6
"El olor a medicina es igual en todos lados".
Esa fue la primera cosa coherente que escapó de los labios de Tena, apenas despertó. No sabía cuánto tiempo había estado desmayada, ni cómo había terminado en esa clínica turca. Pero ahí estaba: con una bata blanca, mirando por la ventana de esa moderna habitación con una mezcla de aromas a lavandas e ibuprofeno.
Había despertado hace poco menos de tres horas, y desde entonces solo le habían hecho controles y chequeos. La doctora que la atendió le explicó —en inglés—, que se había resbalado y había caído al suelo. Un par de toallones le habían amortiguado la caída, pero por encontrarse en un lugar tan cerrado y caluroso, una baja de presión terminó por jugarle en contra.
Le habían hecho pasar la noche allí, solo para evitar otro posible desmayo. Por la mañana, le habían llevado un rico desayuno para subirle las energías, y le habían mencionado que un hombre la esperaba en el pasillo. Tras recetarle algunos analgésicos para los golpes en sus piernas y espalda, le dieron privacidad para vestirse.
Al salir, efectivamente, Cillian le sonreía con un ramo de flores. Tras él, Ivar asomó silenciosamente su cabeza, alzando su mano con unos chocolates en ella.
—¿Cómo te sientes, Ten? —el francés la abrazó con fuerza.
—Bien. Solo me quedaron un par de moretones en las piernas, pero nada grave. ¿Tú me trajiste?
—No, llamaron a emergencias. Cuando llegué a recogerte, me dijeron en la puerta que habían llevado a una mujer rubia extranjera al hospital por una caída. Fui hasta allí e hice que te trasladen a esta clínica; tienes un seguro médico terrible y ningún contacto de emergencia.
A Tena se le colorearon las mejillas. Cillian había hecho todo eso... ¿por ella?
—Gracias —le dejó un beso en la mejilla—. No tenías que hacerlo.
—Si algo te pasaba... Tena, nos diste un buen susto.
Ivar, estoico, le tendió los chocolates que ella aceptó un poco reticente.
—Bienvenida al mundo de los vivos, rubiecita.
Ella aún esperaba sus disculpas. Así que se dedicó a comerse los chocolates sin responderle ni el saludo, e Ivar rodó los ojos ante su actitud infantil.
—Oye, Ten. ¿Crees poder salir a dar una vuelta? —Cillian le consultó.
—Claro, estoy bien. No me pasó nada. —sonrió.
—¿Estás segura? —dudó Ivar.
—Iré. ¿A dónde?
▪︎ ▪︎ ▪︎
Cillian no había querido decirle el destino, solo le pidió que en dos horas se encontrasen en la estación de tren que los llevaría hasta Ankara.
Ella había llegado hace escasos minutos. Ya había subido al transporte y aguardaba a su amigo. Él le había mandado un mensaje diciéndole que en cinco minutos estaría allí.
En efecto, casi cronometrados, cinco minutos después alguien apareció pero no fue el francés.
Ivar caminó entre los asientos con un porte altanero y seductor, para luego sentarse frente a ella.
—¿Qué haces tú aquí? —espetó enojada.
—Cillian quería llevarnos a un viaje para que pudiésemos hacer las paces. Me pidió que viniese, él llega en breve.
A Tena se le quedaron las palabras en la boca. No quería hacer las paces con nadie, era Ivar quien le debía una disculpa. Esperaron al francés quince minutos más, ambos en completo silencio. Cuando el guarda avisó que en un minuto partirían, Tena se desesperó y lo llamó.
Al tercer tono, contestó:
—¿Dónde rayos estás
—En el tren. —sonó divertido.
—¿En qué parte, Cillian?
—Afuera.
La rubia volvió su vista a la ventana y, de repente, el rostro sonriente del francés hizo aparición.
—Ponme en altavoz —pidió; Tena obedeció—. No sean necios y hablen, por amor a Dios. Son dos adultos, compórtese cómo tales. Tena, Ivar organizó el viaje así que sabe cómo llegar. Ivar... No seas un idiota. Nos vemos a medianoche.
Les sonrió por última vez a ambos, que habían quedado con la mandíbula por el piso ante su plan. Cillian colgó y alzó su mano en despedida, justo cuando el tren inició su marcha.
Esas fueron para Tena otras de las cuatro horas más incómodas de su vida. Ella no había dado el brazo a torcer, ni tampoco había tenido intención de ser quien iniciase la charla que el francés les había sugerido que tuviesen. Ivar, por su parte, se mantenía callado, observándola.
Llegaron a la estación de Ankara al mediodía, e Ivar, ciertamente, supo qué bus tomar. Tras recorrer la mayoría del viaje, en el que ninguno siquiera dijo nada, y faltando menos de veinte minutos para llegar, Tena se hartó:
—¿Qué tanto me ves? —vociferó con rudeza.
Ivar se giró para contemplar el asiento delante suyo, esquivo.
—Tienes un moco.
La rubia se alteró y comenzó a buscar en su pequeño bolso un espejo para verse. Cuando lo encontró, no contempló nada raro en su reflejo.
—¡Eres un imbécil! ¡Te detesto! —lo empujó.
—No me detestas, rubiecita.
—¡Si lo hago! Eres odioso, molesto, poco creativo para tus burlas y un maldito orgulloso. —Acercó su torso al suyo, apuntándole con el dedo acusatoriamente.
—¿Entonces por qué no te vas? —contraatacó él, sin alejarse.
—Porque... pues porque... ¡no sé cómo volver! —trastabilló entre nervios y cólera.
—Te hubieses bajado cuando viste a Cillian fuera del tren.
—Pero...
Ivar le tomó la mano y la alejó de su rostro.
—No me detestas Tena. Porque si lo hicieses, ya me habrías mandado a la mierda con lo de tu madre en vez de seguir esperando una disculpa. Tampoco habrías aceptado los chocolates que te di hoy en la mañana, y menos te habrías subido a un tren hacia un destino desconocido si yo no fuese ni siquiera un poco de tu agrado. Pero si te hace sentir mejor creer que me odias, entonces adelante. Solo recuerda repetírtelo a diario, porque a tus ojos y tus tiernos gestos parecen olvidárseles.
«Hijo de perra».
—Si sabes que confío en ti por alguna estúpida razón, entonces, ¡¿qué te cuesta decir que lo sientes?!
Ella ya había perdido la cordura para ese punto. No solo porque Ivar la miraba tan fijamente que se había olvidado hasta su apellido, sino porque él estaba en lo cierto. Cada jodida palabra que salía de su sensual boca llevaba toda la razón.
—No me cuesta, Tena. Ni un poco. Sé que la cagué y estuve mal, por eso me pasé todo un día pensando en alguna forma de reparar mi error. ¡E iba a hacerlo! Una vez que llegáramos a... a... —suspiró, cerrando los ojos con frustración.
—¡Responde!
—¡A Capadocia! —alzó la voz, y luego la volvió a bajar—. Planeaba pasar el día allí contigo y con Cillian para poder disculparme por haber sido un idiota al arrebatarte tu maldito teléfono y tomarme atribuciones que no me correspondían. Lo siento, Tena. No quería causarte problemas. En serio, discúlpame.
Toda esa situación pasó a segundo plano cuando mencionó aquello. El enojo se esfumó, y la búsqueda de aquella disculpa dejó de importarle.
«Yo estaba esperando solo un "lo siento", y él...»
—¿Planeaste traerme a Capadocia solo para disculparte conmigo? —sus ojos, tan cerca de los Ivar, analizaron sus reacciones. Tena se perdió en ese verde oliva salpicado de manchas oscuras.
El rubio asintió, lentamente.
Tena sonrió. Ivar se guardó esa imagen, junto a la sensación arrebatadora que su perfume despertó al bailar alrededor de su nariz. Ella volvió a girarse, y no pronunció palabra por los minutos restantes del viaje. El enojo desapareció; sin embargo aquella sonrisa genuina no pudo volver a esconderla...
▪︎ ▪︎ ▪︎
Capadocia los recibió un par de horas pasado el mediodía. Tena no podía dejar de contemplar la absoluta belleza natural plasmada en aquellas tierras. La nieve aún cubría con su manto blanco el suelo, sin embargo eso no hizo menos atractivo el panorama.
Se dejó llevar por Ivar, quien eligió como primera posta de aquella aventura el Museo al Aire Libre de Göreme. Al ingresar, se unieron al grupo de turistas que serían llevados a un recorrido por los senderos de aquel valle.
—Aquí está lleno de iglesias. —murmuró Ivar con emoción mientras seguían al resto de las personas.
Era cierto. La guía que les había tocado les iba explicando por el camino que, a lo largo de la historia que envolvía a Capadocia y sus residentes —desde hititas hasta bizantinos—, habían sido creadas dentro de las piedras distintos edificios religiosos que a día de hoy eran una de las más atractivas maravillas de ese lugar.
—Puedes quedarte si quieres. ¿Cómo te ves de monaguillo?—bromeó Tena.
—Soy ateo. —Esa sonrisa burlesca volvió a aparecer en los labios del rubio, quien luego del cambio de actitud de Tena había estado bastante callado.
Tras finalizar el recorrido y tomar bonitas fotos con la cámara que Cillian le había cedido a Ivar, se dirigieron a su segundo destino: el Castillo de Uçhisar. También esculpido en las rocas, permitía una vista increíble hacia las antiguas ruinas de la ciudad.
Para cuando la tarde cayó, Ivar se detuvo a comprar un par de bebidas calientes y una porción de baklava para Tena.
—¿Por qué me compraste esto? —consultó ella.
—Porque desde que estás aquí no has dejado de comerlo: te gustan mucho las cosas dulces.
Ella asintió. Tena moría por los dulces. La diabetes aún no sabía cómo aquella muchacha se le seguía escapando de sus manos.
—Cualquiera diría que me prestas atención.
—Lo hago.
Esa fue para la rubia una confesión que la dejó estupefacta. El pensamiento de Ivar tomándose el tiempo de hacer algo que ella creía tan impropio de él como atender a lo que otros hacían para luego brindarles detalles al respecto, le pareció ajeno.
Pero el pensamiento de Ivar teniendo atenciones con ella, le agitó el pecho.
—¿A dónde vamos ahora? Va a anochecer en un rato, deberíamos emprender la vuelta a la estación si queremos llegar para la medianoche a Estambul... —omitió comentar al respecto de lo recién ocurrido.
Miró su reloj: faltaban solo cuarenta minutos para que el sol comenzase a esconderse.
—Una última parada —propuso Ivar—. Para ver si así logras perdonarme por ser un imbécil.
Tena hizo una mueca cómo si le diese igual. Lo cierto era que ella, aunque no se lo dijera de momento, ya lo había perdonado.
—Pero, para eso, tienes que colocarte esto. —el rubio alzó una venda frente a ambos.
—Es broma, ¿verdad?
▪︎ ▪︎ ▪︎
Tena caminaba aferrada al brazo de Ivar como si a cada paso estuviese a punto de pisar una cáscara de banana. Él se dedicaba a reírse, y recibía un puntapié flojo cada vez que lo hacía.
Caminaron unos quince minutos, que a la rubia le parecieron horas. Ivar no le daba pista de a dónde estaban yendo y sus estúpidos sentidos no se habían agudizado para siquiera darle una pista.
El noruego ingresó al valle descampado donde se encontraba la última atracción del paseo, y le mostró al hombre del acceso las entradas que había sacado hace dos días por internet. El turco observó a la mujer vendada tomada del brazo de aquel alto sujeto, y entendió lo que procedía. En su trabajo, ese tipo de situaciones planificadas eran de las más solicitadas por los turistas. Capadocia era una atracción romántica, sin dudas.
—Ya hemos llegado, pero no puedes quitarte la venda hasta que yo te diga, ¿si? —anduvieron un par de metros más.
Tena asintió. Había aceptado un viaje a Capadocia con un casi extraño, y se había dejado vendar los ojos por él para llevarla a un lugar que no conocía. Para ese punto, si nada malo le había ocurrido, entonces Ivar podía considerarse una persona confiable para ella.
Él entró primero, y sus manos tomaron las de ella con firmeza. Tena dió un par de pasos y, luego de levantar el pie ante el aviso de "escalón" que le dió el noruego, sintió bajo sus pisadas un crujido similar al que haría un piso de parqué. Alrededor suyo se oía bastante bullicio; quería quitarse la venda, la ansiedad la estaba devorando.
—Sostente de aquí.—Ivar llevó sus manos que aún seguían sujetas a las de la rubia, hacia lo que ella percibió como un barandal entretejido, símil a una textura de mimbre o junco.
Luego de eso, su cuerpo se agitó. Ella soltó un grito ante la sacudida, pero fue sostenida por el noruego.
—¡¿Dónde estamos?! —comenzó a sentir un balanceo y una ventisca fuerte.
—Espera solo un poco más, por favor.
Tena asintió suavemente, y se aferró un poco más al barandal. El viento era cada vez más azotador, su nariz se estaba congelando y sentía el vaho saliendo entre sus labios.
—¿Ya? —preguntó minutos después de un silencio latente.
—Si.
Tena tomó suavemente la venda y la soltó. Sus ojos chocaron contra los rayos del sol del atardecer, y la hicieron cerrar los ojos para volver a acostumbrarlos a la luz.
Cuando logró abrirlos y ver con claridad, su boca se entreabrió.
Estaban en el aire. ¡En el maldito aire!
Alrededor de ellos, el cielo estaba repleto de globos aerostáticos que se camuflaban con el paisaje nevado. En la periferia, las vistas hacia el horizonte por dónde se escondía el sol eran la cereza del pastel de la postal. Los anaranjados, rosados, rojos y lilas parecían una obra recién pintada al óleo. Las pequeñas y brumosas nubes grisáceas y blancas se dispersaban de a poco mientras la noche comenzaba a caer lentamente, como si el día no quisiese acabar.
En el fondo de su corazón, Tena tampoco quiso que aquel día terminase.
Se giró a ver al rubio, que miraba el paisaje también. En sus manos sostenía una cajita de chocolates y una sonrisa bailaba en sus labios.
Una bonita sonrisa que despertó revoloteos abismales en el estómago de Tena.
—¿Tomarías mis disculpas a modo de regalo de Navidad? —sintió repentinamente un susurro, al lado de su oreja. La tibieza de su aliento contra su cuello le erizó la piel.
Quiso reír ante el planteo de Ivar. Navidad... Mañana era Navidad. Entre el ajetreo de su viaje y todo lo que le estaba ocurriendo, no solo había perdido la noción del tiempo, sino lo poco importante que había resultado la idea de un festejo, al menos para ese año. Cuando giró para responderle al noruego, sus ojos felinos la dejaron sin palabras.
«¿Y qué si quiero un regalo extra?»
Lo tomó de la nuca y le acarició el cabello que se le escapaba, pudo jurar que Ivar emitió un ronroneo.
—Feliz Navidad, entonces... —Acortó la distancia de apenas centímetros que los separaban, y unió sus labios con los del rubio.
Y una oleada de fuegos artificiales explotó en todo su cuerpo.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro