30Oscar
Era el final del verano. Oscar estaba por cumplir los 15 años. Él y Alejandra estaban sentados uno junto al otro en la orilla de la alberca de casa de Rodrigo, bajo el sol inclemente que azotaba Cancún. Ambos dejaban que sus piernas colgasen dentro de la alberca; el agua cubriendo sus pies y pantorrillas.
En la terraza y dentro de la alberca estaban sus amigos, jugando escandalosamente a lanzarse globos llenos de agua.
—Mi papá quiere mandarme al «Instituto Colón» —dijo él, consternado.
—¿Y por qué lo dices como si te estuvieran mandando a un colegio militar?
—No me agrada la idea de ir a una escuela de niños ricos; no me veo en un ambiente así.
—No creo que esté muy alejado de lo que tienes en tu círculo de amigos actualmente —Alejandra, haciendo referencia a que todos los presentes en aquella fiesta eran de familias de estatus económico medio-alto o alto.
—No es lo mismo —respondió Oscar, viendo sus pies distorsionados por el agua de la alberca.
—Te preocupa que nos vayas a extrañar, ¿verdad? Eres una nena.
Oscar le dio un codazo en las costillas.
—A mí me preocupa que no tendré quien me cuide si te vas —dijo Alejandra, sobándose las costillas.
—Para eso tienes a Rodrigo —Oscar buscó a su amigo con la mirada y captó el momento justo en que recibía un globo de agua directo a la cara—. Aunque entiendo tu preocupación.
—¿Ves? ¿Me vas a dejar al cuidado de ese bobo?
—Pues siempre te he dicho que no te merece pero como todas las mujeres, estás ciega de amor y además te haces la sorda cuando te digo las cosas —luego, entre dientes y con un tono bastante serio, remató—; Shakira les ha terminado de dañar el cerebro con ese himno a su estupidez.
—No estoy ciega de amor y no me hago sorda, simplemente me la paso bien con él.
—Entonces no te quejes de que no te cuide.
Unos instantes de silencio. Alejandra veía su mano sumergida bajo el agua y observaba los juegos de luz y sombra ocasionados por el movimiento de la superficie.
—No creo que tu papá quiera mandarte a una escuela privada para torturarte; solo está haciendo lo que cree que es mejor para su familia. Tu papá es un buen proveedor, eso es todo.
—Entiendo que ahora que le dieron ese puesto que tanto quería gana muy bien, pero todos ustedes siempre han tenido dinero y van a escuela pública.
—Mis papás tienen esta extraña noción de que las escuelas privadas tienen muy mal nivel educativo —Alejandra levanto el rostro y lo observó a través de párpados a medio cerrar como reacción a la intensidad con la que les pegaba el sol.
—Yo creo que tienen razón.
—¿Si sabes que vives en Cancún? Toda la ciudad, sino es que el estado entero, tiene muy mal nivel educativo; da igual si estás en una escuela pública o una privada.
—Más a mi favor, ¿para qué pagar tanto dinero si al final no aprenderé nada?
—Las escuelas privadas ofrecen cosas que nunca tendrás en una pública: tendrás materias en otra lengua, talleres con los que nosotros ni soñamos, intercambios a otros países y al final de cuentas, cuando quieras entrar a una universidad, el nombre de tu bachillerato va a tener mucho peso.
—¡Flaco! —Interrumpió Rodrigo desde el centro de la alberca—¡Deja de estar rayando mi cuaderno! —y lanzó un globo que se fue a estrellar en el pecho de Oscar, reventándose al instante y llenándole el torso y la cara de agua.
Alejandra se puso de pie, se echó un clavado y nadó hasta él para vengar la maldad que su novio acababa de hacerle a su mejor amigo.
Oscar se limpió la cara con ambas manos. Asintió, se puso de pie y caminó lentamente hacia la mesa de la terraza, en la que estaban dos chicas llenando más globos con agua. Oscar agarró uno tras otro y comenzó a lanzarlos sobre Rodrigo y Alejandra. Sonriendo con malicia mientras los atacaba, Oscar intentaba ocultar la tristeza que le causaba el saber que no los vería todos los días de los siguientes tres años de sus vidas.
Los primeros días en el «Instituto Colón», Oscar se sintió desorientado y honestamente asqueado ante el grado de corrupción que corría por los pasillos del mismo: las calificaciones y los títulos deportivos se vendían al mejor postor, los alumnos con más dinero o con papás importantes, eran favorecidos constantemente por profesores y académicos; aquellos con apellidos de peso podían hacer de las suyas, seguros de que sus delitos serían pasados por alto y sus berrinches podían lograr cualquier capricho.
A pesar de todo, Oscar tardó muy poco tiempo en adaptarse, no al sistema sino al ambiente. Una vez que aprendió a sumergir la cara en lo que antes pensaba que era vil porquería, se encontró más cómodo que pez en el agua; descubrió un nicho de pertenencia cuya existencia jamás sospechó. Gran parte del amor que le tomó al colegió se debió a Marco, su camarada, su amigo, su gurú hacia la experimentación continua que le llevaría a descubrir el lado más oscuro de su ser y el que más disfrutaría en toda su vida.
Marco era un verdadero maestro en el arte camaleónico que requería la supervivencia en el «Instituto Colón». Lo mismo podía integrarse a la gente más influyente, que podía ser el cómplice más apreciado de los cerebritos; era el comandante de la rebelión contrabandista de tareas y exámenes; el salvador de los deportistas —seguro proveedor de muestras de orina limpias cuando eran llamados a las pruebas antidopaje— y el mejor importador de alcohol y cigarros a los territorios escolares.
Todo lo que Oscar llegó a saber en aquella época, lo aprendió de Marco. Para deleite propio y ajeno, Oscar también resultó tener habilidades que él mismo desconocía, mismas que le ganaron el puesto permanente de compinche perfecto: el Robin de Batman; el Kato del Avispón Verde. Así, aquel dúo dinámico pasó a ser el más solicitado cuando de proveer lo —aparentemente imposible— se trataba, y a ser el elemento indispensable de cualquier evento.
Para el segundo año de bachillerato, Oscar no podía recordar cómo era la vida antes de Marco. La reciprocidad del sentimiento se hizo evidente cuando éste le pidió que pasara el verano entero con él y su familia en el pueblecito pesquero al que se iban cada año.
El viaje cumplió con la promesa de diversión desde el momento en que subieron a la caja de la camioneta pickup de don Gustavo, el papá de Marco. Hasta el copete de fumados, la carretera dio material para exploraciones filosóficas seguidas por repentinos ataques de risa.
Al llegar al puerto, Oscar se deleitó con la ausencia de calles, de autos y de gente; en lugar de pavimento, el pueblo tenía caminos de arena. Las edificaciones eran escasas, dejando enormes terrenos baldíos entre una y otra.
Don Gustavo y sus hermanos: don Julio y don Mario, eran dueños de tres casas construidas consecutivamente a orillas de la playa, cada una con servicio de agua potable, drenaje y electricidad; cada una amueblada con todas las comodidades que el dinero podía conseguir. La casa del don Mario estaba en la esquina de esa manzana y tenía una terraza amplia en la que todos se reunían para comer diariamente; era también ahí donde cada noche hacían fiestas que duraban hasta bien entrada la madrugada.
Además de todos aquellos lujos, don Gustavo y sus hermanos habían invertido bastante capital en varias motos acuáticas, lanchas de pesca y cuatrimotos que mantenían entretenidos a todos los primos durante las vacaciones.
Después de haberse instalado en la habitación correspondiente, Marco llevó a Oscar a conocer a toda su familia. Don Gustavo tenía, además de los dos hermanos de los que Oscar había estado escuchando por horas, dos hermanas. La cuenta total de primos era doce: seis —incluido Marco— eran más o menos de la edad de Oscar y los otros seis eran preadolescentes y niños. Después de conocer a todos, y estando seguro de que olvidaría todos los nombres es cuestión de minutos, Oscar aceptó el reto de Marco, de ir a probar suerte con las motos acuáticas.
Marco, dos de sus primos: Hugo y David, y Oscar se divirtieron como locos con las motos acuáticas durante varias horas; más tarde se fueron a comer, y cuando el sol cayó, hicieron una fogata en la playa.
—La fogata inaugural siempre es memorable —Rogelio, el hermano menor de Hugo, se sentó junto a él sobre un tronco—, pero nada es igual si Lorena no está.
Oscar miró a Marco, él estaba echando ramas secas al fuego.
—Ella es la más divertida de la familia.
Hugo, que a esas alturas ya sentía una buena conexión con Oscar, se sentó a su izquierda, sacó un encendedor y comenzó a hurgar en las bolsas de su pantalón.
—No dejes que los viejos te huelan cuando regresemos a la terraza, creen que son cigarros comunes y corrientes —sacó una cajetilla de «Marlboros» rojos, de ella tomó un cigarro de marihuana, lo encendió y se lo entregó a Oscar.
—No lo trates como si fuera un ignorante —intervino Marco—, este muchacho, ahí como lo ven con cara de inocente, es el mejor aprendiz que he tenido.
Uno de los primos, cuyo nombre no recordaba, sacó un bongó, otro más sacó una guitarra. Entre música, pláticas ligeras y alcoholes variados, se les fue la noche.
Al día siguiente, con una resaca moderada, Oscar se unió a la familia entera de Marco para desayunar en la terraza. El ambiente de camaradería que compartían era algo que Oscar nunca había conocido. En su familia, los hermanos y hermanas de su papá se caracterizaban por albergar envidias y rencores que sacaban a relucir a la menor provocación; sus primos, como resultado, nunca querían asistir a las reuniones familiares y cuando lo hacían, se la pasaban cada uno sumergido en su propio mundo, con la cara enterrada en un «GameBoy», escuchando música en un lector de «MP3», o se instalaban frente al televisor a ver el futbol. En la familia de su mamá, todo eran chismes; de los vecinos, de los conocidos, de los familiares lejanos e incluso de ellos mismos. Ir a una reunión con ellos era el equivalente a leer las revistas de los famosos: quien se divorció, quien se hizo la cirugía de bypass, quien tiene un hijo que le salió rarito.
Estar con una familia que se divertía sin reclamos, sin chismes y sin el temor de que alcoholes de más pudiesen desatar una pelea a golpes entre dos hermanos, era un alivio tremendo para él.
Al acercarse a la mesa en la que estaba toda la comida, Oscar escuchó parte de una conversación entre dos de los tíos de Marco.
—No entiendo porque no ha salido de vacaciones, es la mejor estudiante, ni siquiera deberían hacerle exámenes —decía el tío Julio, papá de Hugo y Rogelio.
—¡Cálmate! Ya mañana debe llegar —respondió la tía Regina, mamá de Mauricio y David, los que habían animado la noche anterior con música.
—¿De qué hablan? —preguntó Oscar mientras se servía algunas de las variedades del buffet.
—De Lorena.
—¿La misma prima de la que hablaban anoche?
—Esa mera.
—¿Por qué están todos obsesionados con su ausencia?
—Tienes que conocerla. Lorena es la mente maestra detrás de las cosas más locas que hemos hecho.
—Creí que ese era tu papel —Oscar intentaba acomodar unos cuantos camarones empalizados sobre su plato que ya estaba repleto—. Tú eres el planeador de indiscreciones más grande que existe.
—Todo lo aprendí de ella.
—Si tú lo dices —Oscar se encogió de hombros.
—Sí, lo digo yo, zoquete. Y no aprecio tu incredulidad —Marco le dio un golpe en la nuca con su mano libre y se retiró hacia la silla más cercana.
—Y si es tan indispensable ¿por qué no está aquí? —Oscar se sentó al lado de su amigo.
—¿Qué no pones atención, ojete? Porque no ha salido de vacaciones.
—Todas las escuelas ya salieron de vacaciones, ¿no será que tu prima no quiere venir?
—Ella es la que más disfruta venir aquí, pero tenía un evento de la escuela. El año pasado abrieron un taller de foto en su prepa y Lorena resultó tener muy buen ojo para ese rollo. Ahora ella y sus compañeros exponen sus trabajos, a veces hasta los invitan a que vayan a otras escuelas o a galerías de esas pequeñas que hay en Cancún.
—¿Y por qué no está en el «Colón»? —Oscar intentó ocultar su falta de interés en el tema
—Porque ella y su mamá no tienen lana. Lo mismo que mi tía Regina —Marco volteó sobre su hombro para asegurarse de que nadie estuviera escuchando su conversación—. Mi abuelo era bien machista y cuando murió, repartió todo su dinero entre sus hijos varones. A mis tías no les dejó nada porque ellas tenían que encontrarse quien las mantuviera.
Oscar, que tenía la boca llena de comida, se limitó a asentir.
—Mi tía Regina se casó con un buen tipo, un señor muy trabajador pero sus recursos son bastante limitados; mi tía Alma, la mamá de Lorena, nunca se casó —Marco volteó sobre su hombro nuevamente—. Mis tíos y mi papá tratan de compensar un poco con cosas como ésta; cada vez que venimos ellos pagan todo; y cuando Lorena, David o Mauricio necesitan cosas muy caras para la escuela, ellos se encargan.
—Eso está chido, pero no deja de ser una mentada de madre lo que hizo tu abuelo.
—Eran otras épocas, supongo. Mis tías no parecen guardarle ningún rencor a mi abuelo, pero sé que se las ven muy negras a veces con sus cuestiones económicas.
Oscar no respondió, pero su mente dio algunas vueltas más al asunto antes de distraerse. Pensó en su papá, en lo duro que había trabajado toda su vida para alcanzar la situación económica que ahora disfrutaban y se preguntó si él hubiera podido lograrlo, de haber crecido en las mismas condiciones de pobreza; se respondió que no, que él quizás nunca llegaría a ser ni la mitad de lo determinado que era su viejo, y que tenía mucha suerte de poder gozar de todos los privilegios que él le había conseguido.
—¿A dónde te fuiste, bro? —Marco le dio una palmada en la espalda.
Oscar no respondió, se limitó a negar con la cabeza y seguir comiendo.
El resto de ese día, nadie se movió de la terraza. El calor pegaba con tal intensidad, que el mar se sentía demasiado cálido y poco agradable al contacto con la piel. Los tíos de Marco llevaron a la terraza todos los ventiladores y dos neveras repletas de cervezas y hielos. Las tías de Marco se encargaron de que la comida y las botanas fluyeran sin parar.
Cerca de las 11 de la noche, sintiéndose al borde de una congestión alcohólica o una muy desagradable indigestión, Oscar se despidió y se fue a dormir.
Ya entrada la madrugada, Oscar disfrutaba de un sueño profundo, cuando comenzó a escuchar entre sueños, ruidos en las habitaciones contiguas. La puerta de la habitación se abrió violentamente, pero aunque se había sobresaltado, no se incorporó.
—¡Despierta! Son las cinco de la mañana —escuchó la voz de una chica y luego los resortes de la cama de Marco.
—Tranquila, deja de sacudirme, ya voy —respondió la voz soñolienta de Marco.
Oscar se dio vuelta sobre su costado, intentando ignorar el alboroto. Segundos después, tenía la intensa luz de una lámpara de mano pegándole en la cara.
—¡Despierta! Son las cinco de... mmm, a ti no te conozco. Bueno, no importa. ¡Despierta! Son las cinco de la mañana.
Oscar gruñó.
—No me gruñas, desconocido, levántate —la chica sacudió la lámpara y el movimiento de la luz, obligó a Oscar a levantar los brazos para taparse la cara.
La chica regresó a la cama de Marco.
—¿Ya despertaste? —los resortes comenzaron a sonar nuevamente.
Oscar se incorporó y la vio brincando en la cama de su amigo. Se frotó los ojos y prendió la luz azul de su reloj digital. Sí, en efecto eran las cinco de la mañana.
—¡Ya, pues! —Marco se puso de pie—¡Ya! ¡Ya! ¡Ya me desperté!
La chica se rió, se lanzó de la cama y salió corriendo de la habitación. No pasó mucho para que Oscar escuchara la misma voz repitiendo aquella frase en otra habitación. Minutos después, había pasos pesados rebotando sobre el piso en todas direcciones.
—¿Me quieres explicar que es este ritual extraño? —Oscar estaba adormilado y enojado.
—Despabílate, pequeño saltamontes. Son las cinco de la mañana —Marco estaba de un humor sorprendentemente animoso, ya de pie y poniéndose una camisa.
—Esa frase me va a perseguir por el resto de las noches que tenga que pasar aquí. Por lo menos ten la decencia de decirme qué está pasando.
—Es hora de ir a pescar.
—¿Qué? —Oscar se frotó los ojos. No logró procesar la idea y se dejó caer de nuevo sobre el colchón.
—¡Levántate, huevón! —Marco lo sacudió— Vamos a ir a pescar.
Oscar se levantó a regañadientes y siguió a todos a la cocina, se tomó una taza de café bajo la presión de la desconocida que seguía acarreando a todo mundo hacia la playa y salió malhumorado de la cabaña.
—Tu prima no está causando una buena primera impresión —fue lo único que atinó a decir antes de sentir el frío de la arena y comenzar a quejarse de no haber tenido tiempo ni de ponerse sus chanclas.
Marco salió corriendo hacia la playa, donde todos los primos —incluyendo los niños— ya estaban alistando cuatro pequeños botes de pesca con motor fuera de borda. Oscar caminó lentamente, gruñendo en medio de la oscuridad. El cielo estaba despejado, plagado de estrellas y constelaciones, o cuando menos eso parecían, pero no estaba seguro porque no conocía ninguna; la astronomía nunca le había interesado mucho.
Oscar cruzó los brazos sobre su pecho. Tenía frío y no había rastro alguno de que el sol fuese a salir pronto. La prima de Marco le echó la luz en la cara una vez más.
—Tú, nuevo, vienes conmigo.
Oscar gruñó.
—¡Y deja de gruñirme! ¿Qué no sabes hablar?
—Lo criaron los lobos —dijo Marco.
—¡Deja de echarme la luz en los ojos!
—¡Qué delicado! —la prima de Marco apagó la linterna.
—¿Por qué iría contigo?
—¿Sabes pescar?
—No.
—Ahí tienes tu respuesta.
Oscar jaló a Marco del costado de su camisa
—No me está cayendo nada bien tu prima. Lo digo en serio.
—Ve con ella —Marco le dio dos golpecitos en la espalda.
—No quiero.
—Ve, zoquete, yo sé lo que te digo, te vas a divertir —Marco empujó a Oscar y salió corriendo hacia otra lancha en la que ya estaban David y Hugo.
Al llegar a la orilla de la playa y sumergir los pies en el agua, Oscar se aguantó las ganas de quejarse de lo fría que estaba. Mientras se tragaba la que hubiera sido su reacción natural, miró a la prima de Marco, que estaba ayudando a Rogelio a empujar el bote y notó por primera vez que su rostro era hermoso.
Cuando la lancha estuvo en posición, Rogelio subió a la parte de atrás, junto al motor; la prima de Marco miró a Oscar y le hizo una seña para indicarle que subiera.
—¿Cómo dices que te llamas? —preguntó él, intentando fingir desinterés.
—Lorena.
—Yo soy Oscar, no vuelvas a decirme «nuevo».
Lorena sonrió sin responder y evidentemente sin que le importase mucho aquel ultimátum.
Los motores de las cuatro lanchas rompieron el silencio de la noche. Cuando Rogelio puso en marcha la lancha, Oscar sintió el viento en la cara y el frío le puso la piel de gallina; Lorena, que estaba sentada a su derecha, parecía no notar la temperatura. Oscar volteó sobre su hombro, Rogelio también parecía ser inmune a ese frío matutino.
El mar estaba en calma, pero la velocidad ocasionaba que la lancha rebotase sobre la superficie, salpicándolos con agua de mar, como una lluvia invertida que subía en lugar de caer; lluvia muy fría, observó Oscar para sus adentros, pero no dijo nada.
Sobre el ruido del motor del bote, Lorena intentó darle algunas indicaciones de pesca, pero Oscar no lograba concentrarse en sus palabras. El ruido, el frío del agua que le azotaba la cara y el pecho, sumados a la profundidad de la mirada de Lorena, hacían que aquella tarea resultase demasiado compleja. Ella, sentada muy cerca de él, señalaba las redes, las cañas de pescar y las neveras que estaban en la lancha, pero Oscar no lograba entender sus palabras.
No pasó mucho tiempo para que Rogelio apagara el motor, lo cual debía significar que no se habían alejado mucho de la costa, sin embargo Oscar no lograba encontrar la playa en ninguna dirección hacia la que volteara, entonces rezó en silencio por que los demás supieran lo que estaban haciendo; perderse en mar abierto no era el modo en que había imaginado aquellas vacaciones.
El sonido del ancla rompiendo la superficie, llamó su atención.
—¿Listo para atrapar un rico sábalo? —Rogelio sonrió, Oscar lo adivinó por la entonación en su voz, no porque pudiese distinguir sus facciones en la oscuridad.
Oscar no respondió. No tenía la menor idea de cómo se veía un sábalo, mucho menos si estaba listo para intentar atrapar uno.
No muy lejos de ellos, las otras lanchas se detuvieron; el silencio casi absoluto cayó sobre ellos. El agua pegando contra los botes era el único sonido predominante. Lorena y Rogelio estaban haciendo algo con las cañas, Oscar no tenía idea qué.
—Esto es un señuelo —dijo Lorena, sosteniendo una diminuta pieza en forma de pez de la cual colgaban dos pequeños ganchos; después de unos segundos, lanzó la pieza dentro de un contenedor con compartimientos variados y tomó una de las cañas de pescar—, toma.
Oscar extendió ambas manos para tomar la caña que Lorena le estaba ofreciendo, la cual ya tenía un señuelo atado a la punta de la línea. Lorena tomó otra caña; había una tercera, la cual Oscar asumió sería de Rogelio.
—La pesca es cuestión de técnica y paciencia —comenzó a decir Lorena—. Vas a agarrar la caña de aquí —hizo una pausa, esperando que Oscar la imitase—. Muy bien. Ahora, hay dos tipos de lance...
Rogelio mientras tanto, estaba sacando, colocando y moviendo cosas; unos minutos después, dejó de moverse y tomó la tercera caña. Oscar podía sentir la mirada incrédula de Rogelio sobre él.
Lorena le hizo practicar los lances varias veces, al igual que el movimiento de enganche para recoger la línea, antes de darle su aprobación para comenzar a pescar. Oscar practicó una, luego otra y otra vez sin quejarse, genuinamente interesado en aprender. Mientras tanto, en los botes cercanos, parecía haber acción de algún tipo, pero él intentaba concentrarse solamente en lo que sucedía en el suyo.
En la espera eterna por su primer pez, Oscar escuchó entretenido las historias que Lorena había vivido en sus numerosas salidas a pescar con sus tíos y primos. No supo cuánto tiempo había pasado cuando el primer pez picó, solamente sabía que el tiempo había transcurrido porque el cielo estaba ya claro, anunciando la salida del sol; como sea, no le importaba si habían sido diez minutos o una hora, un pez había picado: era el momento de la verdad y tenía que recoger la línea correctamente. Con un movimiento rápido, Rogelio se acercó para ayudarlo. Lorena dejó su caña y comenzó a buscar algo en el piso del bote; Oscar no comprendía qué podía ser tan importante, solamente escuchaba el sonido de velcro despegándose. Lo que fuere que Lorena estaba haciendo, él no podía prestarle mucha atención, el forcejeo de su pez requería toda su concentración y el uso correcto de la técnica que acababa de aprender en teoría. Rogelio le daba indicaciones: «despacio», «ya casi», «suave» y cosas por el estilo; nada que él considerase especialmente útil. En algún momento dijo «uy, es un abadejo, qué lindo» pero Oscar aún temía perderlo, sabía que era demasiado temprano para celebrar.
—Ahora sí —Rogelio le dio una palmada en el hombro—, agárralo de las agallas y sácalo.
Oscar miró al chico «que quieres que haga ¿qué?» pensó, pero no dijo palabra. Tragó saliva y extendió la mano hacia el pez. Metió dos dedos entre sus agallas y lo levantó, sacándolo del agua. Rogelio le ayudó a desengancharlo del señuelo. El pez se retorcía en el aire, intentando liberarse. Rogelio tomó al pez, Oscar asumió que para meterlo a la nevera.
Ya terminado el martirio de la lucha, Oscar se puso más contento que un niño con juguete nuevo.
—¿Viste eso? —Volteó hacia Lorena—. ¿Lo viste?
—Sí —Lorena sostuvo su cámara profesional en la mano derecha—, y está documentado.
Oscar sonrió, satisfecho.
—Mira nada más —dijo Lorena—; después de todo, sabes sonreír.
Oscar no respondió, volteó hacia Rogelio para agradecerle por su ayuda, pero él estaba colocando el pez sobre lo que parecía una ancha tira de plástico con medidas. Unos instantes después, Rogelio miró a Lorena.
—Está muy chico.
Oscar también miró a Lorena, esperando un veredicto; ella empujó el interior de su mejilla izquierda con su lengua, sopesando la situación. Oscar miró a Rogelio, quien ya estaba acercando el pez al borde del bote.
—¿Qué haces, bro?
—No podemos llevárnoslo, nuevo —dijo Lorena por fin—. Diez centímetros más y sería perfecto, pero éste amigo tiene que regresar al mar.
Rogelio colocó al pez gentilmente dentro del agua, sin soltarlo.
—Mi pez... mi pez —Oscar se tapó la boca con la mano izquierda, luego se llevó la misma mano a la frente—. Me tomó una eternidad atraparlo... y le metí los dedos en las agallas —aquello último lo dijo con repulsión.
Rogelio soltó al pez por fin y éste se dio a la fuga rápidamente.
—Vas a atrapar más —Lorena comenzó a guardar su cámara en el estuche impermeable—. Éste sólo es el primero de muchos.
Oscar suspiró, no muy convencido del escenario que Lorena daba por hecho; no muy convencido tampoco, de que podría soportar meter los dedos en las agallas de más peces.
Cuando el sol salió, Lorena le dio una gorra, un frasco de protector solar y una botella de agua.
—Toma, no quiero que vayas a resultar ser delicadito y te dé insolación.
—Crecí en Cancún, puedo estar horas bajo el sol sin que me pase nada.
—Aun así, sígueme la corriente —ella le guiñó el ojo; él no tuvo fuerza de voluntad para negarse.
Algunas horas después, con las neveras casi llenas, los botes regresaron triunfantes a la playa. Aunque el viaje era corto, fue suficiente para que Oscar repasara en su mente las historias de monstruos marinos que Lorena había colado entre las anécdotas de pesca que le había compartido; entonces, los zarandeos que Oscar había considerado perfectamente normales durante el viaje de ida, en el de regreso le hacían sospechar que algo espantoso podía estar acechándolos debajo de la superficie.
—¿Qué fue eso?
Rogelio soltó una carcajada.
—Te odio —dijo Oscar mirando a Lorena.
—¡Gallina! —ella estaba deshecha en risas.
Oscar fingió no haber escuchado la ofensa.
Cuando el bote se detuvo en la playa, Oscar bajó la nevera, la cargó hasta la terraza del tío Mario e intentó a darse a la fuga; la mano de Lorena sobre su hombro lo detuvo.
—¿A dónde crees que vas?
—A bañarme para quitarme este horrendo olor a pescado.
—No seas nena, ¡ven para acá! Te voy a enseñar a descamarlos, quitar los intestinos y dejarlos listos para cocinar.
—¿Los pescados?
—¿Pues qué? ¿Tú crees que se cocinan solitos?
—No, pero ya hicimos todo el trabajo de proveerlos ¿no es tarea de alguien más limpiarlos y de otra persona cocinarlos?
—Si eso es lo que quieres, nuevo, está bien, pero yo te iba a enseñar todo el procedimiento, no solamente parte de él.
—¡Deja de decirme «nuevo»!
—¿Te vas o te quedas? —Lorena comenzó a sacó un pescado de la nevera y lo puso sobre una de las mesas de madera que estaba en la terraza, cubierta con papel periódico.
Oscar suspiró. Lorena tomó una herramienta que a él nunca antes había visto y comenzó a limpiar el primer pescado. Oscar vio las neveras que los primos de Lorena habían dejado en la terraza, luego levantó la vista hacia ella.
—¿Qué tengo que hacer?
Lorena sonrió. En los siguientes minutos, le enseñó cómo agarrar el pescado adecuadamente para poder remover las escamas, cómo hacer el corte correcto para poder sacar los intestinos y a lavar la cavidad resultante.
Mientras Oscar y Lorena limpiaban los pescados, la tía Regina se encargó de marinarlos. Más tarde, el tío Julio se dio a la tarea de sacar una parrilla, llenarla de carbón, encenderlo y tener todo listo para cocinar.
Don Gustavo fue el primero en probar el resultado de todo aquel trabajo. El escándalo que hizo para que Oscar tuviera la atención completa de la familia —y sus aplausos— provocó que las mejillas de éste se sonrojaran, pero su pecho estaba inflado como el de un pavo y su ego estaba alcanzando alturas estratosféricas. Oscar estaba plenamente consciente de que había sido partícipe de todo aquel ciclo gracias a Lorena, y entonces entendió por qué Marco había insistido en que se fuera con ella en el bote esa mañana.
Después de comer, vino la hora de bailar. Descalzos, y algunos de ellos pasados de copas, movían sus atributos al ritmo de las más populares canciones de salsa y merengue. Oscar observaba el panorama con paciencia, vacilando los últimos bocados de su comida mientras planeaba en silencio una estrategia para escapar y así poder darse ese baño que venía soñando desde hacía horas. Cuando por fin creyó haber encontrado el instante perfecto para hacer su acto de desaparición, llegó Lorena una vez más.
—Ven, nuevo, quiero bailar contigo.
—Deja de decirme «nuevo», mi nombre es Oscar.
—Sé cómo te llamas, pero me gusta más decirte «nuevo». Ándale, vamos a bailar.
—No me gusta.
—No te gusta o no sabes.
—¿Cuál es la diferencia?
Lorena lo jaló del brazo, casi provocando que tirara el bocado que le quedaba en el plato desechable.
—Te voy a enseñar.
Oscar se puso tieso al instante en el que sintió las miradas de la tía Regina y la tía Alma. «Su mamá nos está viendo», pensó.
—No te fijes, tú relájate —dijo Lorena, como si le hubiera leído el pensamiento.
—Claro, fácil para ti decirlo, no estás a punto de hacer el ridículo delante de un montón de extraños.
—¡Cierra los ojos!
—¡Ja!
—¡Ciérralos, te digo!
—No me gusta tu método de enseñanza —Oscar exhaló pesadamente—, quiero mi dinero de vuelta.
—Lo siento, no hay reembolsos, debiste leer las políticas completas de esta institución —Lorena colocó su mano sobre el rostro de Oscar, obligándole a cerrar los ojos—. Escucha la música con atención —Lorena hizo una pausa para darle la oportunidad de seguir sus instrucciones—. ¿Puedes distinguir los instrumentos?
Oscar abrió los ojos al sentir que la mano de Lorena ya no estaba sobre ellos.
—¿Qué? —él, sinceramente confundido con aquella pregunta.
—¿Puedes distinguirlos unos de otros? —al ver que la expresión de incertidumbre no abandonaba el rostro de Oscar, Lorena se acercó a él— Como cuando fumas mota y puedes descomponer una canción en todas sus partes y fijar tu atención en un instrumento específico.
—Nunca lo he intentado en mis cinco sentidos y menos con una cumbia.
—Bueno, en primera: es merengue, no cumbia, pero eso es lo de menos. A ver —Lorena colocó su mano sobre los ojos de Oscar una vez más—, escucha —luego tomó sus manos, poniendo sus palmas debajo de las de él—. Hay dos ritmos, uno más rápido que el otro. Márcame el rápido.
Oscar apretó los ojos, ladeando un poco la cabeza mientras prestaba mucha atención a los instrumentos e intentaba aislarlos. Cuando por fin pudo identificar los dos ritmos, hizo su mejor esfuerzo por concentrarse en el más rápido. Oscar comenzó a dar golpecitos sobre las palmas de Lorena.
—Bien. Ahora el más lento.
A Oscar le costó trabajo dejar de concentrarse en el ritmo rápido para poder identificar el otro, pero cuando lo logró comenzó a dar golpecitos sobre las palmas de Lorena una vez más.
—¿Ves? No es difícil, esos son los dos ritmos con los que puedes bailar la canción.
—Comencemos con el lento, por favor —Oscar abrió los ojos.
Lorena asintió, divertida con el miedo en el rostro del chico.
Algunas canciones después, Oscar ya podía seguir a Lorena con los movimientos más básicos y además se estaba divirtiendo en el proceso.
—¿Ves? Te dije que no era difícil.
—Eres buena maestra.
—El ritmo no se puede enseñar, sólo los pasos; así que da gracias de no tener dos pies izquierdos.
Cuando la canción terminó, Oscar aprovechó para marcar su huida. Comenzó a caminar hacia la casa de don Gustavo y a Lorena no le quedó más remedio que dejarlo ir.
—Ya pues, ve a bañarte. Entre el pescado y el sudor, ya hueles peor que chivo.
—No es mi culpa —respondió él con un tono que rayó en el chillido—. Hace rato que quiero ir a bañarme y no me dejas.
—Ya pues, vete, pero no tardes que te dejamos.
—¿A dónde vamos?
—Es un secreto. Te diría pero entonces tendría que matarte.
—Estás más loca que una cabra.
—Vamos a ir a la dársena a correr las cuatrimotos.
—Pero ya es casi noche.
—¡Ese es el punto! Entonces, ¿vas o te da miedo?
—No, no me da miedo.
—Entonces apúrate, apestoso.
Los siguientes días fueron de mota, canciones y cuentos de terror en las fogatas nocturnas; competencias de karaoke con castigo de caballito tequilero para quien no alcanzara un mínimo de ochenta y cinco puntos, Jenga extremo con castigo de «cerveza explosiva» para el que tirara la torre, y demás inventos que se le ocurrían a Lorena y a sus primos.
Una tarde mientras Lorena estaba en pleno partido de voleibol con sus primos, Marco se sentó en la arena junto a Oscar, que observaba el encuentro con mucha atención.
—Tenías razón, bro —comenzó a decir él—, tu prima es otro rollo.
—Te dije que era chida.
—Bastante —dijo Oscar sin dejar de mirarla.
—Sólo un consejo de camaradas, bro.
Oscar, un tanto intrigado, se limitó a mirar a su amigo sin preguntar.
—No te enamores de ella.
Oscar no dijo palabra, intrigado con una advertencia que jamás vio venir de su mejor amigo.
—No lo tomes a mal. Es por tu propio bien.
Oscar volteó hacia Lorena y la vio abrir las manos para evitar pegarle a un balón que había salido del área de juego.
El tío Julio, quien estaba fungiendo como juez, le dio la razón mientras el equipo contrario reclamaba.
—¿Alguna razón en especial para que me estés diciendo esto? —preguntó Oscar cuando por fin se animó a hablar.
—No eres tú, bro. No soy un primo celoso diciéndote que no te metas con su familia; me conoces mejor que eso.
—¿Entonces?
Marco se acercó un poco más.
—A Lorena le gustan las mujeres. Si te digo esto es porque no quiero que te estrelles con pared como le pasó a otros dos cuates míos.
Oscar soltó una carcajada.
Marco permaneció serio.
—¿Es en serio?
—Por esta, bro —Marco imitó la forma una cruz con su dedo índice y el pulgar y la besó con solemnidad.
Oscar miró a Lorena anotar el punto del gane.
—Ya sabes: de aquí en adelante lo que le pase a tu corazón es responsabilidad tuya.
—Gracias, bro —Oscar no podía dejar de ver a Lorena.
Lorena y la tía Regina brincaban y celebraban su victoria mientras Rogelio y la tía Alma le reclamaban al tío Julio por sus decisiones aparentemente tendenciosas.
—¡Qué desperdicio! —dijo Oscar casi suspirando.
—No creo que su novia opine lo mismo.
—¿Tiene novia? —la voz de Oscar chilló como la de un chico apenas atravesando la pubertad.
—Sí, y además está bien chula. Ahí como la ves, mi prima tiene muy buen gusto. Las novias que le he conocido han estado bien ricas. Bueno excepto una que tenía más testosterona que yo, pero era muy chida; eso no lo puedo negar.
—¿Y todos saben?
—Sí.
—¿Y no se le pusieron locos?
—Al principio, pero luego se hicieron a la idea. De todos modos no les quedaba de otra, era eso o terminar dividiendo a la familia entre los que la aceptaban y los que no.
Lorena llegó corriendo y se plantó entre los dos, los agarró de la cabeza y los jaló hacia adelante mientras tronaba la boca imitando el sonido de un beso.
—¡Fina! —gritó Marco, alargando la palabra para acentuar su sarcasmo.
—¿De qué hablan, nenitas? Se ven tan chulas así juntitas, secreteándose.
—Hablábamos de que te voy a bajar a la novia si te sigues pasando de la raya —dijo Oscar, tratando de asimilar la situación.
Lorena sonrió sin decir nada más, fue casi imperceptible, pero en su rostro algo cambió; un cierto alivio se dibujó en su mirada al saber que Oscar ya estaba enterado sobre su orientación sexual.
—Ramiro está incitando a todos a ir a la disco del pueblo —dijo Lorena después de unos instantes.
—¿A la disco? —Marco, soltando una carcajada—. ¿Qué, estás atrapada en los ochentas?
—Así le dicen por aquí a los bares.
—Hay muchos de esos en Cancún —respondió Oscar.
—Sí, pero los de pueblo son diferentes —respondió Lorena, como si su deseo de ir a conocer uno fuera la cosa más normal del mundo.
—¿Cuándo has ido a uno? —interrogó Marco.
—Nunca, pero todo mundo lo sabe.
—Leyendas urbanas —respondió Marco—. Yo paso.
—Yo también paso —dijo Oscar cuando Lorena lo miró.
—Entonces quédense a echar novio, nenitas. Ustedes se lo pierden.
Al día siguiente, cuando Oscar se despertó, todos los primos estaban completamente dormidos. La habitación entera olía a alcohol y sudor. Se puso de pie y se fue al baño con su toalla y su cepillo de dientes. Recién bañado, con el agua aun escurriéndole del pelo, estaba colocando pasta dental sobre su cepillo, cuando escuchó una voz que estaba viajando por el ducto de ventilación.
—Ya te expliqué que olvidé el teléfono —decía la voz de Lorena—, aunque me hubieras llamado treinta veces no iba a contestarte porque no lo tenía conmigo.
Silencio.
—Estoy con mis primos, no hay necesidad de que te pongas así.
Silencio.
—Si no me crees que estoy con mi familia, es tu problema. No voy a darte más explicaciones que las que ya te di.
Silencio.
—De acuerdo, si eso es lo que quieres, pues aquí se acaba esto.
Silencio.
—¡Como quieras!
El silencio que vino después fue permanente. Oscar se cepilló los dientes, sintiéndose culpable por haber escuchado más de lo que debía.
Cuando llegó a la sala, Marco y sus tíos estaban jugando mímica. Justo en ese instante Lorena regresó para unirse al equipo de su mamá; ella la abrazó.
—¿Todo bien? —preguntó doña Alma, presintiendo que recibiría una mentira por respuesta.
—Sí mamá, todo perfecto —la sonrisa de Lorena se veía sincera y despreocupada.
Oscar fue el único que notó que doña Alma no le había creído el acto a su hija.
Esa noche, después de haber emborrachado a todos sus primos jugando Texas Holdem, Lorena se escapó hacia la playa. Todos estaban tan ebrios, que nadie notó su ausencia; aún a sabiendas de que nadie notaría su ausencia tampoco, Oscar esperó un poco antes de salir tras ella.
Cuando llegó a la playa apenas pudo notar una silueta moviéndose lentamente en la distancia. La luna llena derramaba sus rayos plateados sobre la superficie del mar y la arena, creando efectos visuales entre las olas y las diminutas dunas. Oscar corrió para alcanzarla; cuando estuvo lo suficientemente cerca para llamarla sin tener que gritar, pronunció su nombre.
Lorena se detuvo, pero no volteó. Aun estando ella de espaldas a él, Oscar supo que estaba llorando. Un temblor apenas perceptible resbalaba por todo su cuerpo. Él se detuvo a unos pasos de ella.
—No tienes que sentir vergüenza de estar llorando. Soy tu amigo, no te voy a juzgar.
Lorena volteó por fin y lo abrazó. Oscar la rodeó con sus brazos, tratando de encontrar palabras que pudiesen traerle algún consuelo.
En un arrebato de ira, Lorena se apartó de Oscar, lo jaló de la nuca y se puso de puntillas para poder besarlo. Después de unos segundos de sorpresa, Oscar correspondió el beso, provocando que Lorena se diera cuenta de lo que estaba haciendo y se separase de él repentinamente. Después de semejante arranque, Lorena lloró inconsolablemente hasta agotarse.
Más tarde, cuando Lorena se calmó, se sentaron en la arena. Oscar sintió frío en las piernas, pero no dijo nada al respecto.
—Ocho meses tirados a la basura por una tontería. No sé por qué me hago esto. Siempre me encuentro mujeres emocionalmente inestables o inaccesibles; tal pareciera que no puedo enamorarme de una mortal común y corriente con problemas de otra índole.
—Todos tenemos problemas emocionales —Oscar enterró sus pies en la arena.
—¿En verdad eso crees?
—Estoy convencido de que así es.
—¿O sea que estamos condenados a la fatalidad de relaciones limitadas por nuestras incapacidades emocionales?
—Eso no fue lo que dije.
—¿Y entonces qué fue lo que dijiste?
—Todos tenemos historia; todos tenemos alguna clase de problema emocional. La cuestión es qué hacemos con ellos. No creo que el asunto sea que encuentres a una mujer sin problemas, porque créeme que no podrás; sino a una que tenga una buena filosofía de vida y que esté dispuesta a trabajar en sí misma en lugar de cruzarse de brazos y sentirse víctima de las circunstancias.
—¿Y dónde me encuentro una así?
—Si tuviera todas las respuestas, sería millonario.
Lorena sonrió.
—O cuando menos tendría novia.
La sonrisa de Lorena se hizo más grande.
—Estás loco, nuevo.
—Llámame lo que quieras, pero acabo de hacerte reír...
—Gracias.
—No me des las gracias; esas guárdalas para cuando te haga un favor.
—¿Y esto qué es?
—Una plática entre dos amigos; eso no es un favor.
—Tienes un corazón muy grande, nuevo —Lorena hizo una pausa—. Si me gustaran los hombres...
—Si te gustaran los hombres me verías como un gran amigo pero seguro que no te fijabas en mí.
—¿Por qué estás tan seguro? —Lorena, con el ceño fruncido.
—Porque te gusta la gente con problemas mentales, ¿recuerdas?
—¡Tenías que arruinarlo todo! —Lorena le dio un golpe en el brazo.
—Y tú no aguantas nada —se burló él.
Un rato después, cuando el cansancio fue más fuerte que ellos, caminaron de regreso. Lorena se detuvo en la puerta de la casa del tío Julio.
—Me alegra mucho que Marco te haya traído a nuestras vidas.
—No te pongas sentimental, que no te queda —Oscar le dio un golpecito en el hombro.
—Buenas noches —dijo ella y comenzó a caminar hacia la puerta.
—Buenas noches —respondió Oscar.
Oscar se quedó en la puerta unos minutos más, observando la oscuridad del horizonte, disfrutando la brisa fresca de la noche, sin sospechar en lo mínimo que el consejo tan sencillo que acababa de darle, repercutiría en la forma en que Lorena veía la vida y las relaciones.
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