3A primera vista
Mérida, agosto de 2004.
En su primer día en la Universidad del Sur, Alejandra llegó tarde al que sería el primero de tres días de inducción en el auditorio principal del campus. Después de encontrar un lugar vacío —en el punto más lejano del estacionamiento— dejó su auto y recorrió los pasillos de su nueva escuela a toda velocidad.
Al llegar frente a las dos enormes puertas de madera del auditorio, las abrió casi violentamente en una entrada escandalosa con la cual interrumpió las palabras del Ingeniero Andrés Pérez, secretario general de la universidad. Más de una docena de rostros voltearon al escucharle aparecer abruptamente.
El resto de la audiencia volteó unos instantes después. Ahí estaba ella parada, sus rodillas temblando y unos mil quinientos pares de ojos sobre su persona: todos los alumnos de nuevo ingreso, el secretario, el rector, los directores de carrera y el cuerpo administrativo entero.
—Pssst —murmuró Oscar, levantando la mano desde su lugar—¡Chaparra! ¡Aquí!
Alejandra miró a su amigo, luego al secretario, como pidiendo su autorización para moverse.
—Tome asiento, señorita. Y por favor, que esta sea la última vez que llegue tarde a cualquier compromiso universitario. La puntualidad es parte de la excelencia.
Alejandra asintió justo antes de lanzarse en dirección de su mejor amigo, rogando en silencio a los dioses universitarios que nadie recordara su rostro al final del día. El secretario retomó su discurso en donde lo había dejado.
—¿A qué hora terminaste de chatear? —preguntó Oscar cuando ella por fin llegó al asiento que él le había reservado.
—Como a eso de las dos —murmuró Alejandra mientras dejaba su mochila en el suelo.
—Te dije que no te quedaras hasta tarde —Oscar sonó más como un papá enojado que como un amigo preocupado.
—Es que Rodrigo se puso muy intenso.
—¿Y ahora qué pasó?
—En resumen: terminamos.
—En resumen, nada... ahora me cuentas todo.
—Luego. El Secretario no me quita la mirada de encima.
Unos cuantos minutos después, cuando el susto se les había olvidado, Alejandra y Oscar comenzaron a platicar entre susurros.
Cuatro horas después, cuando por fin tuvieron un descanso para ir a comer, Alejandra y Oscar se habían puesto al día de toda la conversación que Alejandra había tenido con su novio, habían sacado sus teorías respecto a las razones por las cuales se había puesto tan necio y habían concluido que terminar con él era lo mejor que Alejandra pudo haber hecho. Como consecuencia de aquella conversación tan extensa, ninguno de los dos había puesto atención a las palabras del secretario, por lo tanto ninguno tenía la menor idea de cuál era el reglamento básico de la universidad ni las políticas de calificación que los maestros usarían por los siguientes cuatro años de sus vidas.
La fila para comprar algo en la cafetería era tan larga, que el tiempo se les agotó antes de que alcanzaran a llegar a la barra para ordenar algo de comer.
—Ya tenemos que regresar —Oscar miró su reloj—, y yo muero de hambre —su estómago se quejó escandalosamente, agregando dramatismo a su declaración.
—Sólo nos queda la alternativa menos saludable —Alejandra señaló las máquinas expendedoras—. Comida chatarra y cuando salgamos nos vamos a comer unos tacos.
Oscar se tocó el abdomen; sus tripas se quejaron nuevamente.
—Ni modos. ¡Voy por las papas fritas y tú ve por los refrescos!
—¿Sabor o Coca-Cola?
—Coca ¿no?
Alejandra asintió, habiendo anticipado la respuesta desde que formuló la pregunta en su mente. Oscar nunca tomaba refrescos embotellados, pero cuando lo hacía, solamente tomaba Coca-Cola.
Al llegar a la máquina, Alejandra depositó las monedas y la primera lata salió sin mayor predicamento; la segunda, sin embargo, parecía haberse perdido en el limbo, porque nunca cayó. Alejandra presionó el botón repetidamente; mismo resultado. Leyó la pantalla de la máquina: cinco pesos con cincuenta centavos. Su dinero estaba ahí, no había duda de ello.
—¡Lo que me faltaba! —presionó otro botón, luego otro y otro. Alejandra apoyó la cabeza sobre la máquina de refrescos, mientras pedía en silencio otro milagro a los dioses del campus. En esas estaba cuando sintió que alguien se acercaba. Asumiendo que era Oscar, comenzó a hablar sin darse vuelta.
—Ésta cochinada no sirve, se acaba de tragar mis monedas y... —al voltear se encontró con unos ojos color miel que no conocía.
Alejandra se apartó un poco de la máquina. La chica le sonrió y siguió acercándose sin hacer caso a su consejo; Alejandra se apartó un poco más. La chica comenzó a meter sus monedas en la máquina.
—Se las va a tragar —Alejandra intentó encontrar palabras más certeras para detenerla, pero su voz se desvaneció mientras su mirada se perdía en ella: su rostro ovalado de expresión serena estaba adornado únicamente por un ligero rubor natural en las mejillas; su cabello era castaño, lacio, y estaba recogido en una impecable cola de caballo; su cuerpo era robusto pero atlético y desprendía por todos lados una actitud segura que Alejandra encontró intrigante, atractiva.
El sonido metálico de la lata cayendo en el interior de la máquina de refrescos regresó a Alejandra del viaje en el que se había embarcado sin notarlo.
—Aquí tienes. No sufras —dijo la chica extendiendo la mano con la lata.
—¿Pero cómo? —Alejandra miró la máquina y luego a la chica— No hiciste nada del otro mundo ¿por qué la tuya sí salió?
—Es una máquina muy mañosa —respondió ella. Un guiño seguido por una sonrisa más pronunciada, provocó que Alejandra se sintiese inexplicablemente nerviosa.
—Eso no responde mi pregunta.
—En lugar de cuestionar las razones por las cuales pude hacer algo que tú no, deberías aprovechar los minutos que te quedan y tomártela antes de regresar al auditorio.
—¿Tú también estás en la mentada inducción?
—No, pero ya pasé por eso y al Inge Pérez no le gusta que los alumnos lleguen tarde, mucho menos que lleguen con comida o refrescos.
—No necesitas decírmelo...
—¡Ah! ¿Primer día y ya llegaste tarde?
—Ni me lo recuerdes.
—Bueno, entonces deberías estar camino al auditorio; dos veces en tu primer día sería el colmo —dijo mientras comenzaba a alejarse en dirección contraria a la que Alejandra tendría que tomar.
—Gracias por el refresco —la mirada de Alejandra se escapó hacia los jeans de la chica y el modo en que se ceñían a las curvas de su cuerpo.
—De nada —respondió ella.
—Te debo cinco cincuenta.
—Me los pagas luego —ella no se detuvo.
—¿Cómo te llamas?
—Laura —dijo, apenas volteando.
Segundos eternos pasaron sin que Alejandra reuniera la fuerza de voluntad para dejar de mirarla.
—¿La conoces? —Oscar se acercó.
—No —respondió Alejandra, aun con la mirada siguiendo la cadencia del caminar de aquella chica—. Toma —acto seguido, le entregó la primera lata que había caído de la máquina.
Las primeras semanas viviendo sola en Mérida, fueron una cosa extraña para Alejandra. Por un lado, se sentía aliviada de estar relativamente lejos de su familia. Cuatro horas de carretera le parecían una distancia bastante recomendable para su salud emocional; por otro lado, sin embargo, estaba apenas aprendiendo a encargarse de sí misma y de las responsabilidades que venían con la libertad que estaba comenzando a disfrutar. Estar lejos de su círculo de amigos le estaba pesando mucho menos de lo que había anticipado, lo que le llevó a concluir que sus sospechas de toda la vida eran correctas: el único que realmente le importaba era Oscar.
Desde que se conocieron en la secundaria, Oscar siempre había sido el amigo perfecto; el único de sus amigos varones que nunca había intentado conquistarla y quien siempre se había mostrado más como un hermano mayor. Seis años después, las cosas no habían cambiado mucho: si quería ir al cine, pasar horas platicando en un café, o ir a bailar, era a Oscar a quien recurría y viceversa.
Para buena suerte suya, el papá de Oscar fue transferido a Mérida unos meses antes de que comenzaran a estudiar la universidad. Su amigo y toda su familia se habían mudado entonces a la «ciudad blanca» y él decidió inscribirse a la misma universidad en la que estaba ella.
Aunque estaban en carreras diferentes, Alejandra y Oscar disfrutaban estudiar juntos en casa de él. Estando con la familia de Oscar, Alejandra no tenía mucho lugar para extrañar a la suya, pero a pesar de sí misma, algunas veces se sorprendía pensando en ellos. Se imaginaba a su papá, sumergido en su trabajo como siempre, llegando tarde a casa, cansado; a su mamá, preocupándose por las ventas nocturnas de las tiendas departamentales, por ir al brunch con sus amigas, y otras tantas banalidades; a su hermano Miguel, con su música escandalosa y sus amigos góticos; y a su hermano Raúl —que siempre fue el autoexcluido— se lo imaginaba en su habitación, dibujando o escribiendo cosas que nunca le mostraba a nadie.
Alejandra estaba parada en medio de la sala estilo colonial, mirando a través del ventanal de hierro con paños de cristal horizontales, características de las antiguas casonas de Yucatán, cuando la mamá de Oscar salió a saludar.
—¿Te quedas a comer, hijita? Ya estoy por servir el almuerzo.
—Gracias, señora, pero tengo que regresar a la escuela —sonrió Alejandra, volteando hacia la mujer—, sólo vine a dejar a su retoño y a buscar mi libreta de dibujo que dejé olvidada ayer.
—Come y luego te vas— doña Marta, prendiéndose del brazo de Alejandra hizo un intento de llevarla hacia el comedor—. ¿Cuál es la prisa? Hice queso relleno.
—¡Uy! señora, sabe que es mi favorito, pero tengo que regresar a la escuela para trabajar en un proyecto con mis compañeros. Ya están empezando los exámenes bimestrales y las primeras entregas de trabajos en equipo.
—¿Y a qué hora vas a comer? A ese paso uno de estos días te me vas a desmayar.
—Ella se puede cuidar sola, mamá —interrumpió Oscar, al regresar de su habitación.
—No se preocupe, doña Marta, le prometo que algo comeré en la cafetería de la escuela.
—Toma —dijo Oscar, entregándole la gruesa libreta de pasta negra y anillos metálicos del mismo color.
—Gracias, flaco. Nos vemos mañana.
Oscar le dio un beso en la mejilla.
—Nos vemos luego, doña Marta.
—¡Ay, hijita! —Dijo la señora con sincera consternación— La comida de la escuela es horrible —la mujer la acompañó hasta la reja de hierro forjado que se encontraba después de atravesar el jardín. Oscar iba justo detrás de ambas—. Pero está bien, cuando hay que estudiar, hay que estudiar. Ni modos. Cuídate y mucho éxito en los exámenes.
—Muchas gracias —Alejandra le dio un abrazo—. Nos vemos pronto —luego miró a su amigo—. Te llamo en la noche.
—Aquí voy a estar, con el «Jesús en la boca» hasta saber si comiste —dijo él con su característico tono juguetón.
Oscar se paró detrás de su mamá, colocando su mano sobre el hombro de la mujer. Mientras Alejandra subía a su Ibiza color humo, escuchó a doña Marta reprenderlo.
—¡Tienes que cuidarla, hijo! No se puede estar pasando el estómago de ese modo.
—¡Ya te dijo que iba a comer algo en la escuela, mamá!
Ale sonrió, encendió el auto y se fue.
No había pasado ni una hora cuando Alejandra comenzó a arrepentirse de no haber aceptado la invitación de doña Marta. La hamburguesa que había comido en la cafetería era la cosa más insípida que había probado en todo el tiempo que llevaba viviendo sola. Con un suspiro de decepción, Alejandra recogió su servilleta, sus cubiertos de plástico y sus contenedores desechables, y caminó hacia el bote de basura más cercano; luego tomó rumbo hacia la biblioteca. Al pasar por la máquina de refrescos se detuvo y deliberó por unos instantes si valía la pena arriesgar otros cinco pesos con cincuenta centavos en aquel artefacto infernal. Miró dentro de su cartera para analizar sus finanzas, mismas que no pintaban nada bien. No, aquella no parecía ser una buena decisión, aunque por otro lado, le esperaba una hora de estudiar «historia del arte» antes de que llegasen sus compañeros de equipo, el riesgo de quedarse dormida era bastante alto.
Por un instante —justo después de haber metido sus monedas— deseó haber sabido cómo persignarse. Suspiró, presionó el botón y después de algunos segundos de intriga, escuchó con placer el retumbar de la lata al caer. Escondió muy bien la lata en su mochila con el objetivo de burlar la revisión de la entrada de la biblioteca, que estaba a cargo de una mujer de ya unos setenta años que usaba lentes de fondo de botella. Una vez dentro del recinto, Alejandra ocupó una mesa vacía y se dio a la búsqueda del material que necesitaría.
En una mesa apartada, entre libros de derecho, códigos penales y un par de libretas, estaba Laura profundamente dormida, en una posición nada cómoda: el codo izquierdo apoyado sobre la mesa y su mano izquierda sosteniéndole la cabeza. Alejandra sintió una llamarada naciendo en la boca de su estómago, recorriéndole hacia arriba, pasando por su pecho, llegando hasta sus mejillas y finalmente transformándose en una sonrisa. Después de contemplarla brevemente, regresó a su lugar, arrancó un pedazo de hoja de su libreta, sacó la lata de refresco y se acercó silenciosamente a la mesa de Laura. Debajo de la lata, dejó una nota: «Creo que necesitas esto más que yo».
Ya instalada en su propia mesa con los libros que tendría que estudiar, le costó muchísimo trabajo concentrarse; levantaba la vista cada pocos segundos, buscando a Laura, deseando que se despertase. Finalmente y casi sin notarlo, el sentido del deber se apoderó de ella, y sus libros absorbieron toda su atención.
Alrededor de una hora después, Alejandra casi había olvidado la presencia de Laura; fue entonces que ésta se sentó frente a ella.
—¿Pagas todas tus deudas con creces?
Alejandra ni siquiera intentó ocultar la sonrisa de satisfacción provocada por aquellas palabras.
—Es una de las pocas bendiciones de ser hija de un hombre de negocios —levantó la mirada lentamente, racionándose la vista tan linda que le esperaba. La piel color rosa de Laura, a una distancia tan corta, era impecable.
—Una «Coca» a domicilio en época de exámenes vale más de cinco cincuenta.
—Me pareció que necesitabas la cafeína.
—¿Fueron mis ronquidos los que me delataron?
—Eso y una que otra flatulencia.
La carcajada que Laura soltó, le ganó algunas miradas de reclamo de quienes intentaban estudiar. Al darse cuenta se tapó la boca con ambas manos, intentando recuperar la compostura.
—Tuve dos exámenes ayer y en unas horas tengo otro. Sobra explicar que estoy molida. ¿Tú cómo vas? ¿Es tu primer examen?
—¿Qué me delata? ¿La ausencia de ojeras?
—Más bien la ausencia de miedo en tus ojos —respondió Laura, repentinamente seria. Luego soltó una risa menos escandalosa que la anterior—. Deberías ver la cara que acabas de poner.
Alejandra se sintió sonrojar.
—Estás fresca como una lechuga, eso fue lo que te delató. ¿Qué estudias?
—Historia del arte —respondió Alejandra.
—¿Estás en comunicación?
—No, no. Estoy en diseño.
—¿Diseño? —preguntó Laura sin disimular un tono despectivo y una mirada de sorpresa en la que Alejandra decidió leer decepción.
—Seguramente ustedes los futuros abogados, doctores e ingenieros piensan que es una de tantas carreras inútiles —el tono de Alejandra se tornó defensivo inmediatamente—, pero la realidad es que allá afuera hay un montón de empresas con una gran necesidad de buen diseño.
—Oye, no hay razón para alterarse, toda carrera tiene su mérito.
—Así es —dijo Alejandra.
—La gente necesita buen diseño —agregó Laura, intentando contener la sonrisa que amenazaba con apoderarse de su rostro.
—¿Sabes qué? —Alejandra estiró la mano, afianzándose a la lata—¡Devuélveme mi «Coca»!
—Ya me la regalaste —Laura se aferró a ella—, ya no es tuya.
—¡Dámela! —Alejandra sonreía mientras forcejeaba con ella—¡Dámela!
En esas estaban cuando la bibliotecaria entró a dar una de sus rondas para asegurarse que todo estuviera en orden en su sagrado recinto. Alejandra abrió su mochila, Laura metió la lata hasta el fondo. Acto seguido, fingieron estar estudiando en silencio.
—Listo, ya está en mi poder nuevamente —dijo Alejandra casi en un susurro.
—¿Nunca has escuchado que el que da y quita con el diablo se desquita?
—La recuperación de bienes mal aprovechados es otra cosa que se aprende de un hombre de negocios —Alejandra intentaba mantener una expresión seria.
—¿No te da miedo que te demande con todo y tus términos de negocios?
—No tienes pruebas, no podrías demandarme.
—Tus huellas digitales en la lata.
—Eso solo probaría que me pertenece. Además no sabes cómo me llamo ni dónde vivo, buena suerte encontrándome para demandarme.
—Sé dónde estudias.
—Podría no presentarme a la escuela a partir de mañana.
—¿Y privar a toda esa gente de tu buen diseño sólo por una lata de refresco?
Alejandra levantó la mirada por encima de Laura. La bibliotecaria había terminado su ronda y se había retirado hacia su escritorio; Alejandra abrió su mochila. Laura se dio vuelta para asegurarse que nadie la viera, luego metió la mano en la mochila y en lugar de sacar la lata, tomó una credencial estudiantil que estaba entre el caos de lápices, bolígrafos y demás material estudiantil regado por el interior de la mochila de Alejandra.
—Alejandra Soto, calle 55-A, número 128...
—¡Oye! —Alejandra le arrebató la credencial—¡Bien dice la gente que no hay que fiarse de un abogado! ¡Qué pocos escrúpulos, eh!
—Ahora sé cómo te llamas y dónde vives, ya puedo demandarte —Laura le guiñó un ojo.
—Toma —Alejandra sacó la lata de refresco—, no quiero problemas legales en mi primer semestre.
—Sabias palabras.
Tres personas entraron a la sala de estudio, Alejandra levantó la mirada.
—Ya llegó mi equipo.
—Mejor me voy —Laura miró su reloj—. Mi examen es en 15 minutos.
—¡Suerte!
—Gracias. Nos vemos luego, Ale —Laura se puso de pie sin dejar de mirarla.
—Nos vemos.
—Gracias de nuevo por la cafeína —Laura levantó la lata.
—Es un placer.
Los compañeros de Alejandra llegaron a la mesa; mientras ellos se acomodaban, ella tenía la mirada clavada en Laura. La vio llegar a su mesa, recoger todas sus cosas y guardar la lata en su mochila. Laura se dio vuelta para verla antes de salir de la sala de estudio y levantó la mano para decirle adiós. Alejandra sonrió, preguntándose en silencio por qué una familia de mariposas había decidido ir a estacionarse en la boca de su estómago.
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