πέντε
Annabeth se había pasado desde la mañana en el gineceo (la habitación de la casa destinada a las mujeres para que se encargaran exclusivamente de las tareas domésticas en un espacio recluido), y ya era de tarde, con el sol tirando lengüetazos naranjas en el horizonte, cuando finalmente pudo escapar de allí para ir en búsqueda de su padre a hacerle compañía.
Y ese era el primer motivo por el cual iba, el segundo consistía, en ir para estar cerca del esclavo de ojos verdes, aunque sólo fueran unos minutos para mirarlo desde lejos. No podía evitarlo, buscaba cualquier excusa para estar cerca de él. Al principio había sido por pura curiosidad, ella jamás había visto a otro semidiós tan cerca y se había descubierto maravillada por él. Pero luego, aquella curiosidad fue transformándose con el tiempo en otra cosa… en algo más... cálido y problemático.
Annabeth tenía la escasa sospecha de que ellos se encontraban trabajando en el taller, cuya habitación se encontraba a las afueras de la casa, abierta; para que cualquier ateniense tuviera la confianza de acercarse a su padre a pedirle ayuda cuando quisiera. Ya sea para una nimiedad como para un gran problema con una maquinaria importante. De eso se trataba el trabajo de su padre en general, de reparar, mejorar, de crear nuevos inventos para que sirviera a la sociedad. Por lo que era prácticamente, por lejos, el hombre más importante de la ciudad y su reputación siempre había sido intachable.
Entró en el taller, y a pesar de no tenerlo permitido por ser mujer, su padre apenas verla la saludó con gran alegría:
—Hija mía, qué bien que vengas a visitarme, ¿se te ofrece algo?
—No, padre, descuida— contestó, en tanto sus ojos vagaban por toda la habitación tratando de encontrar al pequeño esclavo. No lo vio, era extraño, y Annabeth dudaba que se escondiera en las fraguas...
Y también, estaba siendo peligrosamente obvia sin darse cuenta.
—No está aquí— su padre volvió a hablar, esta vez, sin lucir su cálida sonrisa en el rostro. Annabeth reconoció inmediatamente esa expresión, era la que presagiaba castigos y un montón de cosas malas. Se le heló la sangre mientras lo oía—: Lo mandé a traer agua del pozo de la plaza. Debería volver en un par de minutos.
—¿Quién, padre? — preguntó Annabeth, intentando fingir confusión mientras su pulso sufría una ligera turbación por el miedo a ser descubierta—. Solo buscaba algo que limpiar. ¿De quién hablas?
A Annabeth no le gustaba mentir, es mas, lo odiaba, puesto que no le encontraba sentido alguno a hacerlo. Creía que era una pérdida de tiempo y siempre había sido partidaria de la honestidad o el silencio. Pero esta vez, tuvo que recurrir a falacias, por el bien de su porvenir. Ya que no era bien visto que una mujer hablara con otro hombre en Atenas, y mucho menos con un esclavo (una cosa muy inferior a ella) si alguien la descubría iba a estar en serios problemas. Menos mal Achilles se había calmado aquel día cuando la descubrió a lado del esclavo, haciéndole creer que solo fue una coincidencia, cuando en realidad Annabeth lo veía casi todos los días desde entonces.
No había podido evitarlo, Perseus era simplemente, un niño tan mono, con ojos tan hermosos que siempre le sacaban el aliento como si se hubiera hundido en sus profundidades oceánicas. Y no sólo eso, todo en él resultaba tan interesante: su forma de hablar, de pensar, de comportarse. También sus raíces, de dónde provenía, ¿qué hacía antes de acabar aquí? Perseus le había dicho que fue un pescador, trabajaba con su padrastro y una amiga llamada Scylla antes de que los persas llegaran... Le contó también, que su padrastro para salvar su propio pellejo: Los vendió a él y a su madre por solo un par de monedas.
Todo era tan fascinante para ella, pero sabía que su padre no pensaría lo mismo. Así que Annabeth le dio la mejor de sus mejores caras de mujer tonta para su padre, y ahora él, fruncía suavemente el ceño con confusión.
—El niño. El esclavo. A veces me ha parecido que tú... — inició, y se detuvo, su padre dejó salir un largo suspiro, a la par que agarraba una extraña herramienta para lograr abrir un aparato que Arquímedes se lo había confiado mientras él iba de viaje por unos días. Supuestamente, la cosa era muy valiosa (o eso ella había oído, se preguntó qué hacía el objeto para que lo fuera)— Olvídalo, hija —continuó, volviendo a llamar su atención—. Sé que a pesar de tu edad, eres una niña muy inteligente. Por lo que confío que no estés haciendo nada para dañar el honor de la familia.
—Claro que no, padre. Sé cuál es mi lugar en este mundo— dijo con amargura, mientras se imaginaba otros ojos que la miraban de forma tan distinta al resto de los atenienses, unos ojos verde mar que la contemplaban como a una igual a su lado. Eso quería. Eso deseaba, Annabeth. Ser una igual con los hombres. A pesar de que decirlo en voz alta le valdría un par de azotes—. Jamás haría nada que perjudicara vuestro honor, padre.
Y por eso iba a huir, porque estaba harta de ser menos que un burro de carga. Ella era inteligente también, podía crear cosas iguales o mejores que los hombres. ¿Por qué solo tenía que casarse? ¿Por qué no podía elegir? ¿Por qué no podía aspirar a nada más que dar hijos y limpiar los trastes?
—Discúlpame. Solo soy un viejo casi ciego. He imaginado cosas que no son —finalizó su padre, regalándole una sonrisa amable.
—Está bien— asintió Annabeth, mientras un sudor frío le recorría la espalda—. Pero aún no entiendo de qué me hablabas...
—Nada, nada, hija. Sólo… sólo una idea horrísona que se me ha metido en la cabeza. Déjalo en el olvido.
Annabeth tragó saliva, y volvió a asentir como una niña de bien. Entonces, mientras se disponía a curiosear los nuevos y raros objetos que los ciudadanos le habían dejado a su padre (otro de los motivos por lo que le gustaba venir aquí: hallar nuevos artilugios que le abrían la mente de maravillas), Annabeth empezó a reprenderse así misma por no haber sido más cuidadosa con sus gestos y andares, puesto que aunque su padre se había desmentido así mismo, ahora ya existía la semilla de la duda.
Y esperaba realmente que nunca germinara.
De forma distraída, Annabeth agarró una jarra hecha de plata de encima de una mesa de madera llena de polvo y artilugios, y empezó a estudiarla con leve aburrimiento. Soñaba en silencio, en las cosas que quería lograr si tuviera la posibilidad de hacerlo, cuando de pronto, al virar la cabeza solo para mirar por inercia hacia la plaza, logró distinguir al pequeño esclavo volver hacia donde se encontraba ellos con zancadas largas y rápidas. Cargaba un jarrón de cerámica entre sus manos bronceadas e incluso desde la distancia, Annabeth pudo sentir sus ojos marítimos posarse sobre los suyos mientras apuraba su andar.
Y Annabeth podría ser muy inteligente para su edad, pero seguía siendo una niña, y las niñas cuando se enamoran, simplemente no podían ocultarlo bien. Mucho menos delante de los progenitores que conocían hasta el más mínimo gesto de sus hijos.
—¡Annabeth! — la reprendió su padre de improviso, y ella del susto, dejó caer la jarra al suelo con un fuerte estrépito—. ¡Esa no es forma de…!
Algo llamó la atención de su padre enmudeciéndolo de golpe, entonces, volteó la mirada, y apenas halló el objeto de su distracción, Annabeth observó los ojos de su padre abrirse de par en par por el estupefacto y farfulló: "¿Pero qué hace...?" Annabeth giró su cabeza también, justo a tiempo para ver al imbécil de su prometido (acompañado de su pequeño hermano y otros compinches), arremeter violentamente contra la espalda de Perseus con un látigo largo de cuero que acababa con una hebilla afilada.
Y Perseus no pudo esquivarlo. Fue un ataque puramente alevoso, por lo que recibió el azote con todo el impulso del brazo de Achilles sobre su omóplato. La fuerza del impacto, su conmoción, el dolor, todo eso bastó para hacer caer a Perseus sobre sus rodillas, quien además, dejó caer el jarrón de cerámica que cargaba en brazos, el cual se rompió en miles de pedazos apenas tocó el suelo y derrochó todo el agua que había acumulado.
Perseus levantó la mirada, sobrecogido por la confusión y el asombro, vislumbró unos segundos a Achilles, y luego apartó la mirada velozmente para recibir el siguiente latigazo con la nuca en vez de la cara. Soltó un corto grito de dolor, y se llevó la mano a la herida con ojos desorbitados. Los amigos de Achilles se rieron a su alrededor, y a continuación, sostuvieron al pobre esclavo de los brazos y piernas para que no pudiera moverse de nuevo con el siguiente ataque. Perseus gruñó como un animal apresado, pero eran demasiados, y solo recibió una patada en el costado para mantenerlo sumiso.
El pecho de Annabeth se llenó de aprehensión, y al segundo siguiente, ella ya estaba corriendo hacia ellos, ignorando los gritos de advertencia de su padre sobre mantenerse al margen. "Ya estoy harta de estar al margen", pensó, y cuando Perseus recibiría el tercer latigazo cruel de su prometido, Annabeth se puso en medio y recibió en su lugar, el duro golpe de la hebilla en su cuello y hombro. Perseus gritó con enojó, y ella cayó al suelo desparramada, ahogando un grito de dolor mientras sentía la piel en carne viva donde la habían azotado.
A lo lejos, oyó a su padre vociferar iracundo:
—¡¡Qué demonios, Achilles!! ¡Qué demonios haces tocando a mi hija y a mi esclavo! — llegó hasta ellos, con las mejillas ruborizadas de cólera—. ¡Tú no tienes ningún derecho! ¡Puedo colocarte una gran deuda por esto y lo sabes!
—¡Usted la vio, Andor, se puso en medio del látigo y el esclavo! ¡¿Y sabe por qué?! — devolvió su prometido, en tanto Annabeth y Perseus compartían una mirada de preocupación el uno por el otro, sin importarles ser descubiertos en ese momento—. ¡Sólo véalos, Aldor! ¡Vea cómo estos dos se están mirando ahora mismo en mi presencia!
—¡Tal vez sea porque le has abierto la piel al esclavo de mi padre! — gritó Annabeth, consiguiendo fuerzas de donde no sabía—. ¡¿Por qué haces esto?!
—¡A callar mujer! ¿Qué tu padre no te educó bien? ¡No se habla en presencia de hombres!— le reprendió Achilles, haciendo el amago de darle otro latigazo (lo cual le enervó la sangre)—. Además, deberías estar besándome los pies y pidiéndome perdón, niña. ¡Ya he oído que te has dejado llevar por tus instintos carnales! ¡Y con esta mierda de cosa!
Annabeth estaba patidifusa, su padre por suerte, la defendió en su lugar:
—¡No te atrevas a calumniar tan descaradamente a mi hija, Achilles! La conozco, jamás haría tal cosa.
—¡Ella se ha estado reuniendo a solas con el esclavo a afueras de la ciudad, Aldor! ¡Le ha estado llevando agua religiosamente todos los días mientras ésta basura trabajaba en el campo! ¡Já, vaya excusa para revolcarse con el! — Finalizó, con la voz llena de mofa—. ¡Sí no me cree, preguntáselo a tus demás esclavos! Ellos son testigos.
—¿Qué? Eso… eso es mentira…. —su padre titubeó, luego miró a su hija con el comienzo de una expresión furiosa—. Annabeth, me decías que llevabas agua a los ancianos de… — sus ojos dejaron de verse defensivos de repente.
Y desde el fondo, saliendo del interior de la casa en ese momento a causa de todo el griterío: oyó a su madrastra preguntar: "¿Qué está pasando aquí?"
—Padre… —inició Annabeth, bajo las miradas de todos los mirones de la plaza que habían empezado a acercarse— papá, juro que no he estado haciendo nada malo… sólo les llevaba agua…
—¿Lo ve? ¡Lo admite! —la interrumpió Achilles con furor— ¡Este esclavo ha deshonrado a tu hija, Aldor! ¡A mi prometida! ¡Exijo la muerte de este doulos!
—¡NOOO! — Annabeth no pudo evitarlo, sus labios soltaron un fuerte rechazo ante el pedido, provocando la sorpresa e indignación de todos los presentes. ¡¿Una ateniense protegiendo un esclavo?! ¡Era horripilante! — ¡Papá, no hemos hecho nada! ¡Lo juro por Zeus y todos los Dioses existentes! ¡No ocurrió nada! ¡Sigo siendo casta! ¡Por favor!
—Amo —empezó Perseus— puedo prometerle… — y fue silenciado, por una mano colocada sobre su boca con fuerza.
—Qué no hable, las palabras de un esclavo son solo mierda— dijo Achilles, apretando el látigo en manos.
—Annabeth, me has decepcionado— su padre le dijo, negando lentamente con la cabeza.
—¡¿Por qué no puedes creerme?! — chilló Annabeth, de pronto harta de ser menospreciada, tan cansada de siempre ser considerada una estúpida nada más—. ¡¿Por qué siempre que hablo contigo pareciera que hablo con una pared?! ¡¿Por qué demonios mi voz no puede ser tan importante como la de un hombre?! ¿Por qué tienen que asfixiarme tanto con sus estúpidas costumbres de anciano? — susurró, abruptamente tan débil y desesperada— ¡¿Por qué siquiera tengo que dar explicaciones de lo que hago sólo por ser mujer?!
Lanzó las palabras que salían del fondo de su corazón frente a todos, y ellos la miraron, solo con más decepción y repulsión.
—¡Está fuera de control! — exclamó su prometido, mirando a Annabeth horrorizado—. ¡Este demonio le ha lavado el cerebro! ¡Ha deshonrado a mi prometida y además la ha enloquecido con ridículas ideas! ¡¿Qué hará, Aldor?!
Pero su padre no contestó, sus labios titubeaban indecisos y no podía hacer otra cosa más que mirar a su hija con inmensa aflicción. Lo cual, rompía aún más el corazón de Annabeth, puesto que la miraba con tanta tristeza, que se preguntó si verdaderamente había perdido la cordura por hablar tanto con un esclavo. Pero no, una parte de su ser, siempre le había dicho que ella tenía tantos derechos como cualquier ciudadano ateniense. Que Perseus se lo confirmara, había sido tan liberador como respirar aire fresco del mar.
—Hay otra forma de solucionarlo, mi amor— fue su madrastra la que habló de repente, quien ahora estaba de pie cerca de su padre, mirando a Annabeth desde lo alto; y recién entonces, ella se dio cuenta que seguía postrada en el suelo, y la imagen que estaba dando debía ser de lo más patética—. Une a tu hija con Achilles en un engué, solo de esa forma, podrás salvar el poco honor que le queda a tu hija.
Engué: unión parecida a matrimonio. Antes, no existía la palabra matrimonio. Alv. Pero me valeverga igual lo uso gg
—¿Qué? — profirió su padre, pálido—. Pero aún no cumple los trece…
Perseus a su lado, se zarandeó inútilmente con violencia, pero no logró soltarse. Sus ojos brillaban con odio.
—¿Qué no falta unos poquísimos meses para que los tenga? — su madrastra sonrió con condescendencia, haciendo un gesto de desinterés con los dedos—. Cásala, esposo mío. Claro, si es que Achilles todavía la quiere.
—Supongo que podría aceptarla aún —respondió Achilles, con falso sentido del deber—. Es lo que un hombre honrado hace después de todo, tratar de salvar el honor de una mujer manchada incluso poniendo en peligro la suya propia…
—Papá, papá, por favor… — suplicó Annabeth, con las lágrimas empezando a fluir por sus mejillas. Porque había visto a su padre considerarlo, porque le rompía el alma ver que su querido padre estaba pensando deshacerse de ella tan fácilmente—. No me des a ese hombre. Por favor, te lo ruego, no quiero…
—Annabeth… tú me has obligado a tomar esta decisión, tú te has hecho esto, no yo—su padre dejó salir un suspiro tembloroso—. Es tu culpa.
—Papá, por favor, por favor haré lo que quieras, pero no me regales así… No seas tan cruel, por favor…
Jamás sintió tanto dolor, tanta desesperación, jamás habló con tanto ruego, y aun así, su padre no la escuchó como siempre. Porque nunca la oyó verdaderamente, ¿por qué ahora iba a ser diferente?
—Mañana mismo, apenas saliendo el sol, Annabeth, te convertirás en mujer de Achilles y te irás a vivir con él— sentenció sin pesar, y acto seguido, le dio la espalda a su hija, y a sus súplicas, y se encaminó hacia su casa con zancadas débiles y apresuradas: Aquel era el andar de un hombre destrozado. Lamentando el destino inevitable de su pequeña mas que de su honor dañado.
Dejó a su hija sola, desamparada para los verdaderos malvados. Y Achilles aprovechó, se agachó y le susurró en el oído:
—Mañana, dulce Annabeth… —le acarició el pelo con un dedo, y ella se apartó de un movimiento violento. Achilles sólo se rio, y dijo—: Tranquila, limpiaré el río que corre entre tus piernas, querida. Lo haré mío, así cómo debió ser desde un inicio.
—¿Y qué haremos con este, hermano? — preguntó su hermano menor.
Achilles miró al esclavo, y escupió cerca de sus pies.
—Por hoy, déjenlo suelto… ya mañana cuando la tenga a ella segura en mi lecho… — no acabó su oración, pero sonrió de forma perversa, y Perseus supo que no era nada bueno para él.
Annabeth contuvo las náuseas, y no dejó de temblar a pesar de sentir a su prometido irse junto a sus amigos y su hermano pequeño (quien había estado estirando a Perseus del pelo con sus manos sin que nadie pudiera evitarlo) Perseus fue lanzado al suelo violentamente, se le dio dos patadas en el estómago y finalmente se marcharon. Los demás a su alrededor pronto le siguieron para seguir con sus quehaceres cotidianos con un nuevo chisme para distraerse. En cuanto a su madrastra, ésta envió una mirada de superioridad a Annabeth, y después se marchó en dirección a su casa sin mediar más palabra.
A Annabeth no le sorprendió, sabía que esa mujer la odiaba en secreto y desde hace años había buscado una excusa para deshacerse de ella. En realidad, la idea del prometido en primer lugar, había sido suya. Su padre sólo había logrado atrasarlo diciendo que era muy joven para unirse a un engué. Ahora, ya no tenía ni siquiera su apoyo. Estaba perdida. Había sido regalada, cruelmente tirada a los brazos de otro hombre y... entonces Annabeth y Perseus compartieron una mirada, y solo con eso, ambos lo entendieron:
Pronto o nunca. Ellos debían huir hoy mismo a la noche.
De: Paris_lec_0045 ¡Gracias, beibi por el dibujo (y sí, el beibi mal escrito es a propósito locos de la ortografía). Psd: amo a sombritas ajajajajaj
Espero que les haya gustado el capítulo, nos vemos en "No seamos otro cliché amor" ♡
Recuerden que estos capítulos están relacionados con la otra Annabeth moderna.
Así que si se saltan estos capítulos luego no entenderán ni un huevo el final :) bye ♡
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