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Capítulo 5

Nota: A partir de ahora actualizaré esta historia los lunes y jueves. Muchas gracias por vuestros comentarios, os amo como Dumbledore ama endosarle sus problemas a otros. Espero que os guste este capítulo, es lo primero que escribí y después ideé el fic solo para incluir esta escena. ¡Abrazotes!

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Cuando el pensadero les llevó a la misma habitación en la que estaban, Harry miró a su padrino desconcertado. Sirius parecía aún más sorprendido que él por haber guardado una memoria de aquel aborrecible lugar. Se notaba que estaba devanándose los sesos para localizar el recuerdo, pero los dementores habían hecho bien su trabajo, así que no hubo manera.

–Será alguna gamberrada que le hice a mi madre... o el día en que me fugué de casa –aventuró.

Harry asintió, tenía sentido. Mejor, así veía a su padrino en más variedad de situaciones. Cuando la escena se dibujó con total nitidez, vieron que el salón seguía igual de oscuro pero más elegante que en la actualidad. Se trataba de una fecha señalada: presidía la sala un enorme árbol de Navidad decorado con lo que parecían hadas y duendes disecados, figuras de muñecos de nieve se atacaban entre ellas en las repisas, un continuo ir y venir de lechuzas depositaban regalos a los pies del árbol y varios calcetines con el emblema de los Black colgaban sobre la chimenea. A pesar de los motivos navideños, se respiraba un ambiente lóbrego que parecía inherente a la casa.

Se oían voces en el recibidor y un continuo trasiego de magos, brujas y elfos en los pasillos, pero en el salón no había nadie. O eso creía Harry. Ahogó una exclamación de sorpresa al ver a un niño acercarse a la chimenea. No podía tener más de cinco años. Era alto, de piel clara, pelo oscuro y ojos grises. Lucía una túnica de gala que no parecía agradarle. Pese a los treinta años que lo separaban del Sirius que conocía, Harry reconoció en él ese aire de casual elegancia y gesto arrogante y travieso. Miró a su padrino que se contemplaba a sí mismo con cierto asombro pero también divertido.

–Odiaba la Navidad. Venía toda la familia a casa y yo procuraba escabullirme. Mira qué ridículo traje de trabajador del Ministerio me obligaba a llevar mi madre...

Harry no respondió porque consideraba que estaba adorable. Era un niño muy guapo y se le veía bastante avispado. Aún así, había en su semblante una tristeza que aumentó cuando llegó junto a los calcetines que prendían de la chimenea. Había más de una docena y Harry distinguió en ellos los nombres de cada miembro de la familia. El penúltimo era el de Sirius y, a diferencia del resto, no estaba nada abultado. Viendo que su ahijado estaba emocionado por la intimidad del momento, Sirius se lo explicó:

–Los elfos los colgaban en Navidad. Todos encargaban postales ridículamente caras y se las dedicaban unos a otros. A mí nunca nadie me hizo ninguna. Creo que ponían mi calcetín solo para torturarme al verlo vacío año tras año.

Efectivamente, al poco pasó una mujer que ignoró a Sirius y sacó de su bolso de piel de dragón unas elegantes felicitaciones con filigranas de oro. Tanto los dos espectadores como el niño la vigilaron: introdujo una postal en cada calcetín a excepción de los que ponían "Sirius" y "Druella". Eso llevó a Harry a deducir que estaban ante Druella Black, la tía de Sirius. Al terminar, salió de la habitación para probablemente continuar despellejando a la sociedad mágica con el resto de la familia. Con expresión entre triste y furiosa, el pequeño Sirius se puso de puntillas e introdujo la mano en su calcetín, aun sabiendo que su tía no había metido nada.

–¿Eh? –masculló extrañado.

Había recibido una postal. La miró con recelo, como si se tratase de una trampa y fuese a estallar. Pero no, parecía inofensiva y el niño así debió juzgarlo. Harry miró a su padrino con gesto interrogativo, pero el Sirius adulto parecía igual de sorprendido que su versión infantil. Se acercaron para poder ver mejor la tarjeta y descubrieron que no era una de las oficiales como las que había depositado Druella. Estaba hecha a mano, con dibujos y purpurina. El niño la abrió, le dio la vuelta y la inspeccionó con detalle, pero no llevaba firma. Así que se quedó contemplándola emocionado durante largos minutos.

–¿Qué haces, Sidi?

El niño dio un respingo sobresaltado, pero sonrió al ver quién era. La niña debía tener su edad, con una melena oscura ondulada y ojos grandes y vivaces. Llevaba un vestido de terciopelo verde e iba jugueteando con una varita. Harry iba a preguntar quién era, pero Sirius adulto se había quedado completamente lívido. Así que le dejó gestionar sus emociones y se centró en la conversación de los dos niños.

–Me han dejado esta postal, creo que no es mía... –explicaba él compungido– Es muy bonita y nunca nadie me deja nada, no entiendo bien lo que pone...

Clado que es pada ti, tonto, lo pone ahí. Mida –indicó la niña señalándole el texto–, pone: "Feliz Navidad, Sidi, pásalo muy bien y come muchas danas de chocolate". Es pada ti, pone tu nombe.

El pequeño la miró emocionado comprendiendo por fin el mensaje.

–¿Y quién la ha hecho? –preguntó con los ojos brillantes de la emoción.

–No lo sé. ¿Quiedes ver las mías? –preguntó ella volcando su calcetín con un gesto de varita– Esta es de Sissy y esta de Andy. Esta de papá y mamá y esta de los tíos.

La niña contaba con un buen número de postales, todas muy sobrias y refinadas con mensajes insulsos.

–Bah, la mía es mucho más bonita –presumió Sirius–. Mira, es un dragón con un gorro de Santa Claus y una mochila.

–No es una mochila, es un saco con juguetes –aclaró ella.

–¿Va a repartirlos entre los niños?

–No, los ha dobado pada quedáselos él y tener muchos juguetes.

–¡A mí también me gustaría tener muchos juguetes! –exclamó Sirius emocionado por la conexión con el protagonista de su postal.

–¿Quiedes jugar con los míos?

–Claro –respondió Sirius.

Con otro giro de la varita de la niña (a la que le faltaba una década para poder usar la magia libremente pero parecía darle igual), una mochila de terciopelo voló hacia ella. Empezó a sacar varios muñecos de dragones y ambos se sentaron en el suelo para batallar y reír juntos. Era muy tierna la idéntica ilusión lucían en su rostro, parecía que se comprendieran solo con mirarse. Aunque pasaran el resto de familiares o se oyeran gritos que requerían a la niña en otras estancias, ella los ignoró felizmente mientras jugaba con su primo.

Solo entonces Harry fue capaz de apartar los ojos de la conmovedora escena y fijarlos en su padrino. Jamás lo había visto así, nunca. Paralizado, horrorizado, conmocionado... no acertaba a deducir qué sentía. Sin duda aquel era un recuerdo feliz que los dementores le habían quitado. Acababa de recuperarlo pero no parecía en absoluto contento. A Harry le había llevado un rato comprenderlo, pero cuando la niña presumió de las postales de "Sissy y Andy" adivinó quién era. Además, había usado un conjuro invocador que él no aprendió hasta cuarto curso; pocas brujas tan hábiles conocía... Aún así no daba crédito, no era posible.

–¿Esa era...?

–Vámonos –le interrumpió Sirius con brusquedad cogiéndolo del hombro para sacarlo del pensadero.

–¡No! ¡Quiero ver el resto! –protestó el chico.

Antes de que pudieran reaccionar, el fragmento del recuerdo se desvaneció y otro diferente se dibujó ante ellos. Supieron que era diferente porque Sirius había crecido un poco y llevaba otra ropa. Eran las siguientes Navidades. El niño revisó su calcetín y encontró otra postal hecha a mano para él. Pronto se desvaneció y una tercera escena se perfiló. Había debido pasar otro año, porque de nuevo, Sirius había ganado unos centímetros y su actitud rebelde empezaba a estar más marcada. En esa ocasión parecía que era unas horas antes, pues el sol se colaba por los ventanales y los calcetines todavía estaban vacíos. El pequeño Sirius lo comprobó y se sentó con determinación frente a la chimenea.

Al rato apareció Bellatrix, que seguía llevando su varita y empezaba a perfeccionar también su actitud burlona. Pero aún así, ambos estaban a años luz de las personas en que la vida los convertiría...

–¿Qué haces, Siri? –preguntó la niña que ya había incorporado la "r" a su vocabulario.

–Vigilar mi calcetín. Quiero ver quién me hace las postales. Yo nunca puedo hacer ninguna porque mis padres no encargan para mí y no tengo colores para pintar. No quiero que piense que soy malo y no le hago.

–Seguro que ya lo sabe. No piensa que seas malo –aseguró Bellatrix sonriente.

Sirius pareció meditarlo y pareció que le daba la razón. Pero aún así no se movió, quería saber quién era la única persona que le regalaba algo por Navidad.

–Venía a decirte que he robado duendes de jengibre, los elfos los acaban de hacer –explicó su prima sacudiéndose restos de galleta del vestido–. Ahora los mayores están distraídos, puedes robar alguno antes de la cena.

Sirius, angustiado, alternó su mirada entre los calcetines y la lejana puerta de la cocina. Era fácil deducir que deseaba robar dulces pero no podía perder de vista su calcetín. Entonces reparó en su prima y encontró la solución:

–Trixie, ¿puedes vigilar mi calcetín mientras voy a por galletas?

–Claro –respondió la niña sentándose en el suelo y fijando su vista en el calcetín de Sirius.

"¡Vuelvo enseguida!" exclamó Sirius levantándose de un salto y echando a correr. Como el recuerdo era suyo, tuvieron que abandonar el salón y observar cómo sorteaba a los adultos y se colaba en la cocina. Vislumbraron en otra sala a tres niños que Harry dedujo que eran Narcissa, Andrómeda y Regulus sentados junto a sus padres que competían por demostrar lo bien que los estaban criando.

Con gran habilidad, Sirius logró sustraer dos galletas sin que Kreacher le pillara y avisara a Walburga. Salió corriendo con su botín y volvió al salón. Le dio una a Bellatrix y ella le confirmó que nadie se había acercado a su calcetín. Durante las horas siguientes –que parecieron transcurrir a velocidad acelerada– los calcetines se llenaron pero nadie introdujo nada en el de Sirius. Los dos primos no se habían movido en toda la velada.

–Supongo que este año me quedo sin postal... –murmuró él compungido.

–Ve a mirar por si acaso –le animó ella.

Se notó en la expresión del niño que le parecía absurdo, pero por no desilusionar a su prima, obedeció. Para su sorpresa, en su calcetín encontró otra de las postales coloridas y alegres que ya eran habituales. La miró con estupor.

–¡Pero si lo hemos vigilado todo el rato!

–Será alguien muy bueno con la magia y lo habrá colado así –aventuró la niña encogiéndose de hombros.

–¡Mira, este año es una fiesta de hipogrifos! –exclamó emocionado– ¡Están montando juntos el árbol de Navidad y tienen muchos juguetes! Pone: "Feliz Navidad, Siri, espero que un día puedas tener tu propio hipogrifo" y hay un borrón verde que no se qué es.

–Probablemente un accidente con la purpurina –murmuró la niña apartando la vista.

–Es la mejor postal del mundo –sentenció él–. Pero sigo sin saber quién es... Había hecho una pero me da vergüenza...

Parecía bastante dudoso, pero aún así extrajo de su bolsillo un trozo de pergamino con el dibujo de un ave. Ponía: "¡Feliz Navidad a mi mejor amiga Trixie!".

–Como no sé quien me los hace te la he hecho a ti, eres mi única amiga. Es un ave del trueno, pero solo tenía pergamino y pluma no he podido pintarlo... –explicó avergonzado.

–¡Así es mejor! –exclamó ella con los ojos brillantes de la emoción– ¡Puedo pintarlo yo, me gusta mucho pintar! ¡Muchas gracias, Siri! –exclamó dándole un beso en la mejilla.

El niño se ruborizó pero pareció mucho más aliviado y satisfecho al ver que había podido por fin hacer un regalo a alguien. Bellatrix le preguntó con interés qué era un ave del trueno y Sirius le contó lo que había leído en su ejemplar de "Animales fantásticos y dónde encontrarlos".

El Sirius adulto no solo estaba recordando lo que Azkaban le robó, sino que además había comprendido lo que jamás descubrió de pequeño aunque lo tuviese ante sus ojos. A Harry le pareció que fingía apartarse el pelo de la cara para aniquilar una lágrima, pero no se atrevió a mirarlo. Jamás había visto a su padrino tan afectado. Y eso que lo vio rodeado de un centenar de dementores a punto de recibir el beso...

Los siguientes fragmentos del recuerdo eran más bien retazos, de apenas unos segundos. Al año que siguió los padres de Sirius le castigaron sin salir de su cuarto pues sus comentarios contrarios a la filosofía familiar los avergonzaban ante el resto de familiares. Se sintió aliviado, así no tenía que aguantar a todos esos impertinentes. Lo único que lamentaba era que así no recibiría su postal. Pero cuando a la mañana siguiente despertó, alguien se la había colado por debajo de la puerta. Siguió recibiéndolas mediante ese sistema hasta su primer año en Hogwarts, que prefirió pasar las Navidades en el colegio. Y por lo que dedujo Harry, aunque sus nuevos amigos y compañeros le hacían buenos regalos, durante los primeros años echó de menos su postal. Hasta que las olvidó.

El recuerdo se diluyó definitivamente. Padrino y ahijado reaparecieron en el salón, esta vez en el de verdad: desvencijado, con olor a moho y sin un solo adorno. Lo que Sirius estuviera sintiendo en ese momento era un misterio. Pero su rostro reflejaba una dureza que impidió que Harry osara comentar nada. Vio como recogía el recuerdo, lo volvía a guardar en el frasco y entonces...

–¡No! –exclamó intentando detenerlo.

Ya era tarde. El cristal se estampó contra la pared hacia la que había sido lanzado. La extraña sustancia se derramó y a los pocos segundos se evaporó.

–Esto no ha pasado –advirtió Sirius con un tono que no daba lugar a réplica– y no vamos a hablar de ello nunca.

El joven tragó saliva y asintió. Como se había hecho tarde, acudieron los dos a cenar a la Madriguera. Cuando Lupin le preguntó a su amigo de qué era recuerdo el que guardó, Sirius únicamente respondió: "De alguien que murió". Tampoco el profesor se atrevió a insistir. Creyó que se refería a los Potter y que Sirius volviera a odiarse a sí mismo por no haber podido salvarlos. Por suerte, el malhumor del animago no se contagió al resto y pudieron distraerse durante la cena con las tonterías habituales.

En cuanto terminó con el postre (que para él fue una copa de vino), Sirius se despidió y volvió a Grimmauld. Subió a su habitación y con un gesto de su varita, uno de los tablones del suelo se desplazó. En el hueco que quedaba descansaba una caja cubierta de polvo. La extrajo con cuidado y la colocó sobre la cama. De pequeño guardó ahí sus objetos favoritos para que su madre no pudiese quitárselos. Tras Azkaban no se había acordado de ella, ya le atormentaban demasiados fantasmas del pasado. Pero esa noche, con otra copa en la mano, la abrió.

Y ahí, entre cartas de sus amigos, fotos escolares, souvenirs de algunas novias y una colección de cromos, encontró las postales de Navidad que durante su infancia le regaló su prima. Estaban algo amarillentas por el paso del tiempo y la purpurina se había desprendido en gran medida, pero el color, la alegría y la inocencia de aquella época seguían plasmadas en cada centímetro de pergamino. Sirius encendió la chimenea con un gesto de su mano y cogió las postales sentenciándolas a muerte.

Las llamas crepitaban ávidas y ese papel prendería bien. Así estarían tan muertas como su autora lo estaba para él. Pero en cuanto las soltó sobre la lumbre y las llamas hicieron amago de atraparlas, con otro gesto de su varita el fuego se apagó. Fue irracional pero inevitable. Con duda y rabia, las recogió y las limpió de hollín. Volvió a guardarlas y a enterrarlas donde llevaban ya tres décadas.

–Te quise, Bellatrix –murmuró con frialdad–. Lástima que eligieras destruirte.

Con ese gesto dio el capítulo por cerrado, más que dispuesto a olvidarlo de nuevo. 

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