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7El vacío de su ausencia

Octubre de 2005.

Una tarde de domingo mientras hacía tarea, Alejandra escuchó las notas de la guitarra de Laura acompañar a esa voz grave que le gustaba más de lo que su razón le decía que era correcto; salió de su habitación silenciosamente, se sentó en el suelo frente a la puerta de su amiga y pegó la oreja a la madera.

Alejandra tenía los ojos cerrados mientras disfrutaba de la canción, cuando un silencio repentino se dejó venir sobre ella; Alejandra no tuvo tiempo de reaccionar, lo siguiente que supo fue que la puerta se abrió y ahí estaba Laura, mirándola con el ceño fruncido.

—¿Qué haces?

—Escuchándote cantar.

—¿Por qué?

—Porque siempre que entro a tu habitación cuando estás tocando, dejas la guitarra y te niegas a continuar.

—¿Hace cuánto que haces esto?

—Es la primera vez.

—La verdad, Ale.

—Un mes.

Laura exhaló y se agarró el tabique con el dedo índice y el pulgar de la mano derecha, como hacía siempre que estaba frustrada. Alejandra, temía que la fuerza entera de su enojo se desatase, pero no sucedió.

—Sabía que era un peligro pedirte que te mudaras aquí —Laura extendió la mano y le ayudó a ponerse de pie—. Pasa. Sabía que debía haberte asesinado en cuanto descubriste mi secreto.

Alejandra sonrió, se sentó en el suelo frente a la cama de su amiga; Laura tomó la guitarra y le hizo una mueca mientras movía la cabeza en forma reprobatoria.

—No hubieras podido vivir con la culpa de haber matado a tu fan número uno —Alejandra le guiñó un ojo, sintiéndose forajida, casi delincuente por atreverse a coquetearle abiertamente a su mejor amiga.

—Valiente fan que se esconde detrás de una puerta —Laura cerró los ojos y comenzó a tocar—. Creo que encajas mejor en la categoría de acosadora.

Mientras las notas de Luis Eduardo Aute inundaban la habitación una vez más, Alejandra se perdía en Laura, en el modo en que sus dedos acariciaban las cuerdas; en sus párpados cerrados y el modo en que sus labios se movían, pronunciando palabras que se colaban por debajo de su piel, para poco a poco encontrar el modo de llegar hasta sus fantasías.

Después de esa tarde, a Alejandra se le volvió costumbre colarse en la habitación de su amiga en cuanto las cuerdas de aquella guitarra comenzaban a sonar. Laura volteaba al verla entrar, sonreía y cerraba los ojos sin dejar de cantar. Alejandra se sentaba siempre en el mismo rincón, mirándola, dejándose llevar a tierras inexploradas por aquellas palabras románticas.

Noviembre.

Con el paso de las semanas Laura dejó de esconderse para tocar; a Sofía —que había compartido casa con ella por más de dos años— le resultaba cosa nueva encontrarla en la sala tocando mientras Alejandra hacía algún proyecto para la escuela.

Enero de 2006.

Oscar y Laura tomaban turnos para entretener a Alejandra, haciendo todo lo posible mantenerla con la mente ocupada y así evitar que cayera en depresión como consecuencia de que sus papás hubiesen anunciado su divorcio en plena cena de Navidad, frente a sus hermanos, abuelos, tíos, primos y padrinos de bautizo.

Abril.

Oscar comenzó a salir con Fernanda, una estudiante de psicología que irónicamente resultó insegura y celosa; sentenciándolo sobre esa amistad tan «sospechosa» que tenía con Alejandra, la nueva novia de Oscar logró que ambos limitaran el tiempo que pasaban juntos. Durante el tiempo que duró esa relación, Alejandra pasó más tiempo con Laura y Sofía que con su mejor amigo.

Junio.

—¡Debe haber una forma de zafarme de esto! —Decía Alejandra mientras ponía su último par de zapatos en la maleta que tenía sobre la cama— Puedo alegar que necesito asesorías en alguna materia, decir que reprobé algún examen... puedo decir cualquier cosa.

—Con el calor que está haciendo aquí, yo no buscaría pretextos para quedarme tan lejos de la playa —dijo Sofía, sentándose junto a la maleta para acomodar las cosas que estaban regadas en su interior.

—Si me voy no podré despedirme de ti.

—Llevamos dos semanas haciendo fiestas de despedida ¿qué más quieres hacer para que entienda que me vas a extrañar?

—No sé, ayudarte a empacar, llevarte al aeropuerto, irme a Monterrey contigo.

—¡Ay, Ale! —Sofía, con la mirada y las manos aún en el interior de la maleta—. No necesito ninguna de esas cosas para saber que me quieres.

—Además —Alejandra volteó hacia Laura—, tú vas a necesitar ayuda para encontrar a alguien que ocupe la habitación vacía.

—Gracias —Sofía se puso de pie—, ni siquiera se ha terminado de enfriar el cuerpo y ya lo quieren enterrar.

—¡No! Sabes que si dependiera de mí, no dejaría que te fueras —se apresuró a componer Alejandra—. No vamos a encontrar una mejor compañera de casa.

—Tienes que hacerle frente a tus miedos, Ale —Laura se había estado aguantando las ganas de intervenir—. Sé que la situación está horrenda en tu casa, pero no puedes quedarte aquí y fingir que no está pasando nada.

—¡Esa no es mi casa! No quiero ir, ¿recuerdas lo mal que estaba todo hace un año? Pues ahora está mucho peor.

—El año pasado tampoco querías ir y al final del verano no dejabas de hablar de lo bien que te la pasaste.

—Eso fue distinto.

—¿Por qué?

—¡Porque tú estabas ahí!

—¡No me estoy quedando por gusto! ¡Yo sí necesito hacer el verano en la escuela!

—¡Ay! ¡Ya van a empezar con sus pleitos maritales! —Sofía salió de la habitación— Mejor comienzo a empacar.

Laura miró a Alejandra con cierta condescendencia.

—¡No hagas eso!

—¿Qué cosa?

—Mirarme de ese modo, no me gusta cuando me tratas como si fuera una niña indefensa.

—Nadie te está tratando así, Ale. No veas en mis ojos cosas que no existen ¿de acuerdo?

Ella no respondió.

—¿De acuerdo? —insistió Laura.

—Sí —Alejandra cerró la maleta sin terminar de acomodarla, la bajó de la cama y la dejó en un rincón.

Después de una docena de discusiones por el estilo, y de haber hecho y deshecho su maleta unas cuatro veces, Alejandra aceptó su infalible destino y se fue a Cancún, pero en efecto, nada fue como el año anterior; salía con ex compañeros de la preparatoria todo el tiempo, pero nadie quería escuchar sobre sus sospechas de que Miguel estaba usando drogas ni que Raúl estaba más encerrado en sí mismo que nunca, mucho menos que su mamá estaba demasiado ocupada culpando a su papá por todo lo que salió mal en su matrimonio. Nadie quería escuchar lo horrible que le parecía ir de visita a casa de su papá, o que odiaba tener que convivir con Karina, su novia, quien era apenas un par de años mayor que ella; y definitivamente a nadie le interesaba saber que mientras toda la familia de Alejandra veía a Karina como una vividora que quería sangrarle hasta el último centavo a su papá, él estaba completamente embelesado en su fantasía y era el único en toda aquella estúpida situación, que parecía estar auténticamente feliz.

Agosto.

Una noche de completa desesperación, Alejandra decidió aceptar una invitación de Rodrigo, su ex novio, para salir por un café. Aún en ausencia de cualquier emoción respecto a aquella cita, Alejandra decidió vestirse como si se hubiese tratado de una ocasión especial. Se maquilló, se arregló el cabello, se pasó una hora escogiendo su atuendo; más o menos la misma rutina que tenía cuando eran novios. Puntual, como era su costumbre, Rodrigo estacionó su auto frente a casa de los papás de Alejandra. Bajó de auto, caminó hasta la puerta y tocó el timbre.

Rodrigo esperó pacientemente a que Alejandra saliera de su casa, le elogió su vestimenta, le abrió la puerta del auto, y le dio a escoger el lugar al que irían por el café. Hasta aquel punto, la noche iba bien pero ya sentados en el café, no supieron qué decirse. Alejandra intentó comenzar varios temas de conversación, pero Rodrigo no compartía ninguno de sus intereses; no le gustaba leer, solamente escuchaba música norteña y las únicas películas en su rango de interés eran aquellas protagonizadas por los actores de acción de los ochentas y noventas: Arnold Schwarzenegger, Bruce Willis, Sylvester Stallone, Jean-Claude Van Dame, o Chuck Norris. La noche se le fue lenta y absurdamente aburrida.

—Es una pena lo mucho que te ha cambiado esta situación con tus papás. Antes eras muy divertida —dijo Rodrigo cuando la dejó en la puerta de su casa.

Alejandra lo miró sin decir nada, bajó del auto y azotó la puerta sabiendo que eso le dolería más que cualquier respuesta hiriente que pudiese haber ideado.

Mientras subía a su habitación, histérica y ofendida, pensó en Laura, en la falta que le hacía escuchar su voz, en lo mucho que extrañaba su sonrisa y sus ojos, y entonces se enojó más; era bastante obvio que Laura no sentía lo mismo, de lo contrario no hubiera insistido tanto en que ella se fuera a casa de su mamá a pasar todo el verano.

Alejandra se cambió de ropa, azotando contra el suelo cada pieza de su atuendo después de quitársela; se desmaquilló rápidamente, casi violentamente; aventó sus aretes, su pulsera y sus anillos dentro de la cajita de madera en la que los guardaba. Se puso unos jeans viejos y una camiseta deslavada con estampado de The White Stripes.

Alejandra se fue a la tienda más cercana y se compró un paquete de cigarros de la marca que Laura fumaba. Caminó hacia el parque, prendió el cigarro y se recostó en el pasto, aspirando el humo del cigarro sin fumarlo. Cerró los ojos e imaginó a Laura recostada a su lado. Por primera vez en dos años, Alejandra estuvo dispuesta a reconocer lo que había venido sospechando desde la primera vez que la había visto: el vacío que sentía en su ausencia era la confirmación irrefutable de su amor por ella.

Una hora después, cuando regresó a casa de su mamá, Alejandra había decidido que iba a regresarse a Mérida a la mañana siguiente; su mamá estalló en furia cuando se enteró, pero a ella no le pudo importar menos.

A la mañana siguiente empacó su maleta y se fue en taxi a la estación de autobuses. Estando en carretera hizo varios intentos por localizar a Laura pero no tuvo éxito. En parte, era un alivio que ella no contestara el teléfono, porque Alejandra no tenía ni la menor idea de qué le diría. Las cuatro horas de camino le resultaron eternas mientras decenas de escenarios buenos, malos y otros bastante improbables aparecían en su mente. Sus rodillas temblaban cuando intentaba imaginar qué se sentiría decir en voz alta lo que su corazón había estado repitiendo en silencio todo ese tiempo.

Cuando bajó del taxi, su cuerpo entero tembló al ver la «Jeep Liberty» de Laura estacionada en la cochera. Respiró lentamente, intentando apaciguar el acelerado latir de su corazón antes de abrir la puerta principal. Había música en la habitación de Laura, pero fuera de eso la casa estaba en completo silencio.

Sus rodillas temblaban. «Rápido y sin dolor» pensó, intentando ignorar el miedo que sentía. Dejó su maleta y su mochila junto a la puerta y la cerró detrás de sí antes de caminar a paso veloz hacia la habitación de Laura. Su nerviosismo no le permitió distinguir que además de la música había murmullos y risas. Decidida a exponer sus sentimientos, abrió la puerta sin tocar. No tardó mucho en percatarse de su error y arrepentirse del mismo. Laura estaba en la cama con alguien más y parecía estar disfrutándolo mucho. Ni Laura ni su amiga notaron la presencia de Alejandra hasta que, como consecuencia de la impresión, dejó caer sus llaves.

Ambas se detuvieron al escuchar el ruido. Laura se cubrió el cuerpo con una sábana; su amiga, no.

Alejandra se quedó estática, sus labios se movieron como si hubiera querido decir algo, pero no pronunció sonido. Cuando logró reaccionar, recogió sus llaves y salió a toda prisa. Laura empujó a su amiga, se puso su ropa a medias y salió corriendo detrás de Alejandra pero su auto ya estaba bastante lejos.

Alejandra fue a dar al «Parque de las Américas». No habían pasado ni cinco minutos desde que se había sentado en una de las bancas paralelas a la fuente de las serpientes emplumadas, cuando Laura se sentó a su lado.

—Puedo explicarlo.

—¿Cómo me encontraste?

—No fue difícil. Por alguna razón que no logro comprender, te encanta esta fuente; si estás feliz vienes aquí, si estás triste vienes aquí; si estás decepcionada vienes aquí.

Alejandra se quedó en silencio. Se limpió la mejilla izquierda, deseando en secreto que Laura no hubiera notado que estaba llorando.

—Sé que debí decírtelo antes, hace mucho que quería que lo supieras, pero temía que reaccionaras... así —Laura señaló el cuerpo entero de Alejandra con un ademán.

Alejandra respondió con un resoplido.

—Sé que a estas alturas suena como un pretexto —se apresuró Laura— pero es la verdad; cuando nos conocimos quería decírtelo pero temía que ni siquiera quisieras ser mi amiga; después, con el paso del tiempo el peso del secreto me hizo sentir que estaba traicionando nuestra amistad y no podía encontrar el momento adecuado de decírtelo. Y luego, con todo lo de tus papás, pensé que lo último que necesitabas era escuchar sobre mis secretos y mis miedos.

—No tienes que disculparte. Ni siquiera entiendes por qué estoy así.

—Porque te mentí. Porque te oculté la mitad de mi vida.

—No, créeme que no es eso.

—¿Entonces por qué estás así?

—Porque pensé que... —Alejandra se detuvo al sentir que la voz le temblaba. Inhaló profundamente, intentando recuperar la compostura— Porque pensé que me querías.

—¡Claro que te quiero! ¡Eres mi mejor amiga!

—¡Tu mejor amiga! —repitió ella con desprecio; se puso de pie, ofendida, y comenzó a caminar hacia su auto.

—¡Ale, espera! —Laura la siguió, apresurando el paso para alcanzarla—¡Estoy consciente de que te oculté esto, pero eso no significa que no seas mi mejor amiga!

Alejandra, más enojada que antes, se dio vuelta; Laura la seguía de cerca y no tuvo tiempo de detenerse, chocando contra ella como consecuencia. Alejandra no había contemplado aquel entre ninguno de los escenarios que había imaginado durante las cuatro horas de viaje entre Cancún y Mérida, pero si así era como tenía que ser que Laura se enterase de sus sentimientos, entonces que así fuese. Pasó la mano detrás de la cintura de Laura, para evitar que se alejase después de la colisión de sus cuerpos.

—No me estás entendiendo —los ojos de Alejandra, clavados en los de Laura; su voz, firme. Colocó la otra mano detrás de la nuca de su amiga y se acercó casi violentamente. Alejandra forzó un beso un tanto torpe pero apasionado; una desproporcionada mezcla de rabia y deseo.

Cuando se apartó de ella, la miró a los ojos esperando una reacción, cualquiera que esta fuera. Laura no se movió; le sostenía la mirada, pero no había nada qué reconocer en ella. No había gusto ni desagrado, solamente sorpresa en su más pura expresión.

—¡Estoy así, porque estoy enamorada de ti! ¡Viajo trescientos kilómetros para estar contigo, para decirte que te amo... y te encuentro acostándote con otra!

Laura no respondió.

Alejandra esperó unos segundos pero nada sucedió. Alejandra suspiró, decepcionada, sacó las llaves de su auto y se marchó. Laura no se movió. Cuando Alejandra volteó desde el auto, Laura seguía completamente aturdida, mirándola.

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