Capitulo único
Fue en el invierno de 1843 que Emma McWing, seis años recién cumplidos y nieta de Nana McWing, vio por primera vez al Krampus.
Aún no era cinco de diciembre pero su abuela le había pedido que se quedara en casa toda la semana.
Los últimos años no solo habían desaparecido los niños malos, también los niños que debían tener la protección de San Nicolás habían sido llevados.
Y no solo eso. Luego de la partida de cada niño: padres, madres, tíos y abuelos habían muerto de forma aleatoria sin siquiera una enfermedad como aviso.
Muchas familias se encontraban de luto.
Esa noche hacía frío, más frío que los días anteriores y la chimenea apenas ayudaba con la temperatura general de la pequeña casa.
Emma había anidado, como lo llamaba su abuela, cerca de la chimenea. Envuelta en colchas y abrigos en un vano intento de disminuir el frío.
La ventana mostraba una noche oscura y sin luna.
Nana, como le decían todos a su abuela, había salido a visitar al médico del pueblo vecino. No volvería hasta mañana, y si el clima empeoraba, tal vez tardaría un día más en regresar.
Estaba sopesando el levantarse por un té o quedarse en su nido cuando sintió un ruido atronador.
Al mirar por la ventana vio una sombra cerca de los árboles que bordeaban su casa.
No se veia muy alta, pero daba la sensación de estar encorvada.
Dos formas salían de lo que se asumia que era la cabeza pareciendo cuernos y cada vez que se movia se podian escuchar...
−¡Cadenas y cencerros!− Emma susurró aterrada. Sus ojos se mantenían cautivos de aquella sombra que acechaba en la oscuridad de la noche. De aquel sonido que siempre le advirtieron, precedía al demonio de la navidad: el Krampus.
Ahora, para que entiendan correctamente lo que sigue, deben saber que Emma era una niña tranquila, obediente y bastante asustadiza.
Pero también era muy curiosa.
Fue esa curiosidad la que la instó a ponerse su capa negra, esa que ocupaba para funerales y misa de difuntos, y salir lo más tranquila que pudo por la puerta trasera.
La iluminación no era la mejor pero era imposible perder la figura que resonaba en la fría noche con dirección a la casa de los Williams.
Pero los Williams no tenían hijos.
Eran una pareja que rondaba los cincuenta años y jamas habian logrado ser padres. Aunque eso no impedía que su casa fuese el punto de comunión de todos los niños del pueblo. Cuidaban a los pequeños cuando los padres trabajaban, cuando las madres se cansaban, cuando tíos y abuelas no podían hacerse cargo o simplemente cuando el romance subía el calor de ciertos hogares.
Emma siguió, aterrada y fascinada, al Krampus.
Este se detuvo fuera de la ventana que Emma sabía daba al dormitorio de la pareja. Si no hubiese sido por el silencio no habría captado el extraño canto que él susurraba fuera de la morada.
Pasaron unos momentos antes que una neblina blancuzca saliese desde la ventana.
El Krampus levantó una mano (¿garra?) en la cual sostiene una pequeña botella que pareció atrapar toda la neblina antes que el ser la tapara.
Emma estaba petrificada.
Una segunda cosa que deben saber de Emma McWing, o más bien de su abuela, es que Nana McWing era bruja.
Aunque en el pueblo le decían curandera.
Sobre Nana McWing se decían muchas cosas.
Su esposo había muerto en una guerra, nadie sabía cúal. Su hijo se había casado muy joven con una niña de un pueblo vecino. Ella misma había ayudado a traer a Emma al mundo. Había sabido con anticipación que su hijo y su nuera fallecieron antes del primer cumpleaños de Emma.
Se decía que su madre le había enseñado Vudú. Que su abuela era Wicca. Que podía hablar con los espíritus y repeler a los demonios.
Emma no sabía cuánto de aquello era real. Lo que si tenia consiencia es que su abuela le enseñaba cosas que a sus amigos no. Le explicaba procedimientos para saber cuándo acercarse y cuando alejarse de algo.
Y por sobre todo eso, le enseñaba las cosas que jamás debía hacer.
−Hoy en día Emma, los padres les prohíben a sus hijos las cosas pero no les explican nada, entonces el niño llega a proposito o por accidente a lo que se le a prohibido y queda totalmente indefenso. Es por eso que yo te enseño.
Nana tenía una forma de educarla muy rigurosa y todas las cosas que Emma tenía prohibidas tenían un porqué detrás.
Y lo que él Krampus acaba de hacer frente a ella era una de las peores.
Zombis.
Su abuela le llamaba muertos malditos. Eran seres a quienes se les había quitado el alma y su cuerpo había sido arrebatado de la tumba. Eran humanos que habían sido pedidos al Barón Samedi para obedecer las órdenes de quien se atraviese a cometer tal aberración.
Cuando el Krampus desapareció esa noche, minutos u horas después que Emma viera la primera parte del horrible ritual, su cuerpo temblando colapso sobre el frío suelo.
Ayuda. Necesitaba ayuda.
Necesitaba detener al Krampus.
Las muertes. Los niños que incluso con buen comportamiento habían desaparecido y las muertes que le siguieron.
Personas que se dormían tranquilas y al amanecer estaban muertas.
Ahora todo tenía sentido. Un tétrico sentido.
−¿Estás bien cariño?
La suave voz rompió el pánico de Emma.
Era calida. Como la sensación que se generaba en casa luego de hornear galletas. O la sensación en el estómago luego de tomar un vaso de leche tibia.
Emma levantó la cabeza y vio a un hombre de barba blanca y pesado abrigo rojo frente a ella. Su rostro estaba levemente arrugado en la preocupación.
−San... ¡San Nicolas!
Emma no lo podía creer. Era San Nicolás. Santa Claus. Frente a ella y antes que incluso llegará la navidad.
Él podría ayudarla. Él sabría qué hacer.
−Así es pequeña. Ahora ¿estás bien?
−No San... No Señor San Nicolás, Señor. Vi... Yo vi al Krampus señor. Estaba realizando un rito vudú para crear zombis. Mi abuela me enseño señor a identificar los pasos.
La voz de Emma era frenética y tropezaba cada dos palabras intentando explicarse.
No sabía si San Nicolás le había creído.
Lo que si sabia es que luego de su apresurada diatriba había caído en la inconsciencia para despertarse en su casa, en su cama y en los brazos de su abuela.
***
San Nicolás había vivido muchos años. Más de los que cualquier ser humano podría existir y en su inmortalidad había conocido a muchos seres.
Pero nadie como el Krampus.
Sus métodos bárbaros de castigo le repugnaban, pero incluso él debía reconocer que el demonia se apegaba a una estricta línea moral.
O al menos así era.
Había ido al pueblo donde conoció a la joven niña McWing porque las alteraciones mágicas que el Krampus había estado expeliendo tenían una concentración especial allí.
Deseo no haber ido. Aunque ese deseo fuese tonto y durará solo segundos en su mente.
La obsesión del Krampus por los niños malos se había extendido a todos los niños y ahora deseaba arrastrarlos a todos al infierno sin medir consecuencias.
Había arrebatado vidas para cumplir con su propósito.
Y lo peor. Ahora esas pobres almas en vez de descansar, deambulaban como seres sin mente por la tierra solo esperando sus órdenes.
Había llegado la noche del cinco de diciembre y Nicolás esperaba en el centro del pueblo que el Krampus apareciese.
−Vaya. Vaya. ¿Que tenemos aqui? ¿El viejo San Nick ha decidido unirse en mi paseo nocturno?
La voz del demonio tenía la misma cualidad oxidada que sus cadenas.
Detrás de él un grupo de seres se amontonaban. Los que en algún momento fueron padres, hermanos, tías y sobrinas, ahora no eran más que un ejército de zombis a manos de su maestro.
−Esta vez te has excedido Krampus.
−¿Y qué harás Nick? ¿Detenerme?
−No. −Obviamente el demonio esperaba otra respuesta porque por un segundo su rostro se desfiguro en sorpresa. −Yo solo no tengo el poder para detenerte a ti y a tu ejército. Pero se quien lo tiene.
Antes que el Krampus pudiese responder, a su lado las sombras dieron paso a un hombre alto y delgado con el rostro blanco y las cuencas oculares vacías.
−Baron... ¡Baron Samedi!
El grito del Krampus fue agudo y su miedo podía verse en cada una de sus grotescas facciones.
−Me has engañado Krampus. Me has engañado.
La voz melosa del dios de la muerte parecía envolver a todos los presentes e incluso los zombis habían girado sus rostros para observar a su creador.
−No. por supuesto que no. −A medida que hablaba la voz del Krampus adquiere fuerza y subía de volumen. −Te pedi cada una de estas personas individualmente. No he cometido ningún engaño.
−No me dijiste que era para un ejército Krampy. −El Barón se acercó al demonio con un paso lento y sensual. −Piensas llevarte a todos esos niños y luego ¿que? ¿comertelos? ¿devorarlos en el infierno?
−¡Se lo merecen!
−Tu no decides eso Krampy. Además has pensado ¿dónde irán todas esas almas? ¿Qué crees que voy a hacer con todos esos niños llorando y gritando en el reino de los muertos?
Nicolás vio cómo el cuerpo del Barón Samedi parecía crecer con cada pregunta y el Krampus parecía encorvarse más, tratando de hacerse más pequeño.
−Pero...
−Pero nada. Ahora mismo me los devuelves.
Y tras chasquear los dedos todos y cada uno de los zombis desaparecieron en una nube de ceniza junto al caprichoso dios.
Santa Claus miro al Krampus quien observa con horror cómo su plan se deshacía en cuestión de segundos.
−Mi ejercito. Mis zombis. Los niños qué debo llevarme−. De pronto la mirada se dirigió al patrón de la navidad. −¡Tú! ¡Esto es tu culpa!
San Nicolás evitó la embestida del demonio cabrio y permitió que el mismo demonio corriera a su destino.
−Te dije Krampus que yo no tenía el poder para detenerte.
Nicolas miro a un lado, donde Nana McWing se paraba al borde de un círculo que ahora tenía un muy furioso Krampus adentro.
−Yo, Elena Maria McWing Clasect te destierro demonio a las profundidades del infierno y te ordeno mantenerte allí por cada año de vida que arrebataste a inocentes. Que tu condena limpie tu mente y ayude a restaurar tu alma.
Las llamas envolvieron al Krampus quien gritaba blasfemias en contra de los dos seres que le habían arrebatado todo lo que deseaba.
Al final solo quedó en el suelo una marca negra muy parecida a la dejada atrás por una fogata.
−Gracias Elena.
−Gracias a ti Nicolás por proteger a mi nieta.
Santa Claus sonrió suavemente a la anciana antes de volver a mirar el lugar donde antes yacía el Krampus.
Se había ido. Por ahora se había ido. Pero Nicolás no dudaba que al cumplir su condena volvería a la tierra por los niños que tanto ansiaba devorar.
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