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20Celeste

La preparatoria fue una de las épocas más difíciles en la vida de Celeste, pero también la que más disfrutó y la toda su vida adulta soñó con repetir. Celeste, como la mayoría de la gente, venía de una familia rota. Su papá era un alcohólico incurable; su mamá, aún peor. Ambos parecían poseer alguna clase de inmunidad a programas de recuperación y rehabilitación. «Alcohólicos Anónimos», «Oceánica» y la congregación de Cristianos de su comunidad habían fracasado rotundamente en sus respectivos intentos de sacarlos del vicio.

Cuando estaban de buenas, don Marco Antonio y doña Josefina, se amaban con locura, con lujuria y sin vergüenza; tan era así, que nunca sufrieron empacho en demostrar su pasión desbordante frente a sus cinco hijos. Cuando estaban de buenas, don Marco Antonio y doña Josefina eran divertidos, bromistas, relajados y aquello se contagiaba a cada uno de los chamacos y se regaba por cada rincón de la casa; pero era también cuando estaban de buenas, que don Marco Antonio y doña Josefina decidían ponerse a beber juntos y entonces se borraban las sonrisas de los rostros de sus hijos.

La historia era siempre la misma: El primer cartón de 24 cervezas se iba rápido entre canciones de Juan Gabriel, Rafael y Armando Manzanero. Esos eran los momentos más románticos y en los que cachondos se ponían, importándoles menos que nunca que sus retoños estuviesen en la misma mesa que ellos, o a unos cuantos metros de distancia, viendo la televisión en la sala.

Con las primeras cervezas del segundo cartón, venían los recuerdos de juventud. Los «si tu mamá me hubiera apoyado, ahora tendríamos una flota de taxis», los «si tu papá no hubiera sido tan celoso, yo hubiera estudiado la universidad y tendría un trabajo en lugar de ser una simple ama de casa», narrados a quien más cerca se encontrara, entre risas forzadas, intentando esconder la frustración acumulada durante dos décadas. A la mitad del segundo cartón comenzaban las escenas de celos por asuntos o insinuaciones de 10 o 15 años atrás. Más o menos por ahí comenzaban las canciones de Vicente Fernández y Paquita la del barrio, y con ellos venían los reclamos cantados con voz aguardentosa.

Cuando llegaba el final de ese segundo cartón, comenzaban los gritos sin censura, el lanzamiento de platos y los golpes a mano limpia. Don Marco Antonio siempre aprovechó bien el largo y ondulado cabello de doña Josefina; nunca tuvo reservas para enredar sus dedos y tirar de él con todas sus fuerzas hasta estrellar la cara de su esposa contra la mesa, la pared o el piso, lo que estuviese más cerca. Doña Josefina, por su parte, siempre conoció sus posibilidades, así que no ponía resistencia de principio, pero cuando la pelea parecía perdida, soltaba una patada certera a los testículos de su marido. Ya golpeados y cansados, doña Josefina con un ojo morado o con la nariz ensangrentada, y don Marco Antonio con las manos en la entrepierna, ambos se tranquilizaban, no sin antes decirse dos que tres ofensas más.

Celeste y sus hermanos estaban tan acostumbrados a esa dinámica, que desde el inicio del segundo cartón de cervezas comenzaban a dispersarse, dejando sala y el comedor vacíos poco a poco. Para la mitad del cartón, ya estaban todos refugiados en el cuarto de Reinaldo, el mayor. Él ponía siempre la misma película para los dos más pequeños, pero los cinco se sentaban a verla como si nunca antes lo hubieran hecho.

Reinaldo siempre se acercaba a Celeste a la mitad de la película, cuando comenzaba la parte triste, y la abrazaba. Celeste no lloraba; nunca. Aún con el ruido de la vajilla entera estrellándose por toda la casa; aun cuando identificaba claramente el sonido que provocaba la cabeza de su mamá al impactarse contra el concreto. Aquella dinámica se había convertido ya en una rutina dominical que a veces sufría una que otra variante, como una parada en el hospital para enmendar un párpado de doña Josefina o extraer algún pedazo de cerámica del brazo de don Marco Antonio.

Aun así, cada lunes a las seis con cincuenta de la mañana, Celeste llegaba con una enorme sonrisa a la escuela, como si su fin de semana hubiese sido el mejor. Celeste amaba la escuela más que ninguna otra cosa en el mundo. No porque le gustase aprender ni porque disfrutase de escuchar a profesores que no tenían la menor idea de lo que estaban hablando, sino porque era el pretexto perfecto para salir todos los días muy temprano de su casa y no tener que regresar hasta ya bien entrada la tarde.

La escuela era el lugar en el que todos la conocían; era el lugar en el que todas las mujeres, incluidas sus maestras, la envidiaban y en el que todos los hombres, incluidos sus maestros, la deseaban. Cuando Celeste caminaba por la explanada o los pasillos de la escuela, todos se detenían por un instante para admirarla. No había fémina en aquel recinto que no envidiase el color miel de sus ojos, el dorado natural de sus cabellos, o ese cuerpazo escultural que poseía a pesar de ser de estatura bastante corta; y tampoco había varón que pudiese resistirse a esos encantos.

La escuela era su reino. La escuela era el único lugar en el que Celeste podía tener lo que quisiera, como lo quisiera y a la hora que lo quisiera. Por eso, aún sin dedicar tiempo a sus tareas ni al estudio, Celeste siempre tenía buenas calificaciones. Había por lo menos cuatro admiradores suyos dedicados a hacerle las tareas, y otros tantos que literalmente se peleaban por sentarse cerca de ella para pasarle las respuestas en las épocas de exámenes. Fue así como Celeste consiguió estar en el cuadro de honor por cuatro semestres seguidos sin saber un ápice de química, física, matemáticas ni ninguna otra de las materias en la retícula escolar. Pero aunque Celeste no tenía talento para estudiar, lo que sí tenía, era un don especial para el deporte. Cualquier cosa que se jugase en una cancha o que tuviese que ver con un balón, era con seguridad, algo que ella podía dominar. A eso se debía que desde primer semestre se hubiese convertido en seleccionada escolar de los equipos de voleibol y de fútbol femenil; otra razón de envidia y admiración.

Entre los seguidores de Celeste, había dos que llevaron sus sentimientos a convertirse en una competencia pública por su amor: Israel era el clásico rebelde. Deportista sobresaliente pero pésimo estudiante; popular con las chicas de la escuela e inclusive con las de colegios aledaños; capitán del equipo de baloncesto, el de fútbol y el de voleibol; anarquista y mente maestra detrás de las más memorables fugas grupales. A su favor tenía su rapidez para convertir cualquier situación en algo risible; eso era lo que más le gustaba a Celeste de él: que ella siempre estaba riendo cuando Israel estaba presente.

Ricardo por su parte, era buen deportista y buen estudiante; buen amigo y buen muchacho. No había nada que no pudiese hacer, pero tampoco nada en lo que fuese particularmente sobresaliente. La ventaja que Ricardo tenía a ojos de Celeste, era que no temía demostrar sus sentimientos. Ricardo era un romántico que cualquier día le llevaba una flor sin una razón particular, o que encontraba algún poema para dedicarle en el descanso mientras comían juntos. Lo que a Celeste más le gustaba de él, era la idea de estar con alguien que le daba cariño constantemente y cuyo temperamento era estable.

Aquella competencia pública a veces parecía favorecer a Israel y otras tantas a Ricardo, pero ninguno sabía que en realidad la balanza jamás se inclinaba hacia ningún lado.

El quinto semestre tenía un par de semanas de haber comenzado, cuando la escuela entera se alborotó con la llegada de una nueva estudiante. Celeste estaba sentada bajo la sombra de un árbol, en la estructura de concreto que formaba una de las muchas jardineras del colegio; Israel estaba sentado a su derecha y Ricardo a su izquierda. La alumna nueva estaba caminando hacia las canchas, guiada por una comitiva compuesta por el director, el subdirector, el entrenador de fútbol femenil y un grupo de profesores, que en total sumaba unos 20.

—No entiendo cuál es la emoción —dijo Ricardo, siguiendo al gentío con la mirada.

—Es Ingrid Mendoza, es obvio que iban a ponerse como locos —respondió Israel, volteando en otra dirección.

—¿Quién? —Ricardo entrecerró los ojos, como si eso fuese a darle respuestas.

—Juega para las galácticas del «Instituto Colón». Han sido campeonas estatales dos años seguidos, el torneo pasado quedaron en segundo lugar en las nacionales y ella ganó el trofeo de goleo individual —respondió Celeste, su mirada clavada en Ingrid.

—Jugaba; ahora va a jugar para nosotros —corrigió Israel con tono catedrático.

—Exacto —Celeste miró a Ricardo—. Están como locos porque saben que es una suerte que haya aceptado jugar para nosotros. Con ella en el equipo podemos aspirar a cosas grandes —sus ojos, iluminados con una emoción que Ricardo no había visto antes.

Ricardo estaba por opinar al respecto, cuando Israel interrumpió.

—No es suerte. Fuimos la única escuela que la aceptó después de que la expulsaron del Colón.

—¿La expulsaron? —Ricardo, sinceramente interesado—. ¿Por qué?

—Son chismes —dijo Celeste.

—Dicen —Israel miró a Celeste con especial entusiasmo—, que la echaron por ser lesbiana. Según cuentan, la atraparon con las manos en... bueno, no precisamente en la masa.

—¡Son chismes! —insistió Celeste, una sonrisa incrédula en su rostro.

—La verdad es que no se le ve muy femenina, y si juega fut... —Ricardo se detuvo al ver el cambio de expresión en el rostro de Celeste.

—A ver, a ver —se cruzó ella de brazos— yo también estoy en el equipo de futbol ¿eso me hace lesbiana automáticamente?

—Es diferente —Ricardo miró a Israel, buscando apoyo, pero él se limitó a sonreír, complacido con la monumental metida de pata de su amigo—, tú eres la femineidad ambulante; tú eres punto y aparte de cualquier mujer y no hablo únicamente de las del equipo de futbol, sino en general.

Cuando el rostro de Celeste comenzó a suavizarse y sus ojos comenzaron a ver a Ricardo con ternura una vez más, Israel sintió la repentina necesidad de intervenir en la conversación nuevamente.

—Regresando al punto —dijo Israel—, si fuera solamente un chisme, cualquier otra escuela la hubiera aceptado sin pensarlo; antes de que todo esto se supiera habían muchísimas universidades ofreciéndole becas con tal de reclutarla y ahora dicen que su única oportunidad de seguir jugando sería irse a jugar para los gringos.

—¿En dónde escuchas tantas estupideces? —El rostro de Celeste volvió a endurecerse—. ¿Cómo van a saber los demás lo que las universidades del país quieren o dejan de querer?

—Uno de los primos de Ingrid juega para el equipo de voleibol del «Colegio Magallanes». Hace unos días nos enfrentamos a ellos y varios cuates del equipo quisieron saber qué estaba pasando con su prima. Él nos dijo que le retiraron todos los ofrecimientos de beca. ¡Todos! Y es que, es lógico las universidades con más recursos están en ciudades ultra católicas: Mérida, Puebla, Guadalajara, Monterrey. ¿Tú crees que van a querer a una tortilla jugando entre sus filas? ¡Obvio que no!

—No deja de ser una decisión estúpida —Celeste, verdaderamente ofendida—. Al final, ellos se lo pierden, Ingrid es la mejor jugadora del país y si no van a reclutarla por ser gay, entonces no se la merecen.

—¿Qué eres? —Israel se rió—. ¿Su fan número uno?

—Algo así. He jugado contra ella muchas veces y es simplemente invencible.

Ricardo, odiando quedarse fuera de la conversación, se obligó a decir lo que fuera.

—Pues yo nunca la he visto jugar, así que voy a esperar a ver con mis propios ojos qué tan buena es.

—No puedo negar que tiene mucho talento —respondió Israel mirando a Celeste, como si Ricardo nunca hubiese dicho nada—, pero de ahí a que sea invencible, hay muchísima diferencia. Su llegada no es garantía de nada. Ni siquiera sabemos si va a poder adaptarse al estilo de juego que usa el profe, porque es bien distinto a lo que ella está acostumbrada. Además está la comunicación con las chavas; en fin, son muchos factores que hay que tomar en cuenta antes de... —Israel dejó escapar el hilo de su argumento al notar que la mirada de Celeste se había perdido.

—¡Oye! —Israel tronó los dedos frente a los ojos de Celeste, regresándola a la realidad—. ¿A dónde te fuiste?

—Apenas acabo de darme cuenta —Celeste estaba muy seria—. Ingrid juega en la misma posición que yo.

Israel miró a Ricardo.

—Me van a sacar del equipo.

—Tranquila, maestra. Eres de los mejores elementos que tiene el equipo, no te van a sacar.

—Si no me sacan, de mínimo me mandan a la banca.

—Ya verás que no —Ricardo tomó la mano de su amiga entre las suyas—. Ingrid podrá ser talentosa pero tú eres mejor.

Israel negó con la cabeza, ahí iba otra monumental metida de pata de su amigo.

—Sí claro, por eso yo gané el trofeo por goleo individual ¿no? —Celeste se puso de pie, molesta y un tanto ofendida.

Mientras se alejaba, pudo escuchar a Israel diciéndole a Ricardo que era un completo imbécil por no darse cuenta de lo que estaba diciendo. Hasta entonces, Celeste nunca había tenido un mal día en la escuela. Aquella mañana sin embargo, se le hizo eterna en la espera del entrenamiento. El terror de perder su posición en el equipo le bajó los ánimos y le borró la sonrisa ensayada que le caracterizaba.

Cuando la hora por fin llegó, Celeste se metió a los vestidores y se tardó un milenio en ponerse el uniforme. Cuando llegó a la cancha, sus compañeras estaban reunidas frente al entrenador y a Ingrid. El entrenador le hizo una seña con la mano, indicándole claramente que se diera prisa.

—Como todas ya saben —comenzó él su discurso al ver que ella estaba lo suficientemente cerca—, Ingrid Mendoza es la nueva adición a nuestro equipo. Quiero que la hagan sentir bienvenida y que la apoyen en su proceso de adaptación —el entrenador miró a la chica—. Ingrid, estamos honrados de que seas parte de este equipo. Hemos jugado contra ti muchas veces y sabemos todo lo que puedes hacer con un balón a tus pies, e incluso sin él. Sé que una nueva era comienza ahora que has llegado y espero grandes resultados, no sólo de tu parte sino de todas tus compañeras.

—Muchas gracias a usted, entrenador —dijo ella cuando le tocó el turno de hablar—. Me siento afortunada de haber llegado a un equipo tan bueno. Como usted dijo, nos hemos enfrentado muchas veces y he tenido la oportunidad de apreciar todo el talento que tienen. Me gusta cómo juegan y sé que con su ayuda y su paciencia, podré adaptarme a su estilo de juego. Desde el momento en que puse pie aquí, todos me han tratado muy bien y eso es algo que valoro mucho.

Con aquel discurso, Ingrid suavizó hasta los rostros más duros que había encontrado. Celeste era la única que no parecía haberse derretido ante aquellas palabras. El entrenador dio por terminada la reunión y las mandó a todas a la cancha. Todas las integrantes del equipo corrieron a tomar posiciones para calentamiento. Celeste se fue caminando, arrastrando los pies, y tratando de escuchar qué se decían el entrenador y su nueva adquisición. Unos segundos después, y sin haber logrado su objetivo, Celeste escuchó al entrenador gritar su nombre.

—¿Qué pasó, profe? —volteó ella, sorprendida.

—¿Te sientes bien? ¿Estás enferma?

—No, profe ¿por qué?

—Porque me llegaste tarde y ahora no te veo con muchos ánimos de entrenar, si estás enferma te mando a tu casa.

—Estoy bien, profe; un poco cansada, eso es todo —dicho aquello, Celeste comenzó a trotar hacia donde estaban sus compañeras, para no darle tiempo de pensar el asunto dos veces. Ser enviada a su casa en el primer día de entrenamiento de Ingrid podría ser el comienzo de una muy mala racha de su carrera futbolística.

Celeste pasó una semana entera sin poder dormir tranquilamente. Cada noche cuando se acostaba, intentaba pensar en lo que fuera menos en fútbol, pero no lo lograba. Su tranquilidad regresó el día en que supo que no la mandarían a la banca y que no sería echada del equipo, pero entonces comenzó la tortura de no poder seguirle el paso a Ingrid. Por mucho que lo intentaba, no lograba leerla en los pases. Celeste se desvivía por tratar de entender cuál era la visión de su compañera, pero no obtenía buenos resultados.

Celeste encontró irónico e incluso risible que el entrenador no comprendiera que no debía forzar a Ingrid a adaptarse al equipo, sino que tenía que enseñarles a ellas a leer las jugadas que la goleadora número uno del país diseñaba en su mente mientras corría con o sin balón. Fue por eso que decidió ser ella quien diera ese primer paso.

Con el paso del tiempo, Ingrid se convirtió su balsa salvavidas. Entrenar con ella después de la práctica regular le proveía del pretexto perfecto para no tener que llegar a su casa sino hasta ya bien entrada la noche. Además, resultó tan entretenida, que aquellas tardes pasaron a ser la mejor parte de cada día de la semana escolar.

A raíz de esos entrenamientos privados, los fines de semana se le volvieron eternos, casi imposibles de sobrellevar. Desde entonces, cada borrachera, cada batalla campal en la sala y cada visita al hospital, abandonaba su mente si cerraba los ojos y se ponía a recordar alguna tarde al lado de Ingrid, en esa cancha, corriendo y sudando. Algunas veces no eran tantos recuerdos como fantasías, y en ocasiones aquellas no envolvían una cancha ni un balón, sino la playa, o el cine, o una cena; cualquier escenario era perfecto siempre y cuando Ingrid fuese parte de él.

La tarde en que Ingrid se ausentó sin avisar, Celeste agonizó en silencio cada segundo que pasó sin saber qué era lo que había sucedido. A la hora del entrenamiento no podía dejar de buscarla, de esperar a que su silueta apareciese en la distancia; hasta que por fin lo hizo.

Cuando el profe envió a Ingrid a los vestidores, Celeste ni siquiera tuvo la delicadeza de disculparse, se puso de pie y corrió detrás de ella. Después de las aclaraciones pertinentes, y de casi tumbarla con un abrazo sorpresivo, se separó de ella queriendo explicarle que... ¿explicarle qué? ¿Cómo podría poner en palabras lo que estaba sintiendo si ella misma no sabía lo que era? Más allá de eso, lo que realmente le asustaba era exponer el corazón por primera vez, y estarlo haciendo con la persona equivocada. Ingrid nunca había delatado atracción hacia ella; peor aún, nunca había confesado que los rumores sobre sus inclinaciones sexuales fuesen ciertos. Meses enteros de amistad se habían ido y ella nunca le había dicho si era gay o no. Entonces ¿qué sería de ella si sus sentimientos estaban completamente fuera de lugar? ¿Dónde metería la cara si resultaba que Ingrid no era gay después de todo? Y aún si lo era ¿Qué le hacía pensar que ella podría estar sintiendo lo mismo? En centésimas de un segundo, Celeste decidió que lo único que podía hacer era dejar que las cosas cayesen por su propio peso. Utilizaría su expresión irresistible y esperaría a que las leyes de la química sexual hicieran lo suyo.

Los segundos se prolongaron hasta que no pudo distinguirlos de las horas. Entonces supo que la respuesta estaba implícita en la ausencia de acción. El momento había pasado; Ingrid no se había movido ni un milímetro y la miraba con una expresión que ella no lograba descifrar. En ese instante más que nunca antes, deseó poder leer la jugada que estaba generándose en esa mente, pero no pudo.

La vergüenza siguió a la sorpresa, luego vino la frustración y por último el franco enojo.

—Te espero afuera —dijo, y salió huyendo de ahí.

Celeste corrió hacia las canchas, arrepentida de haberse puesto en evidencia de un modo tan espectacular, sobrepasando lo que su consciencia cuadrada podía soportar. ¿Estaba loca? ¿Cómo podía haber hecho semejante cosa? Le había mostrado abiertamente sus sentimientos hacia ella y con eso había arruinado su relación quizás de manera permanente. Cuando Ingrid salió del vestidor para unirse al entrenamiento, Celeste no tuvo las agallas de mirarla a los ojos. Cada minuto de aquella práctica, Celeste lo pasó tratando de inventar un buen pretexto para cancelar el entrenamiento privado de esa tarde. Mucho fue su alivio cuando Ingrid le ahorró la pena.

Los siguientes días fueron un calvario en el desgaste mental que le provocaba el revivir esa escena; el confirmar una y otra vez la inmovilidad de Ingrid ante una invitación tan directa; el saberse ridiculizada ante los ojos de su amiga. Lo que más le dolía, sin embargo, era haber confirmado que abrir el corazón no es recomendable bajo ninguna circunstancia. Una parte de sí le decía que alejarse de Ingrid no era la solución, pero no lograba encontrar en ningún rincón de su interior, las fuerzas necesarias para verla nuevamente a los ojos. Además de todo, Ingrid hacía ningún intento de acercarse a ella o aclarar la situación, lo cual sólo podía significar una cosa: la había ofendido con su ofrecimiento y ahora Ingrid no quería saber nada de ella.

Fue más o menos por aquellos días que conoció a Horacio en una fiesta de sus primos. Horacio era un muchacho de la cuadra, uno de esos rebeldes que dejaron la escuela a edad temprana para meterse a trabajar. Uno de esos bien machos que no le tienen miedo a nada; uno de esos que no se tientan el corazón cuando quieren conseguir algo y que no se hacen a un lado cuando les gusta una mujer, ni siquiera si su mejor amigo estuviera enamorado de ella. No, Horacio no era Israel, y eso era precisamente lo que ella estaba buscando en ese momento: un hombre que le borrase a Ingrid de la mente.

Horacio no dejó pasar más de cinco minutos entre la primera mirada y la primera invitación a una cerveza. Un poco de alcohol y tantita conversación superficial; eso era lo que único que requería, según él, cualquier mujer para acabar en sus brazos. Celeste no fue la excepción. A un par de horas de haberse conocido, ya estaban besuqueándose en un rincón oscuro del patio de los tíos de Celeste. Pero las tres o cuatro horas que pasó con Horacio, Celeste las pasó pensando en Ingrid. Esa noche, dolorosamente sobria, pero con una monumental cruda moral, Celeste acabó llorando en su cama, preguntándose qué le estaba pasando y por qué a ella. La estabilidad emocional de Celeste fue en decadencia en los días subsecuentes, algo que Horacio no estuvo dispuesto a desperdiciar. Experto como era en aprovechar las oportunidades que la vida le presentaba, se la llevó a la cama al tercer día de conocerla. Cada uno de los 18 minutos que duró aquel acto, Celeste hizo un honesto esfuerzo por lograr que le gustase por lo menos un poco; no lo logró, pero tampoco iba a rendirse tan fácilmente «Como todo, ha de ser cuestión de práctica» pensó mientras Horacio pegaba de gritos y gemidos, confirmándole el final de aquella tortura.

Los días se fueron acumulando en el calendario sin que las cosas cambiasen mucho en la agenda de Celeste: Ingrid seguía provocándole sentimientos que no debía, Horacio seguía siendo el único que disfrutaba de sus encuentros sexuales y ella seguía sintiéndose en un abismo.

Los golpes vinieron después. La primera vez le creyó aquello de que había sido un accidente, que se había exaltado y había perdido el control; también le creyó que no volvería a suceder. La segunda vez no tuvo corazón para decirle que no quería volver a verlo, no pudo resistirse a las lágrimas que adornaron los mil perdones que le pidió de rodillas; la tercera y las subsecuentes decidió que quizás era un karma que estaba pagando por estar enamorada de alguien prohibido.

Algún tiempo y varios moretones después, comenzó a pensar que quizás ya había pagado por los karmas de varias vidas juntas y que era hora de mandarlo a dónde merecía irse. Fue por aquellos días, que su mamá entró al baño accidentalmente cuando ella se estaba vistiendo y le vio los moretones de la espalda.

—¡Ay, hijita!

Celeste se quedó inmóvil, presintiendo reclamos, regaños, o por lo menos amenazas de ser acusada con su papá.

—Tenías que buscarte uno igualito a tu papá —doña Josefina torció la boca y la miró con los ojos llenos de tristeza—. Ya ni modos, si ese es el hombre que Dios planeó para ti, tienes que aguantarlo como es —suspiró, resignada, se dio vuelta y salió del baño sin decir nada más.

Ese día Celeste se fue a la escuela pensando en las palabras de su mamá. ¿Era Horacio el hombre que Dios había planeado para ella? Después de todo, lo había conocido cuando más lo había necesitado; quizás así era.

La tarde en que Ingrid descubrió los moretones que le cubrían el cuerpo, Celeste no necesitó ver por ojos propios lo que estaba sucediendo afuera, para tener la certeza de que Ingrid iría hacia Horacio para intentar surtirlo a golpes. Como pudo, se vistió con lo que tenía más a la mano y corrió hacia las canchas, sabiendo que Horacio no permitiría que una mujer lo sobajase, no dudaría en devolver los golpes y censuraría su propia fuerza por tratarse de una mujer. Ella sabía eso mejor que nadie.

Al salir de los vestidores, alcanzó a ver a Ingrid pateando a Horacio en los testículos, a éste soltar el primer golpe sobre ella y a Israel corriendo a todo lo que daban sus piernas para llegar al rescate de Ingrid.

Piedras, lodo y pasto enterrándosele en las plantas de los pies, ralentizaron su llegada al lugar de la acción. Celeste podía escuchar su propia voz gritando el nombre de Horacio, pero no el resto de sus oraciones; no sus súplicas de que se detuviera, que no la lastimara. Para cuando llegó al lugar del siniestro, Israel ya se estaba encargando de la situación a su modo muy particular.

Terror a que Horacio tomase represalias contra ellos en el futuro, y una muy retorcida percepción de la realidad, fueron los factores que la llevaron a correr hacia Horacio, a protegerlo, a ordenar a gritos que Ingrid e Israel los dejasen a solas. En su mente, protegerlo a él en ese momento, era comprar la protección de ellos en el futuro.

Después de aquel suceso, Horacio le prohibió rotundamente volver a verlos, orden que ella acató al pie de la letra. El semestre se acabó sin que Celeste volviese a cruzar palabra con ninguno. Fue por Ricardo que luego se enteró que Israel se había ido a estudiar a Puebla, becado. Fue por Fernanda que supo que Ingrid se había ido a los Estados Unidos y que, apenas a unos meses de vivir ahí, estaba extremadamente feliz de haberse ido.

Cuatro años después, en una tarde de jueves, Celeste se paseaba por el centro comercial, mirando aparadores, sabiendo que no compraría nada, cuando una voz familiar habló a sus espaldas.

—¡Dichosos los ojos que te ven!

Celeste no tuvo que darse vuelta para saber que era Israel. Se lanzó a sus brazos antes de que le ganase la compostura, apenas entendiendo cuánto lo había extrañado.

—¿Cómo estás? ¿Qué haces aquí? ¿Estás de vacaciones? ¿Cuánto tiempo te quedas?

—Me voy la próxima semana —respondió él—. ¿Tienes tiempo? ¿Nos tomamos un café? Y así te cuento toda lo que quieras saber.

—Sí, sí.

Después de algunos minutos hablando de cosas sin sentido, comenzaron las preguntas que realmente querían hacerse: Israel le preguntó si estaba casada, Celeste le respondió que sí, que ella y Horacio tenían un hijo de tres años. Israel le contó que estaba recién graduado pero ya tenía trabajo seguro en la empresa en la que había realizado sus prácticas profesionales, que por ahora estaba de vacaciones y que había ido a Cancún solamente a visitar a su familia.

—¿No me vas a preguntar por Ingrid? —preguntó Israel poniéndose repentinamente serio.

Ella no respondió.

—Le va muy bien. El próximo mes se gradúa, pero no va a buscar empleo todavía porque la convocaron a participar en los juegos Panamericanos. Es más, hasta salió en una revista, ya sabes, entrevista y todo eso. Es famosa allá en Gringolandia —Israel abrió su mochila y comenzó a buscar algo dentro de ella. Sacó la revista y encontró la página en la que estaba una enorme foto de Ingrid parada en un estadio de pasto sintético, portando el uniforme del equipo de futbol femenil de Estados Unidos, tacos y un balón a sus pies. Su cabeza sostenida en alto, con la mirada en el firmamento.

Celeste tomó la revista. Ingrid se veía imposiblemente bella. Quizás eran los reflectores o quizás el ángulo de la foto que hacía que el estadio se viera pequeño a sus espaldas, pero por un momento le pareció estar contemplando a un superhéroe; sus ojos estaban llenos de un brillo que ella nunca conoció. El corazón de Celeste se hizo añicos. Casi teniendo que obligarse a dejar de verla, levantó la mirada y le devolvió la revista a su amigo.

—¡Quédatela! Yo le digo que me mande otra

—¿Estás loco? Si Horacio descubre esto —Celeste se detuvo, intentando no hablar de más, pero ya era tarde.

Israel hizo una mueca, pero no dijo nada.

—Entonces ¿aún estás en contacto con ella? —se apresuró Celeste.

—Sí, nos llamamos dos o tres veces por mes. A veces me manda cosas por paquetería, cosas de futbol. Tengo un balón con autógrafos de todas las integrantes del equipo de futbol femenil de Estados Unidos.

—¿Es feliz? —interrumpió Celeste, ignorando la sonrisa que se había dibujado en el rostro de Israel con solo pensar en ese balón.

—Sí.

—¿Esta...? —Las palabras tardaron un poco en llegar a la superficie—. ¿Estás con alguien?

—Sí, lleva poco más de un año con una chica de su grupo de diversidad. A ella no le gusta el futbol, es más como un ratón de biblioteca; pero como dice Ingrid, después de seis malas experiencias, resultó que el denominador común de sus catástrofes sentimentales era el futbol, así que está decidida a nunca más volver a enamorarse de una mujer que lleve un balón a los pies.

Celeste sonrió, un tanto ofendida por el comentario, preguntándose si ella contaba entre aquellas seis catástrofes. Su celular comenzó a sonar. Ella miró el número en la pantalla.

—Tengo que contestar.

Israel asintió una sola vez, enojado.

—¿Bueno? Sí. Sí. Sí, amor, te veo en un ratito —colgó—. Ya me tengo que ir —guardó el aparato en su bolso.

—¿Te acompaño a tomar taxi? —Israel se puso de pie, tomando la revista que aún estaba sobre la mesa para meterla de nuevo en su mochila.

—¡No! —Respondió Celeste, asustada—. Horacio viene por mí.

—¿No es hora de que esté en el trabajo? —Israel miró su reloj.

—Está trabajando —Celeste bajó la mirada hacia la pantalla de su celular nuevamente—. Es taxista.

—Cuídate, morra —dijo Israel, queriendo sonar indiferente. Consideró acercarse para despedirse con un beso en la mejilla, pero se detuvo a medio camino. En lugar del beso, terminó por darle un apretón en el hombro—. Fue un placer volver a verte.

—Igualmente, te cuidas —dijo ella, lo vio por última vez y luego se fue a toda prisa.

Israel se fue pensando en Celeste, y no dejó de hacerlo en todo el tiempo que pasó en Cancún.

Celeste se fue pensando en Ingrid y no dejó de hacerlo nunca.

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