaje a París.

―¿No quieres preguntarme nada? ―La rubia miró a su doncella con una mueca divertida pintada en el rostro. El agua estaba casi helada, pero a ella eso nunca le había molestado.

Aylee exhaló un suspiro mientras se acercaba por detrás, preparada para comenzar a peinar la larga melena de Bianca con el recogido a la moda entre las damas de su clase.

―Pues claro ―admitió, ya más relajada. Se moría de ganas de saber cómo le había ido la cita a su señora, pero hasta ese momento la prisa no le había permitido pensar en nada que no fuera cumplir con su trabajo―. ¿Lo habéis visto? ―inquirió en tono cómplice.

Bianca asintió, feliz. Todavía no había transcurrido ni una hora desde que se había despedido de Killian, pero ya lo echaba de menos.

―Esta noche le diré a mi padre que deseo casarme con él.

Una sonrisa de emoción asomó a los labios de la doncella, aunque, casi enseguida, fue reemplazada por una expresión asustada.

―Pero, ¿por qué ahora?, ¿acaso vos y el señor Jones...? ―Se mordió la lengua, nerviosa, provocando que una mueca de indignación se instaurase en el rostro de su señora.

―¡Por Dios, Aylee!¡Por supuesto que no! ―se defendió Bianca, escandalizada―. Soy una dama, ¡¿cómo puedes si quiera pensar eso?!

La aludida dejó escapar un suspiro de alivio.

―De veras, lo siento, milady, no era mi intención ofenderos ―se disculpó―. Pero hace ya un año que están juntos, y me sorprendió que justamente hoy, de manera tan repentina, hayáis tomado esa decisión...

Una carcajada por parte de la rubia interrumpió las palabras de la sirvienta, que reaccionó arqueando las cejas con sorpresa.

―Tranquila, Aylee, no estoy enfadada. ―Bianca sonrió divertida―. Sé que solo te preocupas por mí, pero créeme, no tienes por qué. Killian es todo un caballero, nunca mancillaría mi honor antes del matrimonio. Sigo siendo tan pura como el día que nací ―aclaró, encogiéndose de hombros.

―Vos nunca habéis sido pura ―masculló la aludida, enfurruñada por haber caído una vez más en los juegos de la rubia―. Sois una petit diable, como dice la señora Lefévre.

Bianca volvió a reír, al tiempo que salpicaba un poco de agua de la bañera hacia su doncella a modo de venganza.

―Lady Lefévre sí que es un demonio, no yo ―rebatió divertida.

―No puedo negar eso ―coincidió Aylee, sonriendo también.

Transcurrió otra media hora de despotrique hacia la severa institutriz antes de que la doncella aprobase el aspecto de Bianca y le permitiese abandonar la alcoba para dirigirse al comedor principal. Tal vez la sirvienta fuese un par de años más joven que su señora, pero sin duda sabía cómo imponer su autoridad.

Las antorchas, apostadas a ambos lados de la galería que llevaba a la estancia, irradiaban una luz cálida que no llegaba a cubrir todas las sombras de la noche, por eso Bianca no pudo evitar sobresaltarse cuando, de repente, se topó con la figura de un hombre en medio del corredor.

―Comandante Hastings ―la joven se llevó una mano al pecho, sobresaltada―, me habéis asustado.

William Hastings siempre había sido un hombre distinguido, pero esa noche lucía especialmente elegante; el uniforme de gala, adornado con diversas insignias de condecoración, ensalzaba su gallarda figura; además llevaba el cabello pelirrojo recogido en una coleta baja en lugar de cubierto con la típica peluca que usaban los hombres de su categoría, lo cual le otorgaba un aspecto juvenil, a pesar de que Bianca sabía bien que el oficial rondaba la edad de su padre.

―Mis disculpas, milady. ―El aludido realizó una inclinación al tiempo que tomaba la mano de la muchacha para depositar un protocolario beso―. Vuestro padre me ha concedido la licencia de venir a buscaros, estaba preocupado por vuestra demora.

―Comandante, a una dama nunca se la debe apresurar ―respondió ella con aire altivo y divertido al mismo tiempo―. Si nos demoramos es porque los caballeros como vos están empeñados en que luzcamos siempre nuestro mejor aspecto.

El oficial le devolvió una sonrisa.

―Vos no tenéis ese problema, sois demasiado hermosa como para no veros siempre perfecta.

Bianca se limitó a agradecer el cumplido con una inclinación de cabeza, tal como se suponía que debía hacer una señorita de su clase. El comandante llevaba ya varios años cortejándola, por lo que estaba acostumbrada a sus halagos y sabía responder a ellos con coquetería y cierto flirteo, pero sin ofrecer nunca una contestación precisa a sus proposiciones.

En realidad, lord Hastings no era el único beneficiario de sus frívolos encantos; Bianca disfrutaba sintiéndose adulada por los hombres en general. Le gustaba que la agasajaran con regalos, que alabaran su belleza o que la sorprendiesen cumpliendo sus caprichos más estrafalarios... No le molestaba en absoluto que compitiesen por su mano, después de todo, era una rica heredera, ¿qué otra cosa podía esperar?

Mientras que para la mayoría de las jóvenes de su posición, el compromiso con un hombre era la cuestión más relevante de sus vidas, para Bianca no era más que un pequeño juego. Por muy grandes que fueran las fortunas de sus pretendientes, a ella nunca la forzarían a desposarse con alguien a quién no amase.

―Vayamos entonces al comedor, comandante, no hagamos esperar a los invitados.

El oficial le ofreció su brazo y ella lo aceptó en el breve camino hacia la estancia principal de la mansión.

En cuanto cruzaron las puertas, unos veinte pares de ojos se posaron sobre ellos con curiosidad. Bianca los ignoró a todos y fue directa hacia su progenitor, que tomaba una copa junto a la chimenea, acompañado por un par de oficiales de la Armada Real.

―¿Y bien? ―preguntó ella, dando una vuelta sobre sí misma para que él le diese su opinión sobre el vestido.

―Sabía que el turquesa te favorecería ―señaló James, sonriéndole―. Hace juego con tus ojos.

―Y era el color favorito de mamá ―añadió la joven, con el rostro iluminado como siempre que la recordaba. A continuación, volvió la vista hacia los dos hombres que acompañaban a su padre, a los que ahora se había sumado el comandante Hastings―. Disculpen mi descortesía, caballeros, me he dejado llevar por la emoción de un vestido nuevo. ―Inclinó la cabeza y esbozó una sonrisa inocente que provocó sendas expresiones enternecidas en los varones.

―No os disculpéis, lady Barrow, yo también tengo una hija de vuestra edad ―respondió el que parecía de mayor edad, un hombre de unos cincuenta años y postura autoritaria, ataviado con el uniforme de los altos cargos de la Armada Británica.

―¿Recuerdas al Almirante Roger Hamilton? ―James señaló al hombre que acababa de hablar―. Nos alojamos en su casa cuando estuvimos en Londres.

Bianca no se acordaba. La última vez que había visitado la capital del imperio solo tenía nueve años, y se habían alojado en al menos diez casas de distintos nobles o altos cargos de la Armada. Pero su padre había tenido la perspicacia de nombrar al oficial a tiempo, por lo que la joven enseguida supo a quién tenía delante; toda la celebración de esa noche estaba organizada en honor a ese hombre. Tal vez no lo recordase, pero no podría considerarse a sí misma una ciudadana británica si no hubiese oído hablar alguna vez del almirante Hamilton, el principal responsable de la Armada Real y, sin duda, uno de los hombres más influyentes de todo el imperio.

―Por supuesto ―mintió, con total naturalidad―. Es un placer volver a veros, milord, no habéis cambiado nada.

―No puedo decir lo mismo de vos. Desde luego ya no sois la chiquilla que conocí en Londres. ―El hombre le sonrió―. Os habéis convertido en el vivo retrato de la hermosa lady Arianne.

―Lady Barrow no solo es bella, también es una dama muy talentosa ―terció el comandante Hastings―. Deberíais escucharla cantar, señor, os aseguro que posee la voz más maravillosa del Nuevo Mundo.

―¿También tocáis algún instrumento? ―se interesó el almirante.

―Así es, milord, gracias a mi madre. Ella se aseguró de que la música formase parte de mi educación. ―Bianca sintió la mano de su padre sobre su hombro―. El clavicordio es mi especialidad.

―Sería un placer poder escucharos ―insistió lord Hamilton―, ¿tal vez después de la cena?

―Tal vez ―concedió Bianca, sonriente. A continuación, realizó una breve reverencia a modo de disculpa, antes de alejarse para ir a saludar a los demás invitados.

James observó a su hija moverse entre los nobles y oficiales con la desenvoltura y gracia propias de una reina; regalaba sonrisas, aleteaba las pestañas, intercambiaba unas pocas frases y se alejaba, dejando tras de sí expresiones embelesadas y gestos de desazón. Sin duda, había heredado todo el encanto de Arianne.

Al igual que Bianca, él también se disculpó con el almirante y sus acompañantes para dedicar unos minutos a interactuar con el resto de los invitados.

El señor Fisher había cumplido bien su trabajo, toda la élite de Port Royal estaba reunida en su comedor, no podía permitirse no ser especialmente cordial esa noche.

―Espero que estéis disfrutando de la velada, lord Barrow, porque será la última que organizaréis. ―La voz del gobernador sonó filosa a sus espaldas.

James se dio la vuelta para enfrentar ese rostro de sapo que tan poco le agradaba.

―Lord Sanderson. ―Inclinó la cabeza en un protocolario saludo―. Me complace que hayáis podido acudir ―añadió en tono calmado.

La sempiterna arruga en la frente del gobernador se pronunció aún más ante la actitud tranquila de su interlocutor.

―No me lo perdería por nada. Esta casa pronto será mía, puedo soportar veros disfrutar de ella por última vez ―respondió con su habitual deje de superioridad―. Los jardines son demasiado grandes para mi gusto, pero el resto es perfecto. Debéis decirme el nombre del arquitecto para felicitarlo.

―Por supuesto, le diré a mi secretario que lo localice.

Con estas palabras James quiso poner fin a la conversación, sin embargo, el gobernador no estaba dispuesto a ser ignorado tan fácilmente. A lo largo de los últimos veinte años, James Barrow había sido para él una espina clavada en la garganta, había rechazado unirse a su círculo, nunca quiso amoldarse a sus normas, actuaba por libre y se interponía en todas sus iniciativas de negocios... Ese necio plebeyo había creído que podía prosperar a expensas del auténtico señor de Port Royal... ¡Pues estaba muy equivocado!

Después de muchos años por fin había logrado dar con la forma de destrozarlo. Barrow había perdido y, aun así, no parecía estar dispuesto a agachar la cabeza... Eso lo sacaba de quicio. Necesitaba regocijarse en su inevitable victoria, ansiaba ver la desesperación en los ojos de su eterno rival más que nada en el mundo.

―Hoy he hablado con el magistrado ―añadió Sanderson―. Al parecer, una vez que se os despoje de vuestros bienes y seáis encarcelado, también perderéis la custodia de vuestra querida hija.

James tensó la mandíbula ante la mención a Bianca, no obstante, supo mantener la compostura.

―Habéis sido un necio, si no la hubierais consentido tanto, a estas alturas ya estaría casada y protegida por un hombre, pero ahora será carnaza del escándalo ―se burló el gobernador―. He pensado en acogerla en mi casa, podría ponerla al servicio de una de mis hijas..., admito que no me molestaría en absoluto tener a mi disposición a una doncella de la belleza de lady Bianca. ―Se llevó una mano a la barbilla al tiempo que esbozaba una mueca taimada―. No obstante, mi esposa no lo aprobaría... ―Dejó escapar una carcajada.

»Deberíais escuchar lo que cotorrean ella y sus amigas sobre vuestra hija, dicen que practica la magia negra, que vendió su alma al diablo a cambio del poder para hechizar a los hombres... Personalmente, estoy convencido de que no son más que patrañas, todos sabemos lo envidiosas que pueden llegar a ser las mujeres... Pero no me digáis, lord Barrow, que no sería divertido ver a la dulce Bianca, la flor de Port Royal, juzgada por brujería en la plaza mayor.

James tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no abalanzarse sobre el grasiento gobernador. Era consciente de que solo trataba de provocarlo, para nadie era un secreto que su hija era su única debilidad.

―De todos modos, sería una pérdida lamentable. ―Sanderson negó con la cabeza―. La pobre muchacha no tiene la culpa de que vos seáis su padre. Tal vez lo más razonable sea enviarla a un convento. Pasará el resto de su vida encerrada, pero al menos se garantizará una plaza en el cielo cuando fallezca.

―¿Habéis terminado? ―lord Barrow enarcó una ceja y, antes de que su interlocutor pudiera contestar, inclinó la cabeza y se alejó de él.

No había dado ni un par de pasos cuando sintió que alguien se colgaba de su brazo. Bajó la mirada para encontrarse con la expresión preocupada de su hija.

―Padre, ¿qué quería el gobernador? ―preguntó ella―. Parecíais muy alterado.

―Asuntos de negocios. ―Él agitó una mano restándole importancia―. Nada que merezca tu interés.

Ella asintió, no muy convencida. En otras circunstancias habría insistido hasta obtener una repuesta más creíble, sin embargo, se contuvo. No era el momento ni el lugar para empezar una de sus rabietas.

―Tengo que contaros algo, ¿podríamos retirarnos unos minutos? ―pidió. Quería hablarle a su padre sobre Killian, decirle lo buen hombre que era, lo bien que la trataba y lo muy enamorados que estaban. Él se alegraría por ella, no le cabía duda.

―¿Puede esperar hasta después de la cena? ―James esbozó una mueca de disculpa.

Bianca frunció los labios, un poco disgustada, pero se encogió de hombros.

―Supongo que sí.

James sonrió y depositó un fugaz beso en la frente de su hija.

―Luego tendrás toda mi atención.

A una señal de su mayordomo, lord Barrow invitó a sus convidados a tomar asiento en la enorme mesa del centro del comedor. Las deliciosas viandas dispuestas por el servicio de la casa se encargaron de mantener ocupados a los comensales a lo largo de la siguiente hora.

Todavía se estaba sirviendo el postre cuando el anfitrión se puso en pie con su copa en la mano, pidiendo la atención de todos los presentes.

―Deseo expresaros mi gratitud por acompañarnos en esta velada tan especial. ―James comenzó a hablar en su habitual tono distendido, consciente de que todas las miradas estaban puestas en él―. Cómo sabéis, nos hemos reunido para celebrar y agradecer los treinta años de servicio en la Armada Real de mi buen amigo, el almirante Roger Hamilton. ―Se escuchó un coro de comedidos aplausos dedicados al mencionado, que sonrió humildemente desde su asiento, a la derecha de James―. Así que, escuchémosle a él.

El anfitrión se sentó de nuevo al tiempo que el almirante se levantaba.

―Gracias a vos, lord Barrow, por organizar esta maravillosa cena en mi honor. ―Lord Hamilton alzó la copa en dirección a su colega―. Me gustaría aprovechar el momento para hacer dos anuncios. Todos saben que este será mi último año en activo, la vida de soldado es intensa, honorable y peligrosa, he gozado sirviendo a mi país y a mi rey, pero la edad pasa factura, mi momento termina, y pronto deberé ceder mi cargo a alguien más preparado para aguantar lo que está por venir. ―Tomó aire antes de continuar: ― Hoy quiero haceros saber que esa persona no puede ser otro que mi buen compañero, el comandante William Hastings, a quien, en unos meses, vuesas mercedes podrán llamar Almirante Hastings. ―Posó una mano en el hombro del mencionado, al tiempo que un coro de aplausos y palabras de felicitación llegaban desde todas partes de la mesa.

―Por favor, permitidme realizar el segundo anuncio. ―El comandante se puso en pie mientras el ambiente se calmaba de nuevo. Estaba sentado a la izquierda de James, entre este y su hija―. Cuando sea anciano sé que recordaré esta noche como una de las más plenas de mi vida, no solo por el anuncio de mi futuro ascenso, cargo que prometo tomar con el más alto sentido del honor y del deber, sino también porque hoy por fin puedo hacer pública otra noticia que me llena de júbilo. Queridos amigos, esta noche deseo anunciar mi compromiso con la dama más maravillosa, bella y buena que he conocido nunca..., lady Bianca Barrow.

La mano del comandante se posó sobre la de la joven al tiempo que los aplausos volvían a inundar el salón.

La aludida solo parpadeó, sin asimilarlo, ¿lord Hastings acababa de decir su nombre? No, eso no podía estar pasando. Miró a su padre, pero este esquivó sus ojos; todos los demás, sin excepción, estaban puestos en ella, esperando que dijera algo.

De repente empezó a temblar, se puso en pie como en un trance, guiada por la mano del comandante... ¿Su futuro marido?

Las palabras de elogio y celebración seguían llegando a sus oídos, pero ella no entendía nada. Era una broma, tenía que ser una broma. Volvió a buscar una respuesta en los ojos de su padre y, de nuevo, este no le devolvió el gesto; estaba demasiado concentrado en..., ¿mirar al gobernador Sanderson con una expresión de triunfo?

―Nos casaremos la semana que viene, partiremos a Londres en tres días.

Esas palabras salieron de los labios de lord Hastings, o eso creyó Bianca. Comenzaba a faltarle el aire, probablemente Aylee le había apretado demasiado el corsé, o la cena le había sentado mal...

―Creo que no me encuentro muy bien. ―Se llevó una mano al pecho―. Necesito retirarme un momento ―susurró.

―Lady Barrow... ―William Hastings la aferró por la cintura cuando las piernas le fallaron.

El momento de debilidad de la joven fue más que suficiente para que James relegase a un segundo plano su victoria sobre el gobernador, quien ya no podría poner un dedo sobre su hija, a partir de ese momento protegida por uno de los hombres más poderosos de las colonias británicas.

―¡Bianca! ―Lord Barrow llegó a sujetar el cuerpo de su hija justo en el instante en que esta perdía el conocimiento.

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