30. Bienvenida al campamento Mestizo.
Perseus se encontraba solo, sentado sobre el techo de la cabaña de Poseidón en el Campamento Mestizo, con las piernas flexionadas a la altura de su pecho, y los brazos descansando sobre sus rodillas. Su mano derecha sujetaba la daga de hierro Estigio, la que le había arrebatado a aquel hijo de Ares luego de que éste sufriera de un intento de asesinato fallido, que provocó su muerte.
Es decir, él lo mató. Y eso a ella la había molestado tanto. Por eso en aquella noche, se había alejado sola a rescatar a su hermano. Si Perseus no hubiera matado a ese hijo de Ares, si tan solo lo hubiera encarcelado o acusado con Quirón... Ella seguiría viva ahora, aún queriéndolo, todavía enseñándole con su infinita paciencia, sobre las pequeñas y grandes cosas extrañas del mundo moderno.
Un error tras error, causó tal secuencia de desastres, y ahora obtenía su castigo: Una nueva eternidad sin Annabeth.
Dolió. Apenas formuló aquel pensamiento, un dolor atroz lo embargó, y le hizo apretar los dedos de los pies dentro de sus zapatos prestados. Unos usados que Jason le había regalado, y le había obligado a ponerlos, así como ella una vez lo hizo. El día después de que incendiaron el cuerpo de Annabeth en la pira, junto con su bandera. Recordar eso, le provocaba escalofríos.
Sentía que jamás dejaría de sentir frío.
De eso hace tres semanas ya, aunque parecían haber pasado otros miles de años. Solo los amigos cercanos de Annabeth sabían la verdad de su deceso. Jason, Leo, Piper y Frank, les había contado vagamente, apenas consciente de sí mismo. Algo sobre el pasado en Grecia. Algo sobre Lacy, que resultó ser el monstruo Scylla en realidad. También les contó sobre el hijo de Ares...
Aquel al que había matado como un acto de misericordia. Ahora sentía nada más que celos por un chico muerto, que debía estar descansando ahora en los elíseos junto con su amada. Y él no.
Miraba al frente, siguiendo el lento y tranquilizador balanceo de las olas del Long Island. Los humanos que el aroma del mar calmaba la ansiedad del corazón. Pero él se había pasado toda su vida inmortal dentro del mar, y siempre se había sentido vacío. En ese momento, tampoco se sentía por lejos mejor o mínimamente estable. Sin embargo, su pecho había dejado de sangrar de dolor, y ahora solo agonizaba silenciosamente, preguntándose de qué manera podría acabar con su vida. Lástima que le desagradaba la idea del suicido, y siendo un Dios, tal vez resultaría un poco difícil.
Y cuando le preguntó a los amigos de ella, si podían hacerle ese favor, ellos simplemente se negaron, con los rostros impregnados de tristeza.
—Morir, para un Dios, significa la nada absoluta, Perseus —le había dicho Piper, dándole una ligera caricia en la mejilla, con el fugaz roce de sus dedos—. No podemos hacer eso. Lo siento. Nuestra amiga, jamás nos lo perdonaría.
La resolución de su decisión había sido deprimente para Perseus. Se había quedado sin opciones. Y en un momento pensó en volver a su antigua soledad, pero los amigos de ella le habían suplicado que no se fuera, y además, él tampoco quería irse. Porque el campamento era el lugar donde ella disfrutaba estar, por lo que quería conocerlo más, y así, de alguna forma, sentirse más cerca de ella.
Ahora, jugaba con balancear la daga entre sus dedos, pensando distraídamente sobre cuántas almas debía albergar su hoja, y sobre qué historias le contaría si pudiera hablar; estaba solo así por un tiempo, cuando de improviso, escuchó pisadas acercándose a él, desde sus espaldas.
No la miró caminar, ni siquiera cuando se sentó a su lado, mientras desprendía un olor a cenizas y quema de árboles. Perseus mantuvo la mirada al frente, tratando de ignorar a Eris, la Diosa del Caos.
Una idea infantil, de su parte, creer que desaparecería con solo desearlo. Por supuesto que no funcionó.
—¿Ya has sabido algo de tu padre? —preguntó Eris, que no contemplaba el lago, sino a los campistas que poco a poco, iban reparando sus cabañas de vuelta a su estado original. La única que no había sufrido daños (algo injusto para los semidioses), era la suya.
Nuevamente, Perseus pensó fingir que la Diosa de la discordia no existía. Pero iba en contra de su naturaleza ser grosero con las damas, a pesar de que estas fueran unas malditas. Se encontró suspirando, y respondiendo:
—No. Pero presiento que tú sabes mucho más que yo.
—¡Es cierto! —contestó cantarina, y luego añadió—: Por cierto, te ves horrible. Es decir, físicamente te ves de infarto, como siempre. Pero ya sabes, siento toda esa aura de depresión y miseria en ti, pululando como una fábrica de Chernóbil.
Él apretó los labios, y contuvo las ganas de insultarla. Deslizó la hoja entre la palma de su mano, y cerró el puño, provocándose dolor y sangre que aliviaba un poco el sufrimiento de su corazón. Un corte un poco más profundo, y la hoja terminaría atrapando su alma para siempre. Se regodeó en la idea, pero no lo hizo. Hacerlo significaría pasar la eternidad junto con Scylla, y darle algún tipo de victoria al final.
Eris, advirtiendo que su conejillo de indias se encontraba sumamente desmoralizado, soltó un suspiro lleno de tristeza, y empezó a negar con la cabeza.
—Te advertí que esa mortal te traería la ruina, siempre es la destrucción de todo hombre —dijo, elevando las piernas para descansar el mentón sobre sus rodillas—. Dos veces. Es demasiado, incluso para un fuerte Diocesillo como tú. Casi sentí lástima de ti.
—¿Tú sabías todo este tiempo? —comenzó Perseus entre dientes—.
¿Sobre quién era y de dónde provenía?
—Algo así —contestó Eris— me enteré del caos que habías provocado en Atenas hace miles de años. Los asesinatos, la inundación. Voy donde el caos habita, ¿lo olvidas? Reuní un poco de información sobre ti, sobre quién eras y cómo había ocurrido todo. Fue un placer, y para nada una pérdida de tiempo observarte desde entonces —sonrió, mostrando unos dientes del color de la luna—. Y hace unos días, me proporcionaste otro grandioso espectáculo, Perseus. ¡Creaste un gran caos! Estoy orgullosa de ti.
Él tragó saliva. Quería espantar a Eris. Pero no tenía las ganas o la fuerza de pelear con ella. Hablar con ella le estaba haciendo mal. Le evocaba recuerdos que eran demasiados dolorosos, como su pelo, que era rojo cual sangre, y parecía que podía percibir su metálico aroma.
De pronto, todo el olor de la sangre inundó sus fosas nasales, y le causó un atroz dejavu de aquel día cuando tenía el inerte cuerpo de Annabeth en sus brazos. Esa vez, ella ya no olía a mandarinas o fresas del campo... todo era sangre metálica y luego a quemado, de cuando prendieron fuego a su pira, y el humo ascendió hasta los cielos, y rodeó el campamento mestizo como una eterna neblina de pena.
—Tal vez te importe saber... —continuó Eris, haciendo aparecer una manzana de la nada, para darle un mordisco— que Poseidón fue liberado de su prisión.
Su cuerpo reaccionó ante la noticia. Dio un pequeño brinco casi imperceptible. La miró de reojo.
—¿Cuándo?
—Ayer —Hizo flotar la manzana, cambiándola de rojo a verde simultáneamente de forma distraída—. Quiere decir que aún no has hablado con él.
Sintió la pesada mirada de Eris, estudiando sus reacciones. Así que fue especialmente cuidadoso en no revelar nada.
—¿Por qué los olímpicos no han venido por mí? —preguntó en su lugar— ¿Por qué no me han llamado? He sumergido a la mitad del mundo bajo el agua. Causé la muerte de incontables personas —Percy cerró los ojos. Solo hablar era doloroso, pero por los humanos que mató. Sino porque acababa de recordar a Annabeth riendo, y era demasiado horrible darse cuenta, que ya nunca volvería a oírla. Al cabo de un rato, volvió a abrir los ojos turbulentos—. Deberían haber venido hasta aquí y matarme.
—Pero, ¿podrían hacerlo? —Eris sonrió, con esa sonrisa que advertía peligro—. No van a arriesgarse. Eres demasiado poderoso.
Por un momento, Perseus quedó tan sorprendido que no pudo articular palabra. Él sabía que era fuerte, ¿pero al punto de poder hacerle frente a los grandes Dioses? Eris estaba divagando. Él empezó a menear la cabeza, en un gesto de rotunda negación.
—No lo...
—Lo eres —lo cortó Eris, con un tono aún más firme—. Perseus, ¿por qué crees que te ordenaron esconderte bajo el mar por tanto tiempo? Fue para proteger al mundo de tu furia, pero también para evitar que tú fueras tras ellos cuando recordaras tu vida pasada. Atrapado en las frías profundidades, tu mente se congelaba, y poco a poco ibas desvaneciéndote. No era tu imaginación, esa chica mortal, realmente te salvó de desaparecer por completo. Fue como si hubieras revivido.
Perseus soltó un suave suspiro. "Chica mortal". Le ofendía un poco que la llamara así, como si fuera parte del montón, alguien sin importancia. Pero claro, ella jamás podría comprenderlo.
—Desearía que solo me hubiesen matado antes de que Poseidón me convirtiera en un dios. Se hubieran ahorrado muchos problemas, y no hubiera interferido de vuelta en la vida de Annabeth, y ella seguiría viva ahora —concluyó Perseus, enfadado.
—No podrían tocarte aunque quisieran... —Los ojos de Eris adquirieron un brillo hambriento— pero tú... tú sí podrías, Perseus. Puedes hacer más que ellos.
Pasó un largo minuto antes de que entendiera la magnitud de sus palabras.
—¿Quieres que me vengue de los Dioses olímpicos? —soltó Perseus, mirándola directamente a los ojos, con incredulidad.
Eris seguía con la misma mirada loca.
—Vengarte de Zeus por esconderte bajo el mar. Vengarte de tu padre por no haberte ayudado cuando aún eras mortal. Vengarte de Hades por la muerte de tu amada y tu madre.
Hubo una larga pausa, antes de que Perseus finalmente contestara:
—Tú sólo quieres más caos. Quieres que deje al mundo bajo cenizas y destrucción, y me sienta en un trono sobre todos los cadáveres que dejaré tras mi paso.
Eris no lo negó, se encogió de hombros despreocupada.
—¡¿No sería exquisito?!
—No —Perseus negó con la cabeza, lentamente— Ya suficiente daño he causado, Eris. Estoy cansado. Y además, no es lo que ella hubiera querido.
—Eso no puedes saberlo —espetó Eris— porque ella está muerta, y murió de forma patética.
Perseus se lanzó a por la Diosa del caos, con daga en mano. Pero cuando intentó cortarle el cuello, solamente se encontró con un humo rojizo como la sangre que se disipó cuando cortó a través de ella. Eris ya no estaba de pie a su lado, se había trasladado en un santiamén hasta la otra punta del techo de su cabaña, con un pie al borde del vacío, jugando con la gravedad. Y se reía, la muy desgraciada, soltaba graves carcajadas de júbilo.
Él se puso de pie iracundo, sus fosas nasales se movían visiblemente a causa de la agitación de su respiración. No había querido pelear, pero después de eso, estaba listo para cumplir su deseo de eliminar a un inmortal. A ella.
—Eso, así me gusta —siseó Eris en tono dulzón, mientras sus ojos adoptaban una extraña luminiscencia rojiza— enójate, enfurécete mucho. Pero hazlo con los olímpicos. Porque ellos lo buscaron, ellos... ¡AUCH! —exclamó ruidosamente, cuando de improviso un martillo le pegó en la frente, y ahora, un hermoso chichón empezaba a crecerle. Ella se quedó viendo el martillo con confusión, y luego explotó aún más—: ¡¿QUIÉN DEMONIOS SE HA ATREVIDO?!
Perseus estaba boquiabierto. Con un gran esfuerzo, se tuvo que obligar a cerrar la boca, que casi había tocado el suelo.
En la otra punta del techo de su cabaña, en línea recta, frente a Eris; se hallaba Leónidas Valdez, con las manos repletas de más indumentaria mecánica. Tenía una mirada amenazante en el rostro, o bueno, el intento de una, y toda la ropa manchada de aceite y pintura. Debió haber estado reparando autos o pintando las demás cabañas, sea como fuese, era algo digno para que un dios lo presencie.
—Yo. Aunque realmente no pensé que funcionara —dijo Leo, y distinguió algo de temblor en su tono, aunque su porte poseía un aire valiente—. Da igual. El punto es, que deje de decirle a mi amigo que comience una pinche guerra con los Olímpicos, señora. ¡En serio que estás bien loca!. Mire, si tanto quiere ver una pelea, le recomiendo que vea todas las temporadas de "Caso cerrado". Pero a mi amigo no le metes ideas psicópatas.
Perseus bufó. Y se sorprendió, de que había saltado la primera risa en semanas. Leo le echó un rápido vistazo, y le envió una sonrisa ladina.
—Tranquilo, amigo —le dijo—. Aquí estoy para ayudarte.
—Qué humano más tonto —susurró Perseus, pero sonriendo con calidez.
Leo le sacó la lengua, y agregó un encogimiento de hombros como diciendo: "Pa que están los amigos, compadre".
Eris estaba hecha una furia. Se le notaba por las venas que le resaltaban en el cuello y la frente, de forma para nada bonita como habitualmente lucía. También, Perseus notó irónico, que a pesar de que disfrutaba del caos y la ira ajena, no podía controlar el suyo propio. Si seguía así de enojada, quizás le diera una embolia.
Él finalmente entendió en ese momento, que tampoco quería verse así. Así que, tomando una gran inhalación, se limitó a decir:
—Te aconsejo que no toques a ese mortal delgaducho, Eris. —A lo que Leo soltó una pequeña reprimenda en voz baja, por el adjetivo utilizado. Perseus lo ignoró—. Es mi amigo.
—Es un ser insignificante —devolvió ella.
—Sí —Perseus se encogió de hombros— Pero igual si le haces daño, te cazaré hasta matarte. Así que lárgate ya. Mientras puedas. Ya no quiero verte, ni oírte. Estoy harto del caos.
Eris apretó los labios en un gesto berrinchudo. Sus manos se apretaron a los costados de su cuerpo, y si no dio un pisotón, fue porque la fuerza de su pie hubiera destruido el techo de su cabaña, y eso, era ser un invitado muy maleducado.
Al final, Eris tomó una larga inhalación. Luego, con reticencia, lo miró.
—Bien —dijo, mientras se difuminaba para desaparecer en una neblina de luz rojiza— Gracias por el buen espectáculo de caos, Perseus. Sabía que no era una mala decisión prestarte atención. No me has defraudado.
Y entonces, ella ya no estaba con ellos. Y solo quedaron Leo y él, mirando el lugar donde Eris había estado. Tuvo que transcurrir un minuto entero, para que ambos volvieran a mirarse, Leo con expresión amable, y él, con algo de incomodidad.
—No te has ido —Leo fue el primero en hablar, a la par que caminaba con pasos cansinos, hasta llegar enfrente de él. Miró a Perseus levantando un poco el mentón por la diferencia de altura, y sonrió. Sus dientes también tenían una mancha negra en el borde del incisivo—. Pensé que nos habías ignorado, y ya habías vuelto al fondo del mar. Me alegro que no lo hayas hecho.
—Sin embargo, creo que esa es la decisión acertada —murmuró Perseus, mientras empezaba a sentir un extraño nudo en la garganta, dificultándole el habla— Soy un peligro para los mortales. Mi lugar es el mar. Y allí es donde debería permanecer.
—Pero hermano —Leo negó, con tristeza— el mar es demasiado frío... y solitario. Y es lo último que necesitas ahora... después de lo...
El nudo en su garganta aumentó, como si alguien lo estuviera ahogando con una cuerda. Y Perseus creyó que algún ser invisible, enviado por Zeus, lo estaba matando después de todo. Pero la descartó, cuando la primera lágrima descendió de su ojo, y acarició su mejilla hasta caer por su mentón. Agachó la mirada, no quería recibir consuelo de Leo, porque no lo merecía, pero sus ojos no podían dejar de llenarse de lágrimas y ahora lucir lamentable.
—Sí —Leo suspiró, poniéndole una tentativa mano sobre el hombro, que al ver que no era quitada con brusquedad, afirmó más su agarre y le dio un apretón—. Va a doler un tiempo. O quizás siempre duela. Pero te acostumbrarás al sentimiento.
Bien, a Perseus le parecía bien que nunca se fuera aquel dolor. Significaría que, de alguna forma, Annabeth siempre estaría a su lado. Nunca la olvidaría. No de nuevo.
—No sé qué es lo que se supone haré ahora —musitó Perseus, y dejó que la segunda lágrima hiciera el mismo recorrido que la primera—. He perdido al amor de mi vida dos veces, de nuevo por mi culpa.
—No lo fue... —empezó Leo, pero Perseus levantó la mano, interrumpiéndolo.
—Sí, lo fue. Y... me queda el resto de la eternidad sin ella y... solo puedo preguntarme una y otra vez... "¿Ahora qué?"
—Mira, no tienes por qué decidir nada —le dijo, ahora agarrando sus hombros con ambas manos, para obligarlo a mirarlo—. No lo hagas. No es necesario. Solo vive, ¿okay? Quédate aquí. Y haz las cosas básicas y rutinarias que hacen los humanos. Verás que poco a poco, eso aminorará el dolor en tu corazón. Y si no es así, si miento, puedes matarme. Lanzarme hasta el puente Brooklyn desde aquí.
Perseus le regaló una sonrisa aguada.
—No hagas ningún plan —continuó Leo, dándole un ligero empujón amigable, antes de soltarlo— solo vive. Eso era lo que ella hubiera querido. ¡Y cuidarme! Definitivamente eso también quería.
Soltó un bufido. Su corazón dolía, como si alguien le hubiera abierto el pecho, y hubiera jugado con aplastar su corazón varias veces, con una mano enguantada de picos. Y tal vez jamás se iría. Pero estaba bien. Tenía amigos esta vez, y un Leo idiota, que le haría siempre reír. Y si eso no funcionaba, siempre estaba la opción de volver a lanzarlo como bola de béisbol hasta el puente Brooklyn.
Suspiró.
—Está bien.
—¡Genial! —Leo asintió contento, y lo soltó—. Ahora, ¿me acompañarías a plantar fresas? Nos ayudaría tus grandes músculos.
—Supongo —Perseus accedió, y se limpió los ojos con el dorso de las manos. Esta vez, su sonrisa fue más sincera—. Sí, hagámoslo.
Leo le regaló una sonrisa por última vez, y acto seguido, fue a bajarse del techo, mediante una pequeña escalerilla al costado de la cabaña. Un momento después, Perseus lo siguió. Para nada listo para comenzar su nueva vida, pero extrañamente animado, por conocer más lugares, y rutinas, del hogar que Annabeth había amado tanto.
No era como estar a su lado, pero, algo es algo.
12 años después.
Con el pasar de los años, cuando los demás campistas notaron que Perseus no envejecía como el resto de los semidioses, o siquiera engordaba luego de una montaña de hamburguesas y pizzas de cuatro queso; finalmente concluyeron que no era normal, y luego, Perseus les dijo que era un Dios.
Aquello había sido un gran choque para todos. Pero luego de unas semanas, se acostumbraron a él, y volvieron a tratarlo como uno más del montón, pero con más respeto, ya que después de todo, era capaz de lanzarte hasta el estado de Texas con un chasquido.
Los amigos de Annabeth, y ahora suyos, como era lo natural; crecieron. Y luego de unos años, dejaron el campamento mestizo, para seguir con sus vidas en el mundo moderno. Perseus, sin embargo, decidió quedarse a vivir allí, entre los campistas, en el hogar que alguna vez fue de Annabeth. Lo hacía sentirse aún cerca de ella. Y como había predicho Leo, y él mismo, jamás había dejado de doler su muerte, pero con el tiempo, se había transformado en algo sordo, que luego de pasar unas noches llorando, podía volver a levantarse, y seguir con su día a día.
De vez en cuando Leo lo visitaba. Esos eran días buenos. Ahora él tenía novia, y sorprendentemente, se trataba de Calipso, una diosa menor, hija de Atlas. Estaban enamorados, y Perseus de verdad que estaba feliz por ellos. Pero a veces no podía evitar sentir algo de celos, y extrañar con más fervor a Annabeth, y desear que aún estuviera viva. A su lado, para besarla, abrazarla, hablar o solo estar con ella.
Había pensado en formas de revivirla por supuesto. Pero no existían, no sin crear una guerra u otro caos con Hades. Y eso, era algo por lo que no quería volver a pasar.
Era viernes, y era el día en el que Annabeth había muerto hace doce años atrás.
Perseus se encontraba sentado bajo el toldo de la Casa Grande, mirando los campos de fresas jugosas, brillar bajo el caluroso sol de verano; cuando en eso, oyó pisadas provenir desde el costado de la casa, un conjunto de cuatro patas, que supo inmediatamente a quien pertenecía.
—Hola, Quirón —saludó, luego de haberle dado un sorbo al vaso de jugo de uvas que tenía en la mano—. ¿Qué tal tu viaje a la ciudad?
El viejo centauro, apareció en su campo de visión. Alto, con canas, y un carcaj lleno de flechas en la espalda. Se veía cansado, pero inusualmente satisfecho.
—Ha sido un éxito —contestó sonriente, al mismo tiempo que se servía también de un vaso de jugo de uvas, y se la terminaba de un tirón—. Ojalá nos hubiese acompañado. Siempre te lo digo, sería bueno para ti conocer más del mundo exterior.
—Estoy bien aquí —Perseus se encogió de hombros—. No me necesitan. Y yo no necesito nada del mundo exterior.
Quirón bufó una risita, y poco a poco, volvió a colocar sus patas dentro de una silla de ruedas mágicas, para convertirse en un desvalido hombre con piernas de plástico.
—Hoy es el día...
—Sí —lo cortó él.
—¿Cómo lo llevas?
—Sigue doliendo, pero supongo que ya no tengo ganas de quitarme la vida. Ser útil en el campamento mestizo, me dio otra razón para seguir existiendo. Una débil. Pero la suficiente.
—Has sido muy fuerte, Perseus, dios de las mareas y los náufragos —citó Quiron lentamente, lo que le extrañó pero no hizo preguntas—. No infravalores lo que has logrado aquí. Gracias a ti, muchos campistas se han salvado y tu aura es tan poderosa que mantiene a los monstruos alejados de esta zona. Funcionas mejor que cualquier barrera.
—Nada me complace más, que proteger lo que Annabeth alguna vez amó —murmuró, y sonriendo débilmente, le dio otro trago a su jugo.
—Sí —Quirón suspiró— Y tal vez por eso, los dioses te han recompensado.
Perseus lo miró con confusión. El viejo centauro sonrió más ampliamente, y apuntó con el mentón hacia afuera.
—¿Puedes ir a la enfermería, Perseus? —le dijo— traje a nuevos semidioses que habían estado luchando contra una manticora. Varios de ellos salieron lastimados, ¿puedes sanarlos? Solo por esta vez. Son niños y están asustados..y con dolor, les resultará más difícil relajarse aquí.
A Perseus le pareció raro que Quirón fuera amable con un par de semidioses, normalmente dejaría que se curaran en el modo habitual con hidromiel y néctar; diciéndoles que el dolor es bueno. Sin embargo no dijo nada, asintió vagamente, y dejando su vaso sobre una mesa de hierro; se levantó y se encaminó hacia la enfermería donde los hijos de Apolo debían estar trabajando también.
En el camino, Perseus saludó a varios campistas veteranos, o los que ya habían pasado un año aquí y lo conocían. Se obligó a no detenerse a hablar con ellos, y siguió su trayecto hasta que se encontró ingresando bajo un toldo blanco, puesto al costado de la cabaña de Apolo, como enfermería improvisada para los campistas.
Los hijos de Apolo iban de aquí y allá, atendiendo a los nuevos semidioses que habían llegado hoy con Quirón. Perseus dio un repaso general por todo el lugar, y luego, todo el aire se esfumó de sus pulmones como si alguien lo hubiera lanzado bruscamente contra el mar de vuelta.
Así que por esto es que Quirón le había mandado aquí.
En el fondo, semiacostada en una camilla, se hallaba una niña que aparentaba los doce años, sosteniéndose el tobillo que, por su expresión adolorida, parecía que le dolía. Y tenía el pelo rubio como una vez lo tuvo ella, del mismo color dorado como la miel, y ondulado en una floja cola de caballo. Sus rasgos eran bonitos, suaves y redondos por la juventud, pero si no se equivocaba...
—Hola.
Ella alzó la mirada al instante, y el corazón de Perseus se detuvo. También poseía unos grandes ojos grises, que resaltaban en su bonito rostro como perlas.
Había caminado silenciosamente hasta llegar junto a ella, pero antes de hacerlo, Perseus había cambiado de apariencia. Hace mucho que no lo hacía, y por un momento pensó que se había olvidado de cómo hacerlo. Pero luego notó que empequeñecía, que las cosas se volvían más grandes. Y ahora era un niño de 12 años otra vez, como una vez lo fue hace años, cuando Annabeth lo conoció por primera vez, en aquella isla luego de salvarla, y en aquellos tiempos de Atenas, cuando él era un simple esclavo.
—Hola —le contestó, y el corazón de Perseus dolió al oír su voz, suave y cálida, casi parecida al del pasado. Luego formó una mueca, y Perseus rápidamente se movió para poner una mano sobre su pie. Ella soltó un brinco en respuesta— ¡Está frío! —Lo miró con algo de resentimiento—. Tu mano está fría como el mar.
Él sonrió.
—Lo sé.
Curó el pequeño esguince que tenía su tobillo en un santiamén. Y de forma imperceptible, sus labios mostraron la sombra de una sonrisa, cuando, al tocar su piel, notó que esta le resultaba familiar, y suave, como alguna vez lo fue.
Estaba tan feliz que de nuevo dolía.
No quería crearse esperanzas y desilusionarse. Pero ella era... demasiado idéntica. ¿Sería el destino tan malvado o amable?
—Te ves muy joven para ser doctor. ¿Eres hijo de Apolo? —preguntó ella, viendo asombrada a la vez, como podía volver a mover su pie sin más dolor.
—No, soy hijo de Poseidón —le contestó, y luego se la quedó mirando, por demasiado tiempo, y muy intensamente para que fuera extraño. Y que si le pasaba a él, ya le hubiera dado un puñetazo al rarito.
Pero no podía detenerse, no podía apartar los ojos de su rostro. Sus ojos grises, plateados, llenándolo de esperanza otra vez. Su pelo rubio como el cobre. Sus pequeños labios, su piel bronceada, y su nariz con pequeñas pecas por el sol. Tenía la ropa andrajosa y sucia, pero se veía muy bonita, y adorable. Y estaba haciendo un gran esfuerzo para no abrazarla y mimarla.
Él quería estirar la mano y tocarla. ¿Ella también lo reconocía en su forma de doce años? ¿En algún rincón de su alma? ¿Sentía que había llegado a él, para salvarlo nuevamente de su soledad y dolor?
—Me resultas familiar —dijo ella de pronto, y el corazón de Perseus empezó a dar brincos fuertes dentro de su pecho. Jamás pensó que volvería a sentir algo así en su interior. Una felicidad incalculable lo estaba embargando.
—Tal vez nos hemos visto alguna vez —probó Perseus tentativamente, sin poder evitar la sonrisa de idiota que empezaba a curvar sus labios—. ¿Cómo te llamas?
Ella lo estaba estudiando muy fijamente, con sus ojos analíticos, y su ceño muy fruncido. Y era, la familiaridad de ella, tan refrescante como las corrientes del mar. Hizo lo que nada ni nadie pudo en este mundo, calmar el dolor en su corazón. Mitigarlo, hasta que desapareció, al fin.
—Annabeth —dijo ella, y Perseus no pudo contener su carcajada a tiempo, cuando escuchó otra vez ese hermoso nombre de su portadora. Se rio por largo tiempo, para sanar por completo su corazón vibrante ya de júbilo—. ¿De qué te ríes? —inquirió enojada— ¡no es un nombre feo!
—No —negó con la cabeza, mientras se quitaba las lágrimas de felicidad de los ojos—, definitivamente no lo es. Es único y especial como tú.
—Más te vale —contestó Annabeth, poniendo un mohín, que no ocultó el sonrojo que afloraba sobre sus pómulos.
Perseus inhaló hondo. Parecía que era el primero desde hace 12 años. Solo el amor de su vida, desde las tierras antiguas, podrían tener tal poder sobre él. Y nada más, le parecía más adecuado.
—Mucho gusto, Annabeth —inició el Dios de las mareas, con suavidad, y un matiz de devoción inconfundible con la fuerza de todos los océanos—. Yo me llamo Percy... Percy Jackson.
>>Bienvenida al campamento mestizo.
¡Nos vemos en el epílogo!
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