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25 El engañoso efecto del «buen lejos»

El cuerpo de Alejandra estaba cubierto en sudor, las rodillas le temblaban y un cosquilleo peculiar le recorría la piel. Los ojos de Lorena estaban clavados en los suyos; sus piernas, aún entrelazadas. Lorena volteó hacia el reloj digital de la mesita de noche para descubrir que ya casi era hora de entregar las habitaciones.

—Ya son las doce —dijo con cierta decepción en la voz y apoyó su frente sobre el pecho desnudo de Alejandra—. Tengo que regresar a mi habitación, a estas horas mi mamá ya debe estar al borde de la histeria de no saber de mí —Lorena se apartó de Alejandra por primera vez en todas las horas que llevaban juntas.

—Y Oscar probablemente anda de paranoico pensando que me pasó algo —Alejandra se incorporó.

—¡Me dejaste rendida! —Lorena se dejó caer sobre las colchas— No me puedo levantar.

—No me eches la culpa, la insaciable eres tú —Alejandra se puso de pie, recogió las sábanas y las lanzó sobre el cuerpo desnudo de Lorena—. ¡Ya levántate!

—¡Me niego rotundamente! —Lorena se envolvió entre las sábanas— Las piernas no me responden.

Alejandra entró al baño, se lavó la cara y se vistió. Escuchó a Lorena decir algo, pero no pudo entenderle. Mientras se acomodaba el vestido lo mejor que podía, salió del baño.

—¿Qué pasó? —preguntó Alejandra sin levantar la mirada.

Lorena no respondió.

El silencio llamó la atención de Alejandra, obligándole a levantar la mirada para encontrar a la mamá de Lorena parada a unos pasos de la puerta de la habitación.

—¡Buenos días! —dijo doña Alma amablemente, pero sin disimular una sonrisa que sólo han portado quienes ven sus teorías más locas, comprobadas de manera irrefutable.

—Se... señora... —Alejandra no supo en dónde esconder la cara—. Buenos días.

—Ya no tienes que responder —dijo doña Alma mirando a su hija que estaba incorporada a medias y aún envuelta con las sábanas—. Las dejo, niñas —la mujer se regresó sobre sus pasos sin dejar de sonreír, pero se detuvo antes de cerrar la puerta—. Por cierto, aún no levantan el buffet si se apuran todavía alcanzan a desayunar —su tono, el de cualquier mamá preocupada—. Han de tener bastante hambre —dijo finalmente con tono cínico y se marchó.

—Gracias, mamá —alcanzó a decir Lorena antes de que su mamá cerrara la puerta.

—Lo siento, no la escuché entrar —se apresuró a decir Alejandra en cuanto la mujer se marchó—. No hubiera salido del baño de haber sabido que te echaría de cabeza con tu mamá.

—No te preocupes, no pasa nada —Lorena por fin se puso de pie, sin sábana que le cubriera la desnudez.

—¿Segura? —Alejandra la siguió con la mirada, sintiendo su corazón acelerarse una vez más, deseando nuevamente ese cuerpo despampanante como si nunca hubiese sido suyo.

—Sí —Lorena se tomó su tiempo antes de entrar al baño, sintiendo los ojos de Alejandra recorrerle la desnudez, disfrutando saberse deseada, regocijándose de ver el efecto que tenía en ella—. Ya te dije que mi mamá es muy relajada.

—Aun así, no creo que haya mamá en el mundo a la que le agrade encontrar una escena como ésta.

—Tranquila. Mi mamá es diferente.

Alejandra no podía apartar los ojos del cuerpo desnudo de Lorena.

—Ya me tengo que ir —dijo casi con tristeza de tener que dejar aquel escenario tan perfecto.

—Lo sé —Lorena se acercó portando esa seguridad que Alejandra encontraba irresistible, y ciñó su cuerpo sobre el de ella—. Me la pasé muy rico —dijo, ocasionando nuevos estragos en el cuerpo de Alejandra. Se acercó mucho, lo suficiente como para besarla, pero no lo hizo.

—Yo también —respondió Alejandra, cediendo en los milímetros que hacían falta hacia sus labios apetecibles, colocó una mano sobre su espalda baja y la otra en su costado, subiendo lentamente hasta tocar uno de sus senos suaves y firmes.

—Adiós, Ale —dijo Lorena al apartarse de ella.

—Adiós —respondió Alejandra.

Alejandra caminó hacia la puerta, Lorena permaneció parada en el mismo lugar. Antes de atravesar el umbral, se dio vuelta y la observó caminando lentamente hacia el baño. Recorriéndole la piel con la mirada, Alejandra sintió impotencia ante la rapidez con la que se habían consumido las horas. Lorena volteó y le guiñó un ojo. Alejandra asintió. Luego se marchó.

Alejandra golpeó varias veces antes de que Oscar le abriese la puerta. Recién salido de la regadera, su amigo tenía el cuerpo húmedo y el cabello goteando; una toalla blanca era lo único que le cubría de la cintura para abajo.

—Ya era hora, Cenicienta; hace horas que tu carroza se convirtió en calabaza —dijo él, mientras caminaba hacia la silla sobre la cual descansaba su maleta deportiva.

Alejandra entró a la habitación, bastante sorprendida de la ligereza del reclamo para el cual había preparado una muy buena disculpa en los cinco minutos que le había tomado caminar de una habitación a otra.

Oscar tomó su maleta de la silla y la dejó caer sobre las colchas de su cama.

—¡Te acostaste con una de las damas! —dijo Alejandra al descubrir que ambas camas estaban revueltas.

—Así es: con Susana —respondió él, sonriente, mientras metía la mano en su maleta.

—No pierdes el tiempo, flaquito.

—Mira quien lo dice, apuesto la mitad de mi reino a que despertaste en la cama de Lorena —Oscar levantó una ceja sin sacar la mano de la maleta.

—Ya nos conocíamos.

—¿Ah sí? —Oscar frunció el ceño, pero solamente le tomó un instante atar cabos—. ¿Es la Lorena del «Rainbow Room»?

—Así es.

—¡Vaya, qué pequeño es Cancún!

—Sí, aún no me recupero de la sorpresa —Alejandra se sentó en la orilla de la cama, al lado de la maleta de Oscar.

—¿De que sea prima de Marco o de volvértela a encontrar?

—Ambas.

—¿Y planeas volver a verla? —Oscar entró al baño.

—No.

—¿Por qué, no sabe hacer su chamba? —Oscar salió del baño con una bermuda de color verde militar, aún sin camisa.

—Eres un asco, ¿lo sabes?

—No me cambies el tema —Oscar comenzó a acarrear hacia su maleta, el sinfín de productos para el cabello que tenía en el baño—, dime por qué no quieres volver a verla.

—Es tu amiga, no puedo hablarte de ella como si se tratase de cualquier desconocida.

—Si mi memoria no me traiciona, la primera vez la describiste como «justo lo que necesitabas», y la segunda vez que te la encontraste, la describiste como el mejor sexo de tu vida —Oscar se echó desodorante en las axilas, el abdomen y la espalda, como si estuvieran filmándolo para un comercial de televisión.

—Tu cabeza nunca deja de sorprenderme, en la universidad no podías aprenderte definiciones básicas que te preguntaban en los exámenes, pero bien que recuerdas detalles sobre las mujeres con las que me he acostado en todo un año.

—¿Qué puedo decir? Tengo memoria selectiva —Oscar lanzó el desodorante dentro de la maleta—. ¿Entonces? Desembucha.

—Me niego. No puedo.

—Ándale, chaparra, sabes que te mueres de ganas de decirme —Oscar metió las manos en su maleta nuevamente.

Los recuerdos, aún frescos, asaltaron su mente y le dibujaron una sonrisa en el rostro.

—Lorena es diferente al resto de las mujeres con las que me he acostado, flaco: con ella no hay drama, todo es relajado y divertido. Es una persona que sabe lo que quiere; simplemente va y lo toma, sin miramientos. Y en la cama... —Alejandra recordó repentinamente con quien estaba hablando—, no voy a entrar en detalles respecto a eso, confórmate con saber que al día de hoy no hay quien la supere.

—Viniendo de ti, eso es bastante. ¡Ay, Lorenita, quién la viera!

—¿Ves por qué no quiero darte más detalles? ¡Eres un cerdo!

—¡Oinc, oinc! —Oscar sacó una camiseta blanca con estampado de «Sonic Youth» y se la puso— De acuerdo, no me des detalles, táchame de cerdo si eso te hace sentir mejor, pero respóndeme ¿Cuál es el problema? ¿Por qué no quieres volver a verla?

—Porque las tres veces que nos hemos visto han sido perfectas, y no quiero arruinarlo. Si la casualidad dicta que me la volveré a encontrar, que así sea, aprovecharé la siguiente oportunidad, pero como todas las anteriores, se acabará al instante en que alguna de las dos tenga que levantarse e irse.

—No sé en qué momento te convenciste que las aventuras de una noche son la respuesta para no volver a sufrir, pero estás muy equivocada si crees que puedes pasar el resto de tu vida así —Oscar metió en la maleta las últimas cosas que tenía regadas sobre la cama; la cerró y la dejó en el suelo.

—Tú has optado por el mismo modo de vida desde hace años, es más, desde Fernanda que no te conozco una novia formal —Alejandra se puso de pie y se dirigió hacia su maleta—. ¿Por qué en mí es algo tan reprochable y en ti no? —la puso sobre la otra cama y comenzó a sacar la muda de ropa que había empacado para su regreso.

—Yo no escogí estar solo —Oscar se miró en el espejo de cuerpo completo, acomodándose el pequeño mechón que se había salido de su peinado—. Las circunstancias se han dado de ese modo, pero estoy en espera de que la mujer adecuada aparezca —Oscar volteó hacia Alejandra y la miró a la cara—, y en el momento en que así sea, estaré dispuesto a entregar el corazón aun si eso significa que me lo hagan mierda una vez más.

Alejandra se quedó callada.

—Justo ahora —Oscar volvió a mirar el espejo—, estoy yendo a desayunar con Susana antes de que levanten el buffet. Y quién sabe... algo podría haber ahí.

—¿En serio? ¿No es una de las mejores amigas de Fernanda?

—¿Y crees que a estas alturas me importa lo que Fernanda pueda pensar?

Alejandra sonrió. Oscar también.

—Me encantaría quedarme aquí a platicar sobre las peripecias que podrían desencadenar de todo esto —Oscar tomó su maleta—, pero si no voy a ver a Susana al buffet ahora mismo, no habrá futuro sobre el cual especular.

Alejandra asintió.

—¡Ve tras ella, tigre! ¡Rómpete una pierna! —dijo Alejandra, intentando sonar convincente.

—Nos vemos abajo.

Bajo la regadera, Alejandra se perdió en sus pensamientos. Éstos le llevaron a recorrer una vez más el cuerpo de Lorena, su rostro afilado y su cabello loco, sus ojos tiernos y sus labios irresistibles.

Mientras la esponja le jabonaba el cuerpo, Alejandra recordó el modo en que los dedos de Lorena recorrieron su piel de ida y regreso durante todas esas horas; casi pudo palpar una vez más la firmeza de su piel trigueña. Luego pensó en las palabras de Oscar, el modo en que él estaba perfectamente convencido de que el amor podía encontrarse en cualquier oportunidad.

Por unos instantes, Alejandra consideró seriamente la posibilidad de volver a ver a Lorena, de alcanzarla para pedirle su número telefónico... pero luego recordó su propia filosofía. Se rió de sí misma por haberse dejado envolver en las palabras de Oscar y cerró la regadera, convencida de que no había razón para volver a ver a Lorena.

Cuando Alejandra bajó al lobby, Oscar estaba despidiéndose efusivamente de Susana. Alejandra no se acercó, caminó al mostrador de la recepción y preguntó si hacía falta cubrir algún cargo extra de la habitación.

—¿Entregamos la habitación? —preguntó Oscar al acercarse a su amiga unos minutos después.

—Ya está. Me encargué mientras la hacías de galán —respondió Alejandra, sonriendo.

—¿Nos vamos?

—Seguro.

—¿Te despediste? —Oscar sacó las llaves de su auto mientras caminaban hacia el estacionamiento.

—Sí, antes de ir a nuestra habitación.

—Sabes a lo que me refiero —Oscar quitó la alarma y abrió la cajuela.

—Y sabes lo que pienso al respecto.

—Como quieras —Oscar metió su maleta y luego acomodó la de su amiga.

Subieron al auto.

—Tú lo que tienes es miedo —dijo Oscar, mientras se ponía el cinturón de seguridad.

—¡No tengo miedo!

—Claro que sí.

—De acuerdo, si eres tan sabio, ilumíname. ¿A qué le tengo miedo?

—A la vida después de Laura.

—¿Qué?

—Me escuchaste —Oscar hizo algunas maniobras con su auto, para luego salir lentamente del estacionamiento de la hacienda por el rústico camino relleno con guijarros.

—No tengo... —Alejandra exhaló pesadamente—. No tengo miedo a la vida después de Laura.

—Sigue repitiéndolo y quizás llegues a creerlo —respondió él sin apartar los ojos del camino.

Dejaron atrás las enormes rejas de acero forjado de la hacienda, para luego tomar la angosta carretera de dos carriles. Oscar aceleró.

Alejandra miraba por la ventana abierta, sintiendo la alta hierba casi pegarle en el rostro. Pensó muy bien sus palabras antes de comenzar a hablar.

—No creo que un día pueda sentir por alguien más lo que sentí por Laura; me causa una pereza endemoniada la sola idea de comenzar desde cero con alguien más para finalmente descubrir lo que siempre he sospechado: que no hay nada que se pueda comparar a lo que tuvimos.

Oscar miró a su amiga por un instante, luego regresó la mirada al camino y metió quinta.

—Eso es tenerle miedo a la vida después de ella, Ale; es un resultado bastante común del engañoso efecto del «buen lejos».

—¿El qué?

—El «buen lejos», ya sabes, cuando la distancia que te separa de algo o alguien hace que te convenzas de que es mucho mejor de lo que en realidad es.

—¿Piensas que idealizo lo que tuve con Laura? —preguntó Alejandra, mientras subía los pies descalzos al tablero.

—Estoy seguro de ello. Escogiste los mejores recuerdos de tu relación caótica con ella y la pusiste en un altar que no se merece. Y ahora me dices que no hay nada mejor allá afuera.

Alejandra guardó silencio.

—¿Sabes qué es lo más peligroso de esto? —Oscar la miró una vez más—, que a estas alturas ni siquiera Laura podría alcanzar los estándares que le has construido a su recuerdo.

—No sé cómo dejar de pensar que es el amor de mi vida y que no habrá nadie que pueda reemplazarla.

—Ahí es donde está tu gran problema, Ale. No se trata de reemplazarla, del mismo modo que la llegada de Kafka no significa que ella te haya reemplazado a ti.

Alejandra no respondió.

—Cada amor ocupa un lugar distinto en tu corazón y rompe una parte distinta de él cuando se va.

—¿Fernanda te rompió el corazón cuando terminó contigo?

—Por supuesto —respondió él, mientras encendía el estéreo para poner una compilación personal que había nombrado «Para la carretera»— y me lo volvió a romper cuando decidió casarse con mi mejor amigo.

—Perdón, flaquito —dijo ella mirándolo por primera vez desde que habían subido al auto.

—¿Por qué me pides perdón?

—Porque me alegré mucho cuando terminaron; sentí un gran alivio de que nuestra amistad ya no estuviera amenazada por una novia celosa. Jamás me detuve a pensar que podías estar sufriendo. Hasta ahora me doy cuenta de lo egoísta que fui.

—No pasa nada, todos lo somos. Es difícil ponerse en los zapatos de otros.

—La verdad es que no imaginé que te hubieras enamorado de ella.

—Claro que me enamoré de ella. Estaba medio loca, pero tenía muchísimas cosas buenas. Aun así, no te culpo porque tú nunca tuviste oportunidad de verlas.

—Ella no me lo permitió.

—Así es.

—Aun así, debí por lo menos detenerme a preguntarte cómo estabas.

—No importa, chaparra. Está en el pasado.

—Pero por lo visto te dolió y no estuve ahí para ti.

—Estarás para mí el día que el amor me vuelva a hacer pedazos.

—Ahí estaré, pare decirte que eres un zoquete por volver a exponerte de ese modo.

Ambos sonrieron. Oscar le subió el volumen a la música y ambos comenzaron a cantar.

Horas después, al estacionar frente al edificio de Alejandra, Oscar le entregó un pedazo de papel con un número telefónico anotado.

—Se lo pedí antes de que se fuera, me la encontré en el lobby cuando estaba registrando su salida.

Alejandra tomó el papel; lo contempló con detenimiento, pero no respondió.

—No tienes que usarlo si no quieres.

—Gracias, flaco —acto seguido, bajó del auto, tomó su maleta de la cajuela y se acercó para despedirse a través de la ventana.

—Gracias por ir conmigo —se apresuró Oscar a decir.

—Fue un verdadero placer —respondió Alejandra.

—Nos vemos, chaparrita.

Alejandra subió las escaleras de su edificio, su maleta en una mano y el papelito con el número de Lorena en la otra, preguntándose en silencio qué sería lo peor que podría pasar si un día se decidía a llamarle. Al dar vuelta en el descanso para tomar el último tramo de escalones, encontró la figura de una persona sentada al pie de su puerta. Alejandra siguió subiendo sin detenerse, mientras metía el papelito en la bolsa trasera de sus jeans.

—¿Laura? —preguntó un tanto sorprendida y otro tanto consternada—. ¿Qué haces aquí?

—Kafka me sacó del departamento, no sabía qué hacer o a dónde ir y sólo pude pensar en ti —respondió Laura, levantando la cara y dejando en evidencia que había estado llorando.

Alejandra sacó sus llaves, abrió su puerta y la sostuvo abierta para ella.

—¿Llevas mucho aquí?

—Como quince minutos.

—Pasa.

Laura se puso de pie, entró al departamento y se dejó caer sobre el sofá. Alejandra cerró la puerta mientras dejaba la maleta en un rincón. Luego sacó de sus jeans el papelito con el número de Lorena, lo arrugó y lo dejó caer, discretamente, en el bote de basura.

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