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001| Desconocida


Capítulo Uno: Desconocida.

Nathan Holt

—Cincuenta.

El chico frente a mí (cuyo nombre ya olvidé), aprieta los labios con fuerza.

—Me lo habías dejado en veinte, capullo.

Cierto, pero eso fue antes de caer en la cuenta de que necesita este examen para no repetir año. El muy idiota se pasó todas las jornadas de clase fumando marihuana en el estacionamiento y. por tanto, ahora no tiene la menor idea de que es una integral matemática.

Levanto los hombros con indiferencia—. Cambié de opinión.

El desconocido se pasa la mano por la cabeza rapada. Está estresado y eso me estresa a mí. No tengo tiempo para esta mierda.

—No, ni de coña —niega rotundamente,

Soy consciente de que espera que mi decisión flaquee para dejar el precio más barato pero si realmente espera que eso pase, es que el cabrón es tonto de cojones.

Suspiro con cansancio y, sin mucho interés, doy media vuelta y subo por el pasillo.

A simple vista parece que no hay nadie por la zona. Después de todo, es horario de clase. Normal que sea así.

Debería estar ahora mismo en Literatura, pero no podría importarme menos. En este instante tengo mejores cosas que hacer.

—Hijo de puta —escucho que el chico murmura para sí mismo. Entonces oigo sus pasos aproximarse en mi dirección.

Una sonrisa se esboza en mi rostro cuando se para frente a mí y hace entrega de un par de billetes verdes. Solo tras asegurarme de que sea la cantidad indicada, estiro el brazo para pasarle el examen.

—Vete al infierno —chista con toda la repulsión que cabe en su delgado cuerpo.

No me molesto en mediar palabras, simplemente desaparezco por el corredor.

Un nuevo tratado sellado. Un paso más a la libertad.

Guardando el dinero en la billetera, me voy camino a la salida mientras silbo la canción de Kill Bill.

Cuando pongo un pie fuera del instituto, me recibe un clima gélido y un cielo grisaceo. Joder, que puto frío. Un motivo adicional por el que abandonar este pueblo de mierda: su jodido clima invernal.

Para entrar un poco en calor, saco el encendedor de mi bolsillo y tomo el cigarro que escondo tras mi oreja.

Calo el humo mientras me apoyo contra mi auto. Algo vibra en el bolsillo de mi pantalón y por suerte es el móvil. Una llamada que prefiero no contestar.

O, mejor dicho, un drama con el que no quiero lidiar.

Un ruido se oye dentro del edificio. Inmediatamente lanzo el cigarro al suelo y lo piso. Probablemente sea el director dando su rutinaria vuelta de inspección y ¿quién sabe? A lo mejor no le haga tanta gracia encontrar a un estudiante fuera del salón fumando un Marlboro.

Saco las llaves y subo al coche. Hace un poco más de calor ahí dentro, pero de igual manera subo la temperatura y ajusto el cierre de mi chaqueta de cuero. Repito: QUE PUTO FRÍO.

El móvil vibra por segunda vez, e inmediatamente sé que se avecina una tercera y una cuarta. Solo por eso contesto.

—Estoy ocupado —es la primera frase que artículo. No es completamente verdad, pero tampoco completamente mentira.

Eh, que estoy sentado en mi auto. Eso es hacer algo.

—Nate... —murmura ese jodido apodo.

Suelto un suspiro. No quiero continuar con esta conversación, pero por algún motivo me encuentro siento la obligación de responder:

—Dime.

Una exhalación profunda se oye por su lado del teléfono—: ¿Cuándo vas a...?

Sé exactamente cómo continúa esa oración, así que la interrumpo—: Estoy ocupado ahora.

—Nate —reitera ese apodo. Detesto como una simple palabra puede hacerme sentir tanto.

Imagino su expresión. Cómo ha de estar sosteniendo el teléfono contra su oreja, mordiéndose el labio con nerviosismo, con el cabello rubio tras la oreja y esperando ansiosa mi respuesta.

Un nuevo suspiro escapa de mi garganta y, aún no muy convencido de lo que voy a hacer, me preparo para aceptar:

—Vale... ¡Mierda!

Un repentino estruendo me hace cortar la llamada como acto reflexivo. Antes de chequear de donde proviene, enciendo el motor y me preparo para pirarme. Podría ser el director viniendo a joder, y la verdad prefiero evitarme ese drama.

Pero cuando miro por el espejo retrovisor, la confusión cunde por mi cerebro.

Mi entrecejo se frunce al avistar a dos hombres, de gran peso corporal, mirar frenéticamente de lado a lado, como si estuvieran buscando algo con desesperación e impaciencia.

Piso el acelerador con la intención de desaparecer de esta peculiar escena, pero algo me detiene.

Algo o, mejor dicho, alguien.

—¿Qué haces? ¡Arranca, joder!

Abro los ojos con escepticismo. Mi mente convierte el momento en una película muda de cámara lenta.

Se trata de una chica. Tiene los ojos grises abiertos de par en par. Mechones de su enmarañado cabello rojizo oscuro le caen por el rostro. Su harapienta vestimenta le cubre todo el cuerpo. Está hecha un lío, eso es evidente.

Hace aspavientos mientras su boca se mueve con expresividad. Está hablando. O en realidad, creo que está demandando.

—¿Qué no me oyes? ¡Apresurate, imbécil!

Y con ese insulto vuelvo al presente. La desconocida no deja de gritar para que mueva el auto, pero hago caso omiso a ello.

—¿Y tú quién coño eres?

A continuación, no pide, sino que anuncia—: Necesito que me lleves.

Una risa ronca escapa de mis labios por inercia. Es que esta cría es realmente idiota.

—No tengo tiempo para esto —levanto la mano y le indico la puerta—. Fuera de acá. Anda.

Tras seguir mi mano y mirar por la ventana, la chica adopta una postura nerviosa, y procede a agacharse en el asiento con inquietud.

—No es un juego, Nathan. Necesito que me lleves.

—Eh, ¿cómo sabes mi nombre? —replico. En vista de que no parece con intención de responder, cambio el tema—. Como sea, venga. Bajate, que no estoy para gilipolleces.

Estiro mi brazo hacia la manilla de la puerta que da a su lado pero, cuando trato de abrirla, ella inmediatamente me detiene.

Su diminuta y pálida mano envuelve la mía con fuerza. Su piel está helada. Realmente helada, ¿cuánto tiempo llevará en la intemperie?

—¿Pero qué mierda te pasa? —me alejo para que me suelte. No me gusta el contacto humano, menos si se trata de desconocidos.

No se molesta en lucir herida por mi agresiva reacción—. No estoy pidiendo mucho, joder. Solo necesito que me saques de aquí.

—¿Por qué? —demando una respuesta.

—Te lo explico después —me corta, con agitación.

—No, me lo explicas ahora —sostengo mi postura.

Si, puede que esté siendo muy jodido por algo muy simple. Pero, mierda, es necesario ¿qué ocurre si esta niñata anda metida en un lío con la mafia y yo me vuelvo cómplice? No. No. Y no. Me abstengo de formar parte de un capítulo de Breaking Bad.

—¡Eh! —se oye a la espalda del auto. Mirando por el espejo retrovisor, me percato de que se trata de los sujetos de antes.

Quienes están señalando en mi dirección.

—¿Pero en qué mierda andas...?

Antes de que pueda terminar la oración, la desconocida se tira sobre mi regazo y estira el brazo hacia el acelerador. El auto arranca de golpe, y yo debo sostenerme del manubrio para no chocar contra el vidrio.

El coche agarra más y más velocidad, y pronto, contra mi voluntad, me encuentro conduciendo lejos del instituto. Justo como ella quiere.

Gritos y voces exasperadas se escuchan. Me piden que me detenga y, joder, es lo mismo que yo pido.

Tengo que maniobrar con agilidad para evitar chocar contra los demás autos. Se oyen los bocinazos y quejidos de los demás conductores, pero a cierta niñata no parece importarle.

—Sal de acá —trato de apartarla, pero esta se pega más contra mí.

Es entonces cuando me percato de que su cabeza está sobre... bueno, sobre mi entrepierna.

Suelto el manubrio y la tomo por los hombros para alejarla definitivamente de mí. Ella vuelve a su asiento y yo retomo el control del auto.

—¿QUÉ COÑO HA SIDO ESO? —alzo la voz solo un poquitooo—. ¡Pudiste habernos matado!

La pelirroja teñida se inclina para ver la carretera—. ¿Los perdimos?

—¿Qué si los perdimos? —apreto con fuerza el volante y la miro con el ceño fruncido—. Explicame ahora mismo que está pasando o te juro que doy media vuelta y te regreso con quienes sean esos hombres.

Gira rápidamente hacia mí—: ¡No!

—Entonces habla —exijo, acorranlándola, y sabiendo que está vez no tiene otra opción más que contestar.

—Esos sujetos... —se pasa una mano por el desastroso cabello, y sé que es un gesto de nerviosismo—. Me están persiguiendo.

Sus ojos encuentran los míos. La veo poner cara de tristeza, similar a la que esboza el gato con botas cuando desea engatusar a todos.

—¿Y a mí qué?

Su expresión cambia completamente. Si esperaba apelar a mi lástima, pues ha fallado.

—¿Es qué no tienes una mínima decencia humana? —reprocha bien indignada.

—No, no la tengo —respondo simple y sin contemplaciones—. Me la sudan tus problemas.

Debe percatarse de que estoy por virar hacia la gasolinera que queda a apenas dos cuadras del instituto, pues hiperventila y suelta:

—Quieren hacerme daño.

Detengo mis movimientos previos y la miro de reojo. Vale, al parecer algo de decencia humana sí que tengo.

—¿Por qué? —inquiero, en parte para lograr entender la situación, en otra por mera curiosidad.

—Prefiero no hablar de eso —fija la mirada en sus manos y, por una vez, comprendo que es mejor no insistir.

—Vale —asiento—. Entonces te llevo a la comisaría.

—¡No!

Su exclamación me toma desprevenido. O, para el caso, cualquier acción o palabra referente a ella me toma desprevenido.

—Si están tratando de hacerte daño tienes que emitir una denuncia —le explico con la ceja enarcada.

Ella niega rotundamente—. Nada de policías.

Vale. Tal vez antes lo dije de broma, pero ahora realmente comienzo a pensar que esta niña tiene algo que ver con algún cuartel mexicano o secta satánica.

Suelto un bufido. Llegado este punto, prefiero dejar de insistir y simplemente darle lo que quiere. Al menos eso será más rápido y llevadero que obligarla a bajar del auto.

Vamos, que ya me la imagino incrustando dientes y uñas en el cuero de los asientos con tal de permanecer en el interior.

—Que conste que no soy un puto Uber —amenazo, ante de agregar con pena y perdiendo la mitad de mi dignidad—: Pero ¿Dónde quieres que te deje?

La chica se apresura a meter la mano en el bolsillo trasero de sus jeans para sacar un papel doblado en varios pliegues. Sin decir una palabra, me hace entrega de él.

Yo miro su mano y luego sus ojos. Su mano y luego sus ojos. Su mano y luego sus ojos.

Tras soltar una fuerte y sonora bocanada de aire, lo recibo y desenvuelvo rápidamente. Solo quiero acabar con esto de una buena jodida vez.

Tomo mi móvil y tecleo la dirección que aparece en la hoja. La aplicación indica que llegar hasta allí tomará unos veinte minutos.

Si, es bastante. Queda al otro lado del pueblo, pero vale, si eso significa deshacerme de esta chica, que así sea.

Sin mediar más palabra, arranco el coche en dirección al lugar que la niña de la película El Aro me pidió que la llevara.

La miro de reojo mientras presiono el acelerador y hago los cambios.

La pelirroja mira con recelo a través de la ventana que solo muestra un paisaje grisáceo. Noto que está ligeramente agachada en el asiento, como si tuviera miedo de ser vista por alguien del exterior. Juguetea sutilmente con su cabello. Creo que ha de ser un acto reflexivo para cuando se encuentra nerviosa. Y si, estoy seguro de que lo está ahora.

Los ojos grises de la chica se enfocan en los míos en cuanto siente el peso de mi mirada. La suya es potente, tanto que siento la necesidad de enfocar la vista nuevamente en el camino.

Es la primera vez que alguien tiene ese efecto en mí, y lo ODIO. Soy yo el que suele intimidar a las personas. Hacer que corran su mirada, o cambien de pasillo. Esta diminuta chica no debería tener el privilegio de provocarme eso.

Enciendo la radio para romper la tensión que se ha formado en el ambiente. Y es que esa es otra cosa que me genera la chica: tensión. Me tensé al tocar su mano, y me tensé al escuchar su voz. Esto no es normal, joder.

Una canción de música clásica se oye mediante los parlantes. Esbozo una cara de desagrado y cambio la sintonía. Siguiente estación: rancheras. La estación que le sigue: reggae. La subsubsiguiente: Katty Perry.

Apago la radio inmediatamente, dejándonos nuevamente en el desgarrador silencio previo. Mierda, ni la música me acompaña en esta. Definitivamente no es mi día.

Repiqueteo sobre el manubrio mientras conduzco. Silbo y miro por la ventana, pero nada parece relajarme.

—Y bueno, ¿cuál es tu nombre, cría? —inquiero, harto de estar refiriendome a ella como "La chica" todo es rato.

Contrario al comportamiento que se esperaría de un ser humano normal y decente, la aludida permanece callada mientras mira a la ventana y juega con su pelo.

—¿Te comió la lengua el ratón o que?

Nuevamente: silencio. Mi enojo crece.

—Ah, no quieres hablar. Vale, lo pillo —finjo comprenderla—. Yo tengo que cancelar mis planes para llevar a una puta desconocida a un lugar de mala muerte, y es ella quien no quiere hablar. Tiene todo el sentido del mundo.

Su mirada se posa en mí y me comienza a perturbar el hecho de que se quede tantos segundos así sin decir nada. Justo cuando voy a alegar, añade:

—Llámame Mor.

Una respuesta corta, precisa y concisa.

Me irrita.

—No te pregunte cómo quieres que te llame, te pregunte por tu nombre.

Sus ojos se entrecierran y me miran con el ceño fruncido. Parece que la irritación es mutua.

—Morgan —susurra a regañadientes.

Sonrío internamente. Justo porque no quiere que la llame así, la voy a llamar así.

—¿Y por qué sabes mi nombre, Morgan?

Módulo arrastrando la última palabra. A Morgan no le pasa desapercibido ese detalle. Arruga la nariz y noto como presiona las manos en puños.

—Vamos al mismo instituto.

Ahora soy yo quien frunce el ceño. No es que preste mucha atención a la gente que me rodea, pero estoy casi seguro de que me percataría de la presencia de esta chica. Hay algo en su aura que simplemente... llama la atención.

—Nunca te he visto.

Morgan rueda los ojos como si mentalmente estuviera diciendo: "pero qué sorpresa".

Ese jodido gesto me irrita.

—¿Qué? —le llamo la atención—. ¿Tienes algo que decir, Morgan?

Frunce el entrecejo con rabia, mas no dice nada. Sabe que he dicho su nombre completo adrede para molestarla y por eso mismo trata de no lucir molesta.

Pero lo luce, y eso me contenta.

Su respuesta es mover la cabeza en señal de negación.

—Pues vale —me levanto de hombros y, justo cuando pienso en agregar algo más, me percato de que la señal de control de la bencina se encuentra baja—: Mierda.

Y no, no digo Mierda porque deba pagar por gasolina (que está cara, por cierto), sino porque parar a comprarla significa prolongar este viaje estúpido al que ni siquiera debí haber accedido en primer lugar.

Como sea, pronto nos encontramos ante una estación de gas.

El lugar luce solitario, y la nubla que lo envuelve solo le ofrece un toque más terrorífico.

Joder, ¿es que todo en esta mañana de mierda tiene que parecer sacado de una novela de Stephen King?

Mientras me encargo de rellenar el combustible, Morgan aguarda en el interior del auto. Sobra decir que permanece agachada y suspicaz ante todo lo que se mueva.

Cuando abro la puerta del conductor, ella brinca del susto, casi como si le fuera a dar un ataque al corazón.

—Voy a pasar a la tienda —aviso como estúpido. Me rasco la nuca mientras digo finalmente—. ¿Te traigo algo?

Morgan se queda quieta durante unos breves segundos que parecen eternidades de distintas galaxias. Por una vez en la que Nathan Holt trata de hacer un buen gesto y termina viendose completamente patético.

Lo tomaré como consejo para el futuro.

Su veredicto final es negar con la cabeza y desviar la mirada con desinterés.

Si. En definitiva tomen esto como mi carta de retiro para el rubro de eso de ser "buena persona".

Al poco tiempo estoy de vuelta en el coche, con la bencina pagada, una bolsa de papel, y un par de billetes menos en mi bolsillo.

Antes de arrancar, saco dos cosas de la bolsa y se la lanzo a la loca a mi lado. Ella las recibe con la cara, como si esto fuese un partido de tenis y su rostro la raqueta.

Me pone mala cara, pero no dice nada, quizás porque se ha dado cuenta de que es lo que le acabo de pasar.

—Creí que podrías tener sed —señalo la botella de agua. Luego hago referencia al pequeño paquete verde—. Había de los Skittles normales, pero a mí me gustan los ácidos así que te traje esos.

Ella se me queda mirando y yo, harto de esos jodidos ojos grises y el peso de su mirar, hago caso omiso y acelero sin decir más.

En lo que resta del camino, no abre la botella y como de los dulces pero, llegado este punto, ya me da igual. Cosa suya, tampoco es que yo vaya a andar haciendo de niñera.

El recorrido del GPS se va haciendo más y más corto a medida que las llantas del vehículo avanzan sobre el cemento.

Piso el freno cuando el aparato indica que hemos llegado. Yo miro la casa, y verifico el número. Miro la casa, y verifico el número. Miro la casa, y verifico el número.

Y es que, joder, esta casa se ve para la mierda.

Los escalones del recibidor parecen haber sido comidos por termitas hace más de diez años. Están todas agrietadas y descuidadas. La pintura de la fachada está desteñida. El jardín parece el bosque por el cual Hansel y Gretel se perdieron. La oscuridad en el interior da la impresión de que no hay un ser vivo allí dentro.

—¿Es aquí? —pregunto a la copiloto más charlatana que jamás ha existido en la historia de los copiloto.

Morgan asiente con total seguridad y, antes de que yo pueda decir una palabra o soltar un suspiro, la chica ya ha abierto la puerta y se ha puesto la mochila en la espalda.

Bueno, mejor para mí.

Hasta aquí llegó la locura compañeros.

No espero a que me agradezca y eso es bueno, pues ella tampoco parece tener intenciones de hacerlo. Solo baja del auto y sube por los escalones del podrido porche.

No sé muy bien porqué, pero me encuentro a mí mismo esperando a que entre para asegurarme de que nada malo pase. Joder, voy a vomitar, esto de tener decencia humana se asqueroso.

Incluso ella luce extrañada por mi actuar, ya que me mira de reojo una y otra vez, como si estuviera contando el tiempo para que me vaya.

De todas formas, lo deja pasar. Se agacha ante la alfombra del recibidor y, como en toda buena película americana, se hace con la pequeña llave plateada que abre la puerta de la casa.

Pronto me encuentro nuevamente en la carretera. Morgan entró a quien sabe donde y ya puedo olvidarme de la locura que acarreó su presencia. Bien, ahora de vuelta a lo mío.

Mi celular vibra. Sé de quien se debe tratar así que lo levanto sin siquiera revisar el nombre.

—Voy en cami...

—¡¿Quien eres y qué le hiciste a mi hija?!

La voz del otro lado del teléfono me hace dar un salto y por poco chocar.

El problema es que no reconozco a la señora que me habla a gritos, ¿porqué tendría mi número una...?

Miro el celular a detalle y, ¿adivinen qué?

No es mi jodido móvil.

—¿Dónde está? Solo dime donde está —suplica la mujer.

Estoy por responder cuando de pronto oigo voces a lo lejos. La señora trata de tapar el micrófono para que no se escuche, pero de igual manera logro reconocer lo que murmura cierto sujeto:

—Ya tenemos su ubicación. No se preocupe, nuestro equipo dará con ella en unos minutos.

La mujer suspira aliviada y yo exhalo estresado.

—Señora yo... —trato de explicar la situación, pero la persona que intuyo es la madre de Morgan, me corta.

—Desearás haber cooperado.

Y con ese breve mensaje muy tranquilo y pacifista (para nada agresivo) corta la llamada.

Yo me quedo viendo el móvil. Una sola frase cruza por mi mente:

¿QUÉ MIER...?

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