002 | El auto
Capítulo dos: El auto
—¡Abrid la puta puerta! —pido con total calma mientras le doy suaves palmaditas a la entrada.
La respuesta de la persona al interior de la casa es la misma que todos los diálogos de Charles Chaplin en sus películas: silencio.
Oh, la jodida Morgan no sabe lo que le va a caer encima.
Y lo digo literalmente.
—Será mejor que te eches para atrás Morgan, porque estoy por tirar esta puerta al piso.
Exacto, dado a que la niñata no coopera, me veré obligado a recurrir a ser un neandertal. Hulk estaría orgulloso de verme en este instante.
—No estoy bromeando —aviso, esperando que entre en razón y abra la puerta. Realmente no quiero hacer esto, así que trato de prolongarlo—. Lo voy a hacer.
Una vez más, Morgan emplea la táctica de un mimo al quedarse callada, haciendo oídos sordos a mis advertencias.
—A la cuenta de tres —retrocedo para tomar distancia de la puerta. Debo tomar vuelo si quiero derrumbarla de verdad.
Trago con fuerza cuando, pasados unos cuantos segundos de gracia, mis anuncios no hacen efecto en Morgan. Aquello solo significa una cosa: Debo invocar a mi cavernícola interior.
Me preparo en posición de corredor y advierto una vez más—: Que conste que tu lo pediste.
Mierda, realmente NO quiero hacer esto y tengo dos buenos motivos para mi negativa:
Esto significaría impulsar el estereotipo masculino de hombre blanco y heterosexual que golpea las murallas cada que se enoja. No gracias.
Va a doler de cojones.
—Uno —me tomo cinco segundos para continuar la cuenta—. Dos...
Vuelvo a hacer trampa y espero otros cinco con tal de que la chica deje de lado su estúpida faceta obstinada y abra de una vez la puerta al infierno.
Spoiler inesperado: no lo hace.
Dignidad, fuiste buena mientras duraste.
—Tres.
Cierro los ojos. Aprieto los puños. Endurezco la mandíbula. Con toda esa preparación a lo Rocky (solo me hace falta beber huevo crudo y seríamos gemelos), suelto un suspiro y...
—¡No lo entiendes! Lo necesito ahora.
Así es. A mitad de carrera, aquel curioso alarido de desesperación me detiene. Es la voz de Morgan, la reconozco. Realmente suena alterada, ansiosa, angustiada. Básicamente, cualquier sinónimo de abrumada, describe a la perfección su estado actual.
El bullicio proviene del patio trasero, el cuál solo se encuentra protegido por una reja de madera antigua en estado deplorable. Parece tener termitas y todo. Algo fácil de saltar para acceder a la casa e invadir propiedad privada.
Me reprimo a mí mismo, primeramente por no haberme percatado de eso antes (me habría ahorrado todo el trauma de ser un toro humano) y en segundo lugar, porque voy a cometer el delito de allanamiento de morada.
Con una facilidad preocupante, me adentro al lateral de la casa, aquel que conduce a la parte trasera de ella. El dueño (o dueña) debería ser más precavido con su seguridad, ¿quién sabe qué clase de gente perturbada puede intentar meterse?
Camino hacia el pasto que se encuentra a unos cuantos metros. Valga hacer el alcance de que se ve muy descuidada esa grama: se ve como un bosque frondoso con ese horrible tono café que cubre las plantas muertas.
Alguien realmente debería hablar con el propietario.
A cada paso que doy, el pestilente olor agobia mis fosas nasales se acrecenta. Lo reconozco como hierba, y una de muy mala calidad. Alguien está fumando.
Al llegar al final del corredor, me asomo para ver la terraza, espacio en el que dos mujeres se encuentran discutiendo: Morgan y una desconocida.
Veo el perfil de la pelirroja mientras se encuentra de pie. Está igual de desastrosa que cuando la dejé. Al momento en que me pidió (ordenó) que la trajera, pensé que se trataría de un lugar dulce y acogedor donde calmarse. No obstante, lo que menos luce ella ahora es cualquiera de esas cosas.
Su compañera, por otro lado, está tan tranquila como si estuviese bebiendo un Daikiri de fresa en medio de una isla paradisíaca del Caribe. Se encuentra recostada en una tumbona, calando el humo del cigarro con total tranquilidad.
¿Es que no se ha percatado de la lunática que está ahí gritándole?
—¡Esto no es un puto juego, Lisa! —reclama Morgan. Tiene los brazos cruzados sobre su pecho. Se nota que está molesta.
Parece ser que la rubia teñida, que hace de chimenea, no quiere cooperar con lo que sea que ella quiera hacer. Es más, luce extremadamente desinteresada al respecto. Eso enerva a la pelirroja.
Pero a mí qué más me da. El que debe estar enervado soy yo, después de todo, es a mí a quien acaban de amenazar a muerte.
—Es serio, ¿no entiendes que...?
Sus palabras quedan volando como nubes en el aire cuando avanzo hacia la terraza con total naturalidad. No tengo tiempo que perder, solo debo entregarle este puto móvil a ella, y luego me piro.
—Vaya, vaya —habla Lisa con coquetería. Me recorre de arriba abajo con total descaro—. ¿Quién es el chico lindo, Morgan? ¿Tú novio?
Al instante en que ella enarca un ceja de manera sugerente, Morgan (demostrando lo mucho que me quiere), esboza una cara asqueada. Por mi parte, soy directo:
—El día en que vuelen los cerdos voy a ser novio de esta loca.
Uno esperaría que la pelirroja luzca dolida o que siquiera lo tome con una ofensa. No obstante, su reacción es rodar los ojos y arrugar la nariz, molesta.
—¿Qué haces aquí, Nathan? —pregunta hastiada, quizás pensando que vine con la intención de ayudar o curiosear.
—Te estimas mucho si crees que estoy aquí por amor al arte —aclaro. Ella estaba por hablar cuando yo sacó el celular de mi bolsillo, y se lo lanzo. Lo atrapa justo antes de que se estrelle contra el piso—. Se te quedó en el coche.
Por su parte, no hay ningún "gracias Nathan", o mucho menos un "Aprecio mucho el esfuerzo que hiciste al traerme como delivery mi jodido teléfono en lugar de simplemente lanzarlo a la calle como podrías de haber hecho".
No. No. No. Amigos. Eso no pasa, porque no vivimos en ninguna utopía donde las Morgan del mundo son chicas afables y agradecidas con los Nathan del universo.
En su lugar, la respuesta es un simple—: Bien.
Espera que me vaya. Lo noto por la forma en que mueve el pie frenéticamente. Está acelerada y mi presencia solo aumenta ese sentimiento de ansiedad.
—¿Por qué sigues aquí? —me recrimina al percatarse de que no me iré pronto.
No estoy muy seguro del porqué, pero siento la obligación de decir—: Alguien llamó.
Entonces, su cara de perplejidad es enmarcable. La mandíbula le cae al suelo, sus ojos se abren como dos planetas grises, sus manos se aprietan en puños, y su postura completa se tensa.
—No —niega con la cabeza, incrédula.
—Si —respondo, un poco más contento de lo que debería.
¿Qué puedo decir? Verla así me entretiene.
—Dime que no...
—Si.
Esa respuesta lo dice todo. Ahora sabe que contesté la llamada y que me puse en contacto con su cariñosa madre (nótese el sarcasmo).
Pero claro. Como la manzana no cae muy lejos del árbol, ya me puedo imaginar cuál será la reacción de la chica al asimilar que...
—¡ES QUE TU ERES REALMENTE IMBÉCIL! —grita, reprendiéndome con lo más profundo de su alma—. ¿No te enseñaron a no meterte en teléfonos ajenos?
—No lo sé, ¿A tí no te enseñaron a no subirse a coches de desconocidos?
Si esto fuese un juego de esgrima, esa frase sería el equivalente a que yo haya tocado a Morgan con la punta de la espada. Un completo Touché.
—¿Qué le dijiste? —interroga con los nervios de punta. Está haciendo nuevamente eso de jugar con su cabello.
—Nada —respondo con tranquilidad. Sus hombros se relajan momentáneamente, pues luego agrego—: Porque estaba demasiado ocupada gritándome que ahora tenía mi dirección y que vendría en camino como para darme tiempo a hablar.
¿Recuerdan que dije que su mandíbula tocaba el suelo? Vale, pues con la nueva información, se puede decir que ahora se encuentra en el centro de la tierra, conviviendo junto a todos esos reptiles que Julio Verne alguna vez describió.
La reacción exagerada que esperaba por su parte, no llega. En su lugar, se vuelve hacia su amiga, quién expecta nuestra discusión como si fuese su telenovela de la tarde.
—Lisa, se me acaba el tiempo. Debes ayudarme.
El tono de súplica en su voz es notable.
—De deber, no debo hacer nada —aclara la joven con cabello de paja—. Pero suponiendo que me da la gana de darte una mano, ¿qué me ofreces a cambio?
Sus ojos son perturbantes. Toda ella destila maldad y egoísmo. Morgan lo sabe también.
—Ya tienes claro qué es lo que quieres de mí. Solo dilo y acabemos con esto rápido.
La petulante sonrisa de Lisa se acrecenta. Se está divirtiendo con todo esto y, de alguna manera, eso provoca que mi sangre hierva.
—Tu collar —dictamina de repente. Señala el cuello de Morgan, y escucho como la respiración de la susodicha cesa—. Dámelo y te ayudo.
La pelirroja posa su mano sobre su pecho, más precisamente, encima de su relicario dorado. La cadena es fina, y el dije tiene forma de corazón. Según tengo entendido, debe de proteger una imagen en su interior.
Es de oro. No sé mucho de joyas, pero se nota a la distancia que lo es. Es de oro, y debe ser por eso que Lisa lo ha elegido como objetivo.
Sin sopesar mucho más, la chica se cruza las manos por el cuello y se quita el collar.
Lisa estira la mano para recibirlo, mas Morgan retrocede antes de que ella pueda tomarlo.
—Primero dime dónde debo ir.
Sus miradas se disputan una guerra en la cual parece ser que el perdedor será aquel que desvíe la vista primero. Es entonces, mientras veo como las chicas pelean sin modular palabras, que me percato de algo...
¿Qué mierda hago aún acá?
La respuesta mental viene de inmediato: Ni puta idea.
Bueno, me piro. Doy media vuelta para volver por donde vine y a ninguna de ellas dos parece importarle. Mejor para mí.
Mientras camino hacia el coche, escucho los murmullos de sus voces y he de decir que sería una completa mentira señalar que no me da la más mínima curiosidad. Pero bueno, lo superaré. Tengo otras cosas por hacer. Cosas mucho más importantes que...
Espera, ¿Esas son sirenas?
Vale, tal vez no puedo jactarme de tener la mejor audición de todas, pero estoy seguro de que aquel ruido que se escucha a la lejanía son sirenas policiacas aproximándose cada vez más.
—¡Muévete! —dice alguien, al tiempo en que choca contra mí, y me taclea como si estuviésemos en un partido de rugby.
Bufo cuando caigo de bruces al suelo, una chica aterrizando sobre mí.
¿A qué no adivinan quién es la muy maldita?
Con una velocidad que ni siquiera el mismísimo Usain Bolt podría igualar, Morgan se pone en pie y sale corriendo hacia mi auto.
Mierda, me duele mucho el brazo por...
Espera, ¡¿Hacia mí auto?!
Me paro enseguida. Tan acelerado que parece que me va a dar un ataque al corazón. Y es que eso no está muy lejano a suceder pues, cuando veo a la pelirroja abrir la puerta de mi coche como si fuese suyo, mi corazón se salta un latido.
Palpo mis bolsillos solo para comprobar lo que ya suponía.
La muy hija de su madre ha tomado mis llaves.
Corro hacia la calle con tal de detener su arranque. Las luces rojas y azules se vuelven cada vez más luminosas, indicando que las patrullas no están lejanas a nosotros.
Veo a Morgan ansiosa por presionar el acelerador y salir huyendo despavorida. Es justo por eso que actúo.
Me cruzo frente al parachoque delantero del coche y pego mi cuerpo con tal de impedirle el paso.
Mis ojos se cruzan con los de Morgan, y es como si los superpoderes del héroe y el villano colisionaran.
La chica enciende el motor del coche, dejando en claro que me está desafiando. Por mi parte, agudizo la mirada, como diciéndole: no te atreverías.
Me arrepiento instantáneamente. Y es que he cometido un grave error:
Pensar que a ella le importa mi vida.
Cuando la chica arranca, yo ruedo por sobre el capó, choco contra el parabrisas y descendió por la puerta hasta quedar tirado y adolorido en la acera de la calle.
Cierro mis ojos con fuerza en un intento por aliviar el dolor del golpe. Mi espalda quema, pues todo mi peso impactó contra ella. Debo de tener un raspón enorme, y seguramente mañana no vaya a despertar precisamente en una cama de algodón de azúcar.
Maldigo a la pelirroja en todos los idiomas que sé, una y otra y otra y otra vez...
Hasta que el efecto doppler producido por ciertos parlantes me hace parar.
Con mucho esfuerzo, me pongo en pie y miro hacia lo que tengo enfrente.
Una fila de tres patrullas desplegadas en la calle. De ellas han descendido dos oficiales, quienes me apuntan con sus intimidantes armas de fuego.
Mierda.
***
17:35 pm. Comisaría de Ashtonville.
Eso es todo lo que sé. LITERALMENTE todo lo que sé.
Porque no tengo ni idea de que hago aquí, de en que estoy metido y mucho menos que es lo que quiere de mí este hombre que no ha dejado de mirarme fijamente desde hace cuarenta minutos.
—Te lo preguntaré una vez más —apoya sus codos sobre la metálica mesa y se inclina hacia delante con la intención de lucir más intimidante—. ¿Dónde está Morgan Dyson?
—Se lo responderé una vez más —imito su postura. Mi rostro expresa aburrimiento puro—: No-lo-sé.
El comisario suspira exasperado. Como dije, lleva cuarenta minutos tratando de hacerme confesar algo de lo que no tengo puñetera idea.
Mientras se pasa la mano por la calva, alguien toca la puerta. No parece sorprendido, solo grita un "adelante", que hace que la persona entre en escena.
Se trata de un oficial principiante. Lo sé por su manera titubeante de caminar, y por su expresión blanda. Nadie que lleve un buen tiempo en ese trabajo luciría así de afable.
Como sea, trae una carpeta en mano. Una carpeta amarilla con unas cuantas hojas en su interior.
Sin nada que decir, se la entrega al comisario y abandona la habitación.
¿Lo más perturbante de todo? Que este jodido hombre no ha despegado la mirada de mì en ningùn momento.
Excepto ahora, claro, pues abre la carpeta y saca la primera hoja.
—Nathan Holt. 18 años y dos meses. Criado en el orfanato de Ashtonville. Expulsado de él hace dos meses. Estudiante deficiente con problemas de consumo de drogas y violencia.
Joder. Ahora lo entiendo. Es mi puto expediente de vida. Todos los registros de lo que alguna vez he hecho (o no), están ahí.
—No tengo ninguno de los dos, mucho menos de violencia —me defiendo.
Podré ser muchas cosas, pero ninguna de ellas incluye ser del tipo de personas que pega a los aires con tal de resolver sus problemas. Vale, quizás con lo de la puerta no lo parezca, pero juro que es así.
Su respuesta es cambiar de hoja y leer condescendiente—: 10 de marzo de 2023. Golpiza a hombre de 37 años. Víctima termina en el hospital.
Trago con fuerza. La saliva arde al tragar, como si de repente todo lo que produce mi cuerpo fuese un ácido letal. Una tormenta de recuerdos invaden mi mente y me veo obligado a morderme la lengua con tal de contener cualquier estallido.
—¿A dónde quieres llegar con esto? —cuestiono hastiado y, principalmente, cansado.
No es tarde, pero todo lo que ha pasado en estás movidas horas me tiene de los cojones.
—En este estado, Nathan, ya eres considerado mayor de edad —me recuerda, como si aquello no fuese ya de conocimiento general—. Eso quiere decir que puedes ir a prisión.
Inmediatamente entiendo a dónde quiere llegar con eso. Una corriente de nervios sube por mi espina dorsal.
—¿Ir a prisión? ¿Por qué cargos? No tienen nada contra mí.
—¿Estás diciendo que no has tenido ninguna relación con la señorita Dyson?
Suelto una risa seca—: Si por relación se refiere a intercambiar gritos y regaños durante media hora, pues entonces si. Fuimos una jodida pareja feliz.
El hombre luce cada vez más serio. Mi actitud no parece agradarle, pero me la suda. Es lo que recibe por tenerme acá encerrado Y CON LAS MUÑECAS ESPOSAS, durante más de una hora.
Esta vez se inclina más a mí. Su mirada es penetrante y sé que, sea lo que sea que vaya a decir, no va a ser positivo.
—Escúchame bien, Holt —dice, más demandante que nunca—. O cooperas, o personalmente me encargaré de que no abandones jamás este pueblo en lo que resta de tu existencia.
Esa amenaza va directo a donde, les aseguro, este hombre no quiere meterse.
—¿Me estás amenazando? —no hay ni un atisbo de burla en mi voz. Soy todo enfado.
—Te estoy advirtiendo —replica con firmeza.
Aprieto mi mandíbula. Él entrecierra con mayor fuerza los ojos. Es una disputa de quién odia más al otro, y por supuesto que él no será el ganador.
—¿Por qué tanto drama por una simple niñata? —inquiero con una mezcla de confusión y enfado. Él presiona los labios en una línea.
—No es asunto tuyo —responde como respuesta predeterminada—. Lo único que debe importarte es compartir cualquier información que pueda darnos con su paradero.
Joder, creanme que si tuviese información de esa maldita chica, la habría compartido hace más de una hora. Solo quiero irme de...
—Se llevó mi auto —pienso en voz alta. Mi mente maquina rápidamente la idea—. Si lo logran rastrear darán con ella.
El hombre asiente. Trata de no lucir gratificado pero sé que lo está.
—¿Cuál es la patente?
***
Cuando el viejo ascensor de mi edificio finalmente se detiene en mi piso, siento lo más cercano que nunca he estado a la felicidad.
Resulta que, sin mi coche, me tocó recorrer todo el camino de la comisaría a mi departamento (distancia no menor), a pie. Literalmente tuve que soportar vientos despiadados, infernales desiertos, y todo para subir hasta el último jodido piso de este maldito edificio y...
Descubrir que dejé las llaves en el auto.
—Lo último que me faltaba —murmuro en voz alta, mientras tanteo en vano mis bolsillos—. Esto literalmente es el colmo. Joder, ¿acaso podría empeor...?
Oh, sí puede. Y mucho. Muchísimo. Bastante. Demasiado.
Pues, al tomar el pomo de la puerta, me percato de algo inverosímil... está abierta.
Y no. Por si se lo preguntaban, yo no tengo ningún fetiche con dejar las puertas abiertas.
Es más, siempre chequeo al menos tres veces que esté cerrada. Es una manía que muchos años de malas experiencias me han hecho desarrollar.
Joder. Detesto la vida. Detesto mi existencia. De repente me dan ganas de tomar una de las pocas corbatas que tengo y colgarme con ella del techo, ¿no les pasa?
Empujo con cautela la puerta. Busco evitar que rechine. Debo abstenerme de llamar la atención de quien se encuentre dentro. Si es que sigue dentro, claro. Siempre existe la posibilidad de que me haya robado y luego se marchase.
La madera cruje bajo mis pisadas. Miro a mi alrededor y frunzo el ceño al no encontrar ningún signo de asalto. Las pocas cosas que tengo están en su lugar, incluso mi computadora, la cual sigue descansando sobre la mesa de centro junto a la vacía taza de café que bebí esta mañana.
De haber entrado a robar, eso habría sido lo primero que se llevarían. Aquello solo puede significar una cosa.
O, mejor dicho, una persona.
—Mor...
Como notaran, no terminé aquella frase, ¿Quieren saber porque? Pues me la suda si quieren o no, yo les explicaré porqué.
¡Por la puta loca que se acaba de montar en mi espalda!
—¡¿Pero qué mierda haces?! ¡Suel...!
Nuevamente se pueden percatarse de que esa palabra no fue concretada ¿El motivo?
¡Qué la muy enferma psiquiátrica me ha cubierto la boca y nariz con un húmedo pañuelo de tela!
Me quejó, ordenándole que me suelte de una jodida vez. No obstante, lo que ella debe estar escuchando es un jdfnsiazñeo.
Curiosamente, me percato de que el pañuelo que sostiene pertenece a mi cocina. Eso quiere decir que es un arma que se acaba de inventar y que, por tanto, los materiales son de mi departamento.
¿Saben qué significa eso? Pues que esta cosa mojada que tengo pegada contra la cara no es cloroformo, sino agua. En otras palabras. No me voy a desmayar.
Mientras ella forcejea en un vago intento por contenerme, yo caigo en la cuenta de que mido dos cabezas más que ella y que también peso el triple de su cuerpo.
Como si estuviera cargando una pluma, camino hacia el sofá. Ella aprieta más el pañuelo (quizás con la intención de ahogarme hasta la muerte o no sé...), pero ya es muy tarde.
Como si estuviéramos en "Mortal Kombat", yo le doy la vuelta y la lanzo de espaldas contra los cojines en un duro "Fatality".
Habría hecho eso al principio, pero no me pareció muy caballeroso tirarla contra la sólida madera del piso, así que esperé.
Para que después no digan que no tengo modales.
La demente chica se queda recostada en el sofá, seguramente adolorida.
—Gilipollas idiota —gruñe mientras se reincorpora hasta quedar sentada frente a mí—. Podrías haberme dejado parapléjica.
Suelto una risa desértica—. ¿Debo recordarte que fui brutalmente atropellado por cierta psicópata que conducía mi propio auto?
Por algún motivo, la chica luce extremadamente ofendida ante eso—. No soy psicópata.
—Bueno: Ted Bundy, John Wayne Gacy ¡Como coño quieras llamarte! El punto es que me arrollaste, así que ahora no me vengas con quejas, porque al menos tú caíste contra un suave colchón.
—De colchón tiene bien poco. Se parece más a una roca —dice mientras se soba la nuca.
La miro serio, y con extrema molestia. Acaba de herir los sentimientos del puñetero sofá que me tomó dos meses pagar. Eso ha sido un golpe bajo.
—Suficiente. Voy a llamar a la policía —zanjo, al tiempo en que meto la mano al bolsillo para sacar el teléfono.
—¡No! —exclama Morgan, rompiéndome los tímpanos. Se pone de pie y me mira con la misma expresión de súplica que esbozó en el carro—. Nathan, no lo entiendes. Ellos solo quieren hacerme daño.
—Me la suda.
Puede que antes haya tenido compasión, pero ahora que veo lo mucho que eso me perjudicó a mí, lanzo ese sentimiento humano por el caño.
—Por favor —insiste, al ver que empiezo a marcar el número—. No puedes echarme, no tengo donde más ir.
—Número uno: por supuesto que puedo echarte. Es mi puto piso —le aclaro para que no se vaya a pensar que tiene algún control sobre mí—. Y número dos: me importa una mierda que no tengas donde más ir, Morgan. Por tu culpa pasé toda una tarde en la jodida comisaría con las manos esposadas y la mirada de una oficial fija en mi frente.
Estupefacta, abre los ojos como dos bolas de billar—. ¿Qué les dijiste?
Frunzo aún más el entrecejo. Es impresionante que, de todo lo que dije, eso sea lo primero que pasa por su mente.
—Nada. Pero no fue por protegerte, sino porque literalmente eso es todo lo que sé: NADA.
La chica comienza a caminar de lado a lado. De pared a pared. Como una pelota de ping-pong, rebotando de un sitio a otro. La sigo con la mirada. Se ve ansiosa.
—Bien. Vale. Bien. Esto es bueno, ahora solo tenemos que...
—"Tenemos" me suena a manada —levanto la mano, en una señal para que se calle y escuche—. Ni yo, ni mucho menos tú, vamos a hacer nada.
—Pues no podemos quedarnos acá —señala con obviedad.
—Corrección, TÚ no puedes quedarte acá —le aclaro—. Ni en ninguna otra parte, para el caso, porque la policía pronto estará en camino y...
Y... ¿Ese es mi celular volando por los aires?
En efecto, lo es.
Resulta que, mientras cogía el teléfono para presionar el botón de llamado, la chica se me adelantó para hacer algo inesperado: lanzarlo contra la pared.
El impacto hace que decenas de piezas tecnológicas caigan al suelo hechas añicos. Cuando me aproximo a ver, noto que la pantalla ahora es un trozo de cristal lleno de rayas. Que la batería está esparcida por la cocina. Que el botón de encendido ahora está tirado en la alfombra. Y que trozos de la parte posterior del celular ahora se han desprendido de este.
Aaaaalgo me dice que esa cosa no va a volver a encender.
—¡¿Pero qué cojones te pasa?! —le reclamo a la criminal a quien ahora demando por homicidio.
En lugar de disculparse (qué es lo mínimo que se esperaría en estas circunstancias), ella dice:
—No puedo permitir que llames a nadie.
De repente quien camina de lado a lado soy yo, pasándome una mano por el cabello.
—¿Pero qué coño quieres tú de mí, eh? —la enfrento.
—Que me ayudes a salir de la ciudad —responde rápidamente, como si hubiese estado minutos esperando a decirme eso.
—¿Por qué yo?
Levanta los hombros, quizás pensando que eso no tiene relevancia—. Eres el único que sabe dónde estoy. Y no puedo permitirme que nadie más lo sepa.
Una vez más, me paso la mano por el cabello con desesperación. Debo buscar una solución alternativa.
—¿Es que no tienes amigos a los que llamar? ¿Gente que verdaderamente quiera ayudarte?
Gente que no sea yo.
Su silencio es la respuesta. Y mentiría si dijese que me sorprende.
—Vale. Nadie te quiere lo capto.
Morgan hace caso omiso a mi comentario (seguramente porque sabe que mi comentario es cierto) y continúa insistiendo:
—¿Vas a ayudarme?
Mi lado racional solo piensa en conseguir otro móvil y contactar a la policía. Sin embargo, mi parte egoísta, siente curiosidad por su desesperación.
—¿Qué gano si lo hago?
La chica no luce impresionada por la pregunta. Quizás se la esperaba, pues la respuesta no demora en abandonar sus labios:
—Quince mil dólares.
La respuesta me hace soltar unas cuantas carcajadas—: Tú no tienes quince mil dólares.
—Sí que los tengo —contraargumenta. Yo la miro de arriba abajo enarcando una ceja.
Su estado es fatal. Su ropa luce cochina e incluso sus zapatos están sucios. Alguien con dinero jamás se vestiría así de vagabundo.
—Vale, ahora mismo no, pero los tendré si me ayudas —explica, haciendo que mi interés renazca.
—Suponiendo que te creo... ¿Eres consciente de que me arriesgaría a diez años de cárcel por eso?
Ella asiente con la cabeza—. ¿Y tú lo eres de que esta es la única oportunidad que tienes para abandonar este jodido pueblo?
Nuevamente, ese jodido tema. No sé muy bien cómo sabe que esa es mi meta, pero en este momento no importa realmente. Lo relevante es que lo está ocupando para manipularme.
—Piénsalo —trata de convencerme—. No importa cuantas respuestas de exámenes vendas, nunca serán suficientes como para que reúnas el dinero necesario para irte.
Pienso en eso y, mierda, sé que tiene razón. Siempre he sabido que, al paso al que voy actualmente, me tomarán varios años más reunir lo suficiente como para alejarme de todo.
Por eso se entiende que aquella propuesta me llame tanto la atención.
Endurezco fuertemente la mirada—. No me fío de tu palabra.
Morgan no parece sorprendida ante ello—. Viste el collar que le di a Lisa. Como ese tengo cientos. Ayúdame y todos serán tuyos.
Recuerdo aquel relicario que le entregó a la rubia hace unas horas y aquello me hace considerar poco a poco más la idea.
Joder, su decisión de aludir al tema de alejarme de todo fue muy buena. Ahora no dejo de pensar en eso, y en la gran oportunidad que es esta ocasión. Si llega a ser verdad, podría huir de acá en menos de una semana.
Solo por eso me encuentro a mi mismo advirtiendo—: Si llegas a engañarme, cojo el celular y llamo a la policía sin siquiera gesitar.
Ella suspira y asiente—: Me parece justo.
Vale. Sacarla del pueblo, ¿Qué tan difícil puede ser eso? No es como que sea muy grande tampoco. Además, si logro llevarla hasta la estación de trenes, todo estará listo.
—Vale, entonces... —una idea de mierda pasa por mi cabeza, alarmándome de cabeza a pies—. ¡Espera! ¿Dónde dejaste el auto?
Morgan arruga el entrecejo, sin entender el porqué de la pregunta—: Abajo, ¿por qué?
MI–ER–DA.
—Debemos irnos, nadie puede saber que...
En ese preciso momento, dos golpes llaman a la puerta.
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