19Cuidados intensivos
Abril de 2010. Domingo.
El restaurante de desayunos estaba casi vacío, cosa extraña para el día y la hora que era. Oscar estaba sentado frente a Alejandra, bañando sus waffles con jarabe de maple.
—¿Cómo dices que se llama? —preguntó Oscar antes de meterse medio waffle a la boca.
—Eugenia.
—¿Buen sexo? —se apresuró a preguntar aún con el bocado estorbándole.
—Bastante decente.
—Quién te viera, chaparra, hablando como toda una experta —Oscar se empujó el bocado con un trago de café sin haber terminado de masticarlo.
—Tú preguntaste.
—Eres una promiscua.
—Y tú un envidioso.
—No tengo nada que envidiarte.
—Nada más que mi cama ve mucha más acción que la tuya.
—Lo bueno es que tu sentido del humor se ha regenerado... lo cual no podemos decir de ninguna otra parte de ti.
El bocado de Alejandra le impidió responder, pero su mirada lo dijo todo.
—¿Y qué onda con Carlita?
—¿Qué con ella? —la mirada de Alejandra pasó de largo a su amigo, como si él no estuviera sentado frente a ella.
—Pues llevas semanas saliendo con ella para todos lados, ¿qué hay ahí? —Oscar, notando que había perdido su atención, la miró fijamente, persuadiéndola.
—Ya te dije que sólo somos amigas —Alejandra se sintió casi obligada a mirarlo.
Oscar volteó sobre su propio hombro. La chica que les había servido su desayuno estaba tomando la orden de la última mesa de esa sección del restaurante; se encontraba quizás a unos cuatro metros de ellos.
—¿Qué, no tienes vergüenza? —su pregunta sonó casi como una afirmación.
—¿Por qué lo dices?
—Porque estás comiéndote a la mesera con los ojos.
—¡No estoy...! —Alejandra no pudo continuar, la chica en cuestión se acercó.
—¿Todo bien? ¿Necesitan algo más? —sonrisa en los labios y actitud servicial.
—Todo perfecto —respondió Alejandra, levantando la cara para regalarle una sonrisa coqueta —gracias.
La chica se sonrojó, se colocó un mechón de cabello detrás de la oreja y su sonrisa cambió instantáneamente, pasando de una ensayada a una espontánea que iluminó su rostro y la hizo ver más bonita.
—Si necesitan algo, me dicen —sus ojos sobre Alejandra, como si Oscar no hubiera estado ahí.
—Claro que sí —Alejandra le guiñó un ojo—, muchas gracias.
La mesera se dio vuelta y comenzó a alejarse, quizás unos tres pasos después volteó hacia ella para asegurarse de que aún la estaba mirando; Alejandra la estaba mirado. Oscar negó con la cabeza.
—¿Cómo lo haces?
—¿Ahora qué hice?
—¡Le coqueteaste descaradamente! ¿Y si no fuera... ya sabes, de tu equipo?
—No es gay.
—¿Cómo sabes?
—Confía en mí, el gaydar no miente.
—Creo que no estoy entendiendo, si no le gustan las viejas ¿por qué se derritió de ese modo ante tus miradas lujuriosas?
—Vanidad femenina, flaco. Eso es todo.
—Eso no contesta mi pregunta —Oscar se metió el último pedazo de waffle a la boca.
—Hay quien disfruta saber que podría tener a hombres y mujeres por igual. Te sorprendería la cantidad de mujeres heterosexuales que me coquetean sin tener el menor interés en mí.
—¿Y puedes saber todo eso con una miradita?
—Es más complejo, es una cuestión de lenguaje corporal.
—¿Quién eres y qué le hiciste a mi mejor amiga?
Alejandra sonrió, bebió un poco de café y sus ojos se perdieron en la distancia nuevamente; la mesera fingía no percatarse de sus miradas mientras acomodaba una mesa que había sido desocupada recientemente.
—Mi gaydar se refinó mucho en estos meses; las señales están por todos lados, a veces obvias y otras tantas muy sutiles, pero están en el aire todo el tiempo.
—Pues a mí eso del gaydar me sigue sonando como las antenitas de vinil del «Chapulín Colorado».
—¡Ay! flaco, en verdad eres único —Alejandra sonrió mientras movía la cabeza en forma negativa.
—No es broma, cada vez que hablas de esos poderes de detección de homosexuales, me imagino a «Highlander» sintiendo a otros inmortales, o a «Spiderman» previendo peligro con su sentido arácnido.
—Es cuestión de observación, ya verás que con el tiempo hasta tú tendrás una maestría en estas cuestiones.
—No creo, fuera de las locas con estola de plumas o las carceleras con uniforme y garrote, no puedo identificar a los de tu clase —el énfasis en la última palabra hizo que toda aquella frase sonara aún más ofensiva de lo que ya era.
—¿Cuándo piensas dejar de ser tan despectivo?
—¿Cuándo piensas dejar de ser tan sensible? Sabes que estoy jugando.
—No me gusta que te expreses así —el tono de Alejandra, bastante serio.
—Tranquila, chaparra. Soy yo, no hay necesidad de esponjarse.
—No pasa nada —sus ojos, sin embargo, dejaron claro que aquella era una mentira.
Algunos minutos se fueron en incómodo silencio que parecía estarse prolongando más de lo necesario, Alejandra se aclaró la garganta. Oscar estaba jugando con el salero; no la miró, temía que el reclamo continuara y no sabía cómo zafarse de una conversación tan incómoda.
—¿Recuerdas que mandé mi curriculum vitae a «Croma Visión»?
—Seguro —Oscar levantó la mirada y en el proceso de su distracción, tumbó el salero.
—Me llamaron el viernes —Alejandra le señaló el reguero que acababa de hacer—. Tengo una entrevista con ellos a mediados de la próxima semana.
—Felicidades, supongo —él enderezó el salero, recogió la sal con los dedos y la dejó caer sobre su plato, mismo que a esas alturas ya no hacía más que fungir como un depósito de jarabe de maple y migajas de waffle.
—¿Supones? Es el mejor despacho de diseño que hay en Cancún.
—Pero es el equivalente de venderle tu alma al diablo ¿no? Las grandes corporaciones son el cáncer de la sociedad; el capitalismo es el asesino de la creatividad, etcétera, etcétera.
—¿Por qué estás tan apático? —Alejandra apenas iba a la mitad de su desayuno— Es falta de sexo ¿verdad?
—¡Claro que no! Simplemente estoy estresado.
—¡Relájate! Es domingo.
—Este es mi estado relax de domingo, deberías verme durante la semana de trabajo—Oscar se terminó su café.
Alejandra miró a la mesera, que se encontraba a unas cuantas mesas de ellos y le hizo una señal; ella asintió.
—Definitivamente te hace falta sexo.
Oscar no respondió.
—Ya, dime qué tienes. Eso del estrés del trabajo te lo creerá tu mamá, pero yo te conozco mejor que eso. El trabajo nunca te afecta de este modo.
Oscar negó con la cabeza.
—¿Te lo tengo que sacar con fórceps?
La mesera se acercó. Alejandra le sonrió, al tiempo que le pedía que rellenase la taza de su amigo. La chica sirvió el café sin prestarle atención a Oscar; le preguntó a Alejandra si se le ofrecía algo más, ella dijo que no. La mesera se marchó y nuevamente volteó para comprobar si Alejandra la estaba mirando; en efecto, así fue.
Oscar miraba a Alejandra con insistencia, esperando para revelarle el secreto de su tensión. Alejandra se aclaró la garganta al regresar su atención a la mesa.
—¿Entonces? ¿Me vas a decir?
—¿Te acuerdas de Fernanda?
—¿Tu ex novia de la universidad?
—Esa precisamente.
—¿La psicóloga con el gran problema de autoestima que se ponía celosa de mí?
—Exacto.
—Sí la recuerdo; estaba bonita, lástima que estuviera tan loca.
—Se va a casar el próximo mes.
—Okay —Alejandra alargó la «a» para enfatizar que no entendía porque una situación así tenía tan consternado a su amigo.
—Con Marco.
—¿Marco... Marco?
—Sí.
—¿Tu «Marco» de toda la vida? ¿Tu mejor amigo? ¿Tu compadre, casi hermano?
—Ese mero.
—¿Qué? —en esta ocasión Alejandra alargó la «e» para enfatizar su sorpresa.
—Lo sé.
—¿Vas a ir?
—No tengo opción, Marco me pidió que sea padrino de anillos.
—¿Y vas a poder manejar la situación adecuadamente?
—No lo sé —Oscar hizo una pausa, bajó la mirada y comenzó a jugar con el salero una vez más—. De hecho estaba pensando que en lugar de invitar a cualquier vieja, mejor te llevo a ti y así me mantienes en mis cabales.
—No sé ¿no crees que ya de por sí será una situación bastante incómoda? ¿Además quieres darle razones a Fernanda para que se ponga histérica?
Oscar no respondió.
—¡Ah... comienzo a ver cómo funciona tu mente macabra!
—No te estoy invitando para hacerla enojar —se apresuró Oscar, el salero resbaló de sus dedos y la sal se regó una vez más sobre el mantel de la mesa—, lo prometo; sino porque eres la única persona que sabe hacerme entrar en razón cuando pierdo la perspectiva —Oscar enderezó el salero y comenzó a limpiar la sal nuevamente.
—Entiendo que es una cuestión un poco delicada que tu ex y tu mejor amigo se vayan a casar —comenzó a decir Alejandra, apartando el salero del alcance de su amigo. El tono de su celular la interrumpió—, pero no logro entender por completo —decía mientras miraba la pantalla—, por qué te molesta tanto.
Al ver el nombre, su corazón dio un salto.
—Perdón, flaco... es mi hermano.
—No hay problema —dijo él, y comenzó a jugar con el salero una vez más.
—¿Miguel? —el rostro de Alejandra palideció en instantes—¡Espera! ¡Miguel, cálmate! No te entiendo —Alejandra se puso de pie, se metió el dedo índice en la oreja derecha mientras pegaba su teléfono con más fuerza a su oreja izquierda. Caminó hacia afuera del restaurante, buscando un lugar en el que hubiera menos ruido.
El rostro de Alejandra estaba cada vez más descompuesto. Oscar se levantó y fue a pedir la cuenta, la pagó y salió del restaurante. Alejandra estaba en shock cuando él la alcanzó.
—¿Qué pasó, chaparra? ¿Estás bien?
—Raúl intentó suicidarse, está en el hospital —el cuerpo entero de Alejandra temblaba como una gelatina.
—Te llevo —Oscar la abrazó.
—Mi carro.
—No puedes manejar, yo te llevo en el mío.
—Pero...
—Yo vengo por tu auto después ¿qué hospital?
Alejandra no respondió, estaba balbuceando cosas sin sentido.
—¡Ale! —Oscar le agarró la cara y la miró a los ojos—. ¿Qué hospital?
El olor a hospital era uno que en particular Alejandra asociaba con muy malos recuerdos, como el accidente de auto que había tenido con su papá una mañana cuando él la estaba llevando a la primaria y un autobús los había arrollado por casi una calle entera; o la operación de emergencia para extirparle el apéndice cuando tenía 12 años. Bastaba ese hedor a antiséptico para que ella se sintiera casi desvanecer sobre sus rodillas, sumarle el silencio casi sepulcral de los pasillos y la eternidad que le estaba tomando llegar al área en la que estaba su hermano, convertía toda la experiencia en una tortura. Su mente la transportó a recuerdos bien guardados del dolor intenso que sintió al salir de la anestesia de su operación; a los ardores de la curación de los raspones de su cabeza, sus brazos y piernas, después del choque; a la comezón intensa que provocaba que quisiera arrancarse el yeso de la muñeca antes de tiempo.
Finalmente, el letrero al fondo del pasillo rezó «Unidad de Cuidados Intensivos».
Alejandra distinguió a su papá y a Miguel a través de los cristales en las puertas abatibles. Oscar se detuvo antes de que Alejandra cruzara la puerta y la tomó del brazo.
—¿Chaparra?
La mirada de Alejandra, ausente.
—¡Chaparra! —Oscar insistió.
Alejandra lo miró a los ojos, pero su mente no estaba ahí.
—Si necesitas algo, lo que sea, llámame.
—Sí —respondió ella, asintiendo.
—Dame las llaves de tu auto.
Alejandra metió la mano en su bolso, las sacó y se las puso en la mano.
—Llámame cuando lo necesites, yo te lo llevo a tu casa.
—Está bien.
—Si necesitas otra cosa, me llamas.
—Sí —ella volvió a asentir.
Alejandra empujó una de las puertas, Oscar la observó desde el mismo lugar en el que ambos se habían detenido; la miró caminar lentamente hacia don Fabián, él se puso de pie y la recibió entre sus brazos, algo que Oscar sabía bien que no había sucedido en años, los ojos de don Fabián delataban que había estado llorando. Miguel estaba sentado en las sillas azules de fibra de vidrio que estaban a varios metros de distancia. Tenía unos enormes audífonos colocados sobre sus orejas, la cabeza hacia atrás, apoyada en la pared y los ojos clavados en el techo.
Oscar se marchó.
—¿Cómo está Raúl? —preguntó Alejandra al apartarse de su papá.
—Ya lo estabilizaron. Tu mamá está con él —don Fabián señaló la puerta de la sala en la que se encontraba su hijo—. Si quieres puedes pasar a verlo, sólo que en silencio y no tardes mucho.
Alejandra sintió el corazón queriéndosele salir por la garganta. Atravesó las puertas lentamente, intentando no hacer ruido. Sus ojos buscaron entre las camillas hasta dar con su hermano. Su mamá estaba instalada en una silla metálica colocada en el costado izquierdo de la camilla de Raúl.
Raúl estaba durmiendo, en el brazo derecho llevaba un catéter que estaba conectado a un suero; su figura se veía más frágil que nunca. Su muñeca izquierda tenía un vendaje de unos quince centímetros de extensión. Alejandra se debatió internamente entre acercarse más o no; cuando por fin reunió el valor para hacerlo, se limitó a sostener la mano derecha de su hermano. Su mamá hizo caso omiso de su presencia.
No supo cuánto tiempo había pasado, pero cuando sintió que no podía lidiar más con la situación, salió al pasillo nuevamente. Caminó hacia su papá y se sentó a su lado.
—¿Cuánto tiempo va a estar aquí? —preguntó Alejandra en un tono apenas audible.
—Algunas horas, quizás un día entero; más tarde lo van a pasar a una habitación.
—¿Cuántos donadores de sangre se necesitan?
—Por lo menos cuatro.
—Voy a hacer unas llamadas —Alejandra ya tenía el celular en la mano.
—Gracias. Yo no he tenido cabeza... —la voz de su papá se quebró.
—Tranquilo, papá. Yo me encargo.
Las horas se fueron lentas en la espera de noticias sobre el estado de Raúl. Enfermeras y doctores iban y venían sin prestarle mucha atención a Alejandra, su papá o su hermano. De vez en cuando, el penetrante sonido de alguna ambulancia los sobresaltaba, sacándolos de su sopor; entonces el silencio se desvanecía entre el griterío de los paramédicos, las ruedas de las camillas que eran empujadas a toda prisa y las indicaciones de qué medicamento suministrar o a qué sección del hospital llevar al paciente.
Más tarde, después de haber entrado a ver a doña Isabel, don Fabián se acercó a Alejandra.
—Necesitamos algunas cosas que están en casa de tu mamá, ¿podrías...?
—Lo que sea, yo lo traigo —Alejandra miró a Miguel—. ¿Quieres que me lo lleve?
—Sí. No tiene caso que todos estemos aquí —don Fabián le dio las llaves de su camioneta—. ¿Puedes manejar?
—Sí. No te preocupes.
Alejandra consideró que aquel tramo le brindaría la oportunidad de hablar con su hermano para asegurarse de que se encontraba bien, pero al instante en que subieron a la camioneta, Miguel se puso los audífonos nuevamente. Alejandra suspiró, preguntándose en silencio ¿qué se le había metido en la cabeza cuando pensó que podría tener una conversación con Miguel. Antes de darse cuenta, ya estaban en casa de su mamá. Alejandra y Miguel entraron a la casa. Alejandra cerró la gruesa puerta de caoba brasileña y dejó caer su peso entero sobre ella; Miguel subió corriendo las escaleras sin dirigirle palabra, azotó su puerta y puso la música más escandalosa de su colección. Alejandra observó los vidrios de las ventanas retumbar.
Alejandra subió las escaleras con renuencia. Se detuvo frente al baño que durante años compartió con sus hermanos menores y respiró profundamente. Al empujar la puerta, se encontró con el piso y la tina empapados de agua ensangrentada. En el suelo había varias toallas de manos, enrojecidas con el líquido vital de su hermano. Alejandra se imaginó a su mamá, presa de la desesperación, envolviendo la muñeca de Raúl para intentar detener la hemorragia. Cerró los ojos. Respiró lentamente. Abrió los ojos y observó sus manos temblar. Reunió todo el valor que pudo encontrar en sus entrañas, caminó hacia la gaveta en la que su mamá guardaba los artículos de limpieza, sacó los guantes, la esponja y un líquido en aerosol, y comenzó a esparcirlo por todos lados. Maldijo a la señora de la limpieza por haberse marchado sin hacerse cargo de aquel desastre, aunque por otro lado, estaba bastante segura que ningún sueldo justificaba tener que limpiar la sangre de alguien que no te importa.
Cuando el baño ya no guardó huella de lo acontecido, Alejandra entró a la habitación de su mamá y comenzó a recoger las cosas que su papá le había encargado. Uno a uno, fue tachando los pendientes de la lista que había escrito antes de salir del hospital. Después, se acercó a la puerta de la habitación de Miguel.
—Mike ¿quieres algo de comer?
No hubo respuesta. Alejandra golpeó con más fuerza; dos, tres veces.
—¡Miguel! ¡Te estoy hablando!
—¡Lárgate, no quiero nada!
Alejandra, sintió deseos de tumbar esa puerta y poner a su hermano en su lugar, pero su consciencia le recordó que lo último que necesitaba su familia en ese momento eran más hermanos suyos en el hospital. Soltó dos que tres insultos entre dientes y se fue a la habitación de Raúl por las últimas cosas que su papá le había pedido. El lugar lucía impecable, Raúl siempre había sido muy ordenado. Abrió sus cajones y tomó algunas ropas; con cada movimiento, venía también un esfuerzo por no llorar. Aunque nunca había tenido comunicación con ninguno de sus hermanos, el cariño que sentía por ambos era innegable.
Veinte minutos más tarde, Alejandra dejó una nota pegada en la puerta de la habitación de Miguel «Te dejé un sándwich en la barra de la cocina. Me voy al hospital.»
Don Fabián estaba pálido. Las únicas áreas de su rostro que aún tenían color, eran las bolsas moradas debajo de sus ojos. Karina, su novia, intentaba obligarle a comer una sopa instantánea, pero no había logrado hacer que él aceptara más que un par de cucharadas. Alejandra se detuvo frente a la máquina de café, pagó dos y se acercó a ellos.
—Gracias —dijo Karina, sorprendida de encontrar la mano de Alejandra extendiendo un café frente a ella.
—No te preocupes —le respondió Alejandra con tono frío.
—Gracias —dijo su papá, más por imitar a Karina que por haberse dado cuenta de que aquella acción requería de su cortesía como respuesta.
Alejandra se sentó a su lado.
—Ya me voy —dijo Karina. Caminó hacia el bote de basura más cercano y tiró el contenedor desechable de sopa, que aún estaba lleno, pero que llevaba un rato de estar frío. Al regresar, acarició el rostro de don Fabián, esperando ver alguna reacción de su parte. Al no obtener respuesta, miró a Alejandra—. Nos vemos, Ale.
Alejandra se limitó a inclinar un poco la cabeza como señal de que la había escuchado. Alejandra y su papá pasaron el resto de la noche intentando conciliar el sueño en las complejas pero limitadas posiciones que les permitían las sillas de fibra de vidrio del hospital.
A la mañana siguiente, después de forzarse a comer unas frutas para no ir en ayunas, don Fabián y Alejandra bajaron juntos a donar sangre; para sorpresa suya, Oscar estaba platicando con Carla mientras esperaban su turno para donar. Alejandra se acercó a saludarlos.
—Gracias por venir; no los esperaba tan temprano. Qué bueno que ya se conocieron.
Oscar saludó a don Fabián. Alejandra le presentó a Carla. Entonces Patricia y Valeria salieron de la sala de donación, cada una portando una torunda en el brazo.
—Estaban conmigo cuando llamaste —se apresuró a decir Carla al ver la expresión de sorpresa en el rostro de Alejandra— insistieron en venir.
Ellas se acercaron en lo que Oscar le indicó que él y don Fabián entrarían a donar para darle tiempo de platicar con ellas. Las chicas se veían contentas y orgullosas de haber hecho una obra buena.
—Muchas gracias. De verdad, no tienen idea de lo mucho que se los agradezco —comenzó a decir Alejandra, pero Valeria no le dejó terminar.
—No tienes nada que agradecer. Tú harías lo mismo por cualquiera de nosotras.
—Vera y Alicia fueron las primeras en pasar —dijo Carla.
—Y las primeras en regresar al auto —intervino Patricia—. Son unas chillonas, salieron como si les hubieran drenado la vida allá adentro.
—Les encargo que les digan lo mucho que aprecio todo lo que están haciendo —Alejandra sonrió por primera vez desde la llamada de su hermano.
—Qué bueno que pudimos ayudar en algo —dijo Patricia, luego volteó hacia Carla—. Te esperamos en el auto.
—Sí. Yo las alcanzo en un rato.
Una vez estando a solas, Carla la abrazó, pero Alejandra no cedió a la empatía que se le estaba ofreciendo; la fachada fría que había usado desde el momento en que había conocido a Carla era más fuerte que su necesidad de consuelo.
Minutos después, Oscar y don Fabián salieron de la sala de donaciones.
—Tengo que irme al trabajo, chaparrita. —Dijo Oscar, acercándose para darle un beso en la mejilla—. En cuanto pueda, regreso.
—No te preocupes, flaco. Creo que tenemos todo bajo control aquí.
Oscar le dio la mano a don Fabián y luego se despidió de Carla.
Después de su depósito de 450cc, Alejandra se sintió más débil que antes; caminó un tanto tambaleante, chocando contra Carla por momentos.
—Puedo venir después del trabajo, quedarme contigo en la madrugada.
—No te preocupes, de veras.
—Entiendo. Estas cosas de familia son difíciles. Si necesitas alguna otra cosa, avísame, ¿está bien?
—Gracias, Carlita.
—Te veo luego —Carla se despidió con un beso en la mejilla y se marchó.
Era medio día cuando Raúl fue trasladado a una habitación. Doña Isabel se instaló una vez más a su lado. Las horas se arrastraron lentamente en espera de que Raúl despertara. Los aparatos que llevaban cuenta de sus signos vitales hacían ruidos y emitían pitidos de vez en cuando; las enfermeras desfilaban durante la jornada, le cambiaban el suero, añadían algún medicamento en su catéter intravenoso y leían sus signos vitales. Raúl soltaba algún quejido de cuando en cuando y fruncía el ceño aún con los ojos cerrados.
El sol se ocultó una vez más.
Alejandra aprovechó que Miguel había regresado, para salir de la habitación un rato. Su cuerpo le pedía varias cosas: nicotina, cafeína, aire fresco que no oliera a hospital. Su primera escala, sin embargo, fue el baño. Se lavó la cara, se echó agua fría en la nuca y luego se secó lo mejor que pudo con toallas de papel. Tomó el ascensor hasta la planta baja y caminó hacia la salida. Cuando estuvo lo suficientemente lejos de la puerta, se colocó un cigarro entre los labios y lo encendió. Alejandra sintió como si el alma le regresara al cuerpo al momento de inhalar su primera bocanada.
Minutos después, cuando estaba por terminar su cigarro, se acercó a la máquina de refrescos, metió unas monedas y presionó el botón. No sucedió nada; intentó otro, mismo resultado. Tres botones más y no había reacción.
Alejandra apoyó la cabeza contra la máquina.
—No me hagas esto. No estoy de humor —dijo en voz baja, como queriendo convencer a la máquina por las buenas.
Dos golpes en el costado derecho de la máquina la sobresaltaron. La lata de Coca-Cola cayó al instante en que ella se apartó de la máquina.
—Comienzo a sospechar que esta solamente una táctica que utilizas para conquistar mujeres.
Alejandra se quedó muda al ver a Laura parada a un costado de la máquina de refrescos. Parpadeó varias veces, como esperando que la alucinación se desvaneciese.
—¡Lau! —fue lo único que atinó a decir.
—¿Cómo está Raúl? —Laura se inclinó para recoger la Coca-Cola, la abrió y se la entregó.
Alejandra notó entonces la torunda en su brazo izquierdo, sujeta con tela adhesiva transparente.
—Mejor —Alejandra apagó la colilla de su cigarro y la aventó al bote de basura—. En unos días deben trasladarlo al ala de psiquiatría —le dio un trago a su refresco y luego señaló el brazo de Laura, tratando de hacer que la pregunta sonara casual—. ¿Viniste a donar sangre?
—Sí —respondió ella desviando la mirada hacia la torunda.
—¿Oscar te avisó?
—No, fue Miguel —Laura regresó los ojos hacia Alejandra haciendo un barrido completo de su persona—. ¿Y tú cómo estás?
—No lo sé. Mal. Triste, confundida y muy asustada —le tomó solamente un instante el darse cuenta de que estaba diciendo cosas que no le diría a nadie más—. La verdad es que jamás me hubiera imaginado que Raúl pudiera hacer algo así.
Alejandra comenzó a caminar, Laura caminó a su lado.
—¿Sabes qué pasó para que hiciera esto?
—No estoy muy segura; sólo sé lo que mi papá me contó: Raúl se había encerrado en el baño y se había tardado mucho. Miguel necesitaba entrar, así que comenzó a presionarlo para que saliera pero él no respondía.
Los autos pasaban a toda prisa sobre la avenida Bonampak. Alejandra se sorprendió a sí misma pensando en el modo en que la gente se conducía despreocupada, como si tuviera la vida comprada.
—Cuando Miguel regresó a seguir presionando a Raúl, escuchó el agua cayendo de la tina —continuó Alejandra—, pateó la puerta y botó el seguro. Raúl estaba desmayado, la tina estaba llena de agua y sangre —Alejandra se aclaró la garganta—. Miguel sacó a Raúl de la tina, le gritó a mi mamá que necesitaba ayuda. Luego mi mamá entró al baño y a partir de ese punto no sé mucho. Sólo sé que Miguel llamó a la ambulancia y a mi papá mientras mi mamá intentaba detener la hemorragia. Después me llamó a mí —Alejandra se detuvo. Las lágrimas comenzaron a formarse, en el intento de retenerlas, Alejandra sintió ardor y comezón bajo sus párpados cansados.
Laurase acercó y la abrazó. Alejandra se desvaneció, apenas alcanzando a acomodar su cabeza en el pecho de Laura. Estando ahí, en el único rincón del mundo en el que se sentía segura y resguardada, Alejandra lloró hasta que se quedó sin fuerzas.
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