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28Fernanda

Cuando era pequeña, Fernanda imaginaba un futuro brillante; se veía a sí misma recibiendo el Premio Nobel de química por encontrar la cura a alguna enfermedad mortal, inventando revolucionarios sistemas de despegue para los transbordadores espaciales de la NASA, descubriendo antiquísimas piezas arqueológicas que revelasen información importantísima sobre los primeros pobladores de nuestro planeta. Todo esto sucedería antes de sus veintiún años, momento que marcaría el inicio de su carrera política hacia la presidencia del México vanguardista, próspero e igualitario que podía visualizar como si ya fuese una realidad.

Para cuando cumplió ocho años de edad, Fernanda entendió que sus aspiraciones de los últimos tres, habían sido demasiado ambiciosas; que no había modo de que estudiase 3 carreras y acumulara todos aquellos logros en tan poquito tiempo. Entonces decidió que sus metas necesitaban un pequeño reajuste. Después de todo, diez años sí bastarían para convertirse, por ejemplo, en un prodigio musical. Aprendería a tocar el piano y el violín, después compondría una pieza que fuese considerada nada menos que una verdadera obra maestra. Cosa de niños.

A sus diez años se había cansado de intentar convertir su limitado talento musical en algo que dejase de rayar en la mediocridad. Quizás las bellas artes no eran su punto fuerte, pero eso no tendría por qué arruinar sus planes de ser grande y famosa. Fue por aquellas épocas que, mientras veía un torneo de tenis con sus papás, se le ocurrió que a lo mejor su talento estaba en los deportes; quizás había desperdiciado tiempo valiosísimo intentando desarrollar su intelecto y su sensibilidad artística, mientras que sus genes aguardaban en la espera de que ella les explotase como era debido.

A los dieciséis, Fernanda ya había intentado el tenis, la natación y hasta el tiro con arco. En ninguno descubrió su talento escondido. Los deportes en equipo tampoco rindieron frutos.

Para cuando fue momento de escoger una carrera universitaria, Fernanda había renunciado a sus sueños de ser famosa. Por aquellas épocas comenzó a conformarse con metas más sencillas y placeres más mundanos. Decidió que estudiaría medicina y que sería la mejor neurocirujana que Mérida hubiera visto en su historia. El día en que la universidad autónoma publicó sus resultados, su corazón se rompió en mil pedazos al descubrir que su nombre no figuraba en la lista de los aceptados. La propuesta de sus papás de pagarle la carrera en la Universidad del Sur le pareció degradante al principio, pero terminó por aceptarla. No estaba dispuesta a dejar que sus sueños se viesen coartados una vez más.

Al comenzar la carrera, sus calificaciones se dispararon por los cielos. Los maestros admiraban su entrega, su pasión por el conocimiento; Fernanda se comía los libros, sabía todas las respuestas y encontraba muy buenas soluciones a los planteamientos hipotéticos de sus profesores. Todo iba viento en popa hasta el día en que tuvo que abrir un cuerpo por primera vez. Al instante de hundir el bisturí, perdió el conocimiento y se desvaneció. Sus compañeros y maestros le hicieron burla, convencidos que se trataba únicamente de las traiciones de la primera impresión. El asunto dejó de ser cosa de risa a la cuarta ocasión que Fernanda se desmayó en la clase práctica. Aquello no parecía ser pasajero ni tener solución. Al final del primer año, tuvo que aceptar la fatalidad de su destino una vez más: nunca sería doctora. Se dio de baja de la carrera y se inscribió a psicología, lo más cercano a medicina en su escala de valoración.

A eso de sus veinte años, se dio cuenta que entre una y otra consideración de carrera, nunca había dejado espacio en su calendario para el amor. «Ya es hora» pensó. Entonces comenzó a germinar en su cabeza la idea de una vida sentimental que fuese simplemente maravillosa: un esposo fiel y de buen corazón, dos hijos varones y un labrador; la casa enorme en una buena zona de la ciudad y la camioneta familiar eran opcionales. Para que aquel sueño se convirtiese en una realidad, no podía escatimar en esfuerzos. La única manera de que su fórmula hacia la vida perfecta funcionase, era encontrando al prospecto adecuado. Para Fernanda, la búsqueda del verdadero amor era más bien un proceso de selección; una eliminación por aproximación.

La tabla de medición contra la cual comparaba a cualquier candidato era bastante estricta. Sus requerimientos iban desde lo físico, por aquello de los genes: que fuese alto, sin problemas de sobrepeso, que tuviera los dientes perfectos, nariz pequeña y dos cejas; hasta lo más ridículamente superficial: que tuviera un plan de vida a mediano y largo plazo, que no esperase una esclava por esposa, que no estuviera pegado a las faldas de su mamá, que tuviera consciencia ambiental, que le gustase leer y que no le costase demostrar sus sentimientos en público.

Media docena de candidatos fueron descartados sin llegar a saber lo que era una segunda cita; otros tantos lograron el título de «novio» por breves periodos, pero hasta la mitad de su carrera universitaria, no había conocido a nadie que realmente sacudiese sus cimientos.

Oscar, sin sospecharlo siquiera, cumplió muchísimos de los ridículos requerimientos de Fernanda. Ella lo conservó por poco más de un año; pero mientras él se enamoraba perdidamente a pesar de ella misma, ella lo comparaba contra un esquema de valores en el que no había lugar para deficiencias. El temple indomable de Oscar y sus constantes negativas a abandonar su amistad con la «bala perdida» que era su mejor amiga, fueron las razones determinantes que marcaron el final de aquella relación.

Después de Oscar hubo algunos candidatos más, pero ninguno que se ganase el puesto de portador definitivo de las esperanzas de Fernanda.

Cuando Marco apareció en su vida, ella se encontraba en necesidad de llenar otra clase de carencias. Así pues, él se convirtió en un medio para un fin y no se suponía que se convirtiese en absolutamente nada más. Por eso le importó muy poco que estuviera comprometido, o que la estuviera usando para vengarse de la novia que había huido por seis meses a Canadá antes de casarse con él. Tampoco le importó que fuese el mejor amigo de Oscar, después de todo, aquello era meramente físico y se acabaría en cuanto la prometida de Marco regresara para casarse con él. Fernanda nunca quiso el amor de Marco. Fernanda nunca quiso nada de Marco. El día en el que el laboratorio le entregó los resultados de la prueba de sangre, ella no necesitó reflexionar al respecto ni discutir la situación con nadie: ella quería a ese bebé. El sólo hecho de saber que estaba dentro de ella, le hacía amarlo y sentir una felicidad que iba más allá de lo que su mente alcanzaba a comprender. En el instante en que supo que estaba embarazada, supo también que sería capaz de dar hasta la vida por esa criatura. Nadie, —y menos Marco— le iba a arrebatar ese privilegio. Le tomó solamente unos instantes saber lo que haría y lo que diría, pero aun así esperó una semana y media para hablar con Marco. Decidió que lo mejor sería esperar a la noche anterior al regreso de Sandra, de modo que él estuviese demasiado ocupado con otras cosas como para querer inmiscuirse en su vida y la de Patricio, como se llamaría su hijo de ser varón.

Su discurso en casa de Marco fue honesto, y la reacción que obtuvo de él fue más o menos por los rumbos que había imaginado.

La propuesta de matrimonio por parte de Marco le resultó inesperada, pero ante la insistencia de él en su afán de hacer lo moralmente correcto, ella terminó por aceptar. Sin darse cuenta de cuándo o cómo, Fernanda obtuvo el paquete entero que había visualizado: el marido de buen corazón, los dos hijos varones, el perro, una casa enorme con bellos jardines y alberca, y la camioneta con una calcomanía en la que estaban representados todos los miembros de la familia, incluido el perro.

En un mutuo acuerdo en el que ambos estaban muy conscientes de no amarse, Fernanda y Marco encontraron tranquilidad, entendimiento y balance en su vida diaria. Y la paz que se respiraba en aquel ambiente creado bajo contrato, a veces asemejaba sobremanera a lo que otros llamaban «felicidad».

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