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δύο

Ella los observó apenas salió por las puertas de su hogar, acompañada de su padre y su incordiante madrastra, cuya vibra rezumbante de emoción, solo podría compararse al fulgor del sol. Esclavos. Era la primera vez que ella los veía en estado bruto, antes de que fuesen comprados y arreglados para sus nuevos dueños. Lo cual causaba en ella, cierta rara curiosidad. Por alguna razón, quería verlos en su modo aún salvaje.

Consistían en una hilera de doce esclavos. Siete hombres, dos mujeres, y tres niños, que aparentaban su misma edad. Estudió asiduamente a cada uno, con sus grandes ojos plateados, hambrientos de cualquier detalle y lo primero que notó, (lo que era más evidente) fue que la mayoría de ellos, poseía sangre seca pegada a sus prendas (hecha jirones) y en el pelo. Uno de ellos parecería recientemente tuerto, y una mujer de pelo castaño, ondulado, tenía un vendaje improvisado en uno de sus brazos.

¿Estos nuevos objetos, alguna vez fueron humanos? Era difícil imaginarlos como hombres libres, cuando incluso desde la de distancia, su nariz alcanzaba a percibir el hedor a orina y sudor que varios días bajo el sol, caminando sin cesar como ganado, habían producido. Pero eran personas al igual que ella, tenían ojos, manos, pies, y boca como Annabeth. ¿Entonces por qué ellos arrastraban cadenas en sus muñecas y tobillos? Por qué, si han de sentir dolor al igual que ella.

Sentía lástima, especialmente por aquellos que se veían de su misma edad. Se sentía incómodo ser una niña libre delante de ellos, cuando estaban ahí, heridos, maltratados, y delgados probablemente por días sin comer. Porque ¿qué la diferenciaba de esos niños? ¿Era algo tan banal como las circunstancias? Tal vez sí, incluso la razón más sencilla, es justamente la que se convierte en las razones más crueles del sufrimiento.

Entonces, Teopos de Quíos el traficador de esclavos, apareció delante de su padre como caído del cielo.

—¡MIII SEÑOOOR! — Canturreó efusivamente, cual amante declamando poesía — ¡Tanto tiempo, tanto tiempo! No sabe usted, la felicidad que sentí al recibir su carta, pidiendo mi persona lo más pronto posible en Atenas. ¡Qué dicha he sentido! No he llegado más deprisa, solo porque el caballo debía descansar de vez en cuando.

Traía una enorme sonrisa en el rostro, sudor entre las cejas y la coronilla, y el quitón algo sucio por el polvo. Ella se escondió detrás de la espalda de su progenitor. Inconscientemente, sintió recelo ante el hombre, aunque tenía la vibra más alegre que había visto, pero al mismo tiempo, percibía algo lóbrego en él. 

—Digo lo mismo, viejo amigo — su padre le contestó amablemente, aunque ocultando una mueca, pues estaba claro que él no había enviado ni una carta, sino su adorable y terca esposa—. ¿Qué tal le ha ido en los negocios? — preguntó entonces, más por cortesía que verdadero interés. Teopos, brilló sin embargo, por la atención de su mejor cliente. 

—Por las joyas que su hermosa esposa presume, — comenzó, sonriendo maliciosamente hacia la susodicha, quien le devolvió la sonrisa encantada— está claro, que no me ha ido tan bien como a usted. Ah, ¿por dónde empiezo? ¡La economía! ¡Deudas y más deudas! Convierten a hombres libres, en esclavos, ¡y solo aumentan! Pronto habrá más esclavos que señores que puedan comprarlos. ¡Estoy en crisis!

>>¿Qué hace entonces un humilde comerciante como yo en estas circunstancias? Los señores ya no me buscan, ¿para qué? Si algunos duolos, ya nacen por voluntad. ¡La crisis está cada vez peor...!

— Por los Dioses, ¿la situación es así de mala? — intervino su madrastra, con un tono preocupado que claramente era falso. Los problemas financieros del resto de las personas, no podrían menos que importarle, es más, la hacían sentirse más poderosa, más importante, más confiada; de estar en un lugar privilegiado mientras otros sufrían.

—Muy mala. Imagínese entonces, mi alivio al recibir la carta de su esposo. Ah, pero basta de charlas insustanciales, hablemos de negocios. — Finalizó Teopos, para acto seguido, indicar con una mano, al ganado que hoy traía — ¿Han oído, que los persas casi destruyen la totalidad de Grecia? Las deudas no son la única forma de crear duolos, como bien saben.

Su padre respondió al traficador con una vaga sonrisa, y después, se unió a la multitud de atenienses que se habían aglomerado alrededor de los esclavos. Estaban cerca de la plaza pública, por lo que era normal que hubiera tantas personas, observando de cerca o desde la distancia. Mujeres. Señores. Los padres habían aprovechado y trajeron a sus hijos para que estos se divirtieran con los esclavos, pues esto era común en Atenas.

Eran doce esclavos, con la cabezas agachadas, y tobillos y muñecas visiblemente irritadas y ensangrentadas a causa de jalones bruscos. Pero lo último que Annabeth sentía, era ganas de reír como el resto de los niños lo hacían, cuando les tiraban piedras a la cara o cerca de sus partes íntimas. Solo sentía tristeza, pena, vergüenza ajena… Y entonces, un gruñido gutural interrumpió el hilo de sus pensamientos.

Un sonido nacido desde lo profundo de una garganta. Un gruñido que contenía toda la rabia y la frustración que parecía haber cargado desde hace días, y jamás podría ser contenida por la mordaza sobre sus labios. Lo vio desde el rabillo de su ojo, y luego toda su atención estaba puesta ahí.

—¡Por los Dioses! ¡Qué alguien detenga a ese animal! — Oyó a su madrastra gritar la orden. Ella se quedó quieta, mientras su padre la sujetaba del brazo protectoramente. ¿Por qué? ¿No veían que no era a ella?

Un niño había lanzado una piedra particularmente grande a uno de los esclavos infantes. Había acertado de lleno en su ojo, y aquello despertó la fiera que los grilletes apenas podían contener. Hubo un jaleo de cadenas siendo arrastradas hacia adelante, repiqueteando contra el suelo o contra ellas mismas; más una figura pequeña moviéndose a quemarropa. Los guardias se adelantaron velozmente para atraparlo, pero no fue suficiente.

El esclavo alcanzó al niño (quien había empezado a gritar horrorizado y a retroceder apresuradamente, pues jamás, ningún duolos se había atrevido a hacer algo contra hombres libres). Las cadenas no fueron impedimento, el esclavo le dio un puñetazo en la nariz, e inmediatamente, de las fosas nasales del chico chorreó sangre. Los atenienses soltaron exclamaciones ahogadas. Ella sintió regocijo en cambio, aunque después prosiguió la culpa, por la ilícita felicidad. 

Se necesitó de dos hombres musculosos para volver a colocar al niño en su fila. Este se resistió, soltó más gruñidos ahogados y se zarandeó como un tiburón fuera del agua tratando de liberarse. Fue en vano, lo obligaron a arrodillarse, y uno de ellos colocó una mano sobre su cabeza para mantenerlo agachado y sumiso completamente. Esto, la forma en que lo controlaban pareció enloquecerlo aún más, así que volvió a luchar, pero lo único que consiguió con eso, fue provocar que los guardias pusieran su frente contra el suelo. Manteniéndolo ahí. Patéticamente postrado ante todos.

Ella comprendió entonces, porque aquel esclavo era el único que estaba amordazado. Sus palabras debían ser tan agresivas como el espectáculo de hace segundos. De pronto, otro movimiento llamó la atención de la rubia, e hizo virar su rostro hacia la derecha. La mujer de pelo castaño ondulado, la que tenía el vendaje aún manchado de sangre, esta había mirado en dirección al chico con ojos suplicantes y había negado fervientemente con la cabeza. Un mensaje tácito que se entendía como: ¡Detente!

La frente del chico se levantó unos centímetros, luego fue aplastada de vuelta contra el suelo.

—¡Es un salvaje! — Su madrastra exclamó, mirando indignada hacia el traficador —  ¡Deberías sacrificarlo, Teopos! ¡Es un peligro para nuestra sociedad!

—¡Mi señora, mil disculpas! — Teopos dijo rápidamente, haciendo una breve inclinación respetuosa al mismo tiempo— Es un esclavo recién capturado por los persas. Es normal que esté un poco furioso ahora.

El esclavo gruñó, cuando oyó la palabra "poco".

—No tiene entrenamiento, es por eso que este aún no está en venta. Pienso llevármelo conmigo hasta mi casa, y enseñarle los correspondientes modales para su nueva vida. — Terminó, secándose el sudor de la frente con una tela algo sucia. — Me ha estado dando problemas en todo el camino. Pero tiene la fuerza de un huracán, y valdrá una fortuna si logro domarlo.

El esclavo aulló en negación detrás de sus mordaza. Estaba claro lo que opinaba este, sobre las aspiraciones del traficante. Sin embargo, (con tristeza en el corazón) Annabeth sabía que aquella fuerza tan indomable, pronto se esfumaría, era lo mismo con todos los esclavos al principio. Salvajes. Iracundos. Incontrolables. Pero tarde o temprano, la desesperanza los embargaba, y los convertía, en lo que estaban destinados a ser: Esclavos.

El niño al que el esclavo había golpeado, se fue corriendo por las calles llorando en dirección a su casa. El mocoso se marchaba, pero volvería con su madre más tarde, quien exigiría la cabeza del duolos en una pica. Y por el rostro trastornado del traficante, Annabeth supo que ambos habían llegado a la misma conclusión. Así también, su padre: Una pérdida de ganancia para Teopos, mercancía desaprovechada, claro está. Por lo que su padre se apresuró adelante y empezó a elegir del ganado.

Teopos lo ayudó. Le enseñó los dientes de los hombres y las mujeres. Le mostró los músculos que lo ayudarían en los trabajos pesados. Y le dijo quién de ellos sabía leer, y quién de ellos conocía un oficio. Su padre no era un hombre exigente, pero su esposa sí. Por lo que escuchó atentamente los pedidos de su amada, e hizo caso a sus deseos. Ella quería la mujer que sabía leer y se veía saludable y aparentemente joven para los trabajos pesados del hogar. Su padre sólo quería un hombre con dedos delgados para que lo ayudara en los trabajos delicados.

A los niños no los miró, a él no le interesaban.

—Excelente elección, mi señor — Teopos dijo complacido, cuando su padre eligió al hombre más delgado de los siete. — ¿Mi señora?

—La que sabe leer — se limitó a contestar, y consecuentemente, otro sonido ahogado, provino del chico con la frente en el suelo. — ¿Y ahora qué? ¿Qué le sucede?

Nadie le respondió. 

Los ojos de la mujer castaña fueron directamente hacia el chico amordazado, y de forma imperceptible, negó con la cabeza: "No hagas nada", envío, mientras Teopos la cogía del brazo para llevarla hasta su nueva dueña. La esclava ocultó la cara con su melena ondulada, probablemente no quería que el otro viera sus lágrimas de tristeza. Pero temblaba, era bastante obvio, y no podría pasar desapercibido por nadie. Mucho menos por él, que parecía cercano a ella.

El esclavo más joven encontró fuerza en algún lado de su pequeño cuerpo, y alzó la cabeza, quitándose las manos de los guardias de encima mediante un tirón. Gritó. No era más que un gemido desesperado en medio del mar de atenienses indiferentes. Pero era obvio que gritaba tras la mordaza con todas sus fuerzas, como un animal herido y moribundo, levantando el cuello, suplicante, por alguien que lo ayude.

Finalmente ella le vio la cara.

No era nada del otro mundo, su cara no. Eran sus…

"Oh…" — fue lo que la mente de Annabeth pensó al ver sus ojos, mientras los suyos se abrían más grandes por el asombro. Esos feroces ojos la miraron unos míseros segundos, para luego apartarlos con desprecio a otra parte. Pero tan solo eso bastó. Para que el pecho de la rubia se sintiera oprimido, como si una ola gigantesca y furiosa acabara de golpear contra su tórax. Dejándola sin aliento y algo descolocada.

— Él es igual que yo...—musitó Annabeth, aquello solo salió de sus labios al verlo.

Eran verdes, y estaban iracundos. Eran imponentes, y en sus esos orbes había una tormenta que podría desatarse para tragarse a Atenas. Empezó a zarandearse con más violencia incluso más que antes. Sus brazos, sus piernas, todo su cuerpo, empezó a convulsionar intentando soltarse. Luchaba. Mientras de su garganta, trataban de escapar guturales gritos de indignación. No necesitaba hablar, sus ojos llenos de odio, reclamaban mejor que cualquier voz humana.

Los hombres lo volvieron a colocar de rodillas, pero no pudieron agachar su frente contra el suelo otra vez. Este se escurría de las manos como una anguila, siendo imposible cogerlo. En un momento dado, el esclavo envió una mirada furibunda a uno de los guardias, y provocó en él, un respingo asustado que hizo retrocederlo un paso. Terror puro desfiguró el semblante calmado del guardia. Sus manos titubearon, y estuvieron a punto de soltarlo, algo malo, pues entonces no habría nada que lo detuviera a coger una espada y causar caos en Atenas.

—¡Solo tiene doce años! — El otro guardia espetó a su compañero, cuando lo vio a punto de abandonarlo— Vuelve aquí, y ayúdame. No seas cobarde.

Con reticencia, el otro le hizo caso. El chico gruñó ante la oportunidad perdida.

—¿Qué le sucede ahora? — el padre de Annabeth preguntó a Teopos, de pronto intrigado por la reacción del esclavo más joven. Ya no podía ignorarlo.

—Ya se lo dije, es un esclavo problemático. — Teopos respondió irritado, mirando en dirección al jaleo incontrolado — Mató a dos de mis mejores guardias de camino hasta aquí. Tal vez sacrificarlo sea la mejor opción después de todo.

La esclava (que ahora pertenecía a su madrastra) soltó un quejido lastimero al oír aquello, acto seguido, cayó de rodillas y con la cabeza gacha, imploró:

—¡Por favor, por favor, no! Por favor, no lo mates. Te lo ruego.

—¿Por qué? — El padre de Annabeth preguntó, acallando lo que fuese a decir el traficador en su lugar. —¿Cuál es su relación?

—Es mi hijo. — Susurró la esclava, y su madrastra, quien había estado parada a su lado, retrocedió varios pasos como si hubiese dicho que tenía lepra. —Se lo ruego. No lo matéis.

—Mi amor, creo que quiero cambiar de…

—Silencio — su esposo la interrumpió, causando en su mujer, una sublevación de cejas por la sorpresa de ser callada por primera vez por su marido. El padre de Annabeth prosiguió a ignorarla totalmente, y volvió su atención al esclavo más joven, quien de pronto, por alguna razón, se había calmado considerablemente. Quedándose mirando a su madre con aflicción, como si verla de rodillas lo lastimara.  — ¿No quieres separarte de tu madre? — le preguntó el nuevo dueño de su progenitora. 

El esclavo posó su mirada oceánica en él, y le entrecerró sus ojos. Había burla y cinismo en el gesto. "¿Cómo, idiota?" —Parecía decir, — "¿no ves la mordaza?". Un insulto a todas leguas. Un duolos jamás debía siquiera levantar la cabeza sin permiso de su amo, menos mirarlo, con tanta intensidad en esos orbes llenos de impertinencia. Como si él creyera aún que era un humano, con derechos. Pero, a estas alturas, ya estaba claro; que el chico no tenía un gramo de prudencia en su cuerpo.

—Quítenle la mordaza — ordenó entonces su padre. 

—Mi señor, — Teopos de Quíos se adelantó rápidamente a detener al hombre que iba a cumplir — lo menos que quiero en este vil mundo, es darle contraria a uno de mis mejores clientes, (mi deseo no es más que complacerle) pero debo decirlo: No creo que aquello sea conveniente. Es joven. Un esclavo recién capturado, como he dicho, podría ofenderos. No quisiera que pase un mal trago…

—Quítasela, Teopos — repitió su padre, con más severidad esta vez.

El traficador apretó los dientes disgustado, pero ordenó a uno de sus guardias con un gesto vago de dedos, que hicieran lo pedido. Ambos guardias se miraron brevemente, indecisos. Al final, lo hizo el compañero que llamó cobarde al otro. Se lo quitó con cuidado, como si el esclavo fuese a morderlo apenas lo liberara. 

Pero lo primero que hizo el esclavo, fue relamer sus labios resecos. Luego movió su mandíbula, como probando, y… De sus labios, con voz fuerte y demandante, una sola palabra fue pronunciada:

—Cómprame.

—Aetos, —Teopos llamó a su guardia—  golpea…

Pero la mano alzada de su padre, detuvo las palabras del traficador por segunda vez.

—¿Qué sabes hacer? — Le preguntó.

El esclavo apretó los dientes. Secretamente, el padre de Annabeth estaba maravillado ante él. Desde cuándo un esclavo, entrando en la pubertad, además, ¿tenía tal osadía ante su posible dueño? Era como ver uno de los hijos de esparta delante de él.

—Limpiar. Sembrar. Pescar. Era pescador… —Continuó hablando, entre dientes, como si se estuviera odiando el mostrarse tan servicial — Cómprame. Y seré el mejor esclavo que nunca hayas tenido.

"MIENTE" — La mente de Annabeth gritó al instante.

Esos ojos, pintados como el color del océano, jamás podrían ser esclavizados. Intentarlo sería pecar de arrogancia, y el castigo podría ser catastrófico para ellos, y quien sabe, tal vez para toda Atenas también. Ella con solo doce años, lo sabía, y su padre también. Pero por alguna razón, (tal vez por curiosidad, su defecto fatídico) este respondió:

— Esposa, tu deseo se cumplirá al fin y al cabo. Ocho esclavos en tu casa — sonrió con sarcasmo, y miró a Teopos — Compraré al niño. Dime su precio.

Una brisa helada proveniente del mar, causó piel de gallina en Annabeth. Se frotó los brazos, sintiéndose temerosa de repente. ¿Estaba paranoica? Pero ella juraría, que oyó al mar riéndose en su oído burlonamente:

—Pobre, pobre ateniense. En sus ojos te hundirás, y en las entrañas del mar perecerás…

Annabeth giró bruscamente la cabeza hacia atrás, a los lados, pero nada. No había nadie a su alrededor hablándole. ¿Se lo había imaginado?

—¿Cómo te llamas? —preguntó su padre al esclavo, y esta vez, prestó toda su atención en esa respuesta.

—Perseus… —respondió, sus ojos relampagueando —y es todo lo que necesitas saber.

Holaa. No mames, todavía sé escribir. Es un alivio. ♡ Sorry chicos :v que les digo. Universidad. Es todo. ♡  ♡ 

Cómo regalo por la tardanza. Tomen 3000 palabras ♡

Creo que van entendiendo la temática, ¿no? Pasado.  Presente. Sucesivamente. Bye ♡

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