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έξι

Perseus se encontraba encerrado dentro de una celda, una pequeña habitación con paredes de barro y barrotes de hierro, iluminada escasamente por lámparas de cerámicas colocadas contra las paredes de afuera. Había un pequeño cubículo de cerámica para sus necesidades fisiológicas contra una esquina, y un plato vacío y húmedo, que antes había contenido agua, pero por el pequeño agujero que tenía, se había derramado por ella. Él sospechaba que habían elegido ese plato adrede. 

Estaba sentado, su hombro recostado contra los barrotes y su mano hacia afuera, jugando con la falsa libertad que disponía su brazo fuera de su celda, aunque minutos antes, lo había sacado para estirarlo tanto como podía para intentar alcanzar la mano de su madre sin ningún éxito. Sí, enfrente de él, su madre también había sido encerrada y ahora dormía sobre el suelo de tierra dura debajo de ella. Perseus había querido que al menos lo hubieran encerrado con ella, pero claro, había un montón de celdas que no podían desperdiciarse, y como bonus, los castigaban aún más al dejarla tan cerca y lejos a la vez. 

Su amo no era tan buena persona como había pensado después de todo, si tenía tantas celdas a su disposición, era por una razón. 

Pero lo que más le dolía a Perseus, fue haber arrastrado a su madre en esto. No importó cuánto gritó sobre lo injustos que estaban siendo con ella, echándole una culpa que no le concernía, aún así, los honorables y justos atenienses, hicieron caso omiso y dieron el veredicto que resumía que la progenitora también tenía gran parte de la culpa por haber engendrado un esclavo tan repulsivo y salvaje como lo era Perseus. A pesar de que ellos no habían nacido como esclavos, en primer lugar, pero eso tampoco quisieron escuchar. 

Ahora la última y única esperanza que le quedaba a Perseus era esperar, rezar, suplicar, que la bonita hija de su amo, Annabeth, apareciera para rescatarlos, a él y a su madre de este lugar. Se supone que ese era el plan, no obstante, Perseus no podía evitar sentir cierta desconfianza, puesto que las posibilidades de que ella escapase sola o aceptara su destino siendo la esposa de un viejo asqueroso, eran las mismas que ella sacándolos de allí. ¿Y si traicionaba a Perseus? ¿Y si lo abandonaba a su suerte? 

De pronto, escuchó algunos ruidos que provenían desde afuera; pasos amortiguados sobre el suelo de tierra dura, cadenas tiradas al suelo con un golpe sordo, y la puerta abriéndose lentamente con un chirrido que hizo despertar a su madre de su intranquilo sueño. Al instante, ambos se miraron, madre e hijo, expectantes y con un atisbo de entusiasmo en sus rostros. Entonces, alguien empezó a caminar hacia ellos, la sombra de una figura se alargó por el suelo hasta tocar las celdas de Perseus, quien se puso en pie para observar a Annabeth entrar.

Excepto que no era Annabeth, sino Achilles, caminando con arrogancia en su quitón impoluto hacia ellos. 

—Oh… ¿qué es esa cara tan decepcionada que muestras, pequeño mierdero?— se mofó al llegar delante de su celda. Tenía un rubor extrañamente febril sobre sus mejillas, y sus ojos lucían vidriosos y alocados—. ¿Acaso esperabas a otra persona? 

Perseus no contestó, se mordió la lengua y apretó la mandíbula hasta hacerse daño, pero se negó a darle el gusto de escuchar su voz tembleque por el miedo que empezaba a devorarlo desde adentro. Pero no por él. Sino por su madre. Perseus hizo como si ella no existiera, tal vez así, su enemigo se lo creyera. Achilles sonrió con sorna, agarró los barrotes de su celda con fuerza hasta que se le pusieron los nudillos blancos, y lanzó una mirada airada a Perseus desde su altura. Perseus se quedó quieto delante de él, oliendo el rancio olor a ron que se desprendía de su aliento. 

—Mírate, no eres nadie, sin libertad, ni derechos. Solo una cosa, una herramienta que al perder su utilidad, es tirada junto a los desperdicios para que se pudran en el olvido— espetó Achilles, con una mueca de desdén arrugando sus labios para mostrar sus dientes como un perro rabioso—. Y aún así, te atreves a desafiarme. ¡Tú, una cosa sin valor! — agitó los barrotes con fuerza— ¡¿Cómo osas?! ¡Me dan ganas de desollarte vivo! 

—Entra entonces— lo provocó Perseus, fingiendo calma—. No has venido aquí con las manos vacías, de alguna forma, te has hecho con las llaves. Así que entra, y pelea conmigo de hombre a hombre. Demuéstrame que eres mejor que yo. 

Achilles lo miró detenidamente, con orbes inyectados en sangre, y algo de saliva escurriendo de la comisura de sus labios. Perseus pensó si había logrado engañarlo, si tendría una oportunidad para salir de allí impune con su madre; pero entonces, Achilles sonrió, con morbo y crueldad, y le dijo: 

— Definitivamente te mostraré que soy un mejor hombre que tú. 

Perseus empezó a sudar frío. Evitó mirar a su madre a toda costa, clavó sus ojos en Achilles con odio, e intentó desesperadamente que de esa forma, ella pasara desapercibida. Sin embargo, el asqueroso ateniense ya había venido con un plan concreto hasta aquí, a pesar de los intentos de Perseus de distraerlo, su enemigo, incluso con el leve olor a ron, tenía sus planes en mente de forma muy clara de cómo las llevaría a cabo para torturarlo.

—Tú me arrebataste la dicha de ser el primer hombre en gozar la pureza de esa niña— comenzó Achilles, respirando trabajosamente—. Yo debía ser el primero. Estaba escrito en las profecías. Debía ser el primero en su interior. ¡Maldito seas, esclavo inferior!

—No ocurrió nada— siseó Perseus, mirándolo con incredulidad y desmesurado asco—. Pero supongo que es demasiado difícil de creer para alguien tan depravado como tú. Estás podrido por dentro y piensas que todos tienen malas intenciones. ¡Ya te dije que no ocurrió nada! Y sabes qué, aunque hubiera ocurrido, ¡eso no es de tu incumbencia! 

Achilles intentó agarrarlo del cuello. Pero Perseus se apartó con un pequeño salto hacia atrás. Achilles volvió a gruñir. 

—No puedo recuperar la castidad de mi pequeña niña— escupió, empezando a retroceder— pero puedo disfrutar viéndote sufrir devolviéndote casi el mismo golpe. 

Dicho eso, le dio la espalda a Perseus, y Achilles saludó a su madre desde el otro lado de sus barrotes, quien había intentado hacerse invisible en las sombras de su celda. 

—No eres fea como el resto de los esclavos— le dijo, sacando un manojo de llaves del bolsillo de su túnica—. Me alegro. Hará las cosas más sencillas. 

Entonces Achilles abrió la celda, entró, y aunque su madre se puso en pie para intentar defenderse, alejarse, o huir, él hombre mucho más alto y fornido que ella, la golpeó en la cara con tanta fuerza, que la echó en el suelo de vuelta con sangre saliendo de su nariz y sus labios. Su madre gimió de dolor, y luego gritó cuando Achilles la agarró bruscamente del pelo y la arrastró fuera de su celda mediante fuertes jalones que parecían capaz de arrancarle mechones de pelo. 

Por unos instantes, Perseus se había quedado demasiado estupefacto por el terror para hacer cualquier cosa. De pie, temblando, él observó horrorizado y rígido, hasta que vio a su madre ser lanzada con violencia contra el suelo del pasillo a dos metros de él; en ese momento, Perseus explotó, pero lamentablemente, no pudo hacer otra cosa que gritar y golpear inútilmente los barrotes que lo mantenían encerrado. Se quería hacer gigante para destruir su celda, se quería hacer pequeño para atravesar los barrotes. 

Contempló, impotente, a su madre luchar dando patadas y arañazos contra Achilles, pero todos esquivados o recibidos sin ningún efecto, tal vez por el alcohol, o el estado de excitación del ateniense. Su madre dejó de pelear momentáneamente cuando recibió dos patadas en el estómago, tan fuertes, que le hizo dar arcadas; luego Achilles empezó a romper la tela de su ropa, como un animal desgarrando la piel de su presa sin contemplación y total exabrupto.

—¡DÉJALA EN PAZ!— Gritó Perseus, sacando los brazos a través de los barrotes, pero otro grito de frustración salió de sus labios cuando se dio cuenta que no estaba ni cerca de poder alcanzarlos—. ¡BASTA! ¡ES A MI A QUIEN ODIAS. LASTÍMAME A MÍ. 

Pero Achilles se rio en su cara, como si lo que hubiera dicho fuera muy graciosísimo, al tiempo que ponía a su madre boca abajo, y la inmovilizaba sentándose sobre sus muslos, mientras sus manos rompían más partes del quitón para dejar los pechos de su madre al descubierto, y luego le levantaba la falda y sus manos se colaban entre sus piernas para hacerle daño, lográndolo, porque ella gritó al instante, y luego volvía a gritar furiosa por la humillación. El ateniense la calló golpeando su cara contra el suelo, varias veces.  

Perseus entró en un estado de puro pánico. 

Se arrodilló entonces, y suplicó a Achilles, con la palma de sus manos juntas. 

—Por favor, te lo ruego, déjala en paz. No le hagas daño. 

—Observa allí, mierdero— dijo Achilles, con regocijo—. Saborea la frustración, la impotencia, ¿lo sientes?, todo eso lo sufrí yo cuando me enteré que profanaste a mi novia. ¡Sí, así me sentí también! 

—¡Estás loco! — devolvió a viva voz. 

Achilles devolvió:

—Ojo por ojo. Diente por diente. ¿Es así, no? 

Perseus bramó tantos insultos como súplicas hacia Achilles, mientras intentaba de alguna estúpida forma arrancar los barrotes de su celda. ¿Semidios había dicho, Annabeth? Que estupidez más grande. Él no era nadie. Una herramienta inservible. Ni siquiera podía salvar a quien más amaba en el mundo. ¿Y dónde estaba su progenitor divino? ¡Porque los Dioses no impedían estas atrocidades! Afuera sólo había empezado a llover, truenos y relámpagos se oían sobre ellos como una cacofonía de platos metálicos siendo golpeados uno contra otros, pero nadie aparecía para salvarlos. 

Él solo podía seguir gritando, alargar la mano hacia afuera, tratando de alcanzarlos, sin conseguir nada, solo recibiendo más desesperación. Entonces Achilles separó las piernas de su madre, alzó su propio quitón, y se agarró el miembro erecto con una mano. 

—Perseus, date la vuelta— ordenó su madre, en ese tono firme de madre que ningún hijo podía desobedecer jamás—. Perseus. No mires. 

Las lágrimas empezaron a caer por sus mejillas, sus palabras se habían vuelto ininteligibles a este punto. Contemplaba a su madre impotente, y entonces, ella le gritó con ferocidad:

—¡Perseus date la vuelta! Obedece a tu madre.

Con un sollozo desconsolado, Perseus arrancó su mirada de ellos y les dio la espalda rápidamente, justo antes de que Achilles diera el primer ímpetu del acto de la violación. Lloró con fuerza, sentado en el suelo con los barrotes apretados firmemente contra sus omóplatos, se dejó ir entre sollozos fuertisimos, por un lado, a causa de la escena irreal y espantosa que se llevaba a cabo detrás de él, y por el otro, porque su llanto amortiguaba los gemidos y gruñidos exagerados de Achilles que profería para torturar a Perseus psicológicamente. 

—Ohh… bellísimo— canturreaba el ateniense, lleno de júbilo— sangras como si fueras una virgen. Sí, ahh… me encanta… Los dioses me recompensan bien el agravio. 

—Perseus, está bien, cariño— escuchó la voz de su madre, con un matiz de agonía—. Tápate las orejas. Hazlo. No escuches. 

Perseus obedeció sin dudar esta vez, se sintió colosalmente culpable por querer fingir que nada estaba ocurriendo, pero se llevó las manos temblorosas para dejar de oír, y apretó con fuerza, junto con sus párpados hasta que puntos brillantes empezaron a brillar delante de sus ojos cerrados. Trató de engañarse así mismo, y se dijo que no estaba allí, él seguía en su antiguo hogar, estaba sentado en un prado comiendo uvas con su madre frente al mar. Ella reía. Nunca lloraba. 

Esto no estaba ocurriendo. Era demasiado feo para que fuese cierto. 

No estaba pasando. 

Era imposible. 

Tenía miedo. 

Era demasiado joven para ser testigo de eso. 

¿Por qué los hombres forzaban a las mujeres a esto? 

Horrendo. ¿No podían imaginarse cómo sería si fueran ellos en ese lugar siendo reducidos a nada para ultrajar tu cuerpo? 

Los atenienses deben morir. 

Su sistema de justicia y libertad era una completa falacia basura hipócrita. 

Deben sufrir. 

No supo cuánto tiempo pasó, ¿cuánto tiempo le llevaba a un monstruo violar a una mujer indefensa? Perseus seguía en la misma posición, con las piernas apretadas contra el pecho, y las orejas y los párpados fuertemente cerrados; mientras lágrimas calientes y saladas caían como una cañería rota de su barbilla hasta mojar completamente la tela de su quitón. Y entonces, sintió que alguien lo agarraba de las muñecas, le apartaba las manos de las orejas y le gritaba: 

—¡Ya acabó! ¡Mírame!

Perseus abrió los ojos de par en par. Delante de él, arrodillada con el rostro tenso de pesar, se encontraba Annabeth, que de alguna forma, había entrado a su celda. 

—Annabeth— la nombró Perseus casi sin voz, y nuevas lágrimas cayendo de sus ojos. 

—Lo lamento tanto, perdón por tardar tanto… perdón.

Perseus la cortó abrazándola de súbito, la estrechó entre sus brazos con desesperación por un cuerpo cálido que le consolara, mientras un sollozo lastimero escapaba de sus labios; y de repente, recordó a su madre, se deshizo del abrazo con la misma velocidad, y se levantó torpemente como si hubiera pasado diez años sin caminar. Chocó contra las paredes, y los barrotes ahora abiertos, vio a su madre, agazapada en una esquina, abrazándose así misma con la mirada perdida y todo el cuerpo temblándole. Tenía los labios rotos, un hilillo de sangre caía por sus piernas, y tenía arañazos sobre los pechos que apenas podía ocultar con la tela rota entre las manos. 

Delante de ella, Achilles estaba inconsciente en el suelo, con el pene al descubierto, y un charco de sangre debajo de su cabeza que se extendía. A su lado, había restos de cerámica rotos, probablemente, había sido lo que Annabeth utilizó para dejarlo, esperaba, muerto. 

Pero Perseus no quiso detenerse a comprobarlo, fue directamente hacia su madre, llorando como un niño que se raspó la rodilla y buscaba consuelo aunque su madre era la que más lo necesitaba ahora mismo, aún así, con gran fortaleza más admirable que el de cualquier dios olímpico, ella apenas lo vio, abrió los brazos, y recibió a su pequeño hijo entre ellos, para después murmurarle palabras cariñosas y acariciarle el pelo. 

Sobre ellos, la tormenta seguía con furia, y gotas de lluvia caían de los orificios del techo y golpeaban como canicas de hielo sobre la espalda y las mejillas de Perseus. Tembló con más fuerza de frío. Quiso hacerse tan pequeño cómo se sentía, y desaparecer, o morir, para dejar de sufrir con las imágenes que aparecían detrás de sus párpados como una pesadilla muy vívida. Escenas de su madre siendo violada repitiéndose millones de veces en su cabeza. No podía sacarlo. Estaba desesperándose. Y lo estaba haciendo entrar en un tipo de psicosis. 

Al mismo tiempo, Perseus balbuceaba disculpas. Luego sollozaba. Después volvía a pedir perdón. Hasta que finalmente, se quedó con la parte donde sólo lloraba mientras se aferraba a su mamá. De nuevo perdió la noción del tiempo, su corazón apenas dejaba de golpear con fuerza por el terror, cuando se recordó que Annabeth estaba presente, observándolos en silencio sin saber qué hacer. 

—Tenemos que irnos— anunció Perseus, apartándose forzosamente del abrazo de su madre— antes de que amanezca. O venga alguien. 

Miró hacia Annabeth que lucía una expresión consternada. Ella asintió con la cabeza con solemnidad, y luego, se dirigió hacia su madre. 

—¿Puedo ayudarle con eso? — le preguntó con timidez, cuando vio que la tela sólo estaba siendo sujetada por sus manos. 

Su madre pestañeó confundida, tal vez por la extraña muestra de amabilidad de Annabeth que le tomó por sorpresa, o por el shock del ataque sufrido. Aún así, haciendo uso de una fortaleza interior inquebrantable de la cual solo las mamás disponían, ella le regaló una pequeña sonrisa, y respondió: 

—Sí, por favor, cariño. Y muchas gracias. 

Había mucho en ese agradecimiento, no era solo por ofrecerle ayuda a su ropa, adivinó Perseus. Annabeth agachó la mirada, apenada, parecía sentirse indigna de los ojos llenos de cariño de su madre, se limitó a mover la cabeza, y a entrelazar los dedos delante de su vientre con tristeza. 

Acto seguido, Perseus se limpió las mejillas, e inhaló con fuerza para tratar de serenarse, se obligó a no desmoronarse más, su madre lo necesitaba más que nunca ahora. Entonces, se puso en pie, y ayudó a su madre a hacer lo mismo, con sumo cuidado, dejando que se apoyara completamente en él. Ella dio un traspiés, pero se mantuvo parada débilmente, mientras su hijo la ayudaba a recostarse contra la pared un rato. 

—Estoy bien, hijo —le aseguró su madre con voz rasposa, y le regaló una suave caricia en la mejilla—. Todo está bien. Estoy acostumbrada a eso. Tranquilo. Ya no duele. 

¿Entonces porque tenía sangre en las piernas? Aún circulando hasta gotear de sus pantorrillas. ¿Por qué sus ojos se veían húmedos y rotos de dolor? ¿Por qué no podía pararse por sí sola? Simplemente le estaba mintiendo con descaro para evitar que Perseus se volviera más loco de lo que ya se sentía. Fingió que le creía, asintió vagamente, y seguidamente, se alejó unos pasos hacia adelante, dándoles la espalda para que las mujeres tuvieran su privacidad. 

Miró hacia adelante, en un punto lejano, su vista se enfocaba y se desenfocada varias veces. Sentía que iba a desmayarse, o que explotaría algo de su interior, parecía que contenía un tsunami dentro de él. 

De repente escuchó un grito ahogado por parte de Annabeth, y Perseus giró en redondo de súbito, para ver justo a tiempo a Annabeth caer de espaldas y luego contemplar extrañamente insensible a Achilles acuchillar a su madre en el corazón, y luego girar la muñeca, haciéndola gritar y escupir sangre a la vez. Achilles sacó la navaja del pecho de su madre con brusquedad, ella cayó al suelo inmóvil, y entonces el ateniense arremetió contra Perseus con un grito gutural lleno de aversión.

Perseus escuchó un rumor en los oídos, los bordes de su campo periférico se pusieron rojos, y sin saber cómo, detuvo la navaja de Achilles con una mano sin hacerse daño, y se la arrebató de sus mugrosos dedos de un fuerte tirón. Le perforó los testículos a Achilles con la navaja. Una vez. Dos veces. Tres veces. Su brazo se movía airadamente para insertar más cuchillazos en sus testículos hasta transformarlos en carne mutilada y ensangrentada. 

Del dolor agónico y lacerante, el ateniense no pudo ni gritar, su boca era una enorme "O", mientras sus rodillas se doblaban y su rostro quedaba a la altura de Perseus, entonces allí, el esclavo le metió la navaja al cuello, hasta que le fue imposible introducir también el mango. Gritó de odio, horror, y culpa delante de él, y luego, los ojos de Achilles se pusieron blancos y cayó de bruces donde Perseus había estado de pie. Muerto finalmente. 

Sintió ganas de quitarle el cuchillo del cuello y seguir metiéndoselo por la espalda hasta que solo se le vieran los huesos a través de la carne. No obstante, sus ojos se movieron hacia su madre, y otro sollozo lastimero de la noche, salió de sus labios mientras caminaba tambaleante hacia ella. Cayó de rodillas a lado de su cuerpo, Annabeth estaba sentada al otro lado, con las mejillas empapadas y ruborizadas por el llanto. 

Perseus se obligó a ver a su madre. Annabeth intentaba tapar su herida con la tela de su vestido roto, pero la sangre lo había teñido de carmesí y sobre su espalda se hacía cada vez más grande un charco de sangre. Una capa de sudor cubría su cuerpo y su respiración se volvía escasa y débil.

—¿Por qué? —fue lo único que preguntó. 

—Sé libre —dijo su madre en cambio, y antes de que Perseus le dijera que guardara fuerzas, que estaría bien. 

Ella había dado el último suspiro diciendo esas dos palabras, y ahora lo miraba sin vida con una pequeña sonrisa en sus labios. 

Perseus rompió en llanto otra vez, se llevó las manos a la cabeza y se estiró las hebras de su pelo con fuerza, tratando inútilmente de arrancarse la cabeza con suerte. Luego se miró las manos, y se apretó los ojos con las palmas hasta que el olor a sangre se impregnó tanto dentro de su nariz que jamás podría olvidarlo. Se sentía completamente roto, como si se estuviera desintegrando de forma lenta y dolorosa, él anheló intensamente que eso fuera cierto. 

Se balanceó de atrás y adelante, y luego de un rato, sintió las manos de Annabeth rodearlo en silencio, y abrazarlo. Perseus se movió entonces, y escondió su rostro en su cuello.

Los minutos pasaron volando, pudieron estar allí todo el día, todo el año, pero de pronto, ruidos y gritos de alarma se oyeron desde afuera, y ambos se apartaron al instante, y se miraron, enterándose al mismo tiempo, que el tiempo se había acabado. Ya habría luto después, si sobrevivían al escape. 

—Ojalá pudiera llevarla con nosotras —dijo, mirando el rostro pacífico de su madre por última vez-. Enterrarla en un lugar bonito. 

—Lo siento, Perseus —contestó Annabeth, y él miró sus ojos grises, llenos de pena, pero con urgencia por huir en ellos. 

No quería forzarlo a dejar a su madre aquí, comprendió, pero no tenían de otra. No podrían cargarla y correr al mismo tiempo. Perseus inspiró hondo, besó la frente de su madre, y luego agarró la mano de Annabeth, obligándola a ponerse de pie con él. 

—Vámonos —instó, y ella asintió mientras le seguía. 

Salieron de los calabozos y se dirigieron hacia el mar, donde una vieja amiga le había prometido ayudarlos. 


Siento que esta historia la leen jóvenes menores de dieciocho años. Por lo que por esa razón. Intenté que la escena de violación no fuera tan cruda y fuerte. 

No quiero traumar a mis lectores… demasiado. Lamento si a alguien le ofendió. Traté de hacerlo lo más soft, ligero, suave posible, pero real. 

Bueno, ¡hasta la próxima! 

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