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 Mientras se contemplaba en el espejo, pensaba en lo que había hecho para llegar a como estaba, la comida que había desperdiciado e incluso, observaba una pequeña línea rosácea que cruzaba el lado derecho de su abdomen, producto de un acto desesperado por querer saciar su dolor interno. Pero por suerte, se dio cuenta a tiempo de que aquello no valía la pena, pues el dolor y el miedo seguían ahí, y no se iba con nada; solo dejarían de existir el día de ella los aceptase y batallase.

Asimismo, Andy la miraba a través de la ventana, con su estomago descubierto mientras se observaba absorta en su imagen, mediante su reflejo. Ver la expresión de su cara le rompió el corazón al muchacho, pues nunca había percibido tanta aflicción en el rostro de ella. Sin soportar un minuto más de lo que veía, el muchacho tocó tres veces el vidrio de la ventada para llamar su atención. Zoe rápidamente bajó su camisa para cubrirse y miró hacia la fuente del golpe. De prisa, llegó a la ventana y la abrió. Sin perder tiempo, su mejor amigo entró y se percató de la maleta medio hecha que descansaba sobre la cama.

—¿Qué haces aquí? —Preguntó Zoe, con un leve levantamiento de las comisuras de su boca.

—Quería venir y despedirme de ti —respondió, encogiéndose de hombros y pasando la mano por su oscuro cabello, un tanto incomodo.

—¿Y no podías entrar por la puerta principal como cualquier persona?

«No» quiso responder, «No podría hacerlo, porque entonces mi madre probablemente sabría que estuve aquí, y ella no me quiere cerca de ti». Pero simplemente esas crueles palabras no salieron de sus labios, porque ella era su mejor amiga y herirla de esa manera no sería lo correcto, además de que se negaba a dejarla sola nuevamente. No lograba entender porqué su madre le había dicho aquello, ella más que cualquier otra persona debería comprender que Zoe tendría que sentir el apoyo de las personas que la querían. Así que, en ese momento, se encontraba fugado de su casa.

—Así es más divertido. —respondió Andy entonces.

 La muchacha reprimió una sonrisa mientras bajaba la mirada, cruzó los brazos a su espalda y comenzó a balancearse de adelante hacia atrás. Ninguno de los dos sabía que decir, no es como si fuese una despedida porque se iba de viaje a conocer el mundo.

—¿Te ayudo?

—¡Sipe! —Latosamente Andy la ayudó a doblar las prendas de ropa para luego acomodarlas dentro de la maleta. 

 Para cuando finalmente terminaron, ambos se sentaron uno al lado de la otra en la orilla de la cama de ella. Los dos duraron minutos sin decir ni una palabra, hasta que el joven, sacando algo de su bolsillo, le entregó una bolsita dorada a Zoe.

—Quiero darte esto, no sé si podré visitarte cuando ingreses a la clínica, por lo que quiero que, cada vez que lo veas, te acuerdes de mí, de nosotros, de lo que fuimos.

 Zoe sacó lo que escondía en la pequeña bolsita dorada; era un relicario de plata con una piedrecita azul en el centro, el color favorito de ella. Andy se lo quitó de las manos y le enseñó, desplazando la "tapa" hacia un lado una foto de ellos dos cuando estaban pequeños; la primera vez que Zoe asistió a la fiesta de cumpleaños de Andy, cuando tendría alrededor de unos cinco años de edad. En la foto ambos niños se veían sonriendo con las mejillas pegadas y embadurnadas de chocolate y crema. Y junto al relicario, prendido a la cadenita, había un pequeño dije redondo que emitía in tintinar cuando era agitado. Recogiéndose el cabello, la muchacha le dio la espalda y, aunque ella no había dicho nada, Andy entendió que silenciosamente le pedía que se lo colocase alrededor de su cuello, y así lo hizo.

—Es precioso, gracias —tocó el pequeño relicario, acariciándolo.

—No hay nada que agradecer. 

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