27Nunca es para siempre
—¿Quieres hablar al respecto? —preguntó Alejandra antes de decidirse entre quedarse en la sala con Laura o dirigirse a la cocina y servirle algo de tomar.
—No. Quiero emborracharme y olvidar —Laura se levantó del sofá y caminó hacia el mueble en el que Alejandra tenía su colección entera de discos compactos.
—¿Quieres una cerveza o un tequila? —Alejandra caminó hacia la cocina.
—Lo más fuerte primero —Laura tomó el CD de Lila Downs, pero su mirada siguió investigando entre la colección—. ¿Cuándo te hiciste fan de la música alternativa?
—Hace unos meses, cuando me hice intolerante a la cursilería de la trova —respondió Alejandra—. ¿Quieres efecto rápido?
—El más rápido posible —Laura puso el disco, tomó el control remoto y regresó al sofá.
—¿Caballitos?
—Dobles ¿te ayudó?
—No. Puedo sola.
Dos horas después, Laura estaba sentada en el suelo mientras Alejandra estaba en el sofá. «Yo envidio la lluvia, que cae en tu cara, que moja tus pestañas, humedece tu piel...» Cantaba Laura haciéndole segunda a la voz de Lila Downs.
—El tequila no le hace justicia a tu voz —dijo Alejandra, recordando las docenas de veces que se deleitó en la voz de Laura y en las notas de su guitarra.
—¡Me vale madres! —Laura soltó una carcajada y retomó la canción donde la había dejado— «Yo envidio el sol, que ilumina tu verano, que calienta tu cuerpo...»
—Total, ni a quien le guste cómo cantas —Alejandra se puso de pie y se llevó la botella vacía de tequila a la cocina.
—Eso dices ahora, pero fue mi voz la que te conquistó.
—Eso te decía para que no te sintieras mal —contestó ella, abriendo el refrigerador para sacar dos cervezas—. La verdad es que cantas muy feo y no quería romperte el corazón.
—¿Cuándo te volviste tan respondona?
—Muchas cosas han cambiado en los últimos dos años, Lau —Alejandra le dio la mano y le ayudó a ponerse de pie—. Vamos a que te dé un poco el aire.
Alejandra abrió la puerta corrediza de cristal que conducía al balcón. No era una vista particularmente bella, pero el aire que pegaba era refrescante y agradable. Alejandra colocó un cenicero sobre el borde de la ancha baranda de concreto y encendió un cigarro.
—¿Me regalas uno?
—Pero tú ya no fumas.
—Ya no tomo tampoco, pero hoy es una noche de excepciones.
Alejandra le dio el cigarro que acababa de encender y sacó otro de su cajetilla.
—Sería más fácil que te ayudara si me contaras lo que pasó.
—Kafka tiene una amiga —comenzó Laura—, se llama Jessica, se conocieron desde pequeñas y se ven bastante seguido, mínimo una vez a la semana —se colocó el cigarro entre los labios e inhaló profundamente—. El problema es que antaño fueron pareja y a mí me retuerce la panza que se quieran tanto y se vean tan seguido.
Alejandra se mordió la lengua para no interrumpir el relato. Conociendo el historial de celos de Laura, no era difícil adivinar cómo culminaría esa historia.
—Ya habíamos tenido varias peleas al respecto, y yo le había prometido que ya no me pondría como loca cada vez que salen por un café —Laura hizo un paréntesis para aclarar—. La verdad es que siempre que salen terminamos peleando —acercó el cigarro al cenicero y le dio un par de golpecitos para tirar el exceso de cenizas—, y yo tenía toda la intención de superarlo, pero nunca pude lograrlo —Laura respiró profundamente—. La pelea de hoy, sin embargo, fue la peor de toda nuestra historia.
Alejandra observó a Laura en silencio, ella tenía la botella de cerveza apoyada sobre la baranda del balcón y los ojos perdidos en algún lugar entre los recuerdos agrios y el arrepentimiento.
—Teníamos planes para todo el día, pero Jessica llamó en la mañana y dijo que tenía una emergencia; Kafka ni siquiera me preguntó si me importaba o no que cancelara nuestros planes, le dijo que estaría allá enseguida. Colgó, agarró las llaves de su auto y me dijo que más tarde me explicaría la situación.
Alejandra levantó una ceja.
—No volví a saber de ella hasta las cuatro de la tarde. Y como podrás imaginar, todo ese tiempo estuve cocinando el reclamo que le solté cuando se dignó a regresar.
—¡Ave María! —dijo Alejandra sin poder disimular su sarcasmo.
—Ni siquiera la dejé hablar —Laura se veía afligida y apenada—; ella solamente escuchó en silencio, aguantó todo mi sermón. Dejó que sacara todo mi rencor y mis celos, y cuando calculó que ya no había nada más que pudiera decir, me dijo con una voz muy neutral y sin enojo que me amaba pero que su amor propio era más grande y que no planeaba pasar el resto de su vida tratando de hacerme entender que no tengo razones para dudar de ella. Que si a estas alturas de nuestra relación no puedo confiar en ella, entonces no hay razón para seguir juntas.
—¡Guau!, qué mujer ecuánime y qué modo tan elocuente de poner toda la situación.
—¿Del lado de quién estás?
—Del de ella, por supuesto. Tú y yo sabemos que tiene toda la razón.
Laura no pudo rebatir.
—¿Qué hiciste cuando te dijo todo eso? —preguntó Alejandra.
—Pues —Laura bebió un trago de su cerveza antes de continuar—, en lugar de responder como una adulta y aceptar que tengo un problema de celos muy serio, comencé a poner en duda sus razones para terminar conmigo.
—Tremenda estupidez eso de cavar un hoyo para intentar tapar el que ya habías cavado antes.
—Lo sé.
—Mira Lau, no te va a gustar nada mi consejo, pero te lo voy a dar de todos modos: Necesitas terapia. Siempre pensé que el tiempo curaría lo que te hizo Victoria, pero han pasado casi diez años y sigues aferrándote a esa sicosis que termina arruinando tus relaciones.
—Intenté la terapia cuando terminamos y no me sirvió de nada.
—¡Pues vuelve a intentarlo! —Alejandra apagó la colilla del cigarro en el cenicero— O ve a hacerte una limpia, lo que sea, pero no puedes permitir que una mala experiencia siga estropeando tu vida amorosa. No puedo entender esta inseguridad tuya; nunca pude.
Laura miró a Alejandra en silencio.
—Eres una mujer increíble, ¿por qué te cuesta tanto entender que estando contigo, una no tendría razones para voltear a ver a nadie más?
Laura exhaló y su aliento tembló mientras dejaba su cuerpo. Se sentía sinceramente halagada con las palabras de Alejandra.
—Aun así, Kafka tiene razón —Alejandra le quitó con cuidado el cigarro que sostenía sin haberle dado más que un toque o dos; su longitud entera se había convertido en cenizas. Lo inclinó sobre el cenicero y apagó la colilla—; no tiene por qué aguantar estar clase de arranques tuyos. Sin importar cuánto te amé, nadie debería tener que aguantar las histerias infundadas de una pareja insegura.
Alejandra tomó las botellas vacías de cerveza y se las llevó a la cocina. Laura seguía viendo hacia el horizonte cuando ella regresó cargando un elegante estuche negro. Laura volteó, frunció el ceño mientras observaba el enorme estuche que solo podía ser de una guitarra, pero no dijo nada.
—Creo que necesitas pedirle perdón a la mujer que amas —dijo Alejandra, extendiendo las manos para entregarle el estuche.
—¿Qué es esto? —Aquella fue una pregunta más bien retórica.
—Tienes que abrirlo —contestó Alejandra.
—Es hermosa —dijo Laura con la voz entrecortada al ver la guitarra acústica que presintió que encontraría desde que vio el estuche.
—La compré unos meses antes de que terminaras conmigo; había estado esperando el momento perfecto para dártela, pero nunca llegó. Luego quise venderla, tirarla, regalarla, pero algo me decía que la oportunidad se presentaría ¿qué momento más perfecto que la necesidad de una serenata?
—¿Serenata? ¿Ahorita?
—¿Por qué no? —Alejandra encogió los hombros.
—Porque justo ahora Kafka no quiere saber nada de mí.
—Y está en todo su derecho.
—Seguro no quiere ni verme.
—¿Y eso va a detenerte?
—Supongo... supongo que podría intentarlo —Laura hizo una pausa—, pero tú manejas. Yo no estoy en condiciones.
—Te acabaste la botella de tequila; yo sólo me he tomado dos cervezas ¿crees que iba a dejar que te acercaras al volante?
Una de la mañana con veintiocho minutos.
Laura tuvo que cantar tres canciones para lograr que la luz de la habitación se encendiera, y dos más para lograr que Kafka se asomara al balcón.
—Estás ebria —no fue una pregunta.
—Quiero hablar —Laura, tambaleante en medio del jardín, dos pisos debajo del balcón de Kafka.
—Un poco de tacto te vendría bien —murmuró Alejandra, que estaba apoyada sobre un costado del auto.
—No tienes derecho a exigir —respondió Kafka desde el balcón, con seriedad, pero sin perder la calma—. Hola, Ale.
—Hola, Kafka, buenas noches.
—¿Por favor? —dijo Laura por fin, abriendo las manos y casi perdiendo la guitarra en la complejidad que aquella maniobra representaba para su grado de intoxicación.
—Está bien, te escucho.
—¿Aquí? ¿Así? —Laura volteó a su alrededor. No había un solo vecino a la vista, pero sentía como si la calle entera le observase.
—Es la única audiencia que tendrás, mi cielo. Tómala o déjala.
—Esa es una mujer y no pedazos —dijo Alejandra con más entusiasmo del que hubiera querido delatar.
—En serio —Laura miró a Alejandra—. ¿De qué lado estás?
—Ya te dije que del suyo —respondió ella, esta vez sin medir el tono de su voz.
Kafka sonrió desde el balcón, pero retomó la compostura cuando Laura volteó de nuevo hacia ella.
—De acuerdo —comenzó Laura—, si así tiene que ser, que así sea. Si esta es mi audiencia, la tomo —se aclaró la garganta y luego dijo—. ¡Te amo!
—De eso no me cabe la menor duda —respondió Kafka.
—Lamento mucho todo lo que dije, fueron mis celos los que hablaron. Lo siento.
—Vas a tener que esforzarte mucho más que eso —dijo Alejandra murmurando nuevamente.
Laura volteó hacia Alejandra, y le echó ojos de odio. Luego respiró profundo y regresó la vista hacia Kafka.
—Estoy muy consciente que mi primera relación rompió algo muy delicado dentro de mí, algo que no he logrado enmendar y que no sé cómo recuperar. Te prometo que voy a dar todo de mí para superar esto. Sé que las cosas no cambiarán de la noche a la mañana, pero si me das otra oportunidad, voy a hacer todo lo humanamente posible por cambiar. Comenzaré a ir a terapia, leeré todos los libros de autoayuda que encuentre, comenzaré a hacer yoga y aprenderé a meditar... —Laura se detuvo aunque parecía que su discurso aún estaba comenzando, pero la expresión vacía de su rostro y la mirada esperanzada en sus ojos, delataron que en realidad aquella había sido la extensión completa del mismo.
Kafka dejó ir un suspiro. Alejandra, a pesar de conocerla poco, supo lo que diría antes de que empezara a hablar.
—Escucha, Lau, me duele mucho hacer esto, pero si no lo hago nunca sabrás el daño que le causas a la gente que te ama. Si en verdad estás dispuesta a superar tu problema, hazlo. Ve a terapia; lee esos libros... haz todo lo que tengas que hacer, pero no por mí y no por nuestra relación. Hazlo por ti.
—No hagas esto —Laura comenzó también a presentir lo que vendría.
—Cambia, Lau. Y luego, cuando te hayas encontrado, me buscas. Quién sabe, a lo mejor aún estaré perdidamente enamorada de ti cuando regreses a mi vida.
—¿Y si no? —la voz de Laura se quebró.
—Entonces seguramente ambas nos convertiremos en un muy grato recuerdo en la vida de la otra y podremos agradecer a la vida por haber tenido la oportunidad de conocernos y amarnos, pero ambas estaremos conscientes de que esta relación no tenía para ser más que lo que fue hasta el día de hoy.
—Pero eres el amor de mi vida.
—Y a mí me encanta creer que tú eres el amor de la mía, pero no voy a pasar la vida entera peleando contigo porque estás celosa de mi mejor amiga, y no voy a perder a mi mejor amiga ni a ninguna otra persona, a causa de tus celos irracionales.
—No quiero perderte —Laura supo que estaba llorando porque sentía que los ojos le ardían y las lágrimas le quemaban las mejillas.
—Pero eventualmente lo harías de todas maneras, no sabes lo cansado que resulta tratar de hacerte entender que ni siquiera tendría por qué voltear a ver a otra mujer estando contigo.
—¡Te lo dije! —murmuró Alejandra tan emocionada como si acabase de atinarle a los números de la lotería.
Laura estaba demasiado destrozada como para ponerle atención.
—Te llamo en unos días para que vengas por tus cosas —dijo Kafka, con el mismo tono de tranquilidad con el que había comenzado la conversación. Luego miró a Alejandra—. Maneja con cuidado, por favor.
Alejandra asintió mientras abría la puerta del copiloto para Laura. Kafka entró a su departamento y cerró la puerta corrediza del balcón. Laura no se movió. Alejandra se acercó a ella, tomó la guitarra y la colocó en el asiento trasero del auto. Luego regresó hacia Laura, la tomó del brazo y la encaminó hacia el asiento del copiloto.
Laura apoyó la cabeza en el respaldo del asiento, sin dejar de mirar hacia el balcón de Kafka. Durante todo el camino de regreso, Laura no dijo una sola palabra; se quedó en silencio, llorando, suspirando a veces. Al llegar al departamento de Alejandra, se acomodó en el sofá con la cabeza sobre las piernas de ella y lloró escandalosamente hasta que el cansancio y los alcoholes la adormecieron.
Alejandra permaneció en vela, cuidándola.
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