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τέσσερα

El viento caluroso y sofocante, alzaba nubes de polvo del suelo, que iban a parar contra los ojos de Perseus, dejándolo ciego e irritado a ratos. De vez en cuando, dejaba caer la pala con la que araba la tierra, con gran rabia, y llevaba las manos contra las cuencas de sus ojos para frotárselas con gran ahínco hasta que manchas luminosas aparecían en su campo de visión como luciérnagas volando.

Había transcurrido un mes desde que había sido comprado. Y los días, contrario a cuando era libre, se habían sentido lentos, agónicos, y exageradamente latosos. Ahora tenía callos alrededor de los pies y las manos, su piel tenía casi el mismo color que la tierra oscura con la que trabajaba, (por sucio o por haberse quemado, quién sabe) y su pelo había crecido tanto hasta convertirse en un nido enmarañado y crespo.

Antes, su persona podía diferenciarse fácilmente de los demás esclavos, ahora, su nuevo aspecto, delgado, demacrado y desolado, lo convertía en uno más del montón. Como si finalmente lo hubieran sometido y acorralado dentro de un corral. Y aquello, le enervaba la sangre como nadie se imaginaba. A pesar de eso, en algunos días, a cierta hora de la tarde, Perseus encontraba un mísero alivio que le embargaba el corazón en contra de su voluntad, y era cuando; la hermosa hija de su amo aparecía para traer agua a sus esclavos.

¿Por qué lo hacía? O, ¿qué buscaba viniendo con ellos casi todos los días? Perseus no podía saberlo. Pero de lo que sí estaba completamente seguro, a estas alturas, es que nunca había visto a una niña más bonita como aquella; y se sentía culpable por pensarlo, por caer en tal superficialidad, sin embargo; cuando lograba ver su silueta acercándose desde la distancia, recortada por el sol y el viento haciendo volar sus ligeros ropajes, (dejando entrever algo de sus suaves y bronceadas piernas), no podía hacer nada para evitar que sus ojos se quedarán allí impregnados, hasta que ella hiciera contacto visual y tuviera que apartar la mirada avergonzado. 

Hoy era uno de esos días, en que ella aparecía cargando con una jarra de cerámica llena de agua fresca entre sus brazos. Y como siempre, la joven ateniense sirvió del líquido vital a todos los esclavos, (quienes se lo agradecieron con inclinaciones pomposas) y dejó a Perseus para el final, quien lo estaba esperando ya, cerca del acantilado, con el mar Egeo imponente a sus espaldas. 

Perseus recostó su pala contra el costado de su cuerpo, y la esperó con la frente en alto. Cualquier otro esclavo hubiera corrido a ayudarla, o  acortar la distancia como lo habían hecho los demás. Pero él no. Se quedó donde estaba. Si ella quería servir, que lo hiciera bien entonces. "¡Que me sirva al menos por una vez en la vida esa niña rica!" —pensó, a sabiendas de que su orgullo incoherente hablaba.

Ella se detuvo delante de él, y con una mirada gris, sin emoción, como una moneda de plata; le pasó la jarra con agua, que poco de esta ya tenía. Perseus la agarró, con las dos manos, sus dedos rozando ligeramente los suyos, limpios y más suaves. Hicieron contacto visual por un microsegundo, y entonces él bebió. A propósito con parsimonia, y su corazón latió más deprisa, de forma dolorosa, cuando en un arranque de curiosidad al tener los labios libres, preguntó:

—¿Tu padre sabe que estás sirviendo a esclavos? 

Un silencio algo largo resultó luego de eso, en el cual ella ladeó ligeramente el cuello hacia un lado, mientras miraba a Perseus con abierta curiosidad; ya que este le había tuteado sin pedir permiso. Y él, no pudo evitar notar que su pelo brillaba como oro inmaculado debajo de los refulgente rayos del sol, y que sobre sus brazos y piernas, el suave vello rubio parecía crear un halo dorado sobre su piel, dándole una apariencia casi etérea.

—No… — empezó, luego se interrumpió así misma—. Creo que no, — corrigió— debe de pensar que estoy pasando los días con mi prometido. O no me dejaría salir de casa de otro modo. Ya sabe, una mujer debe cuidarse de las habladurías, pero los hombres deben enorgullecerse de los suyos.

Perseus se quedó callado y aprovechó para sorber más tragos de agua mientras meditaba sus palabras. Volvió a mirarla, esta vez sin disimulo, primero escrutó su rostro joven, y después, descendió sus ojos hasta sus pechos poco formados, los cuales eran solamente pequeñas protuberancias sobresalientes debajo de su quitón.
Era una niña en toda regla aún, Perseus descubrió, ni siquiera tenía las caderas de una mujer aún.

—¿Cuántos años tienes? — preguntó aún así.

—Doce — le respondió, y parecía ligeramente sorprendida de que un duolos como él, le estuviera hablando y observando con tanta libertad—. ¿Y usted?

—Lo mismo que tú, y deja la formalidad que me pone nervioso — Dijo, con una brusquedad que no había planeado usar. Trató de calmarse y añadió—: No es de mi incumbencia, ¿pero no eres muy joven para casarte?

—¿Lo soy? — Ella frunció ligeramente el ceño, desconcertada—. La edad para casarse en Atenas es de trece a quince años. Es lo normal.

—De donde vengo, no. Además, ese hombre te dobla la edad. Podría ser tu padre, o tu tío. ¿Estás tan enamorada?

—¿Enamorada? — repitió, en tono burlón, luego echó una pequeña risita—. El casamiento en Atenas es simplemente para garantizar la continuidad de la estirpe. Además, si la mujer aporta un buen dote, es aún mejor.

—Pero… — Perseus estaba indignado, apenas podía hablar— no entiendo, ¿por qué casarse tan joven?

En principio, ella no contestó, le quitó la jarra de cerámica de sus manos, y la abrazó contra su pecho como si fuese un escudo. Sus ojos miraron hacia el mar, y el viento hizo mover sus mechones rubios como las velas de un barco. Perseus contuvo las ganas de meter gentilmente un mechón tras su oreja, y de mirar hacia abajo, cuando la falda de su quitón se levantaba más de lo debido.

—Una esposa, debe de poseer dos cualidades esenciales —inició Annabeth —: pureza dinástica y fidelidad. Los sabios dicen, que las mujeres no pueden controlar su deseo carnal cuánto más mayores son, y la fidelidad se asegura por parte de una mente joven e ingenua. Así que, nuestros padres nos buscan marido antes de que nos echemos a perder. Es así de simple.

—La fidelidad nace del amor — Perseus habló con furor, y ella volvió a mirarle, de esa forma inexpresiva y ligeramente confusa; como si él fuese una máquina difícil de entender. — ¿Sabes lo que te espera si unes tu vida con ese degenerado, verdad?

Ella contestó, sin emoción:

—Probablemente, me veré obligada a vivir con las demás concubinas que me procedan, y ocasionalmente, a compartir techo con prostitutas. Y lo que haría Achilles, mi marido en el Andrón, jamás deberá importarme.

—¡Que repugnante!

—No lo digas frente a mi madrastra, o te azotará salvajemente —Annabeth contestó en su lugar, pero no negó su declaración. — Es así, para nosotras. ¿Acaso puede haber una vida distinta para una mujer en este mundo?

—Sí— Perseus contestó sin dudar— La hay. 

Ella quitó sus ojos del mar, para luego posarlos sobre los suyos. Se encontró cautivado en su mirada, en su rostro, en su piel brillante y dorada, y finalmente, preguntó la duda que le había carcomido durante todo un mes.

—¿Por qué sirves a los esclavos?

Ella volvió a apartar la mirada, sus mejillas adoptando un poco de color.

—Es una excusa…— titubeó—. En realidad, sólo vengo por ti.

Y Perseus se sintió ruborizar debajo del sol también.

Ella le sonrió vagamente, con mofa.

—Ya ves, —continuó, sus ojos entrecerrándose un poco—  mi generosidad resultó tener intenciones egoístas. Típico de un ateniense — echó una risita y concluyó—: ¡Cuánto has de odiarnos!

—¿Por qué? —inquirió entonces.

—Porque tú eres igual que yo. Hijo de un Dios. ¿Puedes culpar mi curiosidad hacia ti?

Perseus se dio una pausa, dejándose llevar por el estupor, y por un momento, lo único que pudo hacer fue abrir y cerrar la boca, antes de poder encontrar su voz de nuevo.

—Los Dioses no existen — sentenció, y cogió con fuerza la pala entre sus manos, como buscando algo de soporte.

—Y aún así, tú estás aquí — Annabeth le contestó, divertida—. Nosotros somos la prueba.

—Dices cosas absurdas —Perseus negó con la cabeza, y acto seguido, se dispuso a volver a arar la tierra delante de él—. Ya que, déjame seguir trabajando, y tú deberías volver a tu cuna de oro antes de que las habladurías vuelen hasta los oídos de tu prometido.

Sintió asco al decir "prometido" pero no había de otra; aunque lo repitiera cien veces, jamás se acostumbraría a la idea de aquella niña, casándose con un viejo asqueroso. Luego de un momento, por el rabillo de su ojo, la observó retroceder lentamente, dando un paso a la vez. Pensó que se daría la vuelta y se marcharía sin despedirse, pero entonces, su voz le sorprendió una vez más al decir:

—Por cierto… Sé que piensas intentar escapar.

Perseus detuvo sus movimientos de súbito, tragó saliva, nervioso, y después, movió un poco la cabeza para mirarla de reojo. ¿Lo iba a amenazar? Entonces, algo aún más hilarante.

—Has dicho… que sí puede haber una vida distinta para una mujer…

—No fui más que sincero — Perseus se encontró respondiendo apresuradamente, con el corazón latiendo más alocado.

—Ya veo— ella asintió, y añadió, con una pequeña vocecita — Si acaso logras huir... y si tal vez yo…

—Sí— confirmó, sin necesidad de que ella terminara su oración, porque sus ojos grises ya le habían dicho todo por sí solos. Sí, mil veces, quiso decir otra vez; y le sonrió— Claro que sí.

Annabeth se quedó de pie un rato más delante de él. Su mirada, que antes había parecido como la de un muerto, ahora brillaba ligeramente, con el suave color de la esperanza apenas contenido. Ella pestañeó, y trató de controlarse, con el temor sustituyendo algo del bonito color vivo que no podía del todo ocultarle.

Al final, luego de soltar un largo suspiro, ella volvió a serenarse.

—Nos vemos, Perseus — se despidió de él, y le regaló una cálida sonrisa, que hizo sentir a Perseus; que todo lo que había sufrido, había valido la pena, solo para terminar aquí.

¿Ridículo, no?

—Adiós… — al final le dijo también, y ella se encaminó para regresar a su casa.

Sin embargo, a mitad del camino, Annabeth volvió a mirar hacia atrás.

Para Perseus, ahora la esperanza tenía color: un suave gris metálico.


Saludos, humanos. Nuestra mini historia llega a su fin 😢✌ Denle amor antes de que sea tarde.

No olvides votar y comentar :3/ ❤ Bye

Psd: ¿Se nota que he estado leyendo libros de 1920 para escribir este cap? Jajajaa quería sonar refinada.

Psd2: :( Le extraño a mi novio. Puta cuarentena. Bye

Psd3: y a las hamburguesas :(

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