Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

13El botón con el que se apaga el amor

Febrero de 2009. Jueves.

Habían pasado ya siete meses desde que Laura se había marchado de su vida, pero bien podían haber sido siete horas o siete años; en su ausencia, el tiempo había perdido gran parte de su significado.

Afuera, las cosas no iban del todo mal: se había mudado de regreso a Cancún, donde rentaba un departamento decente cuyo alquiler apenas alcanzaba a cubrir con el raquítico sueldo que le pagaban en el despacho de diseño en el que había conseguido su primer empleo; tenía independencia. Su papá, en uno de sus múltiples arranques de culpa en los que intentaba compensarle todo el daño emocional y psicológico que le había ocasionado, le regaló un «Ibiza» del año; tenía medio de transporte. Como si lo anterior no hubiera sido suficiente, Oscar había aceptado una oferta de trabajo en Cancún y se había mudado para allá también; tenía a su mejor amigo.

Por dentro sin embargo, era una historia muy distinta: su cabeza era un caos y su cuerpo parecía una carcasa autómata carente de alma y corazón. No eran pocas las veces que Alejandra dejaba a su mente vagar libremente por el limbo, mientras el resto de su cuerpo se enfocaba en actividades que en teoría requerían absoluta concentración; como trabajar, mantener una conversación o manejar. «Sólo Dios sabe cuántos descorazonados distraídos van al volante en este preciso momento» pensó Alejandra en un instante de lucidez que rompió con su acostumbrado estado letárgico, mientras manejaba de regreso a casa después del trabajo.

Al llegar a su departamento, encendió las luces y lanzó sus llaves sobre la mesita de centro. Se dejó caer sobre el sofá, metió la mano derecha entre los cojines, tanteando a ciegas hasta dar con el control remoto del estéreo y lo encendió. Un disco con la recopilación de las canciones de trova que Laura siempre tocaba, comenzó a sonar. Alejandra acercó el cenicero que vivía permanentemente sobre su mesita de centro; sacó de su bolso una cajetilla de cigarros de la marca que fumaba Laura, saco un cigarro y lo encendió. «Qué vicio tan horrendo me dejaste» pensó mientras se entregaba a un ejercicio de auto-tortura que rayaba en el masoquismo.

Aquello del cigarro había comenzado como un mero placebo. Al principio, solamente lo encendía y lo dejaba consumirse sin hacerle mucho caso; el olor le hacía sentir que Laura estaba cerca. Poco a poco comenzó a fumárselos en lugar de limitarse a contemplarlos, hasta que la nicotina fue haciendo lo suyo y terminó por convertirse en una necesidad.

Después de terminarse el cigarro, Alejandra cerró los ojos y se dejó envolver por la ola de recuerdos que aquella selección musical traía como consecuencia. Eventualmente, se quedó dormida. Cuando abrió los ojos no tenía idea de qué hora era. Miró el reloj: dos de la mañana. Aún medio adormilada, busco a tientas el control remoto nuevamente y apagó el estéreo. Arrastró los pies hasta su habitación y se dejó caer sobre la cama. Al instante en que su cabeza tocó la almohada, sus ojos se abrieron cual si hubiese recibido una inyección de cafeína directamente en el torrente sanguíneo.

Aquella noche, como todas las anteriores desde la ausencia de Laura, le resultó infinita.

Cuatro de la mañana.

Después de algunas docenas de vueltas en la cama, tomó el teléfono y comenzó a marcar el número de Laura. Instantes después del primer timbrazo, la cordura le azotó un buen golpe y decidió cortar la llamada. Sin embargo, sólo tomó algunos minutos para que la cordura decidiera irse a dormir. Alejandra encendió la laptop que descansaba sobre su mesita de noche y comenzó un nuevo correo electrónico.

                                                                                            [▪]

Para: [email protected]

Asunto: Sé que no responderás, pero tengo mucho qué decir.

¿Sabes? A veces quisiera exorcizarme de ti para siempre; estoy harta de encontrarte en sueños, en poemas, y en todas las malditas canciones. Algunas veces mis recuerdos son tan vívidos, que casi puedo tocarte; otras eres tan etérea, que temo que hayas sido solamente un invento de mi imaginación.

Algunas veces no puedo evitar creer que quizás hubiera sido mejor no conocerte, así no tendría que saber lo que es ir por la vida sin ti; otras, reconozco que eres lo mejor que me ha sucedido.

No me basta tu recuerdo. Nada es suficiente para arrullarme hacia el sueño profundo y alejar a los fantasmas que cada noche me persiguen al meterme a la cama sin ti. No quiero dejarte ir porque hacerlo sería renunciar a la única felicidad que he conocido.

Laura... aún duermo del lado izquierdo de la cama, esperando que un día, mágicamente, aparezcas en el derecho.

                                                                                     [▪]

Después de haber derramado sus sentimientos sobre el teclado, le resultó aún más difícil conciliar el sueño; su mente ahora se paseaba por los crueles universos del «hubiera» en los cuales visualizaba las posibles reacciones de Laura al encontrar aquel correo.

La última vez que miró el reloj eran las cinco de la mañana.

Viernes.

Aquella mañana el despertador no pudo cumplir su misión diaria de arrancar a Alejandra de los brazos de Morfeo; esa mañana solamente el astro rey, pegándole con toda la furia de sus rayos en el rostro, logró que abriera los ojos media hora más tarde de lo normal. Si quería llegar a tiempo al trabajo, tendría que cortar uno que otro paso de su rutina matutina.

Camino a la oficina no se enteró de gran cosa, las prisas se llevaron lo mejor de su atención, pero al entrar al edificio supo enseguida que no era una fecha cualquiera: había adornos color rosa y corazones de papel maché en las puertas, en las ventanas, en los cubículos, en los dispensadores de agua y hasta colgando del plafón del techo. Sus compañeras, siguiendo al pie de la letra la tradición que ella misma había seguido de niña, repartían paletas de caramelo macizo en forma de corazón con mensajes de amistad grabados en el caramelo y repetidos en la envoltura de celofán transparente. Fue así como se enteró que era día de San Valentín.

Alejandra se sentó frente a su computadora, contemplando en silencio las paletas que tenía en la mano; había recibido tres en camino a su cubículo, todas ellas con mensajes cursis de amistad, todas ellas provenientes de compañeras con las que difícilmente cruzaba más de dos palabras por las mañanas.

Un suspiro involuntario escapó de sus labios. Quizás ese sería el día en que Laura por fin se permitiría caer rendida ante las palabras que le había escrito en la madrugada. Quizás todo ese amor en el aire ayudaría a derribar la barrera de silencio que Laura había erigido desde que se marchó.

El día entero se esfumó, convirtiéndose en tarde y después en noche, sin que hubiera noticias de Laura. Alrededor de las siete y media de la noche, Alejandra apagó la computadora para marcharse de la oficina. Mientras recorría los pasillos semioscuros que conducían a cubículos que habían estado vacíos por horas, se sintió más sola de lo que se había sentido en los últimos siete meses y la ausencia no únicamente de Laura, sino de una pareja con la cual compartir el día de los enamorados, fue aplastante.

Camino a su departamento decidió hacer una escala en el supermercado más cercano. Dos litros de helado de chocolate, un paquete de palomitas de microondas con porción extra de mantequilla y un paquete de seis cervezas, serían sus acompañantes en aquella noche infernal en la que el amor no le servía más que como catalizador de emociones negativas y amenazas de llanto con posibilidades de ataques de histeria.

Eran apenas las ocho y media de la noche cuando Alejandra, en pijamas y recién duchada, abrió el refrigerador, sacó la primera cerveza y se acomodó en el sofá para ver «Antes del amanecer».

Un poco pasadas las nueve, el teléfono comenzó a sonar, sobresaltándola y sacándola por completo del embelesamiento en el que se encontraba.

Miró la pantalla del teléfono. Le tomó solamente unos instantes sentirse patética al descubrir que aún mantenía esperanzas de que fuese ella; la desilusión le resultó peor que el nerviosismo de la duda momentánea. Era Oscar.

Esperó al tercer timbrazo, preparándose para evadir el inminente reclamo que se avecinaba.

—¿Qué onda, flaco? ¿Cómo estás?

—¿Por qué no llegaste a la fiesta, chaparra?

—Me rompí una pierna.

—No te hagas la chistosa, me prometiste que irías.

—Un «lo voy a pensar» dista mucho de una promesa.

—Dame una buena razón, chaparra. Una sola razón por la cual decirle que no a la primera fiesta que hago en mi casa.

—Porque aún estoy de luto —tirarse al drama le pareció una respuesta viable para intentar contrarrestar aquel raquítico intento de chantaje sentimental.

—Te creí eso los primeros dos meses, pero a estas alturas esto es un abuso. Me fallaste anoche, así que no puedes negarte a salir conmigo hoy.

—¿Hoy? —Alejandra soltó una carcajada—, estás bien loco. No hay modo de que me saques de mi casa hoy. El próximo fin vamos a donde quieras y yo pago la primera ronda.

—No. De mi cuenta corre que no pases otro viernes en la noche bebiendo sola mientras ves películas de Richard Linklater. Te veo en una hora en el «Sushi San» de avenida La Luna.

—¡Pero no tengo ganas de salir!

—¡Me viene valiendo un rábano que no quieras! Últimamente hasta respirar te parece una actividad demasiado elaborada. ¡Te veo ahí en una hora!

Lo siguiente que Alejandra escuchó fue el tono de la línea telefónica.

Salir con Oscar en plena noche de San Valentín distaba mucho de su idea de diversión y romance, pero dadas las circunstancias no tenía alternativa.

Con el alma casi a cuestas se puso el primer par de jeans que encontró, una camiseta con estampado del disco «Dark side of the moon» y sus «Converse» negros.

Ver a Laura fue un duro golpe a esa parte de su alma que todavía conservaba las esperanzas de que un día regresaran; conocer a Kafka y haber platicado con ella fue una paradoja muy dolorosa: por un lado, estaba el hecho innegable de haberse sentido atraída hacia ella; por el otro, estaba el saber que era justo el tipo de mujer por la cual Laura perdía la cabeza y el corazón. Era definitivo, Laura nunca iba a volver.

—¿Sabías que estaba con alguien más? —preguntó Alejandra cuando por fin encontró su voz.

—No es el lugar correcto para hablar de esto, chaparra —Oscar tomó las llaves del auto de Alejandra y presionó el botón de la alarma.

Las luces centelleantes de los cuartos le indicaron en dónde estaba el auto. Oscar abrió la puerta del copiloto, ayudó a Alejandra a subir y luego se apresuró a subir en el asiento del piloto.

—¡Respóndeme! ¿Lo sabías?

—¿Cuál es la diferencia?

—¿Por qué no me lo dijiste?

—¿De qué te iba a servir?

—Para dejar de tener esperanzas.

—¿De verdad? —el tono de Oscar era de preocupación— Chaparra, si te lo decía no ibas a creerme. O en el mejor de los casos hubieras creado una historia en tu cabeza en la cual ella no está enamorada de esta chica sino que la está usando como rebote; en el peor, te hubieras convencido que estando con alguien más se iba a dar cuenta de que te quería a ti.

—Cuando menos pude haberme hecho a la idea... —la voz se le quebró y entonces llegaron las lágrimas.

La mirada de Oscar hizo un barrido de los alrededores, entonces pudo distinguir a Laura parada en la puerta del restaurante. Kafka estaba a su lado.

Un par de horas después, sentados en el suelo de la sala de casa de Alejandra, ella y su mejor amigo se tomaban muy en serio la misión de ahogar las penas en alcohol. Estaba funcionando. Alejandra sentía la cabeza muy pesada, pero la mente muy ligera. El alcohol parecía estar haciendo un excelente trabajo de entumecimiento de sus sentidos; un remedio temporal que justo en ese instante era más que bienvenido; estaba harta de sentir. Alejandra miró su vaso vacío con desconcierto, como si el paradero de su contenido hubiese sido un verdadero misterio.

—Se acabó mi vodka— miró a su amigo con una expresión que él reconocía fácilmente después de años y años de convivencia, era la expresión con la que Alejandra demandaba algo en silencio.

—¿Cuántos ya te tomaste?

Ella comenzó a contar con los dedos, frunció el ceño, se rascó la cabeza.

—Ya ni sé —se rió y seco la lágrima que corría por su mejilla. Un suspiro escapó de sus labios—. Esto duele mucho más que antes.

—Lo sé.

—Por eso no me contesta los correos. Ahora la tiene a ella.

—Ya, chaparra, tienes que dejarla ir.

—Pensé que regresaría; que sólo necesitaba tiempo. Pensé que estar sola le haría bien para darse cuenta de cómo la vida no tiene sentido si no estamos juntas. Pensé... —un temblor en su voz le obligó a hacer una pausa, tragar su saliva e inhalar profundo antes de continuar— Pensé que terminaría por darse cuenta de que nos pertenecemos la una a la otra.

—Ya no más «Jerry Maguire» para ti —Oscar tomó la película de entre la colección de su amiga y la tiro al bote de basura.

Alejandra extendió la mano en la que tenía el vaso vacío. Oscar tomó el vaso y se fue a la cocina. Minutos después regresó con las bebidas y se sentó en el suelo al lado de su amiga.

—¿Cómo dejas de querer a alguien, flaco? ¿Cómo dejar ir todas esas fantasías de las cosas que harían juntos? ¿Dónde está el botón con el que se apaga el amor?

Oscar tiró la cabeza hacia atrás y clavó la mirada en el techo.

—No lo sé, chaparra, pero el fondo de esa botella es un excelente lugar para comenzar a buscar.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro