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17Entre las piernas de una desconocida

2009

Alejandra y Carla tuvieron un par de semanas ajetreadas después de la primera noche que pasaron juntas. La segunda vez que se vieron —el sábado siguiente— fueron por un café pero tardaron más en decidir qué ordenar, que en llegar al departamento de Alejandra y recorrerse el cuerpo mutuamente; el domingo se despertaron con más pasión por apagar. El miércoles fueron al cine, pero entre besos y caricias, no encontraron oportunidad para ponerle atención a la película; apenas terminada la función, se fueron al departamento de Carla. El viernes decidieron no poner pretexto, Alejandra pasó por una botella de vino y fue a verla. El sábado no se vieron; Carla tenía un compromiso con sus amigas, y Alejandra con Oscar.

La siguiente semana se vieron todos los días. Su entendimiento en la cama era pleno, pero seguían sin saber absolutamente nada la una de la otra. Alejandra estaba muy cómoda con las cosas como estaban y no estaba segura de querer indagar más. Fue quizás eso lo que le hizo sentir tan incómoda cuando Carla mencionó que el siguiente sábado también tenía un compromiso con sus amigas, pero aun así quería verla. El estómago de Alejandra se retorció ante la idea de que Carla quisiera presentarle a sus amigas. Aquello, sin lugar a dudas, llevaría a preguntas incómodas que no se sentía dispuesta a responder.

—¿Te molestaría pasar por mí al «Rainbow Room» como a la 1? —preguntó Carla un tanto apenada.

—Para nada —respondió Alejandra aliviada. La tensión desapareció de su rostro—. Llámame cuando termines y voy por ti.

Era la una y media de la mañana cuando Carla le llamó; las dos cuando Alejandra estacionó el auto frente a la puerta del lugar. Carla corrió hacia el auto y se dejó caer sobre el asiento del copiloto. A diferencia de lo que Alejandra esperaba, no se encontró a la chica sexy y fría con la que había estado saliendo por dos semanas, sino a una niña temblorosa, al borde de las lágrimas.

—¿Estás bien?

—Sí —dijo ella, con la voz entrecortada.

—¿Estás segura?

—Sí ¿Me puedes llevar a mi casa? Disculpa que no te haya cancelado bajo estas circunstancias, pero en verdad necesitaba huir y no quiero estar sola.

Alejandra miró la fachada multicolor del «Rainbow Room», la gente que entraba y salía del ambiente escandaloso del lugar; miró a aquellos que estaban a un costado fumando, al guardia de seguridad que estaba parado junto a la entrada, vestido de negro y con los brazos cruzados, manteniendo la pose de matón que al parecer le entregan a todo guardia de seguridad junto con su camiseta del club. Alejandra puso en marcha el auto, preguntándose qué pudo haber pasado. Cuando llegaron al edificio de Carla, Alejandra apagó el auto y muy en contra de todos sus instintos, se bajó con ella. Alejandra acompañó a Carla al interior del departamento, se metió a su cocina a prepararle un té, lo sirvió y luego se sentó en la sala junto a ella. Alejandra esperó con paciencia, no muy convencida de querer saber qué había sucedido.

Carla pasó su índice derecho por el borde de la taza.

—Alicia es mi mejor amiga —comenzó Carla—. He estado enamorada de ella desde hace tanto tiempo, que ya perdí la cuenta —Carla hizo una pausa para tomar un poco de té—. Toda mi adolescencia supe lo que sentía por ella, pero era todo tan confuso, que los meses y los años pasaban y yo no decía nada al respecto. Simplemente esperaba a que llegara el día en que me presentaría a un novio y se iría de mi vida —Carla suspiró.

Alejandra se limitó a mover la cabeza en forma afirmativa.

—Después de todo aquel misterio, salió del clóset a los veinte, hace dos años; yo no, pero decidí confesarle mis sentimientos. Ella estaba saliendo con una mujer de treinta: Vera —Carla dejó la taza sobre la mesa—, pero me dijo que también estaba enamorada de mí, así que asumí que iba a terminar con ella para estar conmigo; simple lógica ¿no? Nunca me preocupé por preguntar, porque jamás se me ocurrió que las cosas pudieran ser de otro modo.

Alejandra presintió lo que venía después.

—Llevábamos seis meses juntas cuando descubrí que había esperado demasiado de ella. Eso y que muchas cosas que para mí son lógicas, no lo son para otras personas. Dicen que la suya es una relación abierta; están juntas pero cualquiera de las dos puede acostarse con quien quiera el día que se le antoje. Y por lo que dicen mis amigas, ha pasado más de una vez que les guste la misma chica y se la lleven a la cama al mismo tiempo.

Alejandra seguía en silencio.

—Sinceramente, no sé cómo funcionan esas relaciones. Yo no podría compartir a la persona que amo —Carla negó con la cabeza y levantó la cara, clavando los ojos en Alejandra—. No puedo compartirla; prefiero no tenerla, que tenerla a medias.

—¿Y qué pasó hoy?

—Se suponía que iba a verme solamente con mis otras amigas: Patricia y Valeria, pero en algún momento Alicia se enteró y decidió llegar. No importa cuánto tiempo pase, sigue teniendo el mismo efecto en mí —la mirada de Carla se perdió en sus recuerdos—. Estuvimos bailando un rato y luego me besó. Me besa cada vez que puede; cada vez que se le da la gana.

—¿Por qué se lo permites?

Carla no quería responder esa pregunta. Alejandra insistió con la mirada.

—Porque una parte de mi corazón iluso mantiene la esperanza de que un día se decida a dejarla por mí.

Alejandra se limitó a escuchar. Estaba muy consciente de que Carla no había pedido su consejo, así que no se animó a dárselo.

—Sé que es una tontería pero incluso hoy cuando me besó, mi corazón se aceleró como todas las otras veces. Seguí bailando con ella; esperando, como siempre, que algo sucediera.

—¿Y qué pasó?

—Fui al baño. Cuando regresé ya estaba bailando con alguien más. Un rato antes de que pasaras por mí ya estaba besándola. No dudo que se la esté tirando ahora mismo.

Aquella expresión se escuchó especialmente altisonante en la voz de una chica que era generalmente cautelosa con sus palabras; una chica que intentaba evitar a toda costa, decir algo lastimero.

—Necesitaba que me rescataras; necesitaba que ella supiera que me estaba yendo con alguien más, y me encantaría que me viera con alguien como tú —Carla se detuvo. Su mente estaba viajando a más velocidad de la que sus labios podían procesar.

Alejandra sonrió, su ego regocijándose el piropo involuntario.

—¿Crees que sigan en el bar?

—No sé, tal vez.

—Si estás de ánimos podríamos hacer una aparición.

El rostro de Carla se iluminó; su actitud cambió instantáneamente ante el simple hecho de contemplar aquel escenario como una posibilidad. Una sonrisa pícara se dibujó en su rostro.

—¿Y si ya no están?

—Si ya no están, por lo menos dejaremos testigos de que estabas con alguien más —Alejandra levantó una ceja, haciendo su mejor imitación de personaje cruel de telenovela—. Puedo ser encantadora con tus otras amigas y darles de qué hablar. Ten por seguro que Alicia se entera de un modo u otro.

—¿De verdad harías eso por mí?

—Estás consciente de que después de todo lo que me acabas de contar ya no podemos ser otra cosa más que amigas ¿verdad? —preguntó Alejandra.

—Por supuesto —Carla asintió.

—Entonces claro que sí; para eso están las amigas.

Cuando entraron al «Rainbow Room» de la mano, Carla tenía energías renovadas; una sonrisa sincera iluminaba su rostro. Cargada de la emoción de saberse protagonista de un plan macabro, estaba lista para dar la mejor actuación de su vida. Alejandra, por otro lado, estaba aturdida y nerviosa, pero escondida detrás de un rostro frío fingía tener la situación bajo control. Su atención se desviaba de cuando en cuando ante el variado menú de chicas que desfilaba por toda la extensión del lugar. Entonces se preguntó porque nunca había pisado un bar lésbico. No le tomó mucho tiempo recordar que era Laura quien no disfrutaba el ambiente gay, y quien decía que formar parte de una comunidad tan reducida era lo mismo que automarginarse. «Habla por ti —pensó Alejandra al ver cuántas de aquellas chicas le resultaban atractivas. Las palpitaciones regresaron. Alejandra suspiró—¡Concéntrate! —se reprendió en silencio— Estás aquí para ayudar a Carla; luego puedes regresar, sola.»

A Carla no le pareció extraño que las miradas se fueran sobre Alejandra, después de todo, lo que estaba haciendo era el equivalente a colocar carne fresca en el aparador. Con su mejor pose de rompecorazones, condujo a Alejandra hacia el centro de la pista y comenzó a bailarle provocativamente. El ego de Carla comenzó a elevarse al sentir cuántas miradas estaba atrayendo, pero nada podía compararse al placer de encontrar una mirada pesada proveniente de la mesa en la que estaban sus amigas.

Entre cadencias sensuales, Alejandra pegó su cuerpo al de Carla para hablarle al oído.

—Ya sé quién es Alicia.

—¿Ah sí? —Carla fingió que acababa de escuchar algo muy gracioso, echó la cabeza un tanto hacia atrás mientras se reía a carcajadas y se cubrió la boca con la mano derecha.

—¿Tercera mesa de la derecha en el segundo nivel? —preguntó Alejandra.

—Sí, definitivamente es ella.

Alejandra miró a Carla como si quisiera comerse sus labios; como si ninguna otra chica en todo el lugar le pareciese atractiva; como si Carla fuese la única mujer y la más hermosa. Más miradas cayeron sobre ellas instantáneamente. Alejandra miró de reojo la mesa en la que estaban las amigas de Carla; ellas estaban boquiabiertas. Alejandra metió la mano derecha entre el cabello de Carla, hasta alcanzar su nuca y la jaló gentilmente hacia ella. El beso que le dio fue tan apasionado, que rayó en lo obsceno; Carla correspondió con igual intensidad.

Tres canciones y varios besuqueos después, Carla comenzó a preocuparse.

—¿Y ahora? —preguntó, disimulando su nerviosismo detrás de una sonrisa coqueta.

—No sé —Alejandra también ocultó su confusión con coquetería—. El plan sólo cubría hasta acá.

—¿Nos quedamos? ¿Nos vamos? —Carla se colocó un mechón de cabello detrás de la oreja derecha—. ¿Seguimos besándonos?

—En lo que decidimos, ven para acá —respondió Alejandra, hablándole al oído a su amiga mientras intentaba idear un final digno del tremendo espectáculo que estaban dando.

—Quiero que le arda la panza de coraje —confesó Carla.

Alejandra se apartó un poco y la miró a los ojos.

—¿Estás segura?

—Cien por ciento.

—Si eso quieres, eso le daremos —Alejandra la tomó de la mano y la condujo, en medio del mar de gente, hacia un rincón obscuro que estaba en la línea de visión de sus amigas. Alejandra esperó solamente unos instantes antes de comenzar a hablarle al oído—. Finge que te estoy besando el cuello y que lo estás disfrutando mucho —le dijo mientras la iba empujando lentamente hacia la pared.

Aunque las manos de Alejandra nunca tocaron partes que no debían, el ángulo en el que estaban y la carencia de luz fueron perfectos para crear la ilusión de un manoseo monumental.

Un rato después, bajo las miradas sorprendidas de sus amigas, Carla abandonó el «Rainbow Room» de la mano de Alejandra.

Carla celebró su victoria en todo el camino hacia su casa; cuando llegaron al estacionamiento de su edificio, Alejandra apagó el auto, pero ninguna de las dos se bajó. Alejandra no sentía prisa de marcharse, y estaba disfrutando mucho la hiperactividad de Carla, resultado de toda aquella adrenalina.

—¿Le viste la cara?

—Sí, parecía salida de una caricatura de «Hanna Barbera» —Alejandra miraba a través del parabrisas. Una expresión de entera satisfacción adornaba su rostro—. Se le saltaron los ojos y la lengua se le cayó hasta el suelo.

—¡Fue cuasiorgásmico! —Carla no podía dejar de reír— Muchas gracias.

—Es un placer.

—Estoy en deuda contigo —la mirada de Carla era sincera, a pesar de que sus labios seguían estirados de extremo a extremo de su rostro con esa sonrisa que parecía que nunca se esfumaría.

—No tienes por qué —Alejandra seguía con la mirada en la nada—. Esta experiencia fue una recompensa en sí misma.

—¿Ah sí?

—Sí —respondió Alejandra—. Me ayudaste tanto como yo a ti.

—¿Ah sí? —Carla, intrigada, por fin dejó de sonreír—. ¿Cómo?

—No lo tomes a mal —Alejandra por fin la miró a los ojos—, pero en primer lugar me quedó muy claro que las aventuras de una noche tienen que ser eso precisamente: de una noche; y en segundo lugar, mientras salía contigo, mi mente estuvo tan distraída que por primera vez en mucho tiempo, no he pensado en mi ex-novia para nada. Eso para mí, vale oro.

—Me alegra saber que ambas salimos beneficiadas en todo esto —dijo Carla, y su mirada se suavizó; su sonrisa cambió, inundando su rostro con una calidez que Alejandra no había conocido en las dos semanas que habían estado viéndose.

—Y a mí me alegra haberte conocido —Alejandra sintió una cierta melancolía que reconoció como aquella que le invade cada vez que algo, por pequeño que sea, se acaba.

—¿Me vas a llamar? —el rostro de Carla, aun enmarcado por esa nueva calidez.

—Por supuesto ¿quieres ir al cine el miércoles?

—¿Pasas por mí o te veo ahí?

—Paso por ti —Alejandra se inclinó y le dejó un beso muy breve en los labios.

Carla bajó del auto, la alegría de su victoria aún reluciendo en sus ojos. Alejandra se marchó. Satisfecha consigo misma y segura de haber hecho una buena obra, sintiéndose lista para dejar atrás el pequeño bache que las dos semanas anteriores habían representado en su camino hacia la recuperación de su salud emocional. Convencida de que el mejor modo de olvidar era encontrar momentos de distracción entre las piernas de alguna desconocida, pasó los siguientes días añorando la llegada del fin de semana.

Jueves por la noche.

Alejandra entró nuevamente al «Rainbow Room». En esta ocasión, lista para conseguirse una aventura de una noche. El equipo de sonido escupía a todo volumen música electrónica, o house, o trance —Alejandra desconocía la diferencia—; los juegos de luces resultaban un tanto perjudiciales cuando intentaba distinguir si una chica era atractiva o si únicamente se trababa de un engaño visual. De primera instancia, casi todo lo que se movía parecía entrar en un rango básico de atractivo visual. Sin embargo, Alejandra no olvidaba que en esta ocasión tenía que ser muy selectiva si no quería que las cosas le saliesen mal nuevamente.

Se acercó a la barra y ordenó una bebida.

—¡Ah, regresaste! —dijo el barman como si la conociese de toda la vida.

Alejandra no respondió.

—Diste mucho de qué hablar el sábado; varias personas se han acercado a preguntar si te he vuelto a ver por aquí —cuando él extendió la mano, Alejandra aún se debatía entre sonreírle o mandarlo categóricamente al diablo—. Armando, ¿dijiste vodka con agua quina?

—Así es —respondió ella con una voz más fría de lo que había anticipado. Entonces decidió extender la mano y ofrecer su nombre para compensar— Alejandra.

Armando sonrió, mostrando todos sus dientes superiores, incluso el implante de oro que sustituía su primer molar izquierdo.

—Y la chica del sábado ¿es tu novia? —Armando bajó la mirada y comenzó a preparar la bebida.

—Nada de eso. Es una muy buena amiga.

—Una amiga muy buena, querrás decir.

Alejandra no estaba disfrutando que el barman fuese tan igualado, pero sabía que el peor error que un cliente podía cometer, era ofender a quien le serviría un producto comestible. Armando colocó el vaso desechable sobre la barra.

—Sí, podría decirse que sí —Alejandra hizo un sincero esfuerzo por sonreír, pero no estaba segura de haberlo logrado. Pagó su bebida y se alejó.

Alejandra estaba en plena huida, caminando hacia el rincón que estuviese más alejado de la barra, cuando sus ojos se engancharon en una chica. En primera instancia fue su corte de cabello lo que llamó su atención: muy corto a los costados, medio mohicano que subía por su nuca, culminando en un fleco dispar que comenzaba corto en el lado derecho de su frente y terminaba largo por el izquierdo, cayendo sobre su mejilla. Alejandra la observó con más detenimiento al pasar a un costado de su mesa. Su cuerpo atlético se antojaba firme al tacto; llevaba unos pantalones tipo cargo color verde militar que colgaban de una cintura de tentación, y una blusa morada de cuello en «V» que invitaba a los ojos a hundirse en la gloria de un escote muy bien justificado. Su piel trigueña era del tono exacto que Alejandra encontraba irresistible. Sonreía mientras bailaba, enaltecida en un mundo propio que estaba más allá de los alcances terrenales del «Rainbow Room».

Por mero trámite, Alejandra desvió la mirada hacia el resto de la mesa de aquella aparición divina. Había por lo menos otras ocho personas, pero ella parecía estar en su fiesta privada; bailando, fumando, divirtiéndose sin necesidad de ninguna intrusión. Alejandra caminó de largo y se instaló en un rincón en el que pudiera observarla sin sentirse tan expuesta a ser descubierta.

Aquella primera experiencia como depredadora le resultó bastante risible en el futuro, pero aquella noche estaba echa un manojo de nervios. Estando ahí parada en la oscuridad, con la bebida sobre una mesa alta y los codos apoyados sobre la misma, observando a una perfecta desconocida, se sintió como una acosadora más que como una mujer fatal.

Quizás unos treinta minutos más tarde, cuando se aseguró de que la chica del mohicano no estuviera acompañada, Alejandra comenzó a buscar dentro de sí el valor para acercarse. Recordó el modo en que había abordado la situación aquella primera noche con Carla, y entonces su seguridad se reafirmó un poco. Cuando la vio abrir su cajetilla nuevamente y colocar un cigarro en sus labios, Alejandra se decidió por fin a acercarse.

—Te invito lo que quieras si me regalas un cigarro —dijo, parándose a su lado.

Ella tomó el cigarro que tenía en los labios y lo extendió hacia Alejandra.

—Piña colada.

Alejandra extendió la mano para tomar el cigarro, aprovechando para rozar con la punta de sus dedos el dorso de la mano de la chica del mohicano.

—No tardo —se puso el cigarro en los labios y comenzó a fumárselo mientras caminaba hacia la barra.

—¿Qué vas a querer? —preguntó Armando con una sonrisa pícara.

—Una piña colada y otro vodka con agua quina, por favor.

—Enseguida.

Alejandra regresó a la mesa de la chica del mohicano; le entregó su bebida.

—Aquí tienes... —Aquel era otro truco que Alejandra había aprendido de las películas: dejar una frase a medias esperando que el interlocutor diese su nombre para poder complementarla.

—Lorena.

—Lorena, mucho gusto —se apresuró a decir ella, dejando extendida la mano con la que le había entregado la piña colada—. Yo soy Alejandra.

—Un placer —respondió Lorena, estrechando la mano de Alejandra por un tiempo más prolongado del necesario.

Alejandra sonrió. Segura, como lo había estado cuando conoció a Carla, de que se la llevaría a la cama.

Viernes.

Al abrir los ojos, Alejandra tuvo la punzante sensación de que Laura estaba durmiendo a su lado; observó el techo por unos instantes, segura de no estar en su habitación, pero no muy segura de recordar en dónde se encontraba. Parpadeó varias veces hasta que su visión se aclaró por completo. Una respiración lenta y profunda llamó su atención. La espalda desnuda de Lorena le pareció irresistible; el color cobre de su piel brillaba dulcemente bajo la luz matutina. El tatuaje de su espalda le retaba a que extendiese la mano y le acariciase. Alejandra miró con detenimiento la extensión completa del cuerpo de Lorena y tuvo que reunir toda la voluntad que existía en su interior para no tocarla.

Alejandra se incorporó lentamente, intentando no despertarla, pero sin despegar la mirada de su desnudez. Como resultado de aquella maniobra a ciegas, se golpeó la rodilla contra el buró, causando un tumulto que a cualquier otra hora hubiera pasado desapercibido. Lorena se despertó y se colocó unos lentes de pasta que estaban sobre el buró de su lado de la cama.

—¿Qué pasó?

—Me golpeé —respondió Alejandra, sobándose la rodilla.

—Ah bueno, sobrevivirás —sonrió Lorena, insolente, y se dejó caer sobre la almohada nuevamente.

—No, por favor, no te apures a llamar a la ambulancia —dijo Alejandra mientras comenzaba a recoger sus ropas.

Lorena sonrió de nuevo, se retiró los lentes y los dejó a tientas sobre su buró. Alejandra entró al baño, se lavó el rostro, se vistió y se acomodó el cabello lo mejor que pudo. No sintió que hubiese pasado mucho tiempo, pero cuando salió del baño Lorena ya estaba de pie, mirando hacia afuera desde el canto de la ventana de la sala; llevaba puesta una blusa de tirantes, ligera y traslúcida, que terminaba un poco después de cubrir su ombligo, dejando al descubierto un tramo de su vientre firme; el resto del atuendo era una tanga azul de encaje elástico que se perdía entre la gloria de sus glúteos tersos. El sol le recorría la silueta, creando a su alrededor una especie de aureola. Alejandra suspiró, el escenario entero le resultó irresistible. Por instinto, más que otra cosa, miró su reloj. Eran casi las siete de la mañana, tenía que irse pronto si quería llegar a tiempo al trabajo.

—¿Lista? —Lorena volteó hacia ella.

—Lista —respondió Alejandra, delatando sin querer su resignación.

Lorena se acercó a la puerta.

Alejandrase acercó a ella, colocó las manos sobre su cintura y la jaló hacia sí. Lorena se ciñó al cuerpo de Alejandra al tiempo que sus labios se encontraban por última vez. La mano derecha de Alejandra se abrió camino hacia la espalda baja de Lorena y se situó ahí durante el tiempo que duró aquella despedida. Cuando por fin se apartaron, Alejandra la miró a los ojos sin dejar de jalarla hacia sí. Ninguna dijo nada. Alejandra por fin la soltó, abrió la puerta y se marchó sin más. La puerta se cerró antes de que ella alcanzara el primer peldaño de las escaleras.

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