LEER COMO ESCRITOR/ESCRIBIR COMO LECTOR
Recuerdo que cuando iba a la universidad, una de las cosas que quería evitar con todas mis fuerzas era comenzar a ver los libros solo como cadáveres en descomposición, listos para que yo los diseccionara. Eso hacían muchos de mis compañeros, con un profesionalismo libre de cualquier sensibilidad o cariño por la literatura. Mis profesores nos daban las herramientas necesarias para determinar que tan "importante" o "relevante" era un libro, diciéndonos de paso que dejáramos de lado cualquier arista que dificultara la interpretación. Pero yo no podía, por más que lo intentara; no podía ni quería olvidar que esos libros, incluso aquellos que no me gustaban demasiado, eran fruto del trabajo de alguien sentado en un escritorio, a veces en medio de una guerra, a veces con el hambre tocando la puerta, casi siempre como última apuesta.
Tal vez es un error, pero desde muy joven me sentí atraída por la obra y, al mismo tiempo, por el creador. Leía libros y luego quería saber cómo funcionaba la mente del escritor. Así, Dickens no era solo ese autor de novelas clásicas, respetadas por casi todos, que vendía todo lo que salía de su pluma; era también ese niño que se crió con un pie en las fábricas que luego describiría en sus historias y el otro en la cárcel, sitio al que tenía que volver cada noche, porque allí permanecía su padre. Era el autor de lo que en la actualidad consideraríamos lo peor de la literatura popular, a medio paso de las telenovelas. O Tolkien, quien no incluía demasiados personajes femeninos porque apenas tuvo contacto con mujeres a lo largo de su vida y, cuando lo hizo, estas tuvieron un papel fundamental, como su madre (que los educó sola a él y a su hermano). O Conan Doyle, que creó al ser humano racional por excelencia y al mismo tiempo asistía a sesiones de espiritismo para hablar con su hijo fallecido. O Rowling, que decidió no matar a Harry y darle una familia porque sentía que se lo debía a él y que se lo debía a sí misma. O Roberto Bolaño, que se murió de hambre durante años pero que nunca dejó de escribir. O Dostoievski, que escribía entre los ataques de epilepsia y la pobreza casi extrema. O Jane Austen, que no abandonó su vocación a pesar de que ser soltera y escritora en su época era casi un suicidio social. O Ray Bradbury, que gastaba el dinero de su comida y sustento diario en las máquinas de escribir de su universidad.
Podría seguir enumerando ejemplos; no creo que sea necesario. A lo que quiero llegar con esto es que, a pesar de sentir que debería hacerlo, no puedo separar al creador de su obra. Para mí los libros deberían hablar por sí solos, pero se explican mucho mejor cuando uno atisba en la vida de quiénes los escribieron. Llegué a esta conclusión años antes de comenzar a escribir, pero cuando yo misma me senté a intentar plasmar en el papel mis propias historias, esta comprensión aumentó. Comencé a ver cada página leída de otra manera, como si pudiera atisbar en la capa inferior. Lo reconozco, no siempre es algo que me guste mucho. En muchas ocasiones quisiera volver a los doce o trece años, cuando lo único que importaba era disfrutar el libro y no existían las interpretaciones, ni las biografías de escritores, ni la gramática, ni los Deus Ex Machina, ni las incoherencias. Cuando leía como abría los regalos de navidad: siempre ilusionada, siempre expectante.
Trabajo día a día para no perder eso y me he conformado con una especie de bipolaridad lectora: sosteniendo el libro de turno, suele estar esa Aileen que quiere sorprenderse con la historia y la Aileen que quiere aprender a escribir mejor. Y sí, para lograr esto último uno debe destripar lo que lee, incluso aquello que te gusta. Suele ser duro comenzar a criticar a aquellos escritores que durante años consideré semi dioses de las letras, pero también es necesario. Conociendo sus errores, sus vidas y sus dificultades, me recuerdo que son solo seres humanos, igual que yo, que tal vez la muerte los revistió de algo similar a la divinidad, pero que mientras pisaron estuvieron aquí, estaban al alcance de la mano de cualquiera.
Y, tal como al leer convivo con dos Aileen, al escribir me permito la misma disociación. No olvido que mis novelas son, en simples palabras, aquellas historias que siempre quise leer. Cumplo con mis fetiches al escribir y por eso se me hace tan divertido. Por eso no me canso de escarbar y escarbar una y otra vez en mis historias y en mis personajes. Lo hago tal como lo hacía con aquellos libros que me quitaban el sueño en la adolescencia, o que me lo quitan ahora. Si mis novelas, al tiempo que me gustan a mí, le gustan a otras personas, es un bonus que no me canso de agradecer.
Porque el que mis libros me gusten a mí es un deber. Que le gusten a los demás es un privilegio.
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