22Ricardo
Ricardo nunca tuvo las agallas para hacer nada que valiese la pena: era mediocre por decisión y nunca demostró arrepentimiento alguno. Cuando adolescente fue medio bueno para la escuela, medio bueno para los deportes, medio bueno para la música, medio bueno para los videojuegos y medio buen amigo.
En sus épocas de bachiller pudo haber sido líder de su grupo, toda la clase lo hubiese apoyado, pero nunca tuvo el valor de comprobarlo; pudo haber sido seleccionado del equipo de voleibol y también del de baloncesto pero vivía tan cómodo detrás de la sombra de Israel, que prefirió nunca demostrar más esfuerzo que el requerido para pasar la clase de educación física con promedio respetable.
En la universidad mientras estudiaba «Ciencias de la Comunicación», descubrió que era medio bueno para la mayoría de sus materias. Le sobraban las invitaciones para fungir como locutor en los spots que sus compañeros creaban para la clase de radio; sus tareas de periodismo siempre se encontraban entre las cinco más destacadas; y sus fotografías siempre eran elegidas para los concursos interuniversitarios junto con los de otras tres personas de su clase.
Por aquellas épocas también descubrió —casi por accidente— que era medio bueno en la cama y que le resultaba medio atractivo a varias de sus compañeras de la carrera. Para desgracia suya, desde bien temprano en sus años universitarios, repitió el error que había cometido en el bachillerato y entregó el corazón a la persona equivocada: Sandra, una chica de mediana estatura, con sobrepeso de más o menos unos 20 kilos, rubia, de tez muy blanca y ojos color esmeralda, quien era acosada constantemente por Marco, un niño rico que le enviaba flores, la invitaba a salir constantemente y contrataba avionetas para escribirle mensajes en el cielo. Ricardo, con la experiencia previa de un triángulo amoroso y plenamente consciente de las penurias causadas por los amores no correspondidos, decidió que esta vez no perdería el tiempo compitiendo por el corazón de una mujer que nunca lo amaría; esta vez se dedicaría a cuidar su integridad emocional y a cultivar por lo menos un poco de dignidad.
Ricardo pasó los cuatro años universitarios saliendo con toda chica que delatase el mínimo interés por él, convencido de que algún día su sentimiento platónico hacia Sandra terminaría por desvanecerse como eventualmente lo había hecho su malsana obsesión por Celeste.
Los años universitarios se fueron, con sus altos y sus bajos y aquel sentimiento por Sandra no desaparecía, más bien iba pareciéndose peligrosamente a lo que él siempre había imaginado que era el amor. Al graduarse de la carrera, Sandra ya estaba comprometida con Marco, lo que en la interpretación de Ricardo era prueba definitiva de que nunca la tendría; que "ahora sí" había perdido la batalla que nunca decidió luchar. Sin embargo, aun estando comprometida, Sandra insistía en que se vieran cada quince días durante un par de horas para tomarse un café y compartir anécdotas.
Algún tiempo después ella le contó que se iría a Canadá por seis meses. Por explicación, solamente dijo que era algo que quería hacer antes de casarse. Mientras Sandra se emocionaba más y más contándole sus planes, Ricardo se esforzaba por ocultar la furia que se estaba encendiendo en su interior. No era únicamente el dolor que le causaría su ausencia, sino también el punzante temor a descubrir que su peso en la vida de Sandra era tan ligero, que aquel resultase ser el evento que lograra que perdieran contacto de forma definitiva.
La partida de Sandra causó tanto impacto en su vida, que Ricardo dejó de darle el peso correcto a otras cosas, entre ellas, su futuro laboral. Tomando como pretexto su corazón roto, se tiró al alcohol y a la desesperanza por varias semanas y dejó pasar sus entrevistas de trabajo en televisoras, radiodifusoras y periódicos de la ciudad. Para cuando recuperó la compostura, la única oferta que aún seguía en pie era la de quedarse como docente en su alma mater.
Qué cómodo le resultó culpar a Sandra por el mediocre futuro que ahora se tendía delante suyo; qué fácil fue señalarla a ella como máxima responsable de su falta de agallas para intentar cualquier cosa que hubiese requerido esfuerzo.
En cuestión de pocos años la frustración y el desamor se llevaron lo mejor de Ricardo, abriendo paso a una etapa en su vida dominada por el cinismo y el hedonismo. Mientras daba clases de periodismo, aprovechaba su posición como figura de autoridad para llevarse a la cama a las más impresionables de sus alumnas, mientras por dentro el recuerdo de Sandra le consumía el alma. A esas alturas de su vida, el punto cúspide de su semana era la noche del viernes. Le encantaba sentarse en la barra del bar «Vértigo» a beberse un whisky en las rocas, escuchar bandas que tocaban rock de los noventas, y discutir con el ocasional borracho filosófico que creía poseer todas las respuestas sobre el amor y las penurias que acongojan el corazón.
—Sólo te rompen el corazón una vez; si tienes dignidad, aprendes y nunca más te dejas mangonear por una vieja —decía su interlocutor, cuyo nombre ni recordaba ni le importaba.
Ricardo no respondió, lo miró con la misma condescendencia que había ensayado cada viernes con un borracho distinto.
—¿Por qué la mueca? ¿Crees que soy un ardido del montón?
—Y por lo visto también tienes poderes telepáticos —Ricardo sonrió—. Déjame ver si entiendo tu teoría: las mujeres son crueles, por lo tanto no merecen amor, ¿correcto?
—Adornado, pero sí; esa es la idea básica. Como diría mi abuela: a las viejas ni todo el amor ni todo el dinero ni toda la confianza.
—Idea un tanto retrógrada, ¿no crees?
—¿Qué, a ti nunca te ha roto el corazón una vieja?
—No.
El extraño en turno levantó su vaso y lo inclinó hacia el de Ricardo
—Brindo por ti, invicto en la batalla de los sexos, ojalá que nunca llegue el día en que conozcas el dolor que sólo ellas pueden causar.
Ser el único conocedor de la pena que le azotaba el corazón era lo que le permitía manejarse ante el mundo —en especial extraños— como un Don Juan que nunca había sufrido. Pero el peso de ese dolor, echó raíces que no hicieron otra cosa que crecer. Los resultados de aquella enfermedad sentimental fueron: tres novelas, cuarenta y cinco poemas y siete canciones que nunca vieron la luz pública. Sin embargo, a esas alturas de su vida, a Ricardo le encantaba compararse con Hemingway: el mal de amores, el autoexilio y el talento, menos la fama, la constante búsqueda de enfrentamientos a golpes y el gusto por la cacería; el parecido era evidente, le gustaba creer.
Ricardo murió a los 43 años de un paro cardiaco fulminante. La estudiante con la que se encontraba en pleno acto sexual cuando la muerte vino a cargárselo, llamó histérica a una ambulancia que por mucho no llegó a tiempo para hacer algo por él.
En su testamento, Ricardo había designado a Arturo Alvarado, el profesor de fotografía de la universidad, como heredero universal de las pocas posesiones que había acumulado durante su existencia: una casa, un auto, todo el dinero que había ahorrado durante su vida adulta, una colección impresionante de discos de vinilo y sus manuscritos inéditos.
—No tenía ni la menor idea de que me considerara su amigo —dijo el profesor al abogado, sosteniendo con mano temblorosa el bolígrafo con el que debía firmar los documentos que le convertirían en dueño de las cosas que le acababan de listar—. De vez en cuando salíamos a tomar una copa, hablábamos de cosas triviales y luego cada uno se iba a su casa a continuar con su vida. Nunca hablamos de nada importante...
—¿Qué puedo decirle? —El abogado se encogió de hombros— La vida es extraña, señor Alvarado.
La noche en que las cosas fueron entregadas a Arturo, éste se pasó la tarde y la noche enteras leyendo las obras de Ricardo, en un afán de encontrar respuestas al por qué de que fuese él su heredero.
—¿Amor? —su esposa, adormilada, buscó la pantalla de su despertador digital—. ¿Qué haces? Son más de las tres de la mañana.
—Sigo leyendo los escritos de Ricardo —Arturo, emocionado, sostenía un mazacote de páginas viejas en sus manos y tenía otros cuantos en la cama y el buró—. No tenía idea, cielo, pero el muchacho tenía talento.
—¿Es en serio? —Ella se incorporó un poco para ponerle atención—. ¿Era buen escritor?
—Sí, este material está como para publicarse.
—Entonces quizás deberías hacerlo —respondió ella, frotándose los ojos.
—Eso he estado considerando durante las últimas 3 o 4 horas. Sería una verdadera lástima que todo esto se perdiera en el olvido.
Su esposa se recostó nuevamente y volvió a dormirse. Arturo siguió leyendo. Llegadas las siete de la mañana, Arturo se durmió aún sin respuesta a sus preguntas, pero con la firme convicción de registrar los manuscritos de Ricardo y mandarlos publicar como obras póstumas.
Las tres novelas de Ricardo fueron éxitos casi instantáneos.
Algunos años después de su muerte, la universidad mandó a esculpir un busto que fue colocado en la explanada del campus en una ceremonia emotiva, con Arturo como encargado del discurso principal. Más tarde, mientras los profesores y alumnos que le conocieron intercambiaban historias sobre Ricardo, Arturo distinguió una figura femenina que admiraba el busto del escritor. Movido por la curiosidad, dijo a su esposa algo al oído y se disculpó con los demás profesores.
—¿Lo conociste? —preguntó sin rodeos al pararse junto a la mujer.
—Fuimos muy buenos amigos —respondió Sandra, retirándose los lentes de sol mientras volteaba hacia él—. Por cierto, lindo discurso, pero sentí como si estuvieras hablando de una persona completamente distinta a la que conocí.
—Quizás así fue. Todo depende de la época en la que lo hayas conocido.
—Éramos jóvenes, y el muy desgraciado se dio el lujo de romperme el corazón. Yo estaba perdidamente enamorada de él, pero él nunca tuvo la decencia de corresponder mis sentimientos —Sandra se detuvo, sonrió, suspiró recordando su amistad y las salidas frecuentes a tomarse un café—. Creo que sería mejor hablar de todo lo bueno que tuvo.
—Entonces sería una conversación muy corta —sonrió Arturo.
Sandra también sonrió.
—Ven, voy a presentarte a mi esposa y a los demás profesores.
Sandra caminó con Arturo y se unió al grupo de gente que hablaba de un Ricardo muy distinto al suyo. De cuando en cuando, Sandra miraba sobre el hombro de alguno de los profesores para admirar el busto de Ricardo, preguntándose en silencio quién había sido esa mujer tan extraordinaria que inspiró tres libros cargados de emociones tan fuertes que ella nunca sospechó que su amigo fuese capaz de sentir.
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