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23Manteles largos

Junio de 2010.

El sol descendía trepidante por un cielo despejado, adornado con naranjas y rojos intensos que se desvanecían detrás del azul profundo que ya gobernaba el cenit. El pasto recibía con gracia los últimos rayos del astro rey, creando oscuras siluetas que contrastaban con el desgastado color terracota del exterior de la capilla de la hacienda.

Enormes carpas adornaban las extensas áreas verdes, bajo las cuales estaba montado el elegante escenario en el que la fiesta tendría lugar después de la misa y la boda civil. Un solo vistazo bastaba para notar que Marco no había escatimado en recursos; cada detalle, desde las servilletas y los cubiertos hasta la exuberancia del pastel, pasando por la exquisita variedad del buffet, estaban pensados para impresionar.

Oscar salió del baño de su habitación vistiendo un impecable traje negro sobre un chaleco y una corbata en nudo tipo ascot del mismo color, que contrastaban sobre el blanco de su camisa. Se detuvo a unos pasos de Alejandra, que se interponía entre él y el espejo.

—Estás guapísimo —se acercó para acomodarle la corbata.

—¿Eso es todo? ¿Sin burlas ni insultos?

—Sin burlas ni insultos —Alejandra se hizo a un lado.

¡Guau! —dijo él al verse de cuerpo completo portando aquel ajuar—. ¡Estoy que me caigo de bueno! Lástima que me estoy asando en mi jugo.

—No es para menos, estamos a cuarenta y dos grados —respondió Alejandra, esperando algún comentario acerca de su atuendo.

—Lo bueno es que en cuanto se acabe la misa, me puedo cambiar a algo más cómodo —dijo Oscar, jalando el cuello de su camisa con el dedo índice para dejar entrar un poco de aire.

—¡Deja de hacer eso! —Alejandra le pego en el dorso de la mano—¡Ya te había arreglado la corbata!

—De acuerdo —Oscar se acarició el dorso de la mano, haciendo una mueca de descontento—. Ya, no lo vuelvo a hacer. Claro, como tú puedes estar en vestido...

—Del cual no has hecho un solo comentario, por cierto.

—¿Para qué? Si ya sabes que en vestido te ves muy bien.

—Adoro el modo en que derramas tus sentimientos en piropos tan elaborados —dijo ella, caminando hacia el espejo de cuerpo completo para verse una vez más.

—Si fuera cursi no me querrías tanto —Oscar ofreció su brazo izquierdo—¿Lista?

—Sí. ¿Tienes los anillos?

Oscar abrió su mano derecha para revelar los dos anillos de oro blanco descansando sobre su palma.

—Entonces, vámonos —Alejandra se acercó, tomó el brazo de su amigo y se marcharon.

Entraron a la capilla, Oscar acompañó a Alejandra hasta la banca de madera desde la cual ella seguiría la misa.

—¿Cómo está la corbata? —preguntó él, preparándose para caminar hacia el altar.

—¡Ya no la toques! —Alejandra la acomodó una vez más.

—Gracias —le dio un beso en la mejilla y se marchó.

—¡Rómpete una pierna! —dijo ella y se sintió sonrojar al saberse receptora de miradas criticonas.

Oscar sonrió mientras caminaba hacia el lugar en el que debía esperar a Marco.

La mente de Alejandra comenzó a divagar, llevándola a apreciar cómo los bellos arreglos florales, además de resaltar la elegancia de la arquitectura de la capilla, desprendían un delicioso aroma a frescura veraniega. La capilla estaba solamente a medio llenar, pero el resto de los invitados llegó con más prontitud de la que ella hubiera esperado.

—¿Eres amiga de Marco? —preguntó doña Carmen, una mujer de quizás unos 70 años, que vestía tan elegante como cualquier otro invitado y cuyo cabello lucía como recién salido de un salón de belleza.

—No. Soy amiga del padrino —respondió Alejandra, señalando a Oscar.

—¿Es tu novio?

—No —Alejandra se preguntó en silencio si valdría la pena aclarar la naturaleza de su relación, pero terminó por decidir que era innecesario.

—¡Ah! Entonces son «amigos con derechos».

Aquello sonó más como una afirmación que como una pregunta y Alejandra se arrepintió instantáneamente de no haberle aclarado qué eran ella y Oscar.

—No, no.

—¿Cómo te llamas? —interrumpió doña Carmen, más interesada en otros asuntos que las complejidades de las relaciones modernas.

—Alejandra.

—Alejandra ¿qué?

—Alejandra Soto.

—¿No tienes mamá?

—¿Perdón? —si bien su relación con su progenitora no era buena, tampoco era tan mala como para que Alejandra se considerase huérfana de madre.

—¿Que si no tienes mamá? Porque solamente das un apellido.

Alejandra estaba a punto de responder, cuando la marcha nupcial comenzó a sonar. Los presentes guardaron silencio y se pusieron de pie. Alejandra miró hacia el altar. Marco estaba parado ahí, esperando a su prometida; Oscar a su lado, cual fiel escudero.

Todas las demás miradas estaban sobre Fernanda, que se veía despampanante en su vestido de novia. Alejandra, al igual que todos los feligreses, siguió con atención el paso lento y cuidadoso Fernanda hacia el altar; pero a diferencia los demás, su mirada no la acompañó hasta el final de su recorrido. No, los ojos de Alejandra se quedaron suspendidos sobre Lorena, que estaba en la segunda fila, siguiendo el paso de Fernanda, como todos los demás.

«Esta fiesta acaba de ponerse interesante —pensó Alejandra—. Buen karma como recompensa por una buena acción.»

Una hora más tarde, cuando la misa terminó, todos los invitados comenzaron a trasladarse hacia las mesas del jardín mientras que los novios, los padrinos y las damas de honor, iban a cambiarse a atuendos un poco más cómodos pero no menos elegantes.

Antes de tomar asiento al lado de doña Carmen, Alejandra hizo un barrido instantáneo del lugar, buscando a Lorena. Su mesa estaba muy lejos, no había esperanza alguna de que ella la viera por accidente o casualidad.

Durante el brindis, la cena y la repartición del pastel, Alejandra sólo podía pensar en formas de acercarse a Lorena, mientras doña Carmen le contaba historias de sus épocas de juventud, haciendo comparaciones con el modo en que las cosas habían cambiado desde entonces; incurriendo una y otra vez en cómo las buenas costumbres se habían ido perdiendo con el paso de los años.

Doña Carmen vacilaba lentamente la media rebanada de pastel que quedaba sobre su plato, mientras le contaba a Alejandra la historia de su primer novio, aquel le habían matado en un baile de su colonia en los años cincuenta; la única razón por la cual terminó casándose con Augusto, el pretendiente que nunca hubiera tenido una oportunidad con ella. Fue en aquel punto de la conversación que Sibila, la hija de Doña Carmen, decidió tomar cartas en el asunto de la captura de Alejandra.

—Mamá, tu sobrina Miroslava ha querido saludarte toda la noche.

—¿Y por qué no ha venido a saludarme ella? —Preguntó doña Carmen— Cuesta el mismo trabajo que yo vaya o que ella venga.

—Tiene a su bebé de días de nacido, mamá...

—Esos son pretextos. Si quieres saludar a alguien encuentras la forma.

Alejandra no desaprovechó la oportunidad de darse a la fuga; se disculpó y caminó a paso apresurado hacia la barra de bebidas.

—¿Qué le sirvo, señorita? —preguntó el encargado de la barra, que vestía una guayabera blanca que hacía juego con sus rasgos y su acento yucateco bien marcados.

—La cerveza más fría que tengas, por favor. Me estoy derritiendo.

—Claro que sí, señorita, ahorita le encuentro una bien helada.

—Te regalo un cigarro si me cedes esa cerveza —dijo entonces la voz de Lorena detrás de ella.

Alejandra se dio vuelta y la miró de pies a cabeza sin disimular la satisfacción que su presencia le provocaba.

—¡Dichosos los ojos! —dijo con una gran sonrisa.

—Si no te hubiera conocido antes, juraría que es el alma de un albañil la que habita ese cuerpo tan bonito —respondió Lorena, acto seguido, se colocó un cigarro en los labios y lo encendió.

Maestro constructor, por favor —Alejandra le entregó la cerveza que el barman acababa de poner sobre la barra.

Lorena tomó la cerveza y se la intercambió por el cigarro.

—¿Me puedes dar otra igual de fría, por favor? —pidió Alejandra al hombre, que no se había perdido detalle de aquel intercambio de miradas lujuriosas.

—Por supuesto, señorita —metió la mano en la nevera, sacó otra cerveza, la destapó y la puso sobre la barra.

Mientras todo aquello sucedía, Lorena ya había encendido otro cigarro. Lorena acercó su cerveza a la de Alejandra.

—Por el gusto de volverte a ver.

—Igualmente —Alejandra chocó levemente su botella contra la de Lorena.

—¿Y cómo es que estás aquí? —preguntó Lorena después de dar el primer trago a su cerveza.

—El padrino es mi mejor amigo.

—¿Oscar?

—Lo conoces —aquella afirmación llevaba una pregunta implícita aún en la ausencia de la tonalidad adecuada; algo que Alejandra hacía inconscientemente cuando desconocía los pormenores de una situación pero presentía que era su deber estar enterada.

—Tenemos historia —Lorena se detuvo al ver el cambio de expresión en el rostro de Alejandra—. Marco es mi primo, él y Oscar han sido amigos desde el bachillerato; pasamos varios veranos juntos cuando éramos adolescentes.

—¿Marco es tu primo? —Alejandra rápidamente hizo conexión con la historia del beso que una vez Oscar le dio a una prima gay de Marco— Qué pequeño es el mundo.

Las dos se quedaron en silencio por un instante. Alejandra preguntándose sobre las implicaciones de haberse acostado con la prima de Marco; Lorena, recordando viejos tiempos con su familia en el pueblo pesquero en el que solían pasar las vacaciones de verano.

—Hace rato que quería acercarme a saludar, pero te veías muy entretenida con doña Carmen. Llegué a sospechar que sería tu siguiente conquista.

—Graciosa —Alejandra le dio otro trago a su cerveza—. No puedo negar que sus historias son entretenidas. Bajo otras circunstancias me hubiera quedado gustosa a escucharlas, pero —Alejandra se detuvo antes de hablar más de la cuenta.

—¿Pero?

—Pero con este calor endemoniado ya me urgía una cerveza —fue su respuesta en lugar de admitir que su prisa por huir de la mesa estaba directamente relacionada con sus ganas de acercarse a platicar con ella.

Lorena comenzó a caminar, sin un destino específico pero con toda la esperanza de que Alejandra la siguiera; ella, ni tarda ni perezosa, comenzó a caminar a su lado.

—Qué cosa tan bizarra la de esta boda —se aventuró a decir Alejandra, haciendo referencia a que Fernanda: la novia, había sido novia de Oscar: el padrino.

—No tienes idea. Intenté disuadir a Marco de esto, pero es tan terco que terminé por rendirme.

Aquello solo podía significar que había cosas más torcidas que la parte que ella conocía, pero no se animó a preguntar.

—Si no quisiera tanto a Marco, no estaría aquí. Me chocan las bodas.

—Déjame adivinar, ¿papás divorciados?

—No. Mis papás nunca se casaron, pero me chocan los eventos sociales de mi familia porque siempre me quieren trabajando —al ver el rostro confundido de Alejandra, se apresuró a aclarar—. Soy fotógrafa.

—Menos mal, mi imaginación se estaba yendo por otros lados —Alejandra sonrió—. ¿Y dónde está tu cámara?

—Me negué a traerla, esa fue mi única condición para venir.

Después de unos minutos más recorriendo el perímetro del jardín mientras discutían el tema de los familiares y amigos que intentan aprovechar el arte gratuito, Lorena le propuso a Alejandra ir a algún lugar en el que pudieran platicar sin tener que levantar tanto la voz.

Alejandra vio a Fernanda bailando en la pista con Oscar, Marco y todos sus amigos de la adolescencia y supo que nadie las extrañaría.

Lorena y Alejandra dejaron sin prisas el área de la fiesta, caminando lentamente por otro jardín que estaba lleno de luces y gigantescas ceibas.

—¿Te llevas bien con tu mamá? —preguntó Alejandra.

—Sí, mi mamá es increíble —Lorena se detuvo—. Aunque, seguramente eso dicen todos de sus respectivas mamás, pero la mía en verdad es algo especial. Es una gran mujer.

—Créeme que no todos decimos que nuestras mamás son maravillosas. La mía, por ejemplo, es horrible —Alejandra pensó en algunos escenarios con su mamá y tembló. Entonces decidió que era mejor seguir hablando de la mamá de Lorena—. ¿Tu mamá sabe que eres gay?

—¿Es en serio? —Lorena se rió— Soy bastante evidente en mis inclinaciones, no creo que haya persona en mi vida que pueda darse el lujo de no enterarse que soy gay.

—Aun así, es una pregunta válida. Muchísima gente niega lo incuestionable hasta que no le queda más remedio que enfrentar la realidad.

—De acuerdo. Voy a entretener esa interrogante aunque me parezca absurda: sí, mi mamá sabe que soy gay. Es más, creo que ella lo descubrió antes que yo.

—¡Cuéntame! —los ojos de Alejandra brillaron con curiosidad.

Lorena sonrió. Nunca había contado la historia del descubrimiento de su identidad sexual de manera cronológica. Cuando se había dado la oportunidad, había contado partes, pero ella misma no estaba muy consciente de cuales eran el principio, el desarrollo y el desenlace de aquella historia.

—De pequeña nunca hice mucho por ocultar la curiosidad que sentía por otras niñas —comenzó Lorena—. Una parte de mí siempre supo que era diferente, pero no estaba segura de en qué forma. Mientras mis amigas de secundaria soñaban con Leonardo DiCaprio, yo estaba loca Violeta, una niña del grupo A.

—Bonito nombre.

—Violeta lo tenía bonito todo. Era flaquita como un palo; tenía cabello ondulado, indomable, siempre hecho una maraña. Sus ojos eran negros y tenía la sonrisa más linda que te puedas imaginar —los ojos de Lorena se perdieron en la nada mientras su mente la llevaba en un viaje relámpago al pasado—. Ni siquiera me importaba que tuviera que usar esos frenos tan aparatosos para que se le enderezaran los dientes.

Alejandra sonrió, divertida con la idea de que aquella mujer tan bella que tenía a su lado hubiese estado enamorada de una con aparatos de ortodoncia y cabellos aparentemente peores que los de Hermione Granger.

—Tomábamos juntas el taller de dibujo técnico. Fue ahí que nos hicimos muy buenas amigas Lorena miró a Alejandra—, ya sabes cómo es eso: se queda a dormir en tu casa, tú te quedas a dormir en la suya.

—Sí —respondió ella—; las pijamadas, las llamadas de dos horas diariamente, el intercambio de notitas en clases.

—Exacto, todo eso —la nostalgia le robó un suspiro profundo—. Una de esas noches en las que Violeta se quedó a dormir en mi casa, se le ocurrió que debíamos practicar para el primer beso.

—¡Ajá! —dijo Alejandra, emocionada con el camino que estaba tomando la trama.

—Fue un beso increíblemente torpe, mal dado, no teníamos ni la menor idea de lo que hacíamos... pero era Violeta.

—Y por eso fue perfecto —dijo Alejandra, pensando en su primer beso con Laura.

—¡Por supuesto! Sentí mariposas en el estómago, el cuerpo entero me temblaba.

—¿Qué edad tenían?

—Trece.

—¿Trece? Ya estaban grandes para estar ensayando para el primer beso. ¿No?

—Eso mismo pensé. Y se me hizo muy fácil asumir que había sido un pretexto para besarme, así que decidí decirle lo que sentía por ella.

—Presiento un final catastrófico en esta historia.

—En efecto. Violeta estaba perdidamente enamorada de un tipejo de su salón. Después de mi confesión se alejó de mí y nunca más me dirigió la palabra.

—Corazón roto a los trece; debe haber sido todo un drama.

—Yo no le conté nada de esto a mi mamá, pero ella notó la ausencia de Violeta; ya no habían llamadas por teléfono, ni pedía permiso para ir a su casa o para que ella se quedara en la mía. Yo lloraba en las noches antes de dormir, pero al día siguiente me levantaba con una sonrisa para darle los buenos días a mi mamá y platicar con ella mientras desayunábamos. Una mañana, sin darme ninguna clase de preámbulo, me preguntó si estaba enamorada de Violeta. Me tomó totalmente desprevenida pero después de tragarme el bocado que estaba masticando, dije la verdad. Ella me ayudó a superarlo. Me dijo que algún día encontraría a la mujer de mis sueños, que aún era una niña y que tenía toda la vida por delante.

—Tu mamá suena de película.

—Sí. Tengo mucha suerte de tenerla.

—¿Qué pasó después? —preguntó Alejandra, intrigada.

—El resto de la secundaria y parte de la preparatoria permanecí bastante incrédula respecto al amor. Hasta que a mis diecisiete, Fabiola entró a mi clase de artes marciales.

La imagen de Lorena vestida en un trajecito de Karate provocó otra sonrisa en los labios de Alejandra.

—Nos hicimos amigas. Íbamos juntas a todos lados y terminé enamorándome aunque no quería. Después de unos meses fue ella quien me dijo que tenía algo importante que confesar —Lorena hizo una pausa dramática—. Fue increíble escucharla decir que estaba enamorada de mí. Nos besamos y luego me pidió que fuese su novia.

—¿Cuánto tiempo estuvieron juntas?

—Como cuatro meses.

—¿Y qué pasó?

—Éramos unas niñas. No sabíamos lo que queríamos; Fabiola no sabía lo que quería.

—¿Te engañó?

—Sí. La descubrí besando a una de sus compañeras de natación. Terminé con ella y dejamos de hablarnos por dos o tres años.

—¿Y ahora son amigas?

—Sí. No nos vemos mucho, pero algunas veces nos vamos a tomar un café o un helado, a platicar de mujeres y filosofar sobre la vida —Lorena hizo otra pausa dramática y por fin se aventuró a preguntar—. ¿Qué hay de ti? ¿Alguna vez te has enamorado?

—Alguna vez... —comenzó a decir Alejandra, cuando uno de los primos de Lorena, Ramiro, apareció de la nada.

—¡Lorena! ¿Dónde te metiste? Marco anda preguntando por ti.

—Estaba platicando —Lorena intentó decirle con la mirada que la dejara en paz, pero su primo estaba ya bastante intoxicado como para entender señales o indirectas.

Ramiro no estuvo contento sino hasta que llevó a Lorena de regreso a la fiesta; Oscar y Marco comprendieron la ausencia de ambas al verlas llegar juntas.

Lorena disimuló el desencanto que le había provocado la interrupción de su primo, y decidió sacar lo mejor de la situación.

—¿Bailas? —preguntó mientras dejaba su botella vacía en la mesa más cercana.

—¡Seguro! —respondió Alejandra, haciendo lo propio con su botella vacía.

Lorena tomó la mano de Alejandra y la condujo hacia la pista. Haciendo gala de sus complejos pasos de salsa, Lorena comenzó a conducir mientras Alejandra hacía su mejor esfuerzo por seguirla. Los minutos volaron entre sonrisas, sensuales movimientos y coqueteos apenas disimulados. Lorena hacía coro a todas las canciones sin importar el ritmo que pusieran. Alejandra, mientras tanto, se limitaba a comérsela con los ojos. El cambio abrupto a «reggaetón» fue lo que mató la pasión que había comenzado a surgir en la pista.

—¿Quieres sentarte? —preguntó Lorena al ver la expresión en el rostro de Alejandra.

—Sí, disculpa, pero es el único ritmo que en verdad detesto.

—Perfectamente comprensible —dijo Lorena—. Además, nos vendría bien otra cerveza.

Una mujer joven y bastante guapa, con un vestido color humo ceñido a una figura muy bien proporcionada, se acercó a la mesa, sonriendo.

—Esa es mi mamá —dijo Lorena, señalándola con la misma mano con la que había sacado un cigarro.

—Se ve muy joven para ser tu mamá.

—Tiene cuarenta y cinco. Me tuvo a los dieciocho —Lorena esperó a que su mamá estuviera frente a ellas—. Mamá, esta es mi amiga Alejandra.

—Alma —respondió ella extendiendo la mano—. Mucho gusto.

—Mucho gusto, señora. Es un placer.

La mujer miró a su hija como si Alejandra no estuviese ahí, le sonrió, le guiñó el ojo y le hizo una señal aprobatoria con el pulgar.

—¡Mamá! —dijo Lorena entre dientes.

—¿Qué? —preguntó ella, fingiéndose ofendida— Bailas muy bien, Alejandra. Pocas personas le pueden seguir el ritmo a mi trompito —la señora le tocó la mejilla a su hija como si de una niña de cinco años se tratase.

—Es que Lorena sabe guiar muy bien, señora.

—Y eso que no has visto nada, mijita —respondió doña Alma con tono pícaro.

—¡Mamá! —reclamó Lorena una vez más.

—Bueno, bueno; las dejo solas. Un placer conocerte, Ale ¿Puedo llamarte Ale?

—Claro que sí, señora. El placer es mío.

Doña Alma levantó una ceja mientras miraba a su hija, se dio vuelta y se marchó sin dejar de sonreír.

Lorena se aclaró la garganta.

—Discúlpala, a veces es una confianzuda.

—Te la cambio por la mía.

—Eso jamás. Está loca, pero es mía.

—¿Aún quieres una cerveza? —Alejandra señaló la barra.

—Sí. Gracias.

Alejandra hizo algunos intentos más por volver a tener a Lorena a solas, pero sus primos monopolizaron su atención por lo que restó de la noche.

La fiesta fue perdiendo vida poco a poco. Los adultos se retiraron poco después de la medianoche; Oscar desapareció misteriosamente con Susana, una de las damas de honor, a eso de la una de la mañana. Los primos de Marco y Lorena, sin embargo, parecían no tener para cuando rendirse.

Ya estaba bien entrada la madrugada cuando los primos de Marco por fin se retiraron hacia sus respectivas habitaciones; después de ayudar al último de ellos a llegar a su cama, sano y salvo, Lorena y Alejandra recorrieron el pasillo silencioso de la hacienda, zapatillas en mano para no despertar a nadie.

Al pasar por un rincón menos iluminado, Lorena empujó a Alejandra de espadas contra la pared y la besó.

—¿Compartes la habitación? —preguntó Lorena entre besos y caricias.

—Sí, con Oscar. ¿Y tú?

—Con mi mamá —respondió Lorena.

—¿Qué hacemos? —preguntó Alejandra, jalando a Lorena contra su cuerpo.

—Tengo una idea...

Minutos después entraron a una enorme habitación que estaba desordenada.

—Marco usó esta habitación para cambiarse y dejar sus cosas, pero no va a necesitarla —dijo Lorena al tiempo que cerraba la puerta sin encender las luces.

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